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Categoría: Lésbicos

Carla&Silvia

Como de acuerdo a su parámetro cronológico la juventud era relativa para ella, por afinidad, cultura o lo que fuese, Carla hacía ejercicios conjuntos con una mujer que, viuda a los treinta y nueve años, trabajaba como traductora de inglés y el escribir a máquina, habitualmente mal sentada, le provocaba dolores lumbares que remediaba en parte con el yoga.
En esas confesiones a las que son tan afectas las mujeres por creer que un código de confidencialidad las hace unirse y no divulgar sus secretos por viles que estos sean, Silvia no disimulaba los angustiosos cosquilleos que la viudez ponía en su vientre desde hacía más de dos años, pero coincidía con ella en que no era necesario entregarse a cualquier hombre sólo para solucionar lo que podía hacerse con las manos. El bichito perverso que siempre rondaba la mente de Carla y que nunca había envejecido, la hizo lucubrar idea locas con respecto a esa mujercita que, físicamente, le recordaba a una ex compañera de la secundaría con la que sostuviera algunos escarceos lésbicos que nunca llegaron a concretarse en algo más profundo.
Cuando jocosamente, la rubiecita hizo referencia a cuanto la sobre excitaba ese ejercicio en el que, abiertas lateralmente de piernas, sostenían la posición con las manos en las puntas de los pies e inclinaban el torso hasta que los pechos tocaban el piso, por lo que el sexo era duramente estregado contra la colchoneta, Carla admitió que a ella no sólo la calentaba sino que en oportunidades la hacía mojar.
Casi como en una inmolación que las satisfacía, sentadas frente a frente, con los ojos clavados lúbricamente en los de la otra y ante la mirada burlonamente cómplice de su profesora quien sabía que sensaciones provocaba el ejercicio, se agotaban en la repetición de la posición hasta que una de ellas se consagraba jocosamente ganadora al expresar su eyaculación. Esas competencias las divertían pero a la vez las aproximaba en esa hermandad de viudas.
Cierto día en que habían ido a tomar un café al salir de la clase y como Carla le manifestara que padecía de distintos dolores en el cuerpo a pesar de la gimnasia, Silvia le explicó que hacía una terapia con imanes que, justamente, servían para calmar dolores equilibrando magnéticamente al cuerpo, invitándola a acompañarla a su casa para darle un juego.
En ese momento y tal vez seducida por estar a solas con la mujer más joven, Carla descubrió como en una revelación, que Silvia la atraía mucho más de lo que imaginara y aceptó con entusiasmo el ofrecimiento. Sentadas lado a lado en un sillón y luego que la mujer le diera los objetos junto con una fotocopia de cómo usarlos, Carla inventó que gran parte de su cansancio era debido a la falta de descanso por un sueño recurrente en el que mantenía relaciones sexuales con una mujer de la que nunca conseguía observar el rostro pero que la dejaba tan exhaustamente satisfecha que amanecía con la entrepierna mojada por sus micciones.
Cuando terminó de relatarle hasta los más nimios detalles de su pesadilla, fingió que una acongojada vergüenza cortaba su voz en un sollozo y Silvia la cobijó cariñosamente entre sus brazos, tratando de calmarla. Conseguido su objetivo, simuló haber recuperado casi totalmente el control de sus acciones y sólo un ocasional hipar interrumpía los suspiros de su pecho. Mimosa, se arrellanó en el asiento y se dejó estar mansamente en los brazos de la mujer más joven. Alzando los ojos, los clavó fijamente en los de Silvia transmitiéndole tanta angustia acumulada que, en forma milagrosa y misteriosa, como si un algo cósmicamente inasible invadiera sus cuerpos y mentes, permanecieron hipnóticamente paralizadas, sumidas mutuamente en las pupilas de la otra.
De la joven se desprendía un aroma embriagador, resultado de delicados perfumes con la propia salvajina epidérmica del cuerpo y de su boca surgía un vaho ardoroso y fragante de aliento juvenil. Con los ojos dilatados en una indefinible expresión de espanto y deseo, como remisa y temerosa pero sin poder resistirlo, acercó lentamente su cara a la de Silvia y cuando los labios se rozaron tenuemente, ambas experimentaron la misma impresión de haberlas atravesado un rayo.
Fue como si un manto de dulzura se extendiera sobre ellas. Una paz interior inexplicable, una mística profunda hacía que los labios se buscaran y, como en ralentti, las pieles apenas se tocaban con una levedad que las sumía cada vez más en una ensoñación arrebatadora de la que les era imposible salir. Las manos acariciaban rostros y cabellos con tal ternura que potenciaban el deseo que lentamente las iba consumiendo. Ya los labios se sumían en suaves succiones que se prolongaban cada vez más e, inconscientemente, las lenguas buscaban con húmeda insistencia a su par. Los alientos cálidos se tornaban pesados y las fragancias que emanaban excitaban a las mujeres, conmovidas ya por los hondos gemidos que poblaban sus pechos.
Como poseídas de una sed insaciable, las bocas se unían y separaban en sonoros chasquidos y las lenguas ahora se buscaban como enemigas para enzarzarse en húmedos combates de espesas salivas, pero sin apuros que perturbaran ese placer de descubrirse una a la otra y de saborear la dulce entrega de ambas, inmersas en un efervescente festival de emociones inéditas.
Ronroneando suavemente, dejaron que las manos actuaran por sí solas y mientras Carla despojaba a tientas a la joven de sus ropas, esta había alzado la delgada remera e iba acariciando los pechos temblorosos sin sujeción alguna de la mujer mayor, solazándose con sus estremecimientos gozosos ante los delicados rasguños a la arenosa superficie de sus aureolas o a la sañuda y cariñosa presión a los pezones.
Como en un sueño, ya Carla había sentido la eyaculación de sus fluidos sólo besándose y ahora recibió con agradecimiento la boca tierna de Silvia que se deslizó lentamente por su cuello hasta las colinas del pecho y trepando por los senos, estregó su lengua endurecida sobre la aureola, rodeando con gula al inflamado pezón, chupándolo tenuemente mientras los dientes lo aprisionaban para mordisquearlo con tierna saña, pero sin lastimarlo. La mano derecha se había apoderado del otro pecho y en consonancia con la boca, los dedos retorcieron al pezón mientras las afiladas uñas se clavaban en él.
Al tiempo que le chupaba los senos, Silvia temblaba por la excitación nerviosa de esa relación no premeditada pero deseada por ambas y para terminar de enloquecerla, la mano izquierda de Carla se deslizó por el vientre y, rascando tenuemente al Monte de Venus, corrió a lo largo de la vulva para que dos dedos se escurrieron hacia el húmedo interior en tierna masturbación. De alguna manera misteriosa e inconsciente, la ropa había desaparecido de sus cuerpos y, haciendo ondular el suyo, Silvia se aferraba con ambas manos al brazo del sillón y gimiendo fuertemente, le suplicó con groseras palabras que la hiciera llegar al orgasmo con la boca. Viendo su desesperación, la acostó sobre los almohadones y colocándose invertida sobre ella, dejó ver el espectáculo de su sexo cuidadosamente depilado, hinchado y floreciente en una pulsación que lo dilataba, descubriendo la abundancia rosada de sus pliegues internos.
La lengua de Carla escarbó con urgencia sobre los labios mojados por los jugos y separándolos con dos dedos, hurgó entre los pliegues interiores hasta llegar a la pulida superficie donde la afilada punta se regodeó en las gruesas crestas de la vagina. Luego ascendió hasta el diminuto agujero de la uretra que demostró poseer una sensibilidad nada común y finalmente, se alojó sobre el arrugado capuchón del clítoris, fustigando la punta hasta que la blanquecina punta del glande se dejó ver.
Encerrando al prieto tubo de carne entre sus labios, lo succionó fuertemente y, mientras los dientes lo mordisqueaban con premura, tirando de él hacia fuera como si pretendiera arrancarlo, dos dedos aventureros invadieron la vagina. Allí, en vigoroso vaivén, rascaron y escudriñaron con aviesa maldad sobre las espesas mucosas del canal vaginal hasta que respondiendo a los angustiosos reclamos por mayor satisfacción de Silvia, los cuatro dedos ahusados la penetraron con la misma contundencia de un pene y la llevaron a alcanzar el más feliz y consciente de los orgasmos.

Ante la figura deliciosa de esa joven mujer que todavía se agitaba en los remezones de sus contracciones uterinas, Carla se sintió renacer, como si el saborear por primera vez los jugos de otra mujer le hubiese proporcionado un elixir reconfortante, rejuveneciéndola.
Acostándose de lado y sobre su cuerpo, fue sobando uno a uno los músculos del bajo vientre y, presionando el abdomen, la indujo a profundizar la hondura de su respiración; cuando ya Silvia jadeaba abiertamente, las manos se dedicaron a estrujar la exaltada carne de los senos, para luego concentrarse en las aureolas con el raer de las uñas. La mujer ondulaba su cuerpo agitando la pelvis con premura en un simulacro de histérico coito, cuando los dedos ciñeron sus pezones e iniciaron una suave torsión conforme se exaltaba.
La boca se enseñoreó en el vientre de la muchacha y la lengua fue deslizándose en círculos sobre él, sorbiendo el sudor acumulado entre las oquedades para abrevar en el diminuto lago formado en el ombligo. Sádicamente, fue incrementando el retorcimiento y la presión de las uñas en la carne hasta que, crispada por la angustia, Silvia prorrumpió con francos sollozos de pasión en un estrepitoso estallido del goce más profundo para luego derrumbarse desmadejada como si el alivio de su torrente vaginal la hubiera alcanzado nuevamente.

La mujer mayor acercó el rostro y ofrendó sus labios al beso de la viudita que aun acezaba fuertemente entre los dientes apretados mientras susurraba su contento por esas eyaculaciones después de tanto tiempo sin sexo alguno. Encendida como nunca lo estuviera con hombre alguno, la lengua de Carla salió de entre los labios y escarbó delicadamente las encías de Silvia, lo que instaló unas cosquillas profundas que le trasmitieron un fuerte escozor a los riñones. Inconscientemente su cuerpo se arqueó, rozando las carnes ardientes de Carla y conmovida por ese contacto, dejó que sus manos buscaran las nalgas, atrayéndola fuertemente contra sí. Los labios se unieron en dulcísimos besos de fogosa pasión y pronto estaban estrechadas en apretados abrazos mientras respiraban ruidosamente por las narinas dilatadas y las manos no se daban abasto para recorrer las carnes con histérica urgencia.

Los suaves dedos de Silvia, provistos de cortas y afiladas uñas, comenzaron a deslizarse sobre todo su cuerpo, rozándolo apenas con mínimos rasguños. La suavidad de la caricia predisponía gratamente a la piel, haciendo que el cuerpo de Carla se agitara con beneplácito pero cuando rozaba ciertas partes, como aureolas, pezones, ombligo o la entrepierna, una descarga punzante la penetraba por la columna, explotando en su nuca.
Hacía muchos años que no experimentaba esa sensación y un tropel de caballos salvajes parecían habitar el cuerpo de Carla, que se arqueaba y ondulaba violentamente estremecida por el placer. Acompañando ese frenesí, Silvia acrecentaba el rasguño de los filos en rojizos surcos ardientes y cuando ella estalló en reprimidos aullidos de goce, fue penetrando lentamente el sexo. La aspereza de las uñas contra las carnes de la vulva puso un ronco bramido de gozoso asentimiento en boca de Carla y, al tiempo que la mano iniciaba un rítmico vaivén sobre la entrada a la vagina, se dio envión con los brazos para acrecentar el ríspido roce.
Cuando la mujer devenida en lésbica practicante fue penetrándola con tres dedos, Carla creyó enloquecer de placer y poniendo todo el peso de su cuerpo en las piernas, se arqueó y corcoveó con violencia hasta que la fuerza del orgasmo la alcanzó, derrumbándose desmayadamente entre violentos espasmos vaginales y agónicos estertores de su garganta reseca por la pasión.

Todavía yacía crispada, balbuceando entrecortadas frases de complacencia mientras sus ojos se encharcaban con lágrimas de agradecimiento, cuando la boca de Silvia se asentó en la apertura dilatada de la vagina, sorbiendo con sus labios la húmeda manifestación de su eyaculación. La punta engarfiada de la lengua envarada penetró tan hondo como pudo y rastrilló las febriles carnes que, en un reflejo animal, se contraían y dilataban en lento movimiento de sístole-diástole expulsando los restos de sus aromáticos jugos uterinos.
Luego, la lengua volvió a recorrer los mojados pliegues hinchados por la inflamación. Los dedos abrían esas retorcidas aletas carnosas que se mostraban dilatadas e hinchadas hasta la desmesura y la punta afilada las excitaba en lenta maceración. Recorría curiosa las nacaradas carnes del óvalo, se agitaba vibrátil sobre la suave depresión de la uretra y escaramuceaba en la escondida cabeza del clítoris.
Otra vez los gemidos ansiosos de Carla ponían de manifiesto su excitación y entonces, Silvia se arrodilló junto a su torso hundiendo la boca entre los labios jadeantes de la mujer, quien al sentir el gusto de su propio sexo, se aferró a la nuca para profundizar el beso. Girando casi imperceptiblemente, la joven viuda se colocó invertida sobre ella y animándola lascivamente a que la imitara, comenzó a deslizar su boca por el cuello, lamió con gula las colinas gelatinosas de los senos y se agitó tremolante sobre el promontorio de las pulidas aureolas. Simultáneamente una mano sobó suavemente las carnes y los dedos aprisionaron dulcemente al pezón que, ante ese estímulo, volvió a erguirse.

Ya de nuevo excitada, Carla había seguido el consejo de Silvia y la boca experta en tantos menesteres sexuales repetía los movimientos de la otra. La tersura de la piel y el tibio calor que emanaba le hacían experimentar cosas inimaginadas. El fondo del vientre borbotaba como un caldero hirviente y una inexplicable sensación de vacío se instalaba en su pecho. Cuando la boca se asentó sobre los sólidos senos que oscilaban frente a su cara, supo que se aprestaba a vivir algo maravilloso y terrible. Golosa y angurrienta, su boca se abrió para engullir literalmente la dilatada aureola rosada. Un saber primitivo la llevó a chupar y estrujar entre sus labios esa excitante superficie y la lengua se acopló a esa tarea, tremolando ávidamente sobre el grueso pezón.
Sin prisa, con lentitud exasperante, disfrutando mutuamente de un goce inefable, durante largo rato se enfrascaron en la hipnótica tarea de sobar, lamer, estrujar, chupar y mordisquear los pechos. Una mano de Carla había abandonado los senos y tras rascar sobre los fuertes músculos de su vientre, hurgaba los hirsutos vellos recortados del Monte de Venus recorriéndolos hasta más allá de la vagina, acariciando el perineo y excitando tiernamente los fruncidos esfínteres del ano.
Aquello provocaba un fuerte escozor en los riñones y nuca de Silvia que, había comenzado involuntariamente, un suave menear de la pelvis y recibió alborozada el contacto de los dedos sobre los labios exteriores de la vulva que ya había incrementado su volumen. Muy lentamente, Carla había ido desplazando su boca para recorrer aviesamente el transpirado surco del vientre y, traspasado el ombligo, abrevaba reiteradamente en las canaletas de las ingles para luego escarbar la alfombrita velluda y recalar finalmente en la caperuza que protegía al clítoris.
Las sensaciones de placer eran tan intensas que Silvia había cerrado los ojos para disfrutarlas profundamente, pero un algo instintivo la llevó a abrirlos, para encontrar frente a ellos la entrepierna de Carla. Un aroma agridulce que conocía pero al mismo tiempo ignoraba, hirió su olfato y aquello, sumado a lo que la boca de la mujer ejecutaba en su sexo, la obligó a acercar la boca a aquellos pliegues ennegrecidos por la afluencia de sangre y la lengua rozó tímidamente la barnizada superficie.
El sabor que rápidamente invadió su boca la enajenó. Sus dedos abrieron las carnes y ante sus ojos se abrió nuevamente un espectáculo profundamente excitante y maravilloso. Los hinchados labios externos de la vulva pulsaban dilatados y en esa maleabilidad, dejaban expuesta una masa interna de arrugadas filigranas carneas.
Las moradas tonalidades de sus bordes retorcidos, se transformaban en rosadas para luego adquirir el nacarado tornasol del óvalo que cobijaba el orificio de la uretra y en la parte inferior, finas crestas carneas daban reparo al agujero de la vagina que le ofrecía la oscura tentación de su cavidad. La lengua tremolante recorrió esos pliegues mojados por los jugos que rezumaban desde la vagina y su sabor la extravió. Alternándolo con el chupetear de los labios, se sumergió en un extravió de sensaciones encontradas, ya que Carla sometía su sexo a parecida operación y el deseo de ser poseída se enfrentaba a un deseo desconocido de someter virilmente a la otra mujer.
Carla había unido sus dedos en forma de huso y, sin dejar de abrevar con su boca en la triangular erección del clítoris, fue introduciendo lentamente, entrando y saliendo con morosidad, pero cada vez un poco más adentro, la fálica agudeza de los dedos.
Su consistencia y el arte intuitivo con que le imprimía un movimiento socavante, haciendo que los dedos rozaran intensamente hasta los rincones más remotos del canal vaginal, provocaban que Silvia ondulara sus caderas para adecuarlas al vaivén del coito mientras su boca se hundía con desesperación en el sexo de la otra mujer.
Convencida del placer que le estaba proporcionando y satisfecha por lo que esta realizaba en su sexo, intensificó el vaivén rotativo de la mano, hundiéndola hasta que los esfínteres de la vagina le cerraron el paso a los nudillos.
Una sensación desconocida de dolor-goce enloquecía a la joven y mientras impulsaba fuertemente la pelvis al encuentro de la mano que la martirizaba, su boca se adueño del desmesurado clítoris de Carla, haciendo que los labios succionaran con fiereza y los dientes lo mordisquearon casi con saña. Su espesa saliva se entremezclaba con los cálidos jugos que manaban del sexo mientras fragantes vaharadas de flatulencias vaginales saturaban su olfato y así, en medio de los sonoros chupeteos y el ronco bramar de su garganta, hundió dos de sus dedos en la vagina sometiéndola a un desenfrenado vaivén copulatorio.
Carla había clavado sus dientes sobre la colina del Monte de Venus y en tanto una mano penetraba salvajemente al sexo, la otra se deslizó por debajo de las nalgas. Rebuscando en medio de la hendidura colmada de líquidos que fluían de la vagina, halló la fruncida entrada al ano y no un solo dedo sino dos fueron penetrándola despaciosamente. Tras la protesta quejumbrosa por la sodomía y sintiendo como Silvia parecía querer devorar su sexo para acallar el doloroso placer, Carla retorció rudamente sus dedos en la vagina, provocándole tal grado de satisfacción que, abriendo aun más sus piernas para facilitar el trabajo de su boca, comenzó la eyaculación de un orgasmo lento y profundo.
Carla estaba lejos de llegar a esa situación, pero era tanta la satisfacción que el orgasmo de la otra mujer le proporcionaba, involucrándola en un vendaval de sensaciones encontradas que, sin dejar de penetrarla con los dedos, recibió con delectación la abundancia de las mucosas que útero y vagina derramaban en su boca. En medio de gritos y rugidos, las mujeres se revolcaron sobre el sillón, con manos y bocas en un siniestro juego sexual hasta que el agotamiento pudo más y así, estrechamente abrazadas, fueron cayendo en un letargo del que saldrían fortalecidas rato después, con la revelación de que, aun con veinte años de diferencia, podían satisfacerse recíprocamente en tal alto grado que compensarían sus años de abstinente viudez.
Datos del Relato
  • Categoría: Lésbicos
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