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Que bien me levanté ayer, había dormido toda la noche de un tirón. Salí a la calle sintiéndome a gusto conmigo misma, se me notaba en el rostro por las miradas que me dedicaban los demás transeúntes. Mi ropa no podía ser más sexi: minifalda corta blanca y plisada, camisa amplia de cuadros y ‘de relleno’ lencería vaporosa de una nueva diseñadora.
No comenzaría en mi nuevo trabajo hasta dos semanas después, tenía tiempo para pasear e ir de tiendas. Ya en el centro visité en un par de tiendas y paseé durante un buen rato. Compré un ramo de margaritas y cogí el autobús de vuelta. Ya mi barrio visité mi peluquería habitual; una pequeña peluquería de señoras que, en otro tiempo, fue él no va más; pero que ahora, solo entran cuatro gatos, bueno, cuatro gatas.
Han abierto a pocos metros de ella una franquicia, es de una cadena de peluquerías que está de moda en la ciudad. Me da pena por Irene, le señora que la regenta, una mujer de cuarenta y tantos años, casada con un hombre que, como me cuenta ella cada vez que voy, tiene un trabajo en el que gana muy poco. La peluquería de Irene es parte de su vivienda en la planta baja del bloque de pisos.
Hace ya unos cuatro años que empecé a peinarme allí; ella me gusta desde que la vi la primera vez. Irene es morena y alta, para su edad, se conserva muy bien; está siempre a dieta y hace deporte. Lo que más me gusta de Irene es su simpatía, a las clientas siempre nos saca risas con su buen humor. Es guapa y me mira con agrado, incluso se ruboriza cuando me habla. Sé que me desea, aunque ese deseo es tabú para ella.
Ayer, cuando entré en la peluquería a las diez de la mañana no había ninguna clienta, solo estaba Irene leyendo una revista... Me miró a los ojos y se le dilataron las pupilas, después parpadeó y me dijo:
—Cuánto tiempo Margarita, pensé que te habías pasado a la competencia.
—Yo no, Irene; yo soy fiel a tus manos.
—Gracias preciosa, ¿qué te quieres hacer hoy? —dijo con aparente normalidad, intentando ocultar su excitación por verme.
—Empieza por lavarme la cabeza y ya vamos viendo.
Al levantarme esa mañana me había dado un baño y me había lavado la cabeza, pero quería sentir sus manos, suaves y finas. Mientras me lavaba la cabeza volvió a contarme lo poco que ganaba su marido (que pesada con eso) y el daño que le estaba haciendo a su peluquería la que habían abierto al lado... Mientras repetía, sus ya sabidas penas, casi me quedo dormida sintiendo sus dedos deslizarse por entre mi larga cabellera rizada y pelirroja, para acabar frotando mi cuero cabelludo. Me secó la cabeza y me preguntó:
—Bueno qué quieres que te haga.
—Córtame las puntas y ponme ese acondicionador para el pelo tan bueno que tienes.
Mientras me cortaba el pelo le dije lo atractiva que me parecía ella, que su marido estaría contento. Me contó que su marido está melancólico al no estar contento con su trabajo y, su tristeza, le impedía tener suficientes ganas para...
—¡Vamos Margarita!, como se dice entre amigas, ¡que estoy mal follada!, jajaja
—Cómo eres, Irene, siempre bromeando con todo.
Cuando terminó de cortarme las puntas me aplicó el acondicionador y me peinó con el secador. Pensaba yo en las pocas ganas de su marido, estando segura mientras ella me hablaba, que si tiene poca gana su marido sería un bajón y no cuánto ganaba.
—Algo más guapa.
—Me puedes hacer también las inglés.
Se quedó parada casi un minuto, roja, roja como un tomate, pero con ojos de loba deseosa. Se recompuso y me habló:
—Ya habrás visto que solo soy peluquera, que como mucho, depilo el bigotito y las patillas a las que me lo piden, no soy esteticista.
—Pero, ¿puedes hacer una excepción conmigo?
—La verdad es que me da un poco de vergüenza, pero, como no hay nadie más en la peluquería, pondré el letrero de (vuelvo en cinco minutos) y pasas a mi casa y te lo hago; quiero decir que te lo arreglo preciosa; porque aquí en la butaca, de cara al escaparate, como que no jajaja.
La peluquería, en el frontal tiene un escaparate que da a la calle y, al fondo de la misma, una puerta que da al resto de la vivienda, una vivienda pequeña.
—Margarita, yo no tengo camilla de esas de depilar, si no te parece mal, pongo una toalla sobre mi cama y lo hacemos ahí, vamos que te lo arreglo ahí.
Irene estaba muy nerviosa y a mí me temblaba el pulso deseando enseñárselo y que me lo tocara por primera vez.
Su dormitorio era muy acogedor, su cama muy grande. Ella puso una toalla sobre la cama y me preguntó:
—Margarita, preciosa, yo no tengo tangas de esos desechables, tendrás que remangarte las braguitas hacia el centro. Otra cosa, ¿te lo arreglo con cera o con maquinilla?
—Tú, ¿cómo te lo arreglas?
—Yo me lo arreglo con la maquinilla de afeitar de mi marido.
—Pues cógesela y me lo arreglas igual. Las bragas, en vez de remangármelas, me las quito, que valen caras.
—Como quieras, si no te da vergüenza quitártelas. Voy a por las cosas, ponte cómoda guapa.
Irene salió de la habitación con expresión de entusiasmo disimulado. Al salir ella yo me bajé las bragas y las dejé bien extendidas sobre la almohada burdeos de la cama. Mis bragas blancas, de encajes casi transparentes, resplandecían sobre la almohada como un trofeo. Me tumbé sobre la toalla, que estaba extendida a los pies de la cama y, separé mucho las piernas con las rodillas algo flexionadas. Me dejé puesta la minifalda blanca, es muy cortita y no estorbaba para "el tema"; pero si daba un toque sexi posar para Irene con las piernas abiertas, las bragas quitadas y la minifalda remangada rodeándome.
Al volver Irene con los avíos en las manos y verme de esa guisa abrió la boca con expresión de sorpresa sincera.
Mi sexo: un bollo gordote sin ser exagerado tampoco, poco vello; en los labios mayores solo pelusa pelirroja, que nunca llega a crecer. En el pubis una línea de pelitos pelirrojos, flanqueada por el vello que empezaba a crecer de nuevo. Hacia una semana desde que me lo afeité la última vez. En el centro de mi sexo mis labios menores, expuestos, simétricos y de un tono tan rosado como las flores.
A mí no me suelen arreglar el conejo, pero al ver la peluquería vacía mi mente maquinó que me lo tocara Irene y estaba a punto de conseguirlo. Me temblaban los muslos un poco por la excitación.
Irene se remangó la blusa celeste, cogió una zafa pequeña y, con la brocha de afeitar de su marido, me aplico agua caliente en el pubis. Sin darse cuenta, entusiasmada, se chupaba los labios continuamente mientras me pasaba la brochita. Un hilo de agua se deslizó flanqueando mi bollo por la derecha y aterrizando en mi ano, me gustó, le dije:
—Que calentita está Irene.
Irene no contestó, ella seguía dándome agua con ganas. Después paseó la brocha por una barrita de jabón de afeitar haciendo espuma. Me enjabonó todo el pubis con la brocha, me dio jabón de más... le dije:
—Irene, dame también en el bollito, que quiero que me lo afeites también.
—Pero si ahí solo tienes pelusilla roja, y te queda tan bien; bueno como quieras.
Paseó la brocha a ambos lados de mi sexo, dándome con energía y moviendo a su antojo los labios mayores de mi coño pelirrojo (que gustazo). Soltó la brocha y cogió la maquinilla desechable, le pregunté:
—¿Esta usada?
—No, está por estrenar, no quería llenarte el chocho con las pelitos de mi marido, jajaja
—Jajajaj, no me hubiera importado, si solo fuera por eso.
Posó su mano, muy caliente, sobre mi pubis, plana; apuntando sus dedos a mis pechos y apretándola contra la línea de pelos del centro, (a modo de regla). Me dio pasadas firmes con la cuchilla a los lados, desde el centro hacia los lados, primero a un lado y luego al otro. Irene seguía chupándose los labios, ¡qué digo chupar!, se los mordía y su lengua salía y entraba de su boca a la vez que me afeitaba...
—Margarita, es la primera vez que le arreglo el chocho a otra mujer.
—Me alegra ser tu primera liebre.
Mientras seguía rasurando mi monte de venus, la muñeca de su mano permanecía aplastada sobre mi raja, la cual estaba cada vez más húmeda. Después del pubis siguió con mis labios mayores y, para hacerlo bien, no tenía más remedio que cogerme el coño con los dedos para estirarlo a un lado y al otro... ufff que gustazo. Cuando acabó me limpió con una esponja empapada en agua caliente, luego me secó muy bien; restregándome con ganas. De la frente de Irene caían gotas de sudor y sus ojos estaban tan abiertos como los de una gata asustada. Le pregunté con dulzura:
—Irene, ¿te gusta mi chochito?
—Mucho jovencita, es precioso tan clarito y con esos pliegues rosaditos, dan ganas de comérselo.
—¿Tú te has comido alguna vez un chocho?, Irene.
—Nunca, Margarita, yo estoy casada y me gustan los hombres, no es que me de asco, creo, pero supongo que no es lo mío.
—A mí también me gustan los hombres, ¿te gustaría comérmelo un poquito Irene?, no se lo diré a nadie, yo estoy deseándolo.
—No sé Margarita, estoy confundida.
—No se enterara nadie, solo un beso en el centro.
—Pero te daré solo un beso; ¿vale?
—Vale Irene, dámelo ya, que estoy hirviendo por ti.
—Cómo eres Margarita, ¡Qué vergüenza!, cómo me has convencido bribona.
Allí estaba yo ayer, con veinticuatro años, a punto de recibir un beso en mi coño, de una mujer cuarentona y casada y, además, ¡mi peluquera de toda la vida!
Todo estaba en silencio, alcé mi cuello para verla "aterrizar" en mí. Irene, desde los pies de la cama, acercó su cabeza a mi sexo y me estampó un pequeño beso en el centro de la raja. Cerró los ojos y comenzó a darme lametones en mi coñito, de abajo a arriba; metiéndome toda la lengua en la vagina, ¡me quería morir de gusto!, como restregaba su cabellera castaña contra mis muslos. Se separó, me miró a los ojos y comenzó a pasar la punta de su lengua por todo mi sexo, mirándome a los ojos y al coño alternativamente con cara de felicidad... lo intenté, pero no pude más. Me corrí, con una contracción salvaje, tan intensa que, ¡mi flujo salió como un chorro!, tan intenso que se estampó en la cara de Irene. Ella apretó los labios y se limpió el ojo derecho; me susurró:
—A sido sin querer, no me conformé con un beso Margarita y te he provocado esto.
¡La pobre!, que inocente tan mayor.
—Irene, no me digas que fue sin querer, ¡dime que fue queriendo! Ahora me toca a mí.
—Como.
—Comiendo, ¡pues comiéndote yo a ti el coño!, Irene.
—Te apetece, Margarita; mi cuerpo no es tan joven como el tuyo, aunque estoy deseando tener un orgasmo junto a ti.
—Pues que sepas que me gustan mucho las maduras como tú, saben hacerlo con más cariño que las de mi edad. Bájate las bragas y túmbate tú ahora en la cama.
Se bajó las bragas, se quitó toda la ropa y el sujetador también. Con la misma esponja con la que me había lavado se lavó también su sexo. Yo me desnude igual que ella, del todo; la minifalda la había manchado con mi flujo vaginal. Sus pechos grandes y sus pezones gordos y oscuros contrastaban con mis pechos, también grandes, pero claritos y de pezones rosados. Habló ella:
—Margarita, habrá gente en la puerta esperando, puse cinco minutos.
—Pues mañana les dices que se complicó la cosa, ¡no!
—Pues sí, ¡qué coño!
Se tendió en la cama y le chupé los pezones como si fueran bombones; le mordí un pezón y después metí mi cara entre sus muslos morenos, poco caídos para su edad. Bajé hasta su sexo, menos grueso que el mío pero más alargado, sin afeitar, pero recortado, piel recia en sus labios externos y algo oscura en el interior, como una perla negra.
De medio lado le mordí el bollo entero, me llené de ella, necesitaba hacerla gemir. Succioné sus labios como si me los tragara, dio gritos de placer y se corrió, solo sentí más calor en mi boca. Nos quedamos unos minutos juntas en la cama, yo posé mi cabellera pelirroja en su pecho izquierdo y ella me preguntó:
—¿Lo haremos más veces?
—Si tú quieres, no lo dudes Irene.
Me fui a mi casa sintiéndome bien por lo mucho que me había gustado, pero mal por haber despertado su lado oculto por decisión mía, no de ella; pero el deseo manda en mí.
Hoy tenía que contarlo, mi facilidad para seducir me está haciendo vivir un mar de placeres y experiencias; besos de Margaryt.
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