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Una, dos, tres… ¿a quién coño le importa? Es triste que la turbia visión de este antro vaya a ser lo último que recuerde antes de que todo se descubra y me estalle en la cara. La chica va a contarlo, sería un iluso si pensase que simplemente lo dejará pasar. Quisiera volver a verla, pero eso solo complicaría las cosas. Yo soy el único culpable, por alimentar su fantasía.
No dejo de darle vueltas y más vueltas a esta puta historia que nunca debió ocurrir.
Me dirigía mecánicamente hacia el aula de aquel grupo de segundo año de la Universidad sumido en un profundo hastío. Cerré la puerta tras de mí con violencia, apoderándose así de la sala un inusual silencio, ese instante de calma antes de la tormenta. Un nuevo curso daba comienzo. Expresiones de fastidio y muestras de falsa atención, caras nuevas —otras no tanto— y una pregunta cuya respuesta conocía de antemano. ¿Alguno de ellos lograría sorprenderme? No, nadie lo haría. Se sucederían un sin fin de aportaciones carentes de relevancia, interminables pruebas del talento desaprovechado —o de la inexistencia del mismo—, ahogado en el inodoro como un nauseabundo cagote matutino tipo 6. Me vería forzado a premiar a quienes más se esmerasen en comerme la polla y daría al resto un inmerecido aprobado.
Sentir que has tocado fondo sugiere una imagen totalmente degradada de la persona, una sombra retorcida de aquello que una vez fuiste o aspiraste a ser. Y para mí, sin embargo, no era más que reconocer haberme resignado a mis decisiones. Aceptar mi estancia en ese limbo entre la grandeza y la mediocridad resultó un duro golpe. Algunos le habrían dado nombre, burnout sería lo más acertado que alcanzarían a decir —oh sí, gracias a vosotros dejaría atrás esas noches en vela buscando en google qué mierda me ocurre—, benditos salvadores.
De un modo u otro, me encontraba frente a 48 alumnos ocupando un aula que, sin embargo, se encontraba vacía para mí. Y de entre ese vacío, alguien —sigo sin saber bien por qué— consiguió llamar mi atención, pero lo hizo de una forma que no esperaba. Aquella chica de la segunda fila, garabateando enérgicamente en su libreta, escribiendo sobre Dios sabe qué. El hecho de que no levantase en ningún momento la vista del papel hacia que resultase evidente su falta de interés por cualquier cosa que tuviera que decirle. Me encontraba así en una posición privilegiada desde la cual escrutar cada detalle de su rostro, cada uno de sus movimientos, sin que ella se percatase.
Una vez finalizada la clase revisé el parte de asistencia, como si su nombre fuese a aparecer destacado. Y sin embargo ahí estaba: “Era Dolores cuando firmaba”. Hasta aquella simple coincidencia parecía advertirme, pero me resultaba imposible borrar la imagen que acababa de formarse en mi cabeza. Sus ojos, el —por aquel entonces desconocido— sabor de sus labios, su espalda contra la mesa, arqueándose al sumergirme entre sus piernas, suplicas, gemidos cada vez más intensos, hasta que el placer, tornándose en grito, vaticina el final.
Las prácticas onanistas al inicio de cada sesión se convirtieron en casi un ritual. Mi obsesión por Dolores crecía a un ritmo pasmoso y temía que acabase por hacerme perder el juicio. Viéndola cada día tan solo se me ofrecían dos opciones: enloquecer o enloquecerla. Fue ella misma quien me brindó la oportunidad de motivar la segunda.
Nuevamente se encontraba haciendo caso omiso de mis explicaciones, esta vez sumida en una lectura. Tal era su abstracción que no llegó a percatarse de mi presencia, de aquella mirada fugaz al contenido de su libro, tras la cual me dispuse a pronunciar en voz alta:
“…He hecho algo terrible y
Lo siento mucho.
—Has hecho un trabajo terrible,
terrible— dice mi antiguo jefe
En su Honda
Cuando meto su polla en mi boca —es todo lo que me queda…”
Las risillas nerviosas fueron imposibles de contener, las exclamaciones se perdieron en el murmullo y la expresión de su rostro, ligeramente colorado, se debatía entre la sorpresa y la rabia.
—Curiosa elección. Quisiera hablar contigo después de clase —dije adoptando un tono severo para guardar las apariencias.
¿Debía anotar un tanto a mi favor? A pesar de la creciente excitación, continuaba siendo consciente de lo desaconsejable que era precipitarse. Había cambiado su indiferencia por odio, tan solo el primer paso, el más costoso. Pronto el reloj marcó las tres. Apenas un parpadeo y nos quedamos solos, frente a frente. La rabia se tornó en indignación y avanzaba decidida a… ¿importa eso? No llegué a saber que iba a decirme, la detuve antes de que pudiera articular palabra.
—Lo sé, soy un capullo —esto dejó a Dolores algo desconcertada durante unos segundos, aunque sin borrar aquel gesto de indignación con el que se dirigió a mí—. Soy un capullo integral y tú acabas de hacérmelo ver. Poco a poco me he ido convirtiendo en el tipo de maestro que siempre he odiado. Una criatura patética que os culpa a vosotros de su propia incompetencia. ¿Te gustaría añadir algo más?
—No —titubeó—. Todo está… bien.
Nuevos cambios en la concepción que tenía de mí, tan solo necesitaba darle una última cosa en que pensar.
—Por cierto, Dolores. Me bastó con leer el título del poema.
BINGO. La sonrisa que se dibujó en sus labios fue suficiente para darme por satisfecho. El inicio de una dulce tortura. Al principio tan solo se trató de pequeños gestos: ocupar un asiento en la primera fila, abordarme en los pasillos con cualquier pretexto… hasta que decidió comenzar su juego.
Recuerdo que regresaba a casa, había sido un día duro. Estaba exhausto, las farolas iluminaban débilmente la calle y se escuchaban a lo lejos sirenas de policía. Aceleré el paso al doblar la esquina hacia mi piso, pues creí verla. Y en efecto, allí estaba, cruzando frente a mi portal con aire despistado.
—Vaya, que sorpresa —exclamó mientras se acercaba a saludarme. Primera mentira.
—Lo cierto es que sí. No esperaba ver a una alumna por aquí a estas horas.
—Bueno, me gustan los paseos nocturnos, descubrí hace poco que me ayudan a despejar la mente. Además, pensándolo bien tampoco ha sido tan extraño coincidir, vivo cerca de aquí —segunda mentira.
Sin duda se lució aquella noche, nada de lo que dijo sonaba creíble. Aun así, detenerme únicamente en sus palabras le permitió lograr su objetivo. Al quitarme la chaqueta descubrí algo en uno de sus bolsillos. Casi inconscientemente llevé la prenda hacia mi nariz. Terminé por hundirla en mi cara a la vez que inspiraba profundamente. La percepción del delicado olor de su sexo me produjo una erección. Nuevas imágenes iban cobrando forma, tan nítidas que casi era capaz de sentirla a mi lado, aquella mirada, dulce y perversa al mismo tiempo, clavándose en mi mente como afiladas garras, su traviesa lengua recorriendo mi miembro… Holanda espuma.
A la mañana siguiente prescindí de mi habitual eyaculación en el baño de profesores, Dolores debía de tener algo preparado. No me equivoqué. Como si participásemos del guion de una mala película porno, dejó caer su bolígrafo con escaso disimulo. Al agacharme separó las piernas, permitiéndome descubrir aquel coño rasurado que se intuía tan apretado. Por unos segundos me imagine introduciendo dos de mis dedos en el venerado vértice, dibujando sus formas con la lengua, sintiendo que no solo mi saliva lo humedecía. Tan solo por unos segundos, pues casi golpeo mi cabeza contra la mesa al recordar que permanecer demasiado tiempo inclinado llamaría la atención. Me levanté con la mayor naturalidad que me fue posible y respiré aliviado al ver que nadie mostraba signos de haber percibido algo extraño. Dolores, por supuesto, disfrutaba plenamente de aquella escena. Mientras mordisqueaba su labio inferior, sus ojos, llenos de lujuria, lanzaban una advertencia amenazante “prepárate para lo que viene después”.
Ansioso como me encontraba, concluí la clase antes de tiempo. Ella esperó sentada, inmutable, retándome a que fuera yo quien diera el primer paso. Pero no podía hacerlo. Necesitaba que controlase el fuego que ardía en mis entrañas, que me guiara antes de que el deseo nublase mi juicio. Finalmente decidió concederme una pequeña tregua.
—Venga, seré buena. No lo has hecho tan mal después de todo —pronunció mostrándose falsamente benevolente—. Creo que tienes algo mío.
Podría haber inventado cualquier excusa, pero no, de algún modo Dolores sabía que las traería. Dirigí mi mano hacia el interior de la chaqueta al tiempo que mi querida alumna sonreía con satisfacción. Tras descalzarse, colocó uno de sus pies sobre mi rodilla. Las indicaciones eran claras. Situé la palma suavemente sobre el empeine y lo acaricié describiendo un movimiento lateral para tomar el pie por la planta. Después hice pasar la extremidad a través de la primera abertura. Subí hasta la rodilla recorriendo lentamente su gemelo, percatándome entonces de que su bondad tenía un precio.
Dolores volvió a ponerse el zapato. Yo seguía sujetando las braguitas como si estas creasen un vínculo entre ambos. Sin embargo su intención no era la de marcharse. Aguardaba allí desafiándome con la mirada de sus ojos castaños. Se trataba de una prueba, debía dar mi brazo a torcer si quería terminar lo que había empezado. Hubiera sido un buen momento para pensar en sí valía la pena, en las consecuencias. Pero seamos sinceros, ¿quién piensa en las consecuencias cuando su entrepierna toma el control?
Pronto sentí mis rodillas en contacto con el suelo. Repetí el proceso y me dispuse a enfrentar la segunda mitad del camino. Tomé la parte superior de la prenda dejándola reposar sobre el reverso de mis manos. Las yemas de mis dedos se deslizaron por la suave piel de sus muslos, muy despacio, recreándose en cada centímetro recorrido. Su falda fue el telón que mantuvo a raya mi apetito, sus caderas, el final del trayecto.
Tras incorporarme, me sobrevino un instante de lucidez. Eché un vistazo a la puerta entreabierta, pero ya era demasiado tarde. No necesitaba esforzarse para convencerme, aun así jugó su última carta para cerciorarse de que no me echaba atrás. Me tomó con delicadeza por el mentón e hizo que la mirase directamente a los ojos.
—No puedes controlarlo todo siempre. Ahora has de elegir entre disfrutar de este momento o preocuparte por si te pillan en una situación comprometida.
A continuación se acercó peligrosamente hacia mí. Tras rodearme con los brazos pude notar como sus pechos se estrechaban contra mi torso y entonces, antes de que pudiese reaccionar, me besó. Lo hizo con fuerza, para que me viese obligado a empujarla si realmente quería zafarme de ella. Tal vez lo habría hecho, liberándome o complicando aún más las cosas, de no haber sido por sus palabras:
—Te toca tomar las riendas, vaquero. Enséñame lo que sabes hacer.
Una oferta realmente sugerente tras haber probado aquella delicia. Me fue imposible contenerme, acababa de liberar mis instintos más básicos. Salté directo a su cuello como la criatura de la noche que anhela calmar su sed. A la vez comencé a frotar su coño por encima de las bragas. No tarde en sentir como las mojaba: la señal para retirar la tela e introducir mis dedos corazón y anular. Movía mi mano enérgicamente, ella se estremecía, sus piernas empezaban a temblar. No cabía duda de que mi pequeña pervertida estaba gozando como una jodida perra. Conté con el tiempo justo para taparle la boca antes de que sus gritos llegasen a los despachos. Me concebía imparable, pero la realidad prefirió golpearme fríamente.
Escuché a lo lejos unos pasos que se acercaban. Mujer, cuatro centímetros de tacón y una razón más fuerte que la lascivia. “Viene alguien” alcancé a decir débilmente, pues Dolores permanecía ajena a cualquier cosa que nos rodease. Me indicó con un movimiento de cabeza que me fuera, para luego descender con la espalda pegada a la pared hasta tocar el suelo. Oculto tras una columna, esperé a que pasase de largo. El palpitar en mis sienes era demasiado intenso y mi polla estaba tan dura que casi dolía. Camino despejado. Ella seguía tendida en el suelo, marcando cada respiración como si le faltase el aire, pero exhibiendo una cálida sonrisa. Estábamos irremediablemente locos, aunque lo peor era la forma en que me encendía proseguir aquel viaje demencial.
Después de semejante cóctel de emociones fuertes, sugerí hacerlo en un lugar que nos proporcionase algo más de intimidad. Dolores insistió en que fuera a su piso. No respondí inmediatamente, sin embargo ella ya hablaba sobre cómo convencer a su compañera para que nos dejase a solas. Apenas pude concentrarme durante el resto del día. En comparación, todo resultaba tan trivial que mi interés se disipaba a la menor oportunidad. Y por fin cayó la noche, el esperado amparo de la oscuridad, una calle desierta… su elección estaba más que justificada. Me acerque al telefonillo. No escuché su voz, tan solo como descolgaba y abría la cancela. Subí las escaleras, envueltas en la penumbra, para finalmente vislumbrar una franja de luz indicando que la puerta se encontraba entreabierta. Al cruzar el umbral descubrí a Dolores recostada en uno de los muebles, vestida con una camiseta que le quedaba grande. Nuevamente se mantuvo en silencio, conectó el equipo de sonido y se me acercó moviéndose al ritmo de la música.
“Beim ersten Mal tut‘s immer weh
Doch heute Nacht wirst du schon sehn
Beim letzten Mal schmerzt es noch mehr...“
Dejó caer la única prenda que cubría su cuerpo permitiendo que me deleitase con sus perfectas proporciones, las cuales solo había podido intuir hasta aquel momento. Sentada sobre mí, comenzó por quitarme la camisa casi arrancándomela. Llevó una de sus manos hacia mi nuca. Tras esto sentí un tirón seco, con una brusquedad inesperada, que me obligó a echar la cabeza hacia atrás. Pude verla relamerse satisfecha ante la vista. Después, deslizó su dedo por mi garganta indefensa como si blandiera un cuchillo. Fue bajando lentamente hasta detenerse en el abdomen. Entonces Dolores esbozó una sonrisa pícara. El bulto en mi pantalón crecía con el roce, había conseguido lo que quería. Tras despegarse de mí, retrocedió hacia la habitación indicándome con el dedo que la siguiese.
El cuarto quedaba iluminado por la tenue luz de un par de velas sobre la cómoda. Pude notar su aliento en el rostro antes de que mis ojos se acostumbrasen al cambio. Los cerré a la espera de sentir el calor de sus labios. Fue un beso delicado y fino como una caricia. Trate de disfrutar cada matiz, pues no podía asegurar que aquello durase demasiado. Confirmé que estaba en lo cierto al escuchar la hebilla de mi cinturón golpeando contra la pared. Liberándome de los pantalones, Dolores dejó al descubierto mi pene erecto. Comenzó a lamer el cuerpo hasta llegar al glande, donde puso especial atención con movimientos circulares. Su lengua tenía algo de diabólico a la vez que celestial. De no encontrarme recostado habría caído al suelo, inconsciente. No tardó en meterlo en su boca. Lo mamaba con movimientos rápidos, intercalando breves pausas para evitar que desfalleciese.
Una vez se hubo dado por satisfecha, fue ascendiendo mientras rozaba mi pecho con sus senos. Me devoraba con aquellos ojos castaños instantes antes de susurrar “fóllame”. Lo hizo con una voz realmente dulce. Introduje mi miembro en ella sin pensarlo dos veces. Tras algunas embestidas, Dolores me sujetó por las muñecas y empezó a cabalgar mi polla. Sí, la chica sabía cómo hacerlo, iba a lograr que me corriese si mantenía ese ritmo. De nuevo buscaba ponerme a prueba, que dejase de tratarla como si fuera a quebrarse. Así que le di exactamente lo que me pedía. No pudo contener una risilla nerviosa cuando la empujé hacia un lado, intercambiando nuestras posiciones. Seguidamente, apoyé sus piernas en mis hombros y la penetre con fuerza. Dolores puso los ojos en blanco y se agarró a un extremo de la cama. Sus gritos casi resultaban inquietantes, temblaba y me salpicaba con sus flujos. Pensar que aquello podía haber ocurrido en la facultad hizo que aumentase mi excitación. Las acometidas se tornaron más violentas. “Hijo de puta, te mataré si paras ahora” me amenazó. Fue una suerte que llegase al orgasmo antes que yo, no sabía por cuanto tiempo podría contentarla. Regresamos de ese modo a un estado de calma en el que Dolores pasó a acariciármela hasta que el semen salpicó mi torso.
El control que ejercía sobre mí me resultaba verdaderamente estimulante. No obstante, pronto este tipo de encuentros se volvieron banales. ¿Por qué? Había un pequeño detalle que estábamos obviando.
—Somos profesor y alumna. Reconoce que mentirías si dijeras que no te da tanto morbo como a mí —apuntó Dolores después de irrumpir en mi despacho al finalizar el horario de tutorías.
No le faltaba razón, cualquier otra forma de ver nuestra relación era engañarnos. La sola idea de que alguien pudiera entrar y hallarla sentada sobre el escritorio hacía que la desease todavía más. Mi boca jugueteaba explorando los rincones de su cuerpo. Dolores se inclinó hacia delante sonriendo mientras varios mechones le caían sobre la cara. Estaba realmente preciosa. Sus ojos, el sabor de sus labios, su espalda contra la mesa, arqueándose al sumergirme entre sus piernas, suplicas, gemidos cada vez más intensos, hasta que el placer, tornándose en grito, vaticina el final.
Y llegó la despedida, aquel fatídico momento. Dolores recostada en la estantería, yo a un instante de besarla, esa chica girando el pomo desde el otro lado. Fuimos sorprendidos y nada ocurrió como imaginaba. Le dirigí un gesto afable a nuestra inoportuna visitante casi instintivamente. Trataba de aparentar normalidad, pero lo cierto es que me sentía paralizado. Dolores, sin embargo, no vaciló. Para cuando pude responder ya era imposible detenerlo. La muchacha yacía inmóvil en el suelo después de que su cráneo impactase repetidas veces contra la pared. Ante aquel espectáculo, Dolores salió corriendo. Creí oírla decir que buscaría ayuda.
Me encontraba alarmantemente calmado, utilizando mi camisa para detener la hemorragia, cuando llegaron los sanitarios. Desde entonces mi versión de lo acontecido ha ayudado a que las cosas estén tranquilas, solo queda asegurarse de que continúan así. Por eso estoy aquí, porque es necesario un pequeño sacrificio si quiero mantenerla al margen.
Se acerca la hora. Abandono ese agujero inmundo al que llaman servicio, dejo el dinero sobre la barra. Resulta extraño que se concentren tantas luces de neón cerca de este lugar. Muy oportuno. Esos pobres diablos pueden decir que me vieron allí y ahora están lo bastante ebrios como para no percatarse de que me he largado. Camina con naturalidad y nadie hará preguntas. En el peor de los casos pensarán que te diriges a la cafetería.
Rápido, hacia el ascensor del ala este, es el menos concurrido. Cuarta planta y nadie a la vista. 508, 509… premio. Un cojín debidamente colocado en la butaca, parece que será fácil. Ambas opciones eran la misma después de todo.
Buenas noches, princesa.
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