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Capítulo 7. Tropezones fortuitos. Adiós adolescencia, adiós inocencia.

Adiós adolescencia, adiós inocencia.

Capítulo 7. Tropezones fortuitos. Sorpresas te da la vida. ¡Y qué sorpresas!

Un viernes de borrasca y lluvias asquerosamente cochinas -traducción del alemán- estábamos viendo una película de un cineasta alemán muy famoso por aquellos años -Durbridge, sus películas eran barrecalles-, el salón de la tele estaba a reventar, hacían falta asientos, muchos se habían sentado en el piso de granito. Nosotros nos habíamos apoderado de algunas sillas y disfrutábamos del suspenso y de la tensión de la película alemana. Finalizó la función y las luces, como siempre, se encendieron imprevistamente cortando la nota vivida hasta momentos antes. Esta vez salí yo antes que ellos debido a que el aire del salón de fiestas estaba bastante caliente y contaminado por el humo de los fumadores. Arodi, éramos casi inseparables luego de la partida de Tano, se retiró conmigo bromeando sobre los demás amigos nuestros: -"esos chingaos se demoran Arturo, vamos y nos tomamos una cervecita en la cocina, allá los esperamos"-; asentí mudo a su idea y me agaché viendo las figuras del frío piso.

De pronto, Arodi me codea nervioso y susurra excitado: -"chingao, hola chingao, ¿y ésa quién es?, viene pa´cá y te está haciendo señas, mírala, ¿quién es?; ¿de dónde la conoces?, ¿de dónde la sacaste? . Huy, mírala como corre pa´cá; ¡huy, qué ojos tan verdes!, ¡y qué nariz tan respingona!; mírale el pantalón tan pegado, se le marca bien el bollote, ¡y qué muslos tan buenotes!, ¿y cómo será ese culo suyo!, grandioso deber ser; lástima que no se le vea por culpa de la gabardina ésa tan larga y ancha; ¡y qué tetas chingao!, las tiene bien cargadotas ya se le quieren saltar de la blusa, parece que no tiene sostenes; huy está muy, pero mucho lo buenísima. Huyy, pero está muy rechula*, háblale chingao antes de que se vaya y te deje aquí parado como un poste de luz"-. *Bonita, atractiva.

Alcé la vista. Mis ojos no daban crédito, no podía ser tanta coincidencia. No podía ser que en tan poco tiempo ellas reaparecieran casi al unísono, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Sólo unos días antes me había tropezado con la Quimera Irresistible allí mismo en el salón de la televisión, y ahora ella, la mujer que me subyugaba con su firme personalidad y exuberante apariencia. Pero allí estaba ella, sí coño, era ella, sí, ella. Mis pies se pegaron al piso como bloques de cemento; mis rodillas tiritaban de tanta sorpresa infinita, mis brazos caían lerdos en el vacío sin sentirlos, un hormigueo burbujeante bajó de mi cabeza hasta las uñas de los dedos de mis pies, un calor fulminante abrasó mi interior, mi boca se abrió incrédulamente y balbuceó un nombre femenino alemán: -"As., As., Aastrid"-. Sí coño, sí, sí; Astrid en carne y hueso bajaba las escaleras dirigiéndose a mí. Y sí, sí; la casualidad bondadosa la traía a mí atravesándola en mi vereda después de no sé cuántos meses de haberse mudado de la residencia a vivir en un apartamento con Amigo en el centro de Berlín. Ella se vestía de un pantalón azul ceñido -raro en ella, pues siempre llevaba falda, quizás por el húmedo frío otoñal-, y una blusa roja de manga larga, una gabardina de color kaki la protegía del otoño, zapatos negros de tacón mediano completaban su atuendo. Se veía muy elegante; razón tenía el chapín, estaba hermosa, pues el pantalón y la blusa le resaltaban la voluptuosidad de su hermosa silueta; o como decía Arodi: <>.

Bajó ágil las gradas y me estrechó entusiasmada delante de todos mis amigos inquiriéndome: -"Agturro, ¿dónde estabas?, llevo más de media hora en la cocina de ustedes esperándote; un rubio burlón me dijo que estabas en el otro edificio con tu amiga; te tengo que hablar, pero aquí no, ¿dónde podemos conversar con calma?, sin que nos molesten"-. Un calor de arrechera me invadió porque el rubio burlón era el brasilero cabrón de puta, él la conocía y sabía quién era, le maldije la madre en silencio; además, la aseveración sobre una amiga en el otro edificio era un invento de él, quizás se refería a la rubiecita frágil con la idea de <>. Me olvidé de Fredo, traté de dominar mi emoción y volver a la calma. La tomé de un brazo y la dirigí: -"vamos a mi cuarto, ven pronto que ya son las nueve"-. Subimos las escaleras rápidamente para evitar los comentarios de los demás desconocidos que entraban y salían del salón de la tele. Introduje la llave en la cerradura, abrí y la dejé que entrara. Se quedó de pie junto a la mesa, yo cerré tratando de aparentar sosiego, aunque mi corazón se me quería escapar por los poros de mi cuerpo debido a la emoción y sorpresa; la escudriñé minuciosamente en total mutismo. Noté entonces que no estaba maquillada y su rostro denotaba cansancio, sus ojos se perdían en ojeras azulosas; la Hermosura agotada, pero a pesar de todo estaba muy hermosa. Demasiado hermosa y bella.

Avanzó hasta mí, mas yo en mi confusión le señalé la cama, me miró extrañada sentándose en la mesa; yo permanecía, orando mentalmente no sé qué, de pie junto a la puerta, ella colocó su bolso a su lado cansadamente, silenciaba. Armándome de corajudo valor me le acerqué para indagarle: -"¿qué te pasa?, ¿qué te pasa Astrid?"-. Yo ya no tartamudeaba tanto como antes cuando ella venía a las clases de español a mi covacha. Alargó sus brazos hasta encontrarme y me atrajo, trastabillé provocando una sonrisilla en su cansada expresión, me abrazó murmurando queda, aturdida: -"Agturro, él y yo nos acabamos de separar, ya no lo soporto más. La semana anterior me tuvieron que hospitalizar por problemas en la vagina, al regresar al apartamento intentó violarme a sabiendas de que estoy convalesciente y debo abstenerme totalmente en las relaciones sexuales durante días, no me respeta, es un. ¡Oh Agturro!, es un bruto, un animal"-.

Reencuentro

¿Dónde estabas?, me recrimina ella, la abrazo y encierro en mis brazos, solloza como una dulce doncella, pero se deja consolar con mis besos.
La contemplé olisqueándola sin querer, caí en cuenta de que la tenía en mis brazos, pues sentí sus senos apretándose contra mi pecho y mis manos posándose tiernas sobre sus caderas como obedeciendo a un instinto natural masculino que le dice al hombre su deber de acariciar dulcemente a la chica para placer mutuo; traté de conservar la calma y sacarle dramatismo a la situación elogiándola: -"estás muy elegante con esta ropa, tus ojos siguen siendo muy verdes, tu perfume me gusta"-. La seguía sosteniendo firme entre mis brazos, mis manos se paseaban pausadas por sus firmes glúteos. Reaccionó molesta: -"no me digas esas tonterías, tengo ya dos días por fuera de casa pernoctando aquí y allá, anoche dormí en el apartamento de una amiga, salí y al volver hallé una nota muy clara diciéndome que esta noche no podía darme posada porque le llegaría visita de no sé quién, entonces pensé en ti; Agturro, estoy cansada, muy cansada; mucho. Y hasta un poco desesperada, ¿me comprendes?"-. Me estrechó más escondiendo su rostro en mi hombro, sentí el ardor de su candente respiración, palpé entonces la presión de sus volcánicos senos estrujándose sin quererlo sobre mi pecho, no me pude reprimir y los diez dedos de mis manos le apretujaron instintivamente sus carnosamente duros glúteos, ¡qué firmeza!; sentí que mi masculinidad se despertaba al presentir tan cerca el acceso a su estuche femenino. La aparté un poco para mirarla directa a sus esmeraldas enjuagadas en brillo lacrimal y le pregunté seguro: -"¿te quieres quedar aquí?, yo duermo en el saco de Tano y tú en mi cama, ¿sí?"-; alzó su rostro y esbozó un bosquejo de sonrisa susurrando: -"si no te molesta, porque seguramente tienes que estudiar bastante, pero te lo agradecería muchísimo, pues a él no se le ocurriría venir a buscarme aquí"-. ¡Claro que no!

Ahora fui yo quien la estrechó. Allí tuve conciencia de que tenía largos minutos sosteniéndola entre mis brazos; la miré directa a sus ojos y hasta tuve la intención de besarle esos labios secos para humedecérselos y degustarlos, pues nunca los había probado aún, pero me contuve para no meter la pata y provocar así una posible huida suya; ello la habría puesto nerviosa y seguramente hubiese provocado que saliera en estampida huyendo de mi humilde covacha, me dominé y alejé ese pensamiento de mi mente concentrándome en sus lamentos. Sí, ella, la Hermosura se dejaba abrazar por mí y me comunicaba sus penas. Ella, la chica segura, de personalidad inquebrantable y caminar orgulloso venía a mi humilde covacha para solicitar mi apoyo; su voz rompió mis pensamientos lisonjeándome: -"has cambiado mucho, y ya hablas muy bien el alemán; sí, ha mejorado bastante tu expresión oral, muah"-. Rozó ardiente mi mejilla. Sus labios secos me volvieron a la realidad y continué cuestionándola: -"¿ya comiste?, ¿traes ropa para cambiarte?, ¿tienes sed?, ¿quieres una cerveza?"-. Su expresión empezó a alegrarse y me elogió una vez más: -"has cambiado mucho, mucho Agturro, y para bien tuyo. No te rías ni burles, pero no tengo ropa para cambiarme, pues la dejé en el carro y las llaves se quedaron adentro. No te mofes, estaba furiosa, cerré la puerta, no te rías. Aquí sólo tengo la dormilona, pero nada más; ni medias, ni pantaletas, nada para cambiarme; quisiera ducharme para sacarme este sudor pegajoso y molesto, quisiera refrescarme; ¡oh, qué cansada me siento!"-.

Continuábamos abrazados sin percatarnos, o tal vez sí, pero no queríamos separarnos, era como si quisiéramos recuperar los abrazos fraternales que la larga ausencia nos había negado durante todo ese infinito tiempo; sus volcánicos senos se frotaban ingenuos contra mi pecho percibiendo la presión de sus pezones repletos y cargados, mis manos se paseaban sobre sus orgullosos glúteos acariciándoselos inconscientemente constatando su firme dureza y directamente disfrutaban de esa excitante virtud corporal suya, su barbilla descansaba cansada en mi hombro; ella no se percataba de mi descaro indirecto; armándome de mucha seriedad y aplomo le indagué para conocer sus prioridades: -"¿tienes hambre?, ¿una birra?, ¿agua?"-; alzó su rostro demacrado afirmando en voz baja e insegura: -"sí Agturro, tengo sed y hambre, pero cerveza no, me embriagaría, y no me gusta tampoco, un té o agua mineral; pero primero quisiera comer algo, no he comido nada en todo el día, nada"-. No la quería soltar, pues quería constatar que era ella mismita en carne y hueso la allí presente, ya que yo tenía no sé cuántos meses de no verla debido a la discusión con su amigo primero, y luego a su mudanza; mis manos no se cansaban de recorrer ansiosas sus caderas y nalgas, mis brazos la sostenían firme mas sin forzarla, mimosamente le frotaba y palpaba su firme trasero.

Lentamente nos fuimos separando de nuestro abrazo, entonces propuse: -"yo voy a la cocina y caliento unos espaguetis, te preparo un té; entretanto tú te puedes duchar, en mi armario tengo ropa interior limpia, claro es para hombre pero no importa; ah, y puedes lavar la tuya en el lavamanos"-. Sus agotados ojos se iluminaron y reaccionó: -"Agturro, gracias, has cambiado mucho; sí, me refrescaré y ducharé mientras tú vas a la cocina, gracias, muah, muah"-. Qué besos. Ella, la chica de personalidad segura y aplicada estudiante venía hasta mí para solicitarme, o casi suplicarme apoyo. Ella, la chica emancipada y activista universitaria no había hallado otra solución que aparecerse sollozante por mi apartamento para pedir comprensión y un refugio momentáneo para pasar la noche. Me hundí unos momentos en esas reflexiones; un profundo suspiro suyo me despertó: -"¡oh, qué cansada me siento!; por favor Agturro, ayúdame con mis cosas, ¿dónde las pongo?"- ¿Qué hago?, pensé. Le ayudé a quitarse la gabardina, la colgué en la percha, le indiqué dónde estaban mis ropas y coloqué una música para distraerla, un elepé de Los Indios Tabayaras muy populares por esos años 60 y 70, incluso en Alemania, aunque no se crea. Canciones como Pájaro Campana, Amapola, La cumparsita, Lamento borincano, y otras más, ella reconoció mi esfuerzo: -"gracias, esa música me gusta mucho, tienes buen gusto"-. Salí dejándola a solas con su secreta intimidad, ella me lo agradeció todo: -"Agturro, gracias, has madurado mucho en estos meses, mucho, muah, lástima que seas tan joven*, lástima"-. *Yo tenía apenas 20 años. Tranqué la puerta tras de mí, observé el ambiente, cero moros en la costa; mis cortas piernas me trasladaron en largas zancadas hasta la cocina.

Allí había un concilio suramericano, los chapines, los gauchos, Tartajo; sus ojos eran un interrogante común, sus labios silenciaban esperando que yo les pasase un informe sobre la situación. Los dejé sufriendo y conminé a Arodi para que me ayudase a calentarle la cena tardía para ella: -"Arodi, pon a calentar agua para hacer un té"-. Él, cooperador, se levantó diligente.

Me volví a mi cuarto. De la ducha emanaba un neblinoso vaho húmedo del agua caliente, se había duchado largo rato. Silencio total en mi cuarto, avancé hasta llegar a los pies de la cama. Ella estaba tendida en mi lecho cubriéndose con la mullida cobija hasta la barbilla y leía un libro que meses antes me había regalado cariñosamente cuando habíamos convenido ser hermanos: La guerra y la paz de Leo Tolstoi. Su semblante era ahora fresco, reposado; reaccionó tierna: -"¡ah, qué querido eres!"-. Me senté en el borde de la cama, coloqué la bandeja con la tetera y la taza, el azúcar y unas galleticas, ella recorrió con sus ojos esmeralda mis esfuerzos reconociendo: -"gracias Agturro, me haces olvidar todos mis problemas por ahora; entre otras cosas, ¿ya leíste el libro?"-. Asentí mudo afirmando con mi redonda cabezota, ella insistió: -"¿te gustó?"-; sólo un leve ronroneo gatuno dejé escapar: -"uhmjú"-; ella, coqueta, instigó: -"uhmjú, uhmjú, no hablas mucho"-, me miró picarona; aplomado contesté para su sorpresa: -"ya te traigo los espaguetis y luego hablaré con Bruno para abrir el carro"-. Nuestras vistas se cruzaron, y entonces por fin se adivinó en sus ojos un leve destello seductor con respecto a mi persona, sus párpados se entornaron embriagadores, sus labios lanzaron murmullos plañideros y suplicantes: -"tengo sed, por favor, dame algo para beber"-. Le serví el té. La dejé con su bebida y regresé a la cocina para ver cómo estaban los benditos fideos. Arodi tenía lista ya la otra bandeja con los espaguetis, el pan tostado, una cerveza con sus respectivos vasos.

Le di las gracias por su cooperación y salí con la humeante comida mientras me dirigía al gaucho Bruno: -"che, te tengo un trabajo, ahora vuelvo y hablamos, no te me vayas a dormir"-. Él, como siempre, muy dicharachero y animado respondió: -"boludo, ¿qué?, ¿asaltar un banco?, y che, ¿cuál es el problema?, decíme cuál es y lo arreglamos ya, enseguida, andá che, decí"-. Le hice señas para que me esperara mientras llevaba la bandeja a mi humilde covacha al fondo del pasillo. Él me observó por encima de sus lentes a la John Lennon.

Entré a mi cuarto en silencio, ella leía saboreando el té, se había calmado. La bruma de la ducha se había disipado. Coloqué la bandeja en el borde de la cama pero ella me corrigió: -"no, aquí no, en la mesa Agturro"-, llevé la bandeja a la mesa, pero ella no se movía, asió la cobija con la punta de los dedos hasta cubrirse sus labios y susurró melosa, casi melindrosa: -"Agturro, sólo tengo la dormilona mía puesta, ¿me prestas tu levantadora?; acuérdate, soy tu hermanita"-. Yo sabía o me imaginaba que bajo su prenda no tenía nada más, estaba desnuda enteritamente y fresquita. Qué chupeta, y yo sin poder chupar. Se la entregué -mi bata- y, antes de que me lo ordenase, me di vuelta al tiempo que ella reía. Oí su voz: -"ja, ja, ja, ahora sí te puedes voltear, gracias por todo"-. Le indiqué que me iría a la cocina para aclarar lo referente al carro en la mañana siguiente, comprensiva murmuró suave: -"gracias Agturro, no te preocupes, aquí estaré, y dile a tu amigo que le agradezco mucho por su ayuda"-. En el aire se esparcían las suaves melodías de los Indios Tabayaras, una verdadera seducción esa música; y aún más con ella allí.

Bruno me esperaba con los chapines y el otro gaucho; Bruno no se pudo contener y cargó: -"che, sacále punta al fierro porque esa piba está como pa´ irse después a los infiernos, dale fierro hasta que se le quemen los pelos y le hagás hervir todos los jugos de esa conchota pa´ que no le dé frío, pues ya estamos en otoño; y che, ¿no necesitás ayuda?"-. Me oteó por encima de sus lentes a la John Lennon calibrando mi reacción; reí divertido al captar tanta, no sabría cómo describirla, si envidia o admiración. Quizás algo de ambas cosas.

Bebimos de nuestras botellas y luego pasé a explicarle a Bruno y Arodi el plan para el día siguiente. Arodi tenía un escarabajo y con él nos trasladaríamos hasta el centro berlinés, luego Bruno abriría con sus pinzitas mágicas su carro. Estando en ese rollo se oyeron pisadas de una persona caminando descalza y presurosa por nuestro piso, Bruno adivinó: -"ssh, es ella, va al baño a miar; ja, ja, ja, o a cagar, ja, ja, ja"-. Regresó y oí el clac de la puerta de mi humilde covacha cerrándose. Arodi me destapó una segunda botella induciéndome a que me la bebiera: -"chúpese otra más por la salú de tus conquistas, chingao"-.

Él nos servía, mas no bebía. Yo, para no portarme mal, acepté su invitación y bebía aplicadito de la botella de Schultheiss, que era la marca distintiva de las cervezas berlinesas por aquella época. Le di una ojeada a mi reloj y calculé que ella ya dormía; ellos reaccionaron unánimemente: -"ajá, llegó la hora; claro, ahora te vas a gozar con esa hembrota. Che, apagá el cigarrillo porque la quemás, prendé el habano pa´ que ella vuele; che, y las nalgas, que no se te olviden esas nalgotas, las tiene muy sabrosas, picáselas. Sí pisao, hacéle de todo; métele la lengua en la chocha pa´ que le chupes los pelitos y el gallito y todo eso rico que tienen las patojas*; che, moríte esta noche en esa sabrosura; matála che, y mañana nos contás todo al desayuno, ja, ja, ja"-. *Chicas en Guatemala.

La contemplación, la adoración

Con esas alegóricas palabras estimulantes fui despedido, tomé mis llaves y enrumbé calmadamente mis pasos hacia mi humilde covacha. Mis oídos estaban prestos a cualquier ruido sospechoso, en especial al pasar por el cuarto del brasilero ártico. Nada. Introduje la llave en mi cerradura, la giré suave, espié a mi alrededor y entré. Una penumbra total reinaba allí adentro, silencio sepulcral total; sigilosamente fui adentrándome en mi covacha, me tropecé con mi silla y a ella me aferré, esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Tardó unos segundos y entonces.

Entonces, ¡qué sorpresa tan lujuriosa y seductora! ¡Qué espectáculo! Mis ojos no daban crédito a lo que veían. Mi sangre bulló alborotada por todas mis venas y arterias como revolucionario tomando la Bastilla, cañones y fusiles perdigoneaban a diestro y siniestro; tuve que entrecruzar mis manos porque mis dedos tiritaban, apreté mis dientes y cerré mi boca para que el castañetear de los mismos no fuesen a causar ruido alguno. Un calor agradable reinaba en la habitación, ella había prendido la calefacción y dormía plácida. El aire de mi cuarto se perfumaba con la fresca fragancia que emanaba de su cuerpo sumido en profundo letargo producto de su cansancio y tensión. No puede ser posible, no, no puede ser, reflexionaba yo mientras observaba sin dar crédito lo que mis castos ojos veían, espiaban y palpaban visualmente. Proseguí con mi privado voyeurismo sin querer terminar.

Ahí, en mi lecho, descansaba ella boca arriba sin prenda íntima alguna, pues su ropa interior colgaba en la ducha o se secaba sobre la calefacción; la cortina dejaba entrar un tenue haz de luz de la calle, ese reflejo fulgurante se desparramaba y esparcía por su cuerpo alumbrándole de pies a cabeza su desnudez. Ese cabello negro suyo se destacaba sobre su piel trigueña y el blanco de la sábana de mi lecho; su mano derecha trataba de envolver un nudo de la misma para utilizarlo como almohada, la izquierda se echaba perezosa hacia atrás por encima y detrás de su cabeza haciendo que su vientre se estirase totalmente dejándome así admirar toda la elasticidad de su curvilíneo cuerpo. Respiraba profundo, eso significaba para mí que se había calmado. Tomé asiento tratando de hacer el menor ruido posible para contemplarla minuciosamente; apoyé mis codos sobre mis rodillas y mis muñecas se juntaron para que mis manos recibieran en su nicho mi barbilla, mis dedos enjaulaban mis mejillas. Empecé a recorrerla desde su rostro hasta los pies sin dejar parte alguna que no fuese hollada por mis ojos, era harto seductora la visión que allí se me presentaba; además, era inédita y exclusiva para mí, ya que era el único espectador que podía solazarse con ese paisaje corporal suyo. ¡Qué hermosura coño!

Su silueta yacía tranquila cubierta sólo por su propia piel pudiéndose adivinar todas sus exuberantes dotes físicas, pero sobre todo la lozanía de su cutis ahora sin el molesto impedimento de ropa alguna como el bikini verde o el feo y horrible traje marrón enterizo cuya única ventaja era su minifalda.

Sus cabellos se esparcían como delgadas lianas desordenadas por mi almohada y su cuello dejándome admirarle la serena apacibilidad de su rostro mientras dormitaba plácida. Sus pobladas y alargadas cejas oscuras, las largas pestañas brillantes, esa nariz respingona y suave, sus labios carnosos cubiertos por lápiz labial neutral para protegerlos contra la aspereza producida por el frío viento otoñal que le daban un brillo incitando a acariciárselos con la lengua, se entreabrían al exhalar el aire; su barbilla angulosa dándole a su rostro ese toque mágico final de aparente severidad.

Aspiré profunda e intensamente por enésima vez para inhalar de su aroma cautivador. Ahora sí me importaba aspirar todas las virtudes etéreas que su corporalidad esparcía por la humildad de mi covacha. Ella toda me fascinaba con su seductora presencia tendida a solo centímetros de mí porque era la primera vez en mi vida que contemplaba tanta belleza en carne y hueso tan de cerca; y no en el neutral e incoloro celuloide de una película.

Reanudé mi voyeurístico estudio de sus dotes corporales. Sus senos, que se alzaban orgullosos como volcanes próximos a erupcionar y terminaban coronados por rosadas guindas prontas a retoñar cada vez que sus pulmones se henchían con su parsimoniosa respiración. Entre ellos se formaba una reducida garganta lisa que se abría por entre la cañada de sus alimentarias fuentes para desembocar entonces en la llanura de su vientre plano hasta llegar al vórtice de su bien modelado cuerpo, su ombligo; un delicado agujerito estrecho con pliegues redondeados y levemente penumbrosos a medida que se hundían en las bajas honduras de su sima. Su fragancia, esa fragancia embriagante parecía emanar de aquel guiñante cráter femenino.

Dios mío, dios mío; ¿qué estoy viendo?, ¿qué estoy viendo?, ¿qué es ese enigma? Mis ojos desean engullir esa imagen al instante: es su pubis. Por primera vez en mi vida veo en detalle el Monte de Venus de una chica; <>, como lo había calificado mi gran amigo Arodi largos minutos antes al verla bajar la escalera. Esa rala vellosidad púbica suya que se semejaba a un sembradío de trigo en retoño debido a ese color aurífero propio de ella en su intimidad.

Me inclino acercándome más para admirarlos e incluso aspirar del aroma que emanaba desde allí según mi ingenua forma de pensar en ese instante; un profundo suspiro suyo y un cambio perezoso de su posición me sobresaltan haciéndome contener en mi intento. Sus brazos se cruzan buscando abrigo y hasta protección, luego se extienden hacia ambos lados, una mano suya se pasea perezosa por su bajo vientre arañando su vellosidad y acariciándose lentamente la juntura de sus labios vaginales los cuales dan la impresión de estar a punto de abrirse para recibir en sus entrañas la visita de una férrea masculinidad erecta, sus dedos acarician voluptuosos su nicho paradisiaco; respira muy profundo, pero se calma volviendo a su posición inicial. Le imploro al Creador para que no se despierte, que no se despierte por favor; él oye mis súplicas, su cuerpo yace impávido y relajado, sólo respira pausadamente.

Su confianza hacia mí.

Gracias le doy al Máximo en los cielos. Ella no se despierta, aunque por un momento me da la impresión de ser yo el espiado, pues de entre la juntura de sus párpados parece adivinarse un trémulo resplandor recóndito. Hago caso omiso a mi suposición y me concentro a admirar su secreta intimidad. ¡Qué belleza!, qué hermosura se me presenta allí, es inédita para mí.

Nubes cómplices se abren en la densa noche otoñal y un haz lunar refuerza el mortecino fulgor de las bombillas callejeras. Ahora puedo contemplar detalladamente la esponjeante lujuria de aquel cuerpo codiciado y apetecido por los habitantes masculinos que la conocían en la residencia, y envidiado por las féminas vecinas. Mis codiciosos ojos se concentran únicamente en la parte baja de su estómago.

La piel tensa de su bajo vientre es revestida por una finísima vellosidad que se extiende por su pubis simulando una paloma en vuelo, que no puede volar, y termina en el vértice de sus piernas que se juntan dejando que se besen silenciosamente sus muslos. Su Monte de Venus, altivo, orgulloso y desafiante, cae abruptamente hacia el cañón que aloja todos sus secretos, esa entrada que da acceso al estuche de su historia paradisiaca de la cual se alcanza a vislumbrar la esponjosa juntura de su vulva rodeada de unos vellitos formando una especie de semicírculos coquetos. Recordé las palabras del gaucho: <>.

Sinceramente me sentí tentado a darle un beso y pasarle la lengua por esa aterciopelada piel púbica para palpar en mi boca el picante cosquilleo provocado por ese tapiz suyo, sobre todo a sabiendas de que se acababa de duchar y por tanto tendría sabor a perfumado zumo de fruta, en lugar del salado saborcillo del jugo vaginal. Acerqué mi rostro haciendo el menor ruido posible. De pronto un brusco reflejo suyo sacudió sus piernas absteniéndome de besarle su satén púbico.

Aspiré hondo, dejé escapar ese aire muy lentamente para no provocar ruido alguno, pues no quería despertarla y que ella tuviese la impresión de que estaba intentando apoderarme de su cuerpo por la fuerza en ese momento. Continué con mi viaje voyeurístico. Mi respiración se aceleraba a medida que la contemplababa, pues mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra que solamente era quebrada por los haces de luz lunar y artificial que invadían mi cuarto propiciándome la ocasión de disfrutar de ese inédito panorama.

Una larga línea oscura es la juntura de sus piernas y se extiende hasta sus pies entrecruzados, tranquilos descansan ellos. Las uñas de sus pies brillan a causa del esmalte que los cubre; otra vez siento la tentación de rozarle la planta de sus pies con mis manos, pues creo que será la única oportunidad de acariciárselos; pero una vez más me abstengo porque algo me dice que debo dominarme para no meter la pata.

Mis ojos se concentran en sus tobillos que parecen dos laderas de baja altura. Y las uñas de sus pies, una tenue capa de esmalte neutral las recubre para hacerlas resaltar, mas no es necesario. Los dedos de sus pies se encabritan un momento; ¿se despertó?, ¿se despertó?, me pregunto ansioso y nervioso. No, es solamente un suspiro largo y profundo. Sólo un reflejo.

Aquella hurí hermosa reposaba plácida en mi lecho y visualmente la había podido escudriñar. ¿Robarle un beso?, no, no, ni se me ocurre.
Otro suspiro suyo, su cuerpo se va tornando de lado hasta tomar una posición semejante a la del feto; debe tener frío, pensé, pues se enrolló como un ovillo echando sus piernas hacia sus senos tratando de calentarse ella misma, con una mano atrajo la cobija hacia su pecho.

Y ahora se me ofrece toda la majestuosidad de sus firmes glúteos, los cuales también están cubiertos por esa rala vellosidad aurífera dando la impresión de que allí su piel es como un raso satinado de oro. Pero más me embruja el poder disfrutar visual e inéditamente de ese trasero suyo tan orgulloso, firme y hermoso; la tentación de posar una de mis manos en ellos para palparlo, así como de lamérselos con mi ávida lengua es casi incontrolable, debo dominarme en extremo; mi cuerpo es recorrido por un ligero temblorcillo de sevicia sensual debido a ese paisaje que se me presenta; minutos antes habían sido sus senos y pubis, ahora eran sus grandiosas y compactas nalgas; un beso, un mordisco suavecito, írselas chupando y lamiendo punto por punto, vello por vello e introducir la punta de la lengua en su hueco anal para llevarla a un éxtasis total, según mi amigo Tano; qué tentación era su cuerpo curvilíneo, como si hubiese sido modelado por Miguel Ángel y esculpido por Jean Rodin, un auténtico regalo de la naturaleza le había sido propiciado; tal y como una de aquellas huríes paradisiacas prometidas a los seguidores del Corán; o un verdadero pecado mortal, para pecar hasta morirse y luego condenarse eternamente; pero valía la pena irse a las calderas de don Satanás según Tano.

Por mi mente revoloteó el recuerdo de las alegóricas frases del gaucho mordaz: <>.

Esas alegorias revoloteaban insistentes por mi mente, mas me contuve; una voz interna me decía que debía tener paciencia. Un nuevo suspiro suyo, su mano busca somnolienta la cobija, sus movimientos no tienen rumbo; perezosamente va estirando su escultural contextura hasta quedar totalmente boca abajo abriendo sus piernas en compás, como invitando a ser explorada; ese vértice termina en la cerrada cañada que accede al <> como decía el gaucho; el aroma de su cuerpo producto de mi jabón y champú se esparció fragante, aspiré profundo para llevarlo bien hasta mi interior y embriagarme con él. La luz de la luna y de la bombilla de la calle recorrían su espalda y tuve la impresión de que sus poros expresaban el frío que sentía, entonces como vigía en guerra me levanté con suma cautela para no despertarla, en mi inocencia la cubrí primero con su dormilona y luego fui halando con mucho cuidado y parsimonia la cobija para después taparla desde los pies hasta sus hombros, me senté unos largos segundos en el borde de la cama para admirar un momento más la tersura de su rostro y la carnosidad de su boca, el negro de su largo cabello; tuve que dominarme mucho para no caer en la tentación de besarle la comisura de su boca y arrastrar mi mano por su firme trasero.

Recordé sus plañideras quejas: <<él intentó violarme, no me respeta aunque estoy en convalescencia>>. Ello fue suficiente y bastó para que me abstuviera de llevar a cabo mi idea un poco desbarajustada producto de ese bello paisaje suyo ante mis ávidos ojos de joven inocente; terminé de cubrirla, ella respiró largo y profundo. ¿Por qué?

Imitando el paso de una garza en el estero recogí los platos, vasos, botellas y cubiertos, los llevé a la cocina que ya estaba en penumbras, retorné sigiloso, busqué a tientas el saco de dormir tendido debajo de la mesa y, tratando de hacer el menor ruido posible, me refugié en él sin cerrar el cierre, coloqué el despertador a mi lado y traté de que el sueño me dominara. Ella reposaba profunda, esto me tranquilizaba pero al mismo tiempo me impedía dormir.

Allí, en mi lecho, estaba ella presente en carne y hueso. Mis amigos seguramente estarían lucubrando en qué avanzado estadio de la fornicación nos hallaríamos; cuántos polvos le habría echado ya, se preguntaría cada uno de ellos en sus respectivas habitaciones. Y si me viesen tendido allí en el piso enconchado y metido en un mohoso saco de dormir, probablemente se desbaratarían en maléficas carcajadas burlonas; me tratarían de pendejo, estúpido, incluso hasta de miedoso e inepto sexualmente.

Estos pensamientos bartoleaban por mi enredada mente juvenil. Un hilillo de sudor resbaló de mi frente, tenía mi ropa puesta para no despertarla en la mañana al vestirme. Sólo pensaba en ella, en ella.

Me acordé del centroamericano en Witten y sus alégoricas exhortaciones: <>. Mas ella ya no era virgen. También vinieron a mi mente las palabras alentadoras de mi gran amigo ceylanés Pathirage: <>. Pero mi sentido común y temor me decían que la respetara y no me comportara como un violento bruto y vil violador de chicas; me apoyé en mi codo izquierdo y le di un último vistazo, plácida descansaba ella en mi cama, parecía sonreírme mientras que su hermoso cuerpo le transmitía su calor a mi modesto lecho.

Y yo tendido en el piso luchaba con las arrugas del saco soportando la dureza del frío piso y su recubrimiento de plástico. No sé a qué hora de la noche caí vencido por el cansancio producido por la tensión y el suspenso, pues no quería meter la pata y que desapareciese, tal como había llegado.

Al día siguiente rescatamos con la ayuda de Bruno sus llaves y ella pudo así recuperar su carro. En su apartamento se llevó un gran chasco porque Amigo estaba allí, ella lo <> y salió iracunda del lugar echando pestes, pues no esperaba encontrarlo. Retornamos a mi covacha y ella se arrecostó un rato para tranquilizarse. Ella leía muy concentrada y un rato después se levantó al tiempo que me daba a conocer su idea y resolución: -"Agturro, vuelvo más tarde, voy a casa de una amiga para estudiar. Uhmuah, gracias; no fumes tanto para que tus labios sepan a ti en lugar de tener ese sabor a nicotina"-. Me besó tiernamente mis labios y la comisura de mi boca, salió agitando su mano derecha dejándome allí solo en mi humilde covacha plena de su presencia por doquier; encendí un cigarrillo, a pesar de sus consejos y regaños al respecto, me senté a leer mientras palpaba aspirando su etérea presencia.

Retorné a la realidad y miré a mi alrededor percatándome de que ella había convertido MI covacha en SU reino. SUS zapatos descansaban en el pretil de MI ventana, SU ropa colgaba en MI armario, SU dormilona cubría MI almohada, SU maleta yacía sobre MI fría mesa; SU media pantalón y SU pantaleta colgaban coquetonas secándose en MI ducha. Fui hasta ellas y entonces hundí mi nariz en sus prendas íntimas aspirando profundo para que el aroma de ellas penetrase hasta lo más hondo de mis pulmones y me embriagase con su sicodelia invisible; me olieron a gloria celestial y hasta creí sentir los vellos de su pubis rozando mi nariz. Así palpé su presencia ausente en mi covacha.

Continuará. Capítulo 8. No puede ser verdad.
Datos del Relato
  • Autor: Torbellino
  • Código: 25154
  • Fecha: 20-01-2012
  • Categoría: Confesiones
  • Media: 4.42
  • Votos: 19
  • Envios: 0
  • Lecturas: 5017
  • Valoración:
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