Aquella tarde en que su madre había concurrido a visitar la bóveda familiar e inspirada por la pesada temperatura de enero, Carola se dio una ducha y luego de regresar a su habitación, recostada en la cama con los pies aun apoyados en el piso, se secó perezosamente con el blanco toallón.
Su lubrica mente virgen, se llenaba de fantásticas imágenes irreales, sintiendo cómo era sometida en lo que su imaginación le hacía creer era el sexo. Clavando sus ojos en la nada del techo, dejó que un travieso dedo índice mojara su yema en la lengua para luego ser chupado como un pequeño miembro por los labios y resbalar hacia el mentón con tan parsimoniosa lentitud que exasperaba. Desde allí escurrió por el cuello en remolones círculos para luego arribar a la meseta del pecho en el que la calentura colocaba un leve rubor habitado por un minúsculo salpullido.
Los casi invisibles gránulos expresaron a la yema el grado de su excitación y entonces el dedo se aventuró a escalar las laderas de un seno. Ese contacto imperceptible, llevó un acuciante tironeo al fondo de sus entrañas y el explorador circunvaló la colina en círculos concéntricos cada vez más estrechos hasta tropezar con el empinado abultamiento de la aureola.
Conocedor de sus reacciones, el dedo se deslizó por la pulida superficie agregando el filo de sus cortas uñas y la puntada en la zona lumbar hizo que la otra mano acudiera a realizar similar tarea en el otro seno. El calor resecaba los labios entreabiertos de Carola y la lengua que llegó a refrescarlos, no pudo evitar sacudirse luego en un lascivo tremolar similar al de una serpiente.
Sintiendo que algo grande comenzaba a gestarse en lo profundo de sus entrañas, cerró los ojos y dejando descansar la cabeza en las almohadas, hizo que los dedos encerraran los gruesos pezones e iniciaran perezosos estregamientos que, en la medida que crecía su excitación, se convirtieron en duros retorcimiento en los que hicieron su aparición las uñas para clavarse sañudamente en la carne de las mamas.
Carola sintió el cálido escozor que iba invadiendo su sexo y una de sus manos bajó acariciante a lo largo del vientre para escarbar en el suave vello, como resistiéndose a lo que ansiaba y, finalmente, dos dedos se aplicaron a restregar en lerdos círculos la abombada cima de la vulva de la que sobresalía el tubo carnoso del clítoris.
Alternando el frotar con aviesos pellizcos que incrementaron el abultamiento del órgano, la otra mano ya no se circunscribió a los pezones, sino que sobó y estrujó ambos pechos mientras sus dedos oprimían y rasguñaban las mamas con fiera crueldad. Una saliva espesa fue inundando la boca y ella expulsó el ardor del pecho entre los dientes apretados en sordos gemidos que se acrecentaron cuando las dos manos se reunieron en la entrepierna; cada una parecía conocer el trabajo que le correspondía y, en tanto los dedos de una separaban los colgajos de los labios menores, la otra se aplicaba a recorrer acariciante todo el interior del óvalo, introduciéndose debajo de la capucha carnea a excitar con la uña el oculto glande del pequeño pene, escarbar el dilatado agujero de la uretra o hundirse en furtivas penetraciones a la vagina.
Instintivamente, fue colocado un pie sobre el lecho y alzando la pelvis desequilibrada en remezones copulatorios, buscó por debajo de las nalgas en la hendidura para que su dedo mayor se hundiera en el ano. Todo resto de recato había desaparecido y, tras restregar entre ellos las groseras aletas de los pliegues, tres dedos se hundieron en el agujero vaginal en desenfrenada masturbación.
Masturbación esta que se vio interrumpida cuando, en el cenit de su enardecimiento, Carola tomó de la mesa de noche el delgado tubo metálico del desodorante íntimo e introdujo la ovalada cabeza en la vagina pero su golosa expresión al hundirlo profundamente, cambió de carácter al removerlo aleatoriamente en su interior. Aquello no era dolor en esencia sino el profundo disfrute que cada penetración le producía pero el calor de la exaltación fue ocupando la cavidad genital y con la boca abierta en un grito que la crispación le impedía soltar, sintió como esa cópula terminaría por enloquecerla, martirizando incruentamente la carne castigada. Un sollozo se estranguló en su garganta y cuando le parecía que no podría soportar mas tanto sufrimiento, el cuerpo pareció aceptar el tránsito y sus movimientos le produjeron un placer infinito.
Con las lágrimas enturbiando su visión y cobrando conciencia de su incontinencia viciosa, comprendió que ya estaba en un punto sin retorno del cual no estaba segura querer volver. Con el calor generado por el paso del tubo ocupando cada rincón de su cuerpo, fue elevando la otra pierna sobre la cama hasta quedar acuclillada y alzando su pelvis para, con los hombros apoyados contra el colchón formar un arco al tiempo que se penetraba vertiginosamente con el falo, sodomizándose simultáneamente con los dedos hasta que la violencia del orgasmo la alcanzó y en medio de ayes, sollozos y risas, expulsó la abundancia de la eyaculación entre los chasquidos del improvisado consolador entrando y saliendo.
Acezando sonoramente con los labios entreabiertos y los ojos cerrados por el placer, no advirtió en el cuarto la presencia de Miguel, el hermano de su cuñada quien, habitante de una piecita en el fondo, había ido a buscar agua fresca en la cocina desde donde escuchara los hondos gemidos de la muchacha.
Cinco años mayor, al verla expuesta en esa forma había visto la ocasión de concretar una relación con aquella chica que lo traía loco por meterle mano desde hacía años y acuclillándose frente a ella, fue deslizando una de sus manos en suaves caricias por su lacio cabello rubio. Cuando ella reaccionó asustada intentando incorporarse, él le dijo que si se quedaba tranquila, seguramente los dos podrían gozar de un sexo tan completo como satisfactorio.
Para su propia sorpresa, por miedo o por deseo, ella permaneció quieta y dejó que él la abrazara por la cintura para luego de acostarse junto a ella boca arriba, acceder a que la recostara sobre su pecho desnudo.
Esa mano, en colaboración con la otra, se cerró sobre los senos conmovidos para comprobar la dureza de los pezones. Repentinamente consciente de lo que estaba haciendo y su segura consecuencia, quiso levantarse para salir huyendo pero la bestia el celo que habitaba en Miguel no sólo se lo impidió, sino que la aplastó contra el colchón y, acaballándose sobre ella, obstaculizó todo movimiento.
Carola ensayaba una desesperada argumentación sobre que él había equivocado sus intenciones al tiempo que lo amenazaba no sólo con contárselo a su madre sino también a su cuñada. Desoyéndola obnubilado, mientras la trataba de tilinga calienta braguetas y, prometiéndole que por fin conocería lo que llevaba entre las piernas, colocó una de sus grandes manos en la garganta a modo de una dolorosa estrangulación. Asustada por lo que había desatado con su desenfreno, se propuso no disgustarlo y hacer lo que él quisiera, que era en definitiva lo que buscaba y deseaba.
Semiasfixiada, vio como la otra mano del hombre bajaba para estrujar entre sus dedos los pechos que tenían esa solidez de la juventud y un nuevo volumen que les otorgaba la excitación. Balbuciendo que estaba todo bien y que no la lastimara, consiguió que él detuviera su frenesí y, soltándole el cuello, la tomara por los hombros para encerrar los senos en fuertes chupones que marcaban rojizos la blanca piel aunque sin causarle dolor.
Ella contribuyó a tranquilizarlo acariciándole la nuca y viendo entonces su ahora calmada aquiescencia, Miguel la despojó de la toalla con la que ella había vuelto a cubrirse parcialmente. A pesar de su excitación, el verse nuevamente desnuda frente a un hombre la desesperó y nuevamente intentó salir de la cama.
Esta vez él realmente se enojó y tras propinarle un par de duros cachetazos que volvieron a derrumbarla en el lecho, bajó su pantalón pijama y, abriéndole las piernas de un tirón, se abalanzó sobre el sexo que dejaba escapar la tufarada almizclada del deseo.
En una defensa instintiva, sus muslos se cerraron contra la cabeza de Miguel al tiempo que trataba de colocarse de costado y entonces, sin contemplación alguna, tomándola por las rodillas, él separó sus piernas hasta que un intenso dolor en la ingle le dijo que permaneciera quieta. La boca se abatió golosamente contra la piel y bramando como un animal, succionó, chupó y lamía los jugos que empapaban el sexo.
Involuntariamente, la pelvis de Carola se proyectó contra la boca de Miguel quien, soltando sus piernas, hizo que la lengua se deslizara angurrienta sobre la alfombra enrulada para arribar al clítoris que ya denunciaba su endurecimiento. Evidenciaba su experiencia por la forma continua y hábil con que tremolaba la lengua y fue ella la que contribuyó con el meneó de su cuerpo para que la boca recorriera ávidamente lo que satisficiera en exceso con el aerosol mientras dos de sus dedos hurgaban fuertemente en el agujero de la vagina para luego introducirse en ella en violentos vaivenes masturbatorios.
Tan bruscamente como había iniciado el acto, Miguel la tomó por los cabellos para hacerla sentar y, colocándose parado frente a ella, trató de introducirle el miembro en la boca. Muchas veces había soñado en hacer eso pero ahora el colgajo semiendurecido le provocaba náuseas con su fuerte olor a suciedad inguinal. Cerraba prietamente los labios pero no podía retirar la cabeza por el vigor con que él la apretaba contra sí. Insultándola como a una prostituta y tratándola de tal, azotó toda su cara con la verga floja y cuando ella cerraba fuertemente los ojos para evitar los golpes, le apretó con sus fuertes dedos la quijada hasta que el dolor le hizo abrir la boca y estregándola furiosamente contra el miembro, penetró entre los labios.
Aunque a disgusto y no como ella lo había soñado, un miembro masculino ocupaba su boca y sí, cediendo a sus impulsos naturales, envolvió esa carnadura que, por su tamaño aun no merecía el nombre de falo. El gusto que suponía nauseabundo no era muy distinto a los más intensos que degustaba con los dedos de su propio sexo, y, dando cabida cómodamente a ese proyecto de príapo, la lengua se revolvió impetuosa contra el colgajo.
Con instintiva sapiencia, los labios ciñeron al tronco oscilante y sosteniéndolo con una mano para separarlo de esos pelos que se le metían en la nariz, inició una fuerte chupada que llevaba la ovalada cabeza a tomar contacto con su paladar. Ante esos estímulos, la verga cobró rápidamente consistencia y, a instancias del hombre, mientras oprimía y soltaba la carne para que incrementara su consistencia, alojó la boca allí, en el nacimiento del tronco donde nacía la arrugada bolsa del escroto.
En ese lugar, el olor y el sabor eran más penetrantes, mezcla de orines, sudor y las deposiciones hormonales de la excitación. Con todo, eso hizo vibrar algo en el fondo de sus entrañas y la lengua se apresuró a enjugar con minuciosos lambeteos y el trasegar esos jugos, hizo que los labios se empeñaran en fogosas chupadas.
Entretanto y guiados por la mano de él, los dedos iniciaron un despacioso vaivén masturbatorio que se hizo más intenso cuando ella dejó a la boca ir ascendiendo a lo largo de la verga hasta arribar a la punta ovalada y la lengua comenzó a azotar al mondo glande hasta que los labios lo ciñeron para detenerse allí, en el surco que alojaba la delicada piel del prepucio e iniciar un lento ir y venir que puso un ronquido de satisfacción en la boca del hombre.
Desasiéndose bruscamente de ella para no acabar, Miguel la empujó sobre la cama y, tendiéndose entre sus piernas, embocó trabajosamente la verga en la vagina para empujar con todo el peso de su cuerpo. Ella no podía evaluar si el tamaño era el adecuado pero sentir esa barra de carne caliente abriéndose paso entre las paredes de la vagina se le hizo terriblemente doloroso y, soltando un grito que él se encargó de sofocar con su mano, la sintió desgarrando y lacerando la suave piel del canal vaginal por la que se deslizara placenteramente la suavidad del tubo.
El falo parecía llenar en exceso cada rincón del sexo y a ella sentía que su punta golpeaba directamente en el estómago pero, simultáneamente, una sensación de dulce plenitud la embargó por entero. Moviéndose despaciosamente en un perezoso vaivén, él tomó sus piernas para colocarlas sobre sus hombros e, inclinándose, comenzó con una serie de remezones que hacían chasquear sonoramente sus carnes y, sintiendo el nacimiento de aquel escozor que la llevaría inevitablemente al orgasmo, se aferró a los antebrazos de Miguel para darse envión y acelerar el proceso copulatorio.
Murmurando quedamente que la penetrara hasta hacerla acabar, se debatieron por unos momentos más hasta que salió de ella y ahorcajándose sobre su pecho, descargó en la cara y boca abierta por los ahogos del calor, una tremenda cantidad de semen que ella trató de evitar, pero lo que había entrado entre sus labios le hizo degustar un sabor a almendras dulces de esa crema lechosa que se le hizo exquisita y tomando entre los dedos al tronco mojado por sus jugos vaginales, introdujo totalmente la cabeza palpitante para succionarla hasta consumir totalmente todo resto de esperma.
Comprobando que el falo había perdido gran parte de su erección, ella se incorporó y, empujándolo sobre la cama, se abalanzó sobre la verga de Miguel. Las manos acariciaban tiernamente las tumefactas carnes en un juego delicioso en el que los dedos apretujaban, soltaban, ceñían y sacudían al miembro, mientras su boca se deslizaba hasta la inflamada bolsa de los testículos para lamer con fruición los jugos acumulados y luego chupetearlos como si fueran un exquisito manjar.
Al recuperar su rigidez, ascendió a lo largo del tronco con el tremolar de su lengua hasta llegar al recogido prepucio. Corriéndolo hacia abajo con el auxilio de los dedos y en tanto aquellos continuaban estregándolo reciamente, la lengua viboreó dentro del surco que precede al glande y luego de excitarlo por unos momentos, subió para que, después de humedecer la cabeza con saliva, envolverla en el anillo de los labios, iniciando un cadencioso ir y venir que hizo rugir al hombre, quien alabando sus condiciones para la felación le pedía que se acuclillara sobre él.
Acomodándose sobre Miguel, se acuclilló calculando que su sexo quedara sobre el falo y descendiendo, fue embocándolo en su vagina para penetrarse tan profundamente que la punta golpeó contra la paredes del cuello uterino y, alentándose a si misma, flexionó las piernas para iniciar una cabalgata infernal sobre la verga.
El canal vaginal todavía mantenía una estrechez muscular que hacía doloroso el tránsito. Asiéndose con las manos a las del hombre, se daba impulso para complementar la jineteada con un movimiento de atrás hacia adelante que llevaba la verga a recorrer reciamente todo su interior, en tanto que los pesados senos se bamboleaban descompasados.
Una sonrisa de lujurioso contento iluminaba su cara y sin poderse contener, Miguel soltó sus manos para aferrar los pechos entre sus dedos y comenzar a chupetearlos desordenada pero hondamente. Cuando consideró que ella estaría fatigada por tan intensa cópula, salió de debajo de ella y haciéndola arrodillar con las piernas abiertas, introdujo desde atrás la verga en la vagina. Esta vez y por el ángulo, el falo penetraba limpiamente y él comenzó a menear su pelvis en un arco perfecto, yendo al encuentro de su cuerpo.
Carola decía estar gozando como nunca y mientras meneaba de un lado a otro la cabeza, restregaba los senos contra la rugosidad del toallón. Miguel la asía por las caderas y la cópula se hizo inigualable, con su cuerpo hamacándose para acompasarse al ritmo de él que, parado, se daba tan terrible envión que hacía chasquear las nalgas humedecidas de la jovencita.
Como enajenado, Miguel se incorporó y sacando al falo de su sexo, lo apoyó contra el ano. Ella había gozado de la sodomización por la acción combinada de sus dedos en la vagina y ano, pero la consistencia del falo de Miguel era distinta y mantenía una rigidez que la lastimaba. La estrechez de los esfínteres le oponía seria resistencia e, iracundo, él sostuvo firme la verga con el auxilio de los dedos y, lentamente, fue penetrando la tripa hasta sentirla totalmente dentro de ella.
El dolor-goce hacía que las uñas de Carola se clavaran como garras en la cama y con los dientes mordiendo la toalla, se sintió reclamarle para que la hiciera acabar en esa posición.
El siguió penetrándola hasta que sus nalgas chocaron con los muslos de su apasionada pariente política y poniendo un ronco bramido en su garganta, reinició el coito, viendo como el miembro se deslizaba cómodamente sobre la lisura de la tripa.
Manoseando la carnosidad de sus senos, Carola fue estrujándolos con inmisericordes apretujones y pellizcos de los dedos, hasta que en un momento dado, y ahogada por la intensidad del goce, la fatiga y la saliva que se acumulaba en su garganta, fue desacelerando paulatinamente los remezones, prorrumpiendo en una serie de repetidos asentimientos al tiempo que anunciaba la llegada de su orgasmo y, cuando este la alcanzó, envaró su cuerpo para luego relajarse, columpiando con mimosa mansedumbre sus caderas en una postrera penetración que se le hizo inefable cuando sintió en el recto la cálida presencia del semen.
Sin demostrarle a Miguel cuanto la había conmovido y placido ese primer coito con él, se levantó de la cama para meterse rápidamente en el baño y lavar las inmundicias del cuerpo.