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Mónica y yo nos veíamos muy a menudo, solíamos salir por la ciudad como dos noctámbulas de vuelta de todo. Las dos juntas deambulando por los garitos de ocio más de moda atraíamos la atención de todos los tíos. Era divertido porque siempre conseguíamos levantar pasiones y, sabiendo mi aversión al sexo con niñatos de discoteca y, comprendiendo que mi amiga tenía novio desde hacía más de 3 años, en realidad nunca íbamos de caza, sino de cachondeo. Lo de Mónica era una especie de prisión relacionada con la ortodoxia derivada de la vida en pareja ya que, continuamente me hacía partícipe de su frustración sexual. No sabía explicármelo muy bien. Tal vez era la rutina, o quizás es que el chico no le daba a ella lo que necesitaba. Lo ignoro. Yo procuraba no meterme en temas ajenos y soslayaba los reproches que el alcohol le empujaba a confesar prácticamente en cada cita.
Mis escasas y esporádicas relaciones con los tíos, aunque de vez en cuando eran intensas, no solía explicárselas a Mónica, básicamente por carecer de trascendencia o de interés narrativo. O por no hacerle sentir una especie de envidia que, por otro lado, sería infundada. Ella ya sabía de mi reciente ruptura con Santi, pero no era consciente de la razón. No le hablé nunca de aquel moro llamado Akim. Ese ogro apestoso me ponía tan cachonda que me daba vergüenza confesarle a nadie mis recientes experiencias con él. En parte me sentía mal por ello. Me daba la sensación de estar ocultándole cosas mientras ella siempre lo confesaba todo. Pero es que, joder, con ese tipo casi había reinventado el Kamasutra del porno y, encima, no había conseguido saciar el apetito animal que, irremediablemente, me seguía transmitiendo. El día que lo conocí, gracias a Santi, al moreno ya le pajeé, se la mamé, me folló viva y me hizo un estropicio seminal para enmarcarme la cara (léase mi experiencia “De repente, un extraño”). Y la segunda vez que nos citamos, esta vez por iniciativa mía, el tío estaba acompañado de un amigo y me dieron por todos los sagrados agujeros de mi concupiscente anatomía (léase mi experiencia “Ironía por duplicado”). En fin, no era algo de lo que me enorgulleciera y, tal vez por eso, preferí mantener a Mónica al margen. El problema es que, aún hoy, pensar en ese cerdo me pone muy caliente.
Y entonces, una tarde, en casa, dándole vueltas a mis apetencias, se me ocurrió el juego más lascivo que jamás había planeado para alguien. Teniendo en cuenta las múltiples quejas con las que me taladraba Mónica constantemente acerca de su asexualidad conyugal, se me ocurrió una perversidad que estaba convencida que me agradecería toda su vida: le presentaría a Akim y nos lo follaríamos las dos como jamás habían soñado ninguno de ellos. Pensar tan solo en este descabellado plan me ponía a mil. Mónica no era consciente de la existencia de Akim, ni de su capacidad anatómica, tampoco de su aspecto ni olor, de su color bronce ni del extenso fluir de su éxtasis. La ignorancia era perfecta. Ahora me estaba alegrando de no haberle dicho nunca nada. Le regalaría el polvo de su vida usando al ser más puerco, machista y nauseabundo que he tenido el placer de disfrutar entre mis labios, los de arriba y los de abajo. Sí, una dicotomía, lo reconozco.
El plan tenía, a bote pronto, dos inconvenientes. Por un lado me dolía el ego: con qué excusa volvería a contactar con ese guarro sin hacer evidente mi deseo por su presencia dentro de mí y, por lo tanto, mostrando de nuevo una sumisión sin reservas. No es que no me pusiera a tope el concepto en sí, pero en esta ocasión la protagonista tenía que ser Mónica, aunque él no lo supiera hasta verla llegar conmigo. Y esto me llevaba a la segunda incógnita: qué sorpresa podría encontrarme en ese apartamento el día de la cita. Por todos es sabido que Akim siempre ofrecía algún desconcierto pecaminoso que, no por morboso era menos resbaladizo. Eran dos enigmas que debía resolver rápidamente. Me estuve calentando los cascos varios días. Y varias noches. Darle vueltas a todo esto hacía que anduviera todo el día mojada, excitada, ardorosa, frenética...
No sé si realmente escogí la mejor excusa para llamar a Akim. Creo que la calentura de mis vísceras y el apremio por sofocarlas a costa de mi amiga me delataron con demasiada evidencia. Lo cierto es que me decidí a llamarle con el pretexto de que “quería recuperar las bragas que Tono me robó” hacía ya casi un mes. Hice uso de esa coartada porque él mismo la utilizó para citarnos la anterior vez. Y en esta tercera ocasión mis bragas podrían ser la ironía perfecta para marcar mi territorio e imponer mi decisión irrevocable de rescatar lo que era mío. Qué jilipollez. Pero funcionó:
“Yo no tengo tus bragas Eva” me aseguró al otro lado del teléfono. “Se las quedó Tono y, con casi total seguridad las usará a diario para hacerse pajas, ja ja ja”.
“Pues ya le puedes ir llamando para que te las devuelva. Esas braguitas son de La Perla, y me costaron más de 200€”. Era cierto lo que le contaba.
“Pues no sé, tía, hablaré con él. Ven por aquí el viernes próximo, a las siete, y ya las tendré”.
“Gracias, hasta el viernes”.
¡Sí! El primer paso estaba resuelto. No tengo ni puta idea de lo que pareció esa llamada, pero tampoco me importaba una mierda lo que Akim pensara de ella. Sin duda él tenía muy claro que le llamé para que me empalara como había hecho ya varias veces antes. Usando un subterfugio algo surrealista, de acuerdo. Pero poco importaba ahora eso. Y si he de ser franca, efectivamente esas bragas de La Perla me costaron una pasta así que, si encima las recuperaba, noche perfecta y círculo cerrado. Todo esto me estaba sofocando por momentos y sentía cómo se humedecían mis genitales a medida que iba asumiendo ese primer paso de mi siniestro plan sexual para con Mónica. Volver a estar en presencia de aquel moro me volvía loca de lujuria, y esta vez era un desenfreno que iba a compartir con ella. ¡Uff! En ese mismo momento pillé a mi Rocco de látex, me fui al lavabo y, saltando dentro de la bañera, mientras orinaba nerviosamente, agachada y abierta, me lo introduje hasta el fondo de mi coño en lo que pasó a ser “la mejor paja de la semana”. Llamé a Mónica cuando me hube desahogado: “No quedes con nadie para el viernes” le comenté con la promesa de explicarle más.
El mismo viernes por la mañana, aprovechando que el novio de Mónica estaba trabajando, nos vimos en su casa. Mónica es una mujer de mi edad, amiga desde el cole. De toda la vida, vaya. Físicamente más atractiva que yo, mejores curvas y más guapa de cara. Al menos en mi opinión. Una apreciación mía que no comparte todo nuestro entorno más inmediato, pero ahora estoy escribiendo yo. A mi juicio ella cometió el error de echarse novio a una edad muy temprana, de comprometerse a la forma tradicional desde los 20 años y, por lo tanto, descartando esa libertad sexual que necesitamos todos antes de decidir quién será la pareja más adecuada para convivir. Lo suyo fue amor, dice. Y ahora resulta que no puede usar más que sus dedos porque si, encima, su novio la pillara con un consolador en casa, él lo consideraría una “infidelidad de goma”. Es de locos.
Estando ya en su casa, con la tranquilidad y el recogimiento que ello implica, me dispuse a hablarle de Akim. Le conté con detenimiento y lo más explícitamente que pude todos los detalles y mi experiencia relacionada con él.
“¿Y dices que hace 3 meses de eso?”, me preguntó con cara de alucinada.
“Hace 3 meses que Santi me lo presentó, sí”
“¿Y hasta ahora no me habías dicho nada, tía?”, insistió perpleja.
Le expliqué las razones que me impidieron hacerle partícipe de esa aventura sexual e intenté que me comprendiera.
“Está bien pero, ¿qué tiene que ver conmigo todo esto, ahora?”
“Esta tarde iremos tú y yo a ver a Akim, te lo presentaré y echarás el puto polvo de tu jodida vida, nena”, afirmé con contundencia.
“Pero...” balbuceó absorta.
“Oye Moni, necesitas echar un buen polvo, joder. Y con este tío fliparás. No es “Chorch Cluni”, de acuerdo, pero es una puta máquina de follar, discreto, directo, sin tabúes ni malos rollos”.
“No sé si eso es una buena idea, Eva...”
Mónica estaba deseando algo así desde hacía mucho tiempo. Y yo lo sabía. Un rollo sexual seguro y sin compromisos era un regalo que dudo que rechazara tan fácilmente.
“Escucha una cosa, nena”, la desafié. “Ponte un segundo de pie, por favor”.
Se levantó extrañada y me acerqué a su vera. Rápidamente y sin que pudiera reaccionar le metí la mano debajo de la falda y, súbitamente, también bajo sus bragas, justo hasta llegar clandestinamente, con un solo dedo, hasta su vagina.
“¡Qué haces, tía!” reclamó mientras doblaba su cuerpo apartando su entrepierna de mi mano.
“Solo comprobaba si te habías mojado tras haberte contado mi plan para esta tarde”, le expliqué con semblante muy serio, a pesar de estar partiéndome el culo por dentro.
“¡Serás guarra! ja ja ja...”, se lo tomó en broma al verme tan seria.
“Sí, soy lo que quieras, pero mira mi dedo, nena”.
Mónica se había mojado considerablemente. Nunca antes la había tocado así. De hecho, nuestras bromas sexuales mutuas jamás fueron más allá de las típicas tonterías, pero también habíamos hablado varias veces de no descartar algún día una experiencia sexual en serio. Sin duda, nos gustábamos más allá de una simple amistad. Y el morbo de comerme su coño bien mojado aún permanecía en mi lista de “cosas pendientes”. Mónica era, realmente, una ninfa estupenda. Y mejor persona.
“Claro que estoy mojada, tía. Me has estado contando con detalles tus rollitos con ese moro y, ¿crees que soy de piedra? Vete a la mierda”.
“Pues hoy a las 7 he quedado con él, y tú vas a ser su sorpresa”.
“Dios, espero que sepas lo que haces, Eva”, concluyó perversamente preocupada.
“Veo (y huelo) que te has puesto súper cachonda. Moni, ¿quieres que te coma toda la chona?”, repliqué con mi semblante todavía muy serio.
“Que te pires, so guarra”.
Ambas explotamos a la vez en sendas carcajadas. Fue una conversación muy divertida que, tras el desasosiego, nos permitió centrarnos en lo que se nos venía encima dentro de 7 horas. Aún había un detalle que no le había contado a Mónica, el que se refería al segundo punto de las incógnitas: “qué sorpresa podría encontrarme en ese apartamento el día de la cita”. Porque seguro que la habría. Y eso me calentaba más que nada. Lo que no sabía, y en parte me preocupaba, es cómo iba a reaccionar ella.
Me dirigí a su armario ropero y le escogí un vestido gris rural con estampado floral monocromático, de una sola pieza, muy sexy y juvenil, que llegaba a las rodillas y se aguantaba sobre sus hombros con dos tiras gruesas abotonadas al frente. Seleccioné en uno sus cajones unas medias negras transparentes que acababan en la parte más superior del muslo y se aguantaban con una goma a presión. Escogí unos zapatos negros de charol sin tacones, también muy lozanos y, como colofón final rebusqué unas braguitas bien provocativas que fui incapaz de encontrar. Joder, solo habían bragas de algodón blanco como las que llevaba yo cuando tenía 15 años, por Dios.
“Nena, ¿no tienes ropa interior sugerente, de seda y encaje... de putón, vamos”.
“Ja ja ja... qué va. Total, para lo que me servirían... prefiero ir cómoda, la verdad”.
“Pero puedes ir cómoda y sentirte sexy a la vez, cariño”, le espeté levantando mi falda y enseñándole las mías.
“Tú tienes pasta para esas frivolidades, Eva. Yo estoy en el paro desde hace más de 2 años”.
“¡Qué tontería!”, dejé ir mientras seguía rebuscando en sus cajones.
Se me ocurrió quitarme las mías, les eché un vistazo para asegurarme de que estaban presentables y se las di.
“Toma, usa estas. Están limpias de esta mañana. Ya me las devolverás. Y espero que estén muy sucias cuando lo hagas, ja ja ja”.
Se quitó las que llevaba y se puso las mías. Yo escogí unas de algodón blanco, de aquellas que estaban en su cajón. Efectivamente, eran muy cómodas pero parecían de abuela más que de niña. Se vistió con el conjunto que le había seleccionado y nos fuimos a mi casa. Estaba preciosa. Me la hubiera follado ahí mismo. Pero en este momento no era precisamente yo lo que mi amiga necesitaba. Comimos, vimos una peli, me arreglé y, a las 6 de la tarde, pillamos el autobús “destino Akim”.
Una vez más, frente a aquella puerta, todo parecía repetirse. A las 7 en punto estábamos Mónica y yo tocando el timbre del piso de Akim. Una vez más, frente a aquella puerta, me estremecí de placer, de miedo, de incertidumbre. Mónica me miraba en silencio, y ambas esperábamos la bienvenida.
“Hola Eva... y compañía”, saludó Akim algo confuso. “¿has venido en equipo para recoger tus bragas?”. Qué simpático...
“En efecto, estimado amigo. Ella es Mónica. Mónica, Akim”.
Se saludaron y nos adentramos hasta el salón de los pecados. Por supuesto había sorpresa. Como cabía esperar, mi amigo sarraceno había invitado, justo a esta misma hora, a un personaje ajeno a las circunstancias. O tal vez no tan ajeno. Lo cierto es que Kike, un caucásico bien parecido, alto, trajeado y con buen porte, se levantó para saludarnos.
“Así que esta es la famosa Eva...”. Me quedé flipando.
“¿Famosa?” pregunté con precipitación.
“Bueno, famosa porque Akim me ha hablado muy bien de ti y, para mí, ya eres famosa, ja ja ja”.
“¿Akim hablando bien de alguien?, no me hagas reir...”, solté mostrando un poco de genio y carácter.
“Qué mal rollito” dijo Mónica con ceño de encontrarse en medio de algo chungo.
“Sois dos preciosidades”, confirmó Kike con una caballerosidad poco auspiciada por Akim desde que le conozco.
“Gracias”, soltamos las dos en canon.
“¿Puedes venir un momento, Eva?” me sugirió Akim cogiéndome de la mano hacia la profundidad del pasillo que daba paso a todas las estancias.
Dejé a Mónica con Kike y, mientras me alejaba de ella, oí cómo éste le daba coba y le hacía las preguntas previas a una declaración más explícita. Akim me llevó a un cuarto que yo conocía ya muy bien, y fue muy claro:
“Espero que tu amiga haya venido con ganas de follar porque Kike era un regalo para ti, como lo fue Tono el otro día, pero me temo que le va a entrar a ella”, justificó Akim mientras yo le escuchaba sentada en el borde de la cama con las piernas cruzadas.
“Pues Mónica era un regalo para ti, tío... así que te has quedado sin ella gracias a tus típicas sorpresas de última hora”, respondí seca y directa.
“Eso no me importa, yo contigo tengo lo que quiero”.
¡Joder! Ese era el primer piropo que le había oído a este cabrón. Y me sentó de maravilla. Le sonreí y él me respondió con su mirada lasciva y un paquete abultado bajo los botones de su vaquero. Me estiró sobre la cama y comenzó a acariciarme como no era normal en él. Subió mi falda para hacerla descansar sobre mi barriga y se agachó entre mis piernas para separarme las rodillas y olerme brúscamente la calentura remojada de mis braguitas de encaje. Noté cómo usaba la lengua sobre la tela de seda y empecé a sentirme realmente poseída por un desenfreno imposible de controlar. Ya no pensaba en Mónica. Ahora me daba realmente igual si estaba siendo sodomizada o estaba tomando un te con pastas acompañada del ejecutivo neopijo ese con pinta de metrosexual. Es decir, literalmente, me sudaba el coño. Y Akim me lo estaba lamiendo por encima de mi ropa íntima. No iba a permitir interrupción alguna. Me encantaba cómo jugaba con sus dientes sobre mis bultos y mis rugosidades. Los aplicaba suavemente sobre mis labios y el clítoris abarcando, también, la tela que los cubría. Entre su saliva y mi propio flujo rápidamente pudo apreciarse un medallón de humedad en la tela, que Akim se esmeró en apartar a un lado para acceder a mi rajita salvaje y ansiosa de forma directa.
“Hostia cómo hueles, niña. Este coñito me vuelve loco”.
Le respondí de la única forma que pude en ese momento: le regalé un gemido más agudo de lo habitual, y levanté mis dos piernas del suelo para abrir mi gruta frente a sus fosas nasales. Él agradeció ambos detalles chocando su nariz contra mi botón inflamado mientras introducía la totalidad de su lengua en mi vagina supurosa. Le agarré literalmente por las orejas y lo atraje hacia mi entrepierna para marcar el ritmo que su lengua debía ejercer dentro de mí. A él no parecía importarle encontrarse dominado por mi lujuria, es decir, un rol diametralmente opuesto al que había mostrado hasta la fecha. Mi propio cansancio me obligó a agarrarme las piernas por detrás de las rodillas y así, además, conseguía mayor tirantez en mis zonas erógenas. Akim comprendió el mensaje subliminal e introdujo lentamente uno de sus dedos dentro de mi coño tensionado, obligándome a soltar un suspiro ronco de placer que inundó todo mi ser. Ese dedo parecía ahora un proyectil de largo alcance. Podía sentir cómo me perforaba hasta bien adentro y, a la vez, oía perfectamente los chasquidos de la humedad que lo acompañaba. Cuando comenzó a acelerar esa paja le advertí, entre sollozos, que me iba a correr enseguida. Y entonces no se le ocurrió otra cosa que colocar dos dedos en uve para ensartar el otro por el agujero más negro de mi anatomía. Cuando los hubo colocado ambos hasta el fondo le agarré del pelo y comencé a descargar mi eyaculación mientras mi grupa saltaba al ritmo de mis contracciones.
“Dios Eva, te pareces a mí corriéndote”. Debió referirse a mi fluido lechoso pero, sin duda, era una exageración que me quiso regalar a los oídos.
Me incorporé para sentarme, medio mareada aún, mientras Akim se limpiaba la mano con una toalla y acercaba su boca a la mía para besarme superficialmente en los labios. El olor a chocho que emitía su boca era abrumador. Entonces me advirtió:
“Shh, ¿oyes? Creo que Mónica está recibiendo lo suyo también”. Me mantuve en absoluto silencio para intentar percibir algún sonido. Es verdad que pude adivinar algún suspiro, pero nada determinante. “Vamos a ver cómo les va”, comentó Akim.
Me arreglé un poco el vestido y el pelo y salimos al encuentro de esos dos.
Al llegar a la sala pudimos otear de refilón a Kike totalmente trajeado manoseando la entrepierna de Mónica que, estirada en el sofá, con el vestido subido a la altura de los muslos, se incorporó repentinamente para preguntarnos qué estuvimos haciendo durante tanto rato. Sin mediar palabra me acerqué a ella y la volví a estirar como estaba, la besé en la boca de la misma forma que me había besado Akim hacía un momento, e insinué a Kike que continuara con su “trabajo”. Él me lo agradeció con una sonrisa y metió su mano dentro de las bragas de Mónica. Miento. Eran mis bragas. Ella volvió a relajarse y a suspirar de placer mientras su pareja parecía juguetear con su chochito. Desabroché los tirantes de su vestido y se lo extraje por la cabeza dejándola prácticamente desnuda. Le arrebaté el sujetador y Kike la sentó bien para abrir sus piernas y tener acceso a su conejito rosado, recién depilado, bajo la tela. La cara congestionada de Mónica era un poema. Jamás la había visto de esa guisa. Estaba preciosa. Kike le extrajo las bragas y comenzó a pajearla con dos de sus dedos en gancho. El contraste del tipo trajeado, de rodillas, frente a la nena portando solo unas medias, y siendo poseída digitalmente con fruición, me excitó soberanamente.
Le pedí a Akim que se acercara a nosotros y me puse de cuclillas frente a él para extraer del pantalón su miembro morcillón que, entre mis manos, se endureció repentinamente para apuntar directo a mi boca hambrienta. Me aseguré de que Mónica tuviera una buena perspectiva de esa mamada, pero me temo que estaba totalmente entregada a la complacencia que le ofrecía su pajeador. Kike consiguió muy pronto que ella se corriera en su mano. Nos hicimos eco de ello al oír los gemidos finales que delataban su orgasmo. Tengo que insistir: estaba preciosa tan saturada de regocijo. Kike la levantó por el brazo y la estiró sobre una pequeña mesa en el centro de la sala. Se abrió la bragueta del pantalón Armani y se sacó un pedazo de pollón que ella apenas tuvo tiempo de apreciar porque, tal y como le levantó las piernas la poseyó hasta el fondo de una sola embestida, lenta pero sin pausa. Era brutal escuchar a Mónica emitir un largo gemido de recreo a medida que el tronco de Kike iba entrando en lo más profundo de su ser. Akim y yo nos acercamos a la pareja y nos quedamos contemplando la follada mientras su sólida verga permanecía en mi mano masturbadora. Me puse a mil, ahí de pie, observando como una espectadora más la función de mi amiga disfrutando así de lo que, para ella era, por fin, una buena copulada. Disfruté muchísimo ese momento, un regocijo que transmití perfectamente a Akim a través de mi mano, que no dejaba de acariciar ese taladro de color bronce.
Kike tenía ya toda la areola de su bragueta Armani manchada con los líquidos de Mónica que, al menos la oí correrse un par de veces más desde que la estuviera fornicando sobre la mesita de cortesía. Algunas veces la embestía cuatro o cinco veces muy rápidamente y luego aflojaba la marcha sistemáticamente. Otras, solo introducía el glande ubicándolo entre sus labios mojados y lo hacía mover con su mano recorriendo las carnes trémulas de su entrada para culminar con una agresión rápida en sus profundidades. También celebré cuando, levantando aún más una de sus piernas, Kike hizo finta de sodomizarla empujando muy levemente su capullo sobre el rugoso orificio anal. Pero lo mejor era observar con suma atención cada una de las respuestas corporales de Mónica. La mayor parte del tiempo mantenía su cabeza mirando al infinito del techo mientras se magreaba las tetas con movimientos muy personalizados. Esporádicamente incorporaba la cabeza para otear el panorama que había a su alrededor, y centraba su mirada en mí como diciendo “esta me la pagas...”
“Uff m-me vie-viene”, tartamudeóKike desde el interior de su conquista.
Mónica notó ese hinchazón repentino en su núcleo uterino porque inició espontáneamente unos gemidos más graves que denotaban el momento cumbre de su montador. Es muy posible que, en ese preciso instante, mi amiga habría permitido recibir toda la savia caliente de Kike en su interior. Sin lugar a dudas ese es un momento de éxtasis superior. Pero le hice un favor que, más adelante, me agradeció:
Solté el miembro de Akim, me agaché rápidamente junto a los genitales de Kike y de Mónica, le saqué el pene de su interior cuajado y pajée al macho contra mi cara para sentir cómo me escupía su leche encima. No paré hasta asegurarme de haberle vaciado del todo y, cuando quise darme cuenta, Akim estaba llevando a Mónica de nuevo al sofá, la puso a cuatro patas y la embistió desde atrás haciendo que gritara, espero que de placer extremo. No fui capaz de determinar en qué medida Kike me había cubierto de semen, pero lo primero que hice fue dirigirme hacia mi amiga y, mientras Akim la empalaba con ganas –y creo que con cierto despecho–, yo me dediqué a besarla y compartir con ella el esperma con el que el otro me había obsequiado. El roce de nuestras mejillas y nuestros labios pronto repartió equitativamente aquel engrudo blanquecino. De repente, mirándome a los ojos fijamente, la vi ponerse colorada otra vez, abrió la boca como si quisiera gritar de puro éxtasis, se le pusieron los ojos en blanco y comenzó a temblar a la vez que Akim paralizó los embates para consentir que Mónica acabara sin cortapisas.
“¡D-D-D-Dios!”, farfulló mi niña sin que apenas se la entendiera.
Aún permanecía contraída, agolpada, embotellada en su propio clímax. Akim le palmeó sonoramente en el culo y le dio la vuelta sobre el mismo sofá colocándola boca arriba. Agarró su proyectil manchado de ella y le golpeó en el clítoris hipersensible. Cada pequeño golpecito era un saltito de Mónica sobre el sofá. Akim tanteó de nuevo su gruta y procedió a perforarla muy lentamente. Rodeé el sofá para colocarme junto a los dos y disfrutar de nuevo los placeres que mi amiga era capaz de ofrecerme con los suyos propios. Akim iba muy lento. No parecía que fuera a aguantar mucho más. Mónica, agotada, solo se dejaba poseer. Su vagina estaba visiblemente irritada y sus pezones habían dejado de erguirse para pasar a estar en “modo reposo”. El moro pronto comenzó a bramar, a refunfuñar su inevitable llegada. Ahora le iba a enseñar a mi estimada amiga algo de lo que aún no le había hablado.
“Levántate, Akim”, le ordené.
Arrastré a Mónica hasta el suelo, arrodillándola frente al miembro hostil y tembloroso de este macho alfa, e inicié una paja muy cadenciosa mientras le pedía a mi chica que le lamiera las pelotas totalmente prietas en el escroto. Noté perfectamente en mi mano los riñones de Akim y, cuando observé la primera gota de leche en la punta de su cipote, aparté a Mónica hacia atrás dos palmos para asegurarme de que los borbotones de esperma, que ya empezaban a brotar, le cruzaran toda la cara.
“¡Uff... Dios... joder... vale...!”, largaba Mónica riéndose nerviosamente mientras Akim le inundaba el rostro con su leche espesa y nevada, descarga tras descarga, con la ayuda de mi experta mano. Prácticamente cubrió la totalidad de las divinas facciones de Mónica con su simiente densa y abundante.
No es que fuera una novedad para mí esa cantidad de crema sobre una bonita jeta, pero disfrutarla en una tez ajena me proporcionaba una satisfacción difícil de expresar. Era como gozar con una película porno, pero sintiendo, oliendo, saboreando el argumento. Me enfrenté a la cara de Mónica, la agarré suavemente por cada lado de su cabeza y procedí a lamerle y esparcirle, con mi lengua, toda la pastosidad que Akim había descerrajado sobre ella. Nos deleitamos enroscando nuestras lenguas mientras jugábamos como “La Dama y el Vagabundo” con los hilos viscosos y tragábamos todas esas proteínas marroquíes.
Los tíos flipaban mirándonos. Debían de estar pensando “¿se puede ser más deliciosamente guarra?” Nos encerramos las dos en el lavabo para lavarnos y desbloquear nuestra lujuria. Nos quedamos un buen rato intercambiando muecas de sorpresa en absoluto silencio. Era ya tarde y teníamos que volver a casa. Las cosas habían cambiado por completo y definitivamente desde aquella tarde. Pero esa es otra historia.
Fin
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