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Categoría: Incestos

Bajo el embrujo de sus ojos

Algunos días te acuestas sintiéndote un cerdo, maldiciéndote por no tener la voluntad suficiente para poner fin a esta historia que te consume desde hace ya algún tiempo. Otras veces, sin embargo, te resulta imposible conciliar el sueño porque te asaltan los recuerdos de cada instante de vuestro último encuentro.



Siempre fuiste el sobrino favorito de Elvira, eso nunca fue un secreto para nadie. Pero a medida que creciste, sus muestras de cariño empezaron a tener un significado diferente para ti, que a fin de cuentas ya empezabas a ser un hombre. Cuando te daba un beso en los labios ya no te mostrabas indiferente, sino que atrapabas el dulce momento en tu memoria, intentando capturar el sabor que ocultaba su boca, acariciando el recuerdo durante los días siguientes. Cuando te abrazaba, el calor de su piel amenazaba con derretir la tuya, y la sensación de sus pechos apretados contra tu cuerpo era tan maravillosa que tenías ganas de gritar de pura alegría. Y cuando colocaba sus pies en tu regazo y te pedía que le dieras un masaje, lo hacías con cuanta pericia podías, disfrutando del contacto de su piel y esperando inútilmente que los dirigiera hacia tu entrepierna. ¿Y qué decir de cuando dormías con ella? Aún te dejaba acostarte con ella en su cama, abrazados como cuando eras un crío, y aunque no te atrevías a mover ni una ceja, tu mente desplegaba todo tipo de sensuales escenarios que te hacían amanecer con la entrepierna húmeda.



¿Pero de verdad nunca te diste cuenta de que tu tía Elvira te prestaba aquellas atenciones principalmente cuando no había nadie más presente? ¿Realmente pensabas que ella no se había dado cuenta de que ya eras un hombre, que no imaginaba cómo reaccionaría tu cuerpo a sus abrazos y besos?



No, no me respondas. Ya sé que siempre tuvisteis mucha confianza y que tú, al estudiar en aquel colegio de curas, tampoco es que tuvieras muchas oportunidades de familiarizarte con los complejos juegos femeninos. De hecho, ¿no eras tú el que le pedías a tu tía que no le hablase a tus padres sobre las conversaciones que teníais?



Un día le hablaste de lo que sentías al mirar y tocar a “algunas niñas”, de cómo la sangre parecía hervirte y el cuerpo acostumbraba responder con voluntad propia, negándose a obedecerte. Intentaste esconder el hecho de que en tu grupo de amigos solo erais chicos, pues te avergonzaba que descubriera cómo te sentías a su lado, aunque sinceramente dudo que no fuera consciente de la verdad, pues tú siempre le hablabas de tus amigos, nunca de chicas. En cualquier caso, tu tía Elvira te habló en el tono sincero y confidente que siempre adoptaba cuando teníais conversaciones a solas, y te explicó cómo y por qué se masturbaban los hombres. Tú ya tenías algunas nociones al respecto, pero la perniciosa influencia de los curas te había llenado la cabeza de ideas ridículas que la explicación de tu tía disipó. O quizá no las disipase, pero tras escuchar cómo te animaba a explorar los placeres de tu masculinidad, tus miedos quedaron dominados por un terrible deseo de correr a tu cuarto, esconderte entre las sábanas y descargarte pensando en ella, en su cuerpo, en sus palabras, en su mirada, en su olor.



A partir de aquel día estuviste más relajado, ¿no es cierto? Pero seguías pensando en ella, disfrutando de su contacto, anhelando la próxima noche en que te invitase a ver una película, te acurrucases en su regazo y te quedases dormido sintiendo sus diestros dedos jugando entre tus cabellos. ¿Fantaseabas pensando en lo que aquellas manos podían despertar sobre tu piel desnuda? No hace falta que respondas, sé que sí.



Si no me equivoco, fuiste tú el que volviste a sacar el tema de la masturbación un tiempo después. Imagino que querías repetir aquella conversación que durante tantas noches azotó tu recuerdo y te ayudó a calentar las sábanas, por lo que te inventaste todo tipo de preguntas. No esperabas que ante tu repertorio de falsas dudas y fingida inocencia, tu tía Elvira te condujera al baño, te pidiera con absoluta tranquilidad que te desnudaras y te tumbaras en la bañera, para a continuación animarte a que le mostraras cómo solías tocarte. Tú, que la habías obedecido mansamente sin esperarte lo que te iba a pedir, no pudiste evitar que tu sexo se alzara trepidante, ni pudiste encontrar excusa alguna para no hacerlo, cautivo como estabas por el embrujo de sus ojos, que te observaban atentos. Te acariciabas con auténticas furia, como si estuvieras viviendo un sueño alocado que podría acabar en cualquier momento, y ella te miraba sentada en el retrete y sin inmutarse, como la doctora que examina al paciente buscando la causa de una dolencia. No hubo en ella nada sensual, ni siquiera la más mínima provocación, pero aquella indiferencia fue justamente lo que más te excitó. Tu tía Elvira no era la mujer deseosa que se entregaba suplicante a ti en tus fantasías, sino una criatura totalmente diferente, un ser tan increíble y misterioso que tu imaginación no era capaz de cosificar.



Cuando acabaste, ella agarró un paquete de pañuelos y se encargó de limpiarte la mano, el torso y finalmente tu sexo, que a esas alturas ya era una bestia domada. Tras limpiarte, intentó tranquilizarte explicándote que no veía nada malo en cómo te dabas placer, y que si acaso sería recomendable que no fueses tan brusco, pues acababas muy pronto y no disfrutabas tanto de la experiencia. También te sugirió que te familiarizaras con tu cuerpo: que te apretases los pezones, que te acariciases a ti mismo buscando las zonas que más te encendían, que probaras tu propio néctar para sentirte cómodo con ella. Queriendo complacerla, mojaste la yema de tus dedos en uno de los pañuelos, introduciendo en tu boca tu propia esencia. La sensación fue extraña y te sentiste un poco incómodo, pero ella no le dio mayor importancia y simplemente te preguntó si querías ver alguna película. La noche transcurrió con absoluta normalidad, como si aquel suceso fuese un pequeño secreto sin importancia, no más grave que si te hubiese ofrecido un sorbo de cerveza o vino.



Sin embargo, en los días siguientes no pudiste dejar de pensar en lo que había sucedido… ¿quién habría sido capaz? Te volviste más atrevido, o quizá ella se insinuara con mayor habilidad para despertar tu deseo, de modo que cuando te daba un beso de despedida, tus labios y los suyos se fundían más tiempo. Al abrazarla, tus manos acariciaban su espalda y bajaban hasta sus caderas, aunque ella nunca te dejaba alcanzarlas. Al hacerle un masaje en los pies, terminabas levantando sus pies y besándolos calmadamente, y tu tía lo aceptaba como si de un cumplido o un cariño inofensivo se tratara.



Cada vez que aquello ocurría, volvías a casa y recordabas sus palabras. Acariciabas tu cuerpo con furor, apretabas tus pezones hasta que se enrojecían, probabas tu propio ser. Cuando tenías algún reparo, pensabas en sus ojos observándote, y bajo su embrujo acometías la misión sin reparo alguno, deleitándote incluso con su sabor.



Así fue como algún tiempo después volviste a sacar el tema, ¿no es verdad? ¿O acaso fue ella la que introdujo sutilmente la conversación? No importa, el hecho es que le dijiste que ya eras capaz de degustar tu propio néctar, y sorprendida por aquello te invitó a mostrárselo. Sonrojado, le hiciste prometer que no le diría nada a tus padres, y ella consintió como si aquello fuera un gran favor que te hacía.



Nuevamente te introdujiste en su bañera, pero esta vez tu tía Elvira se quedó en el borde de esta, observándote más de cerca, animándote con su silenciosa mirada. Cuando estabas al borde de culminar, su mano se extendió como un cáliz y se ofreció a recoger el licor que de ti manaba, y con el mismo cuidado que se sostiene algo muy preciado, te ofreció su mano, que tú condujiste hasta tus propios labios, que tomaron con generosos sorbos el líquido que se les ofrecía. Igual que ella te había limpiado una vez, tú hiciste tuya la misión de despejar la palma de su mano, empleando tu lengua con esmero, relamiendo cada uno de sus dedos. Ella asintió complacida y se ofreció a bañarte, enjuagándote y encargándose de limpiar cada parte de tu cuerpo.



A partir de aquel momento, el embrujo de sus ojos se completó. Bastaba una sugerencia suya para que tú acabases desnudo, no solo en su bañera, sino también en el salón, en su dormitorio o en el helado suelo del pasillo, descargando tu néctar sobre su mano, que luego limpiabas con sumisa complacencia. Pero la mayoría de las veces que te llamaba no deseaba más que tu compañía, y si acaso un abrazo o un masaje, y no dudó en reprenderte aquella vez que intentaste introducir tu lengua entre sus labios. De tu cuerpo parecía que no deseaba nada más allá de observarlo, como si fueras parte de una hermosa fotografía cuyo contenido agradaba a la pupila pero en modo alguno se podía tocar. De este modo llegabas unas veces a casa, sintiéndote sucio por los deseos que te azotaban, sintiéndote deseado por aquellos ojos que tan solo te observaban.



¿Y qué ocurrirá mañana? Nadie puede saberlo, pero está claro que esta historia no ha terminado.



¿Te ha gustado el relato? ¿Te gustaría que continuase? Por favor, deja un comentario al respecto.


Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
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