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Bandido: una sensación recurrente

Me miraba con ojos insistentes, hurgando en mis acciones, hasta que le regresé la mirada un poco sin yo saber qué hacer y apenas alcanzando a expresarle mi extrañeza, a lo cual atinó a decirme 'No te estoy viendo, nada más estoy sintiendo el aire'. El ventilador, que situé apuntando hacia la puerta, estaba soplando directamente en su cara.



El señor Bandido había llegado a casa hacía unos meses. Era usual que mis padres admitieran un desconocido recién salido de la cárcel porque nuestra religión así lo exige: «Ayuda a tu hermano en la necesidad.» Yo nunca había tenido problema alguno con eso, quizá porque desde muy niño me enseñaron mis padres a convivir con los necesitados, aunque tampoco había estado seguro de que eso fuera lo correcto. Menos aún lo pensé adecuado cuando conocí al señor Bandido, que se adueñó de mis espacios tan pronto como ganó confianza dentro de la casa.



En cierto modo percibía una especie de acoso del señor hacia mí. Cuando, por ejemplo, descansaba recostado en el sillón o intentando gozar del pasto húmedo del patio, aparecía él con la sola intención de vigilar mis escasos movimientos. En un principio quise creer incluso que todo era un juego de mi imaginación, sin embargo cada vez lo encontraba observándome con más frecuencia, acechándome como presa de caza.



No quise decir nada a mis padres, ya que de algún modo intuí que pensarían se trataba de un acto de rebeldía. Así que, para ahorrarme disgustos y riñas, decidí hacer frente al señor Bandido yo solo. «Si lo que deseaba el señor era dinero, se hubiera marchado desde mucho tiempo antes», pensé. Bajo ese argumento y con la evidencia de una constante persecución hacia mí, deduje que él deseaba algo más inmaterial e inespecífico.



–Una sensación recurrente. –pensé en voz alta.



Y la sensación tendría que haber sido estimulante, ya que de lo contrario el señor nos hubiera dejado desde los primeros días. Entonces conjeturé repentinamente que quizá él tuviera un hijo y yo se lo recordaba con mi sola presencia.



Surgió en mí un arranque de compasión hacia él. En los días siguientes comencé a mostrarme menos displicente (que a pesar de las circunstancias no lo era mucho) y más afectuoso y cercano. El resultado de todo ello fue recíproco y proporcional, con una persecución menos desde la lejanía y más invadida de palabras. Cuando el señor Bandido me miraba y yo lo descubría haciéndolo, él se acercaba hacia mí para preguntarme algo, aunque fuera tan trivial como «¿Te gusta el pasto?», contestándole yo «¡Ni que fuera una vaca!», tras lo cual nos reíamos juntos.



A raíz de mi cambio de actitud el señor comenzó a recostarse muchas veces en el pasto, justo a lado mío. No decía él nada ni yo le impedía estar junto a mí, ni tampoco le decía nada con tal de no interrumpir aquella paz que posiblemente no había encontrado él desde hacía muchos años. Traté de imaginar, sin éxito, cómo sería estar preso. Me conmovía el señor Bandido, porque era, a mi manera de verlo, la clara representación de las injusticias del mundo.



De este modo transcurrió aún más el tiempo, y el señor Bandido se integró a la familia. Nunca observé en mis padres la intención de despedirlo de la casa, ni tampoco era algo que yo buscara. Entonces el señor Bandido ya tenía una habitación más establecida para él, y formaba parte de nuestros planes. Tanto, que celebramos su cumpleaños como el de cualquiera de nosotros y lo cuidamos cuando enfermó del estómago con el mismo tratamiento que a un familiar.



Al cabo de dos años la sola idea de hacerlo fuera de nuestras vidas ya era impensable. Por tal motivo comencé a confiarle mis sentimientos y él los suyos a mí. Descubrí así que, efectivamente, él tenía un hijo. Yo le recomendé que lo buscara, pero alguna razón extraña existiría para no hacerlo, pues ni siquiera terminó la conversación al respecto. Con todo, sus sentimientos hacia nosotros eran positivos, lo cual me complacía enormemente.



Él siguió recostándose junto a mí sobre el pasto y veíamos las nubes y los aviones pasar. Fue en esa posición que un día y aparentemente sin razón para hacerlo, tomó mi mano. No supe de momento qué pensar ni qué sentir. Asumí que pensaba en su hijo y no le impedí que permaneciera así, aunque era consciente de que no lucía muy normal que un hombre de edad y un muchacho como yo tuvieran entrelazados los dedos.



Comencé a sentir su sudor y mi sudor mezclándose, su calor y mi calor confundiéndose, y su piel callosa contra mi piel nerviosa y suave acariciándose. No pude más con la inquietud y como pude le pregunté porqué lo hacía a lo cual contestó «No lo sé». Sin explicaciones para lo que sucedía, permití que ese pequeño acto de cariño, tan significativo pese a su magnitud, se encarnara en mí. Yo ya no quería saber nada más, tampoco valorar o hacer un juicio a todo aquello, por lo cual cerré los ojos y apretando el puño tuve por compañero a ese bandido.



Sólo así él acarició mi rostro con su otra mano y dulcemente recorría con sus dedos mi mejilla. Lentamente aproximó su gran pulgar hacia mis labios, los frotó, y como por instinto abrí la boca para chuparlo con mi lengua. Quizá lo descubrí en el fondo de sus deseos, porque sentí, yo aún con los ojos cerrados, que se situaba encima de mí. Luego noté que su aliento se aproximaba hacia mi boca y lo que esperaba sucedió.



Por la mañana de un jueves tocó a la puerta de mi habitación mi madre. Se despidió desde muy temprano porque iba a arreglar algunos trámites con mi padre en la municipalidad. Aún estaba amodorrado y sólo alcancé a decir que se cuidaran. Minutos después logré espabilarme y mis pensamientos regresaron hacia el señor Bandido. Pensé que él estaría durmiendo y decidí no molestarlo.



Mas fue cuestión de tiempo para que el blanco del techo que miraba se convirtiera en las imágenes y sensaciones del beso que me dio. Era una lengua que desde la obscuridad de mis ojos cerrados jugueteaba con mi boca. Yo jamás había besado a nadie, ni nadie me había besado a mí con esa tierna profusión. Permanecía mi cuerpo inmóvil sobre el pasto, apresado por la mediana corpulencia del señor Bandido que situó su pecho, su abdomen y su cadera junto a los míos. Luego él soltó de mis manos la que tenía sujeta y puso sus dos palmas sobre mi rostro.



Cuando cesó con el beso, pensé que podría ver su rostro al abrir los ojos, y así lo hice. Sin embargo lo que vi fue el cielo porque en ese instante el señor Bandido se dirigió a mi oído para decirme que me amaba, con una voz que derritió mis entrañas y una calidez que me produjo escalofríos. Luego vi su rostro frente al mío, nos miramos a los ojos, y él se dirigió a besar mi frente, mis mejillas y a lamer mi cuello. También comenzó a frotarse contra mí; su miembro, más o menos perceptible a través de nuestras prendas, iba rozando febrilmente el mío.



Repentinamente escuché que de nuevo llamaban a la puerta. Imaginé, sin equivocarme, que era el señor Bandido. Cuando abrí la puerta me tomó fuertemente de los hombros, con brusquedad giró y empujó mi cuerpo, y bajó mis pantalones del pijama junto con mis calzoncillos de manera bastante agresiva. No supe qué hacer ni qué decir y me mantuve helado y boca abajo sobre la cama, para después sentir que con su lengua repasaba mi otra hombría.



Tendido encima del colchón, me aferré como pude a las sábanas, sin lograr controlar un ápice de mi respiración. Pero los planes del señor Bandido no eran en absoluto lo que yo creía vislumbrar, porque sin excusa o previo aviso introdujo su osadía en mi otra hombría, causándome un dolor insoportable.



Grité y luego chillé. El señor Bandido continuó empujando sin dejarme descansar. Luego recargó su torso contra mí espalda y aproximándose a mi oído percibí su respiración. Dijo «Nunca me has preguntado porqué me metieron en la cárcel» y mientras yo seguía chillando prosiguió diciendo «¿Quieres saber?» Yo no contesté nada, pues no podía actuar con libertad por el dolor. Entonces el señor Bandido jaló de mis cabellos fuertemente, insistiendo en su pregunta. No teniendo más opción que contestar le dije un pequeño «Sí». Él no parecía muy conforme y tirando con más fuerza de mis cabellos me dijo que no había escuchado, por lo cual reiteré lo más alto que pude mi afirmación.



Después de eso comenzó a agitarse velozmente dentro de mi otra hombría, aproximó su boca hasta mi oído, y entre risas nerviosas y una voz llena de sin razón me dijo que lo habían encarcelado por pervertido. Nada quedaba del hombre que acariciaba con sus manos de lindura mi verdadera hombría tras haberme dicho, tendidos sobre el pasto, que me amaba. Ya no escuchaba al ex presidiario que se disculpaba por estarme acosando con la mirada.



Quise mover mis dedos hasta mi verdadera hombría para sentir un poco de placer, pero el bandido cruel se impuso con sus manos a las mías. No opuse más resistencia viendo que mi destino estaba trazado, y que no lograría escurrirme nuevamente sobre el dorso de su mano y entre sus dedos. Tampoco podía imaginar que sería tan elusivo como en los días que a ello prosiguieron. En esos instantes únicamente podía anticipar que él habría de ser quien se escurriera en mis entrañas y que escurrido se burlaría de mí.


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