El tránsito por la carretera entre dos poblaciones próximas había disminuido en forma considerable durante persistentes y tórridas ráfagas de lluvia en horas de la tarde, entreveradas con cielos repentinamente despejados que levantaron vapores para alborotar la canícula de tiempo y pasiones todavía más.
Bajo una enorme hoja que había arrancado en el camino y que usaba a manera de sombrilla y paraguas, Daniel avanzaba lentamente. Sus ropas, humedecidas por el temporal, y en particular una camiseta blanca y desgastada, prácticamente transparente gracias al efecto del agua, mostraba la silueta de un vigoroso joven de pectorales coronados con tetillas que más bien parecían pezones por lo grandes y oscuros. La cintura, estrecha, hacía parecer al joven todavía más recio de lo que en realidad era de espaldas. Sus velludas piernas lo protegían del ejército de zancudos que las hubiesen devorado a no ser por esa hirsuta pelambrera, una malla efectiva y natural, pero llamativa, no sólo para los molestos y alados insectos.
Durante casi media hora de lento y penoso avance para el joven, varios automovilistas lo ignoraron y ninguno de ellos se apiadó de su suerte. Por el contrario, parecía que los conductores gozaban mojando al muchacho levantando el agua del piso al patinar deliberadamente las llantas de los autos y hacer así más difícil todavía su caminata. Pero al fin, un condolido motociclista se apiadó del muchacho y lo invitó a subir. Daniel titubeó; no lo conocía y quiso decir algo, pero el motorista aseguró bromeando que no tenía pensado raptarlo y mucho menos secuestrarlo. Daniel sonrió avergonzado por la broma y se montó en la poderosa máquina. Carlos Enrique --como se presentó el motociclista—aseguró que nada le valdría sujetarse de otra parte que no fuera sino alrededor de su propia cintura y se abrazara a él con fuerza para evitar cualquier caída --que sin casco para ofrecerle-- podría lastimarlo mucho peor. Daniel obedeció tímidamente pero poco después se sorprendió al ver como las manazas de Carlos Enrique tomaban las suyas con fuerza para guiarlas alrededor de su cintura, como si quisiera decirle de una vez por todas como tenía que asirse, sin miedo. El chico no se opuso y obedeció sin aflojar la presión de sus brazos a partir de ese momento y durante todo el trayecto. Carlos Enrique, conducía velozmente, ignorando lo que en verdad parecía el abrazo de un oso.
No hubo posibilidades de conversar o decir algo, pues la lluvia, los truenos y la concentración que requería el conductor a medida que oscurecía, no facilitaban la comunicación, con excepción de algunos gritos para referirse a algo concreto. En cambio, Daniel empezó a experimentar una sensación extraña que fue cada vez más embarazosa a medida que cobraba fuerza. La presión ejercida contra las nalgas de Carlos Enrique lo explicaba todo, pero este no pareció darse por enterado, y apresuró la velocidad todavía más. Después, la máquina pareció resbalar, obligando a Daniel a sujetarse más y más… Escuchó a Carlos Enrique preguntar si tenía miedo por la manera en que Daniel se aferraba a su cuerpo, como si sus manos fueran garras. Pero el sobresalto experimentado no hizo el menor efecto sobre la agradable sensación de rigidez de su entrepierna contra las carnes del motociclista.
Mientras Carlos no se quejara o violentara, Daniel no se incomodaría pues había sido el mismo Carlos Enrique quien dictara la manera en que viajarían, pegado uno con el otro. Después, ante un movimiento inevitable y otro salto inesperado, Carlos vino a quedar prácticamente sentado a horcajadas sobre las piernas de Daniel y hasta pareció acomodarse. El nerviosismo de Daniel se transformó súbitamente en voluptuosidad y luego goce. La velocidad y las palpitaciones que sufría habían pasado a un segundo término y aunque no participó activamente en las maniobras y el acoplamiento durante el viaje creyó que se soltaría y caería como consecuencia de la explosión lasciva. Sin embargo, la súbita advertencia de Carlos Enrique para no soltarse lo devolvió ipso facto a la realidad. La abrasante fricción lo hizo mojarse, pero en esta ocasión el agua de lluvia sólo se había confundido con sus propios fluidos.
Pensó aliviado que la humedad de sus ropas disimularía muy bien el accidente ocurrido. Al parecer, Carlos Enrique no había reparado en nada y Daniel adujo que la ropa impermeable que llevaba había protegido a ambos porque si Carlos no era gay, la habría pasado muy mal y tanto se asustó que incluso se persignó. Por otra parte, no tenía la menor intención de evidenciar su orientación sexual ante Carlos Enrique, con riesgos desagradables e incómodos para el chico.
Faltaba muy poco para que Daniel llegara a su casa y lo informó aliviado. Su casa estaba frente a la carretera, en las afueras de la población vecina, el destino hacia donde se dirigía Carlos Enrique. El chico se apeó de la moto y pudo disimular muy bien la humedad más reciente y se despidió de Carlos agradeciendo la atención. Carlos Enrique, por su parte, informó al chico que todos los días transitaba la carretera a la misma hora y que no tendría inconveniente en levantarlo cada vez que lo encontrara. Daniel, turbado, agradeció la oferta, pero pensó para sus adentros que había sido arriesgado exponerse de esa manera, y que evitaría a toda costa, encontrarse con Carlos una vez más. Trataría de viajar a distinta hora, o abstenerse de hacerlo, o incluso esconderse cuando así fuese posible.
Transcurrieron varios días desde esa ocasión y Daniel fue olvidando el incidente hasta que no volvió a recordarlo. Pero el destino es traicionero y una tarde calurosa, libre de lluvia (había concluido la temporada de aguas) Daniel caminaba por la autopista como de costumbre, pero en esta ocasión a una distancia muy superior por lo que sería indispensable esperar el autobús que lo llevaría a casa en un recorrido de por lo menos dos horas de camino. Se quedó parado para aguardar el autobús en la misma parada cuando el ruido de una motocicleta muy próxima interrumpió sus cavilaciones. Pudo reconocer a Carlos Enrique, quien ya lo invitaba a subir una vez más. Como Daniel parecía titubear, Carlos le prometió que no correría tanto, pero que la ventaja de un clima templado y sin lluvias los llevaría plácidamente por la carretera. Sin embargo, Carlos preguntó a Daniel si podría acompañarlo a través de una desviación pues requería hacer un encargo. La diligencia no lo demoraría más que media hora y que más tarde retornarían obviamente por el camino hasta dejar a Daniel a las puertas de su propia casa. El chico titubeó, como de costumbre, y Carlos manifestó que su aparición había sido providencial porque si aceptaba le estaría haciendo un favor ya que tendría que separarse de la moto durante el tiempo que le tomara adentrarse a pie entre las viviendas, puesto que el camino era inaccesible para cualquier vehículo. Temía que alguien pudiera robársela y Daniel comprendió que tendría que devolverle el favor de esta y la anterior ocasión cuando lo dejara en las puertas de su propia casa. De cualquier manera se ahorraría el pasaje de autobús y lo mejor de todo era que no le resultaba nada indiferente viajar tan cerca de un chico al parecer mayor que él pero muy ceremonioso, y que la perspectiva de viajar de esa manera, en esta ocasión sin impermeables de por medio, lo estimulaban todavía más. Para su sorpresa, Carlos dijo que en esta ocasión no sería necesario, a diferencia de la ocasión anterior, viajar tan cerca uno de otro porque la ausencia de lluvias y la reciente reparación de los caminos no lo ameritaban. Daniel se sintió decepcionado, pero aun así subió a la moto y abrazó a Carlos tan pronto comenzaron a avanzar. Carlos le indicó que entrarían por una desviación y que en poco tiempo estarían en su destino.
Sin embargo, la promesa de llegar en poco tiempo comenzó a perder fuerza a medida que la distancia parecía alargarse. Finalmente, después de casi 45 minutos y no 30 como había prometido Carlos, llegaban a su destino. Daniel había podido controlar bien la extraña pero dulce sensación de viajar tan cerca de otro varón. No había perdido el control y eso le daba cierta tranquilidad. En cambio, Carlos parecía inquieto, como si presintiera algo extraño. Pidió a Daniel que lo esperara y tras otra larga espera, durante la cual oscureció por completo, Daniel comenzó a desesperarse. Llegaría tarde a su casa y tendría que explicar su atraso. Tan pronto volvió Carlos, Daniel le explicó la necesidad de llamar a su familia. Carlos accedió, pero dijo que tendrían que andar para llegar al teléfono más próximo. La angustia de Daniel creció aún más cuando advirtió los infructuosos esfuerzos de Carlos para echar a andar la motocicleta. Aparentemente todo estaba en orden, pero la marcha no respondió. Un lugareño se ofreció para revisar la máquina y luego de intentar echarla andar sin éxito, advirtió que podría ser un problema serio y que requería de su revisión en el único taller que había en esa población. Era tarde y no había otro remedio que esperar hasta el día siguiente. Daniel preguntó al mismo lugareño si habría forma de volver a su casa a través del servicio de autobuses. Para su mala suerte, el autobús que cubría la última ronda del día había partido hacía ya más de una hora y la única posibilidad de volver sería a través de un taxi. Pero aun cuando Daniel no contaba con los medios y ni siquiera sabía si su familia habría de responder ante el gasto, se condolió de la suplicante mirada de Carlos que parecía decirle: “No me dejes solo con este problema”. Fue el mismo lugareño quien los guió hasta una casa donde alojaban a huéspedes. Si bien la comodidad no era la característica primordial de la habitación, contaba con baño y ropa de cama limpios. Carlos pagó anticipadamente, no sin antes preguntar si habría una habitación con dos camas pues una sería insuficiente. Para mala suerte, era la única habitación disponible y no les quedó más remedio que aceptarla. Por el contrario, deberían pensar que la suerte los había favorecido en casi todo.
Pero a Daniel le preocupaba aún no poder siquiera avisar a su familia que no pasaría la noche en casa. Carlos Enrique adivinó su inquietud y para reanimar al chico dijo que lo primero que harían después de comer sería hablar con sus padres. Lo tranquilizó diciendo que no debería angustiarse innecesariamente. Mejor sería buscar algo que comer tanto como una o dos veladoras porque lo barato de la habitación se debía a que tenía un desperfecto en la instalación eléctrica y no tendrían efecto sus reclamaciones a estas alturas.
Daniel volvió a ser presa de la turbación, pero en esta ocasión ya no pensaba en sus familiares, sino cómo se acomodarían en la única cama. Al final de cuentas podría bajar el colchón al piso y quedó más o menos tranquilo. Pero Carlos Enrique, quien parecía adivinar los pensamientos del chico desde hacía poco, sugirió lanzar una moneda al aire para decidir quién ocuparía la cama, a lo que Daniel accedió sin plantear la opción que se le había ocurrido antes.
Ambos tenían hambre, por lo que buscaron donde satisfacer el voraz apetito. La noche era clara, ninguna nube empañaba el firmamento poblado de luces. No había dónde escoger, por lo que decidieron aproximarse a un puesto ambulante que vendía perros calientes y refrescos de cola. En ese lugar, Carlos Enrique preguntó al dependiente por una farmacia, quien advirtió que si apresuraba la marcha tal vez podría encontrarla abierta. A su regreso, nos mostró satisfecho las pastillas para agruras que había conseguido.
Fue a la mesa de ese puesto cuando Carlos Enrique se atrevió a preguntar a Daniel sobre su vida en general, preguntas a las que el más joven respondió con monosílabos. Pero poco antes de pagar la cuenta Carlos Enrique formuló una pregunta que turbó al chico. “¿Tienes novia?” Pregunta ante la cual Daniel contestó que le gustaría. Su arrepentimiento por decir tales palabras fue tardío. No dejaba de preguntarse por qué había mentido y malogrado una posibilidad.
Por fin llegó el momento de volver a la habitación después de llamar por teléfono. La penumbra proporcionada por el exterior fue mejorada aún más al encender la veladora que habían conseguido. Fue Carlos Enrique quien deslizó el colchón hacia el piso con una mueca de disgusto --imperceptible por la oscuridad-- pero pronto se percató que la porción inferior no serviría porque mostraba un estado lamentable y hasta incómodo. Carlos Enrique dijo a Daniel que le cedería la cama y que el dormiría en el suelo, cortesía que Daniel rechazó, aduciendo que ya habían pactado un compromiso al respecto y que respetarían la suerte que les deparara una moneda lanzada al aire.
Además, Daniel decidió aliviar la tensa situación reinante proponiendo un juego con sus respectivos castigos para el perdedor. Carlos Enrique recuperó el optimismo y la compostura. Daniel explicó las reglas del juego, por cierto, bastante extraño. Se descalzarían y luego colocarían el dedo gordo del pie de cada uno frente al otro y se presionarían con la mayor fuerza con objeto de vencer al otro y hacerlo desistir por cualquier circunstancia, fuese dolor, acalambramiento o incluso el movimiento hacia adelante de cualquiera. Había iniciado el contacto de sus cuerpos de manera inofensiva y aunque así pareciese, había ocurrido una descarga recíproca durante ese suave e inocente toqueteo.
El primero en vencer fue Daniel, y era de suponer por su mayor fuerza. Abrazó a Carlos quien sorprendido retrocedió, pero al escuchar las palabras de Daniel quedó aún más sorprendido: “¿me disculpas la arrogancia?” El turno de suerte favoreció a Daniel quien ató de manos a Carlos Enrique. La victoria siguió correspondiendo a Daniel en adelante, e impuso sanciones que ya lo habían delatado ante Carlos. Lentamente fue despojando a Carlos de su ropa, una por una, hasta quedar completamente amarrado y desnudo en la cama, pero con cierta capacidad de movimiento. Pero él también ya estaba desnudo y mostraba su oscilante y enhiesta virilidad. Carlos Enrique suplicó que revisara la bolsa trasera de sus pantalones, depositados sobre la mesa de noche. Daniel obedeció y sus ojos brillaron todavía con más lujuria, lo que desencadenó una un respingo adicional del miembro. Con el mayor de los gustos penetró el preservativo y luego, con fruición y singular agasajo, lubricó el ano de Carlos Enrique con el dedo índice, cuyo deleite no era menor. Decidió entonces disfrutar el cuerpo de Carlos Enrique, acariciarlo con la mirada. A pesar de su menor estatura, Carlos Enrique tenía un cuerpo compacto, libre de grasa. No tenía vello en el pecho, pero lo que le faltaba en esa región le sobraba en las piernas, en coincidencia extraña con Daniel. Su piel acentuaba su tono color canela a la luz de una llama ardiente que los iluminaría durante varias horas más. El cabello negro azabache y largo brillaba también. En cambio, Daniel era muy blanco, rubio y pecoso, pero sin ser un cuerpo escultural, poseía fuertes pectorales con tetillas prominentes que entregó como preámbulo a los ansiosos labios de Carlos y que este succionó como si quisiera marcarlas, a manera de represalia silenciosa por no ser desatado.
Poco después de este breve coloquio, Carlos insistió tímidamente si lo desataría, pero la negativa de Daniel le produjo un enésimo estímulo en su muy agarrotado miembro, y que fue percibido por Daniel en el acto. Decidió que era el momento oportuno para acercarse nuevamente a Carlos a quien cubrió de besos a partir de las piernas, subiendo por las pantorrillas, los muslos, y finalmente hasta las nalgas (dos globos carnosos en contracción muscular permanente, como si temieran una embestida), dejando libre al miembro para así aumentar el sublime goce. Muy poco tiempo después, con verdadero tacto, colocó el lustroso glande frente al orificio bien lubricado e inició la gentil inserción que pese a la estrechez anal, aunada a contracciones y palpitaciones, pudo alcanzar hasta lo más recóndito de las entrañas de Carlos Enrique. En ningún momento Daniel abandonó al enardecido órgano ajeno, acariciándolo con deleite y estrujándolo, sintiendo sus venas como si estuvieran a punto de romperse por dentro, próximo al paroxismo del placer. Carlos Enrique gimió, pero contuvo la queja en los pulmones. El movimiento acompasado se acopló al sonido de una melodía cadenciosa, no lejos de ese lugar, y al compás no sólo del instrumento de Daniel sino de sus hábiles manos, Carlos Enrique se ajustó fácilmente a la ondulación de cuerpos. Transcurrieron momentos de placer con gemidos ahogados pero velados por el ruido y la música. Sin embargo, la descarga fue una explosión en cadena y enfurecida que salpicó a ambos.
Sin darse cuenta quedaron abatidos por la actividad… Al día siguiente Carlos Enrique despertó primero y acarició a su compañero, y antes de levantarse para preparar la partida, besó los desordenados cabellos de su amigo.
Cuando Carlos Enrique volvió a la habitación, una vez reparada la motocicleta, comentó todavía con incredulidad ante Daniel –quien ya se había alistado—la manera en que había ocurrido todo, pues si bien había temido equivocarse, al final la sorpresa había sido mayor. Ante la pregunta de cómo Daniel había intuido sus inclinaciones, la respuesta fue contundente. Si había titubeado al principio, no le había quedado la menor duda cuando Carlos Enrique pretendió ocultar la compra de condones y lubricante, porque la silueta de los primeros es inequívoca bajo presión, y luego al sentir la dureza de su sexualidad en el momento de abrazarlo y disculparlo, sabía que estaba ansioso por recibirlo en sus entrañas.
Durante el regreso en moto, Daniel se abrazó a Carlos sin pudor, detestando la barrera de tela que separaba a los dos cuerpos y sin prestar atención al asombro de los circunstantes. Pese a la gran actividad nocturna, no podían esperar a poseerse otra vez.
FIN