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~~Juan
Carlos y yo nos conocíamos desde hacía ya muchos años,
pero nos llevábamos a matar. Mientras estábamos en público
tratábamos de guardar las apariencias, pero a nadie se le escapaban
nuestras diferencias. De hecho, lo único que teníamos
en común era el haber estudiado en la misma Universidad y el
estar trabajando en la misma empresa, una editorial venida a menos
que subsiste con las publicaciones periódicas de una serie
de coleccionables y libros para niños. Sin embargo es un trabajo
que me gusta y me doy por satisfecha por eso, aunque gano más
bien poco, la verdad. Ahora estamos enfrascados en un proyecto
concretamente soy la redactora jefe de una de las colecciones de fascículos.
Juan Carlos es el fotógrafo de la plantilla de nuestro departamento.
El
caso es que hace unos días coincidimos en el ascensor del edificio
y la máquina se quedó atrancada y nosotros dentro, encerrados,
y lo que allí pasó bueno, somos adultos y estas
cosas pasan. Aunque sea con tu enemigo más acérrimo.
O precisamente por eso. Lo
cierto es que estoy un poco trastornada desde entonces, y creo que
escribiendo sobre lo que ocurrió dentro de aquel dichoso ascensor
me libraré de esta sensación de culpabilidad. Si se
lo contara a alguien mi imagen pública de mujer fría
y calculadora que tanto trabajo me costó forjar se estrellaría
contra las baldosas del suelo. Esa imagen que en mi vida íntima
no es tal , me resulta muy útil en mi trabajo. Me
va a costar, y tal no pueda acabar estas páginas. Pero tengo
que hacerlo. Quiero hacerlo. Aunque él me dijera que esto jamás
hubo pasado, que nos olvidáramos y a pesar de que yo estuviera
totalmente de acuerdo en apariencia: por dentro me llevaban
los demonios ante su indiferencia. ¿Que
qué ocurrió? Cómo decirlo no me
tachen de cursi, pero si la condición de la felicidad exige
vivir lo que antes se ha soñado, yo nunca fui feliz hasta aquella
noche, atrapada con Juan Carlos en el ascensor del edificio de la
editorial. Como nunca fui más desgraciada al salir del mismo.
Todo ocurrió el lunes pasado. Ese día yo estaba desbordada
de trabajo, así que me pasé todo el santo día
en el editorial, invirtiendo el tiempo en recibir a redactores, traductores,
correctores e incluso a ilustradores, pero como hubo un aspirante
que faltó a nuestra cita a eso de las 8, 30 de la tarde, pues
aproveché el hueco de aquella entrevista fallida para salir
a la calle a tomarme un café y tomar un poco el aire.
No llegué. Donde
sí llegué de puro milagro fue al ascensor, que se estaba
cerrando cuando me colé dentro. Para mí mala suerte,
Juan Carlos y su amigo inseparable, Torcuato, al que las chicas del
Servicio de Maquetación llaman "Pato Cuato" por ignotas
razones de la costumbre, porque ya le llamaban así cuando yo
llegué y creo que nadie a estas alturas lo sabe a ciencia cierta
(tal vez él mismo sí lo sepa, pero tampoco es plan de
saciar la curiosidad por tal etimología con el propio afectado).
Estaban hablando animadamente hasta que entré yo al habitáculo,
y desde luego, pocas cosas me sientan peor que eso. Pero me puse digna,
le solté un "Hola" seco e impersonal y me encaré
a la puerta del ascensor. No se oyó ni a una mosca hasta que
llegamos dos plantas más abajo, donde Cuato se despidió
con varias palmaditas en la espalda y – creí intuir –
cierta mirada de ánimo para con Juan Carlos, que yo preferí
ignorar. Nos quedamos solos.
Solos en un habitáculo que no llegaba ni a 2 m2. Juan Carlos
y yo SOLOS ¡¡La Hecatombe!! Presioné
el botón de Planta Baja y el aparato comentó a moverse,
pero a una velocidad sospechosamente pastosa hasta que comenzó
a renquear y se paró finalmente.
¡¡¡Muy bien, Doña Perfecta!!!¡Premio!
¿Y ahora qué has hecho?
Me
planté frente a él.
Primero: a mi no me hables en ese tono. Segundo: Lo de premio, estando
contigocomo que no. Y tercero: si el ascensor se ha estropeado
probablemente habrá sido por que vas tú en él.
¿Entendido?
¡¡Si, mi general!!. Joder, tía, de verdad que
tienes un sentido del humor que es para que te aguanten.
´ta la mierda.
Simpática.
Fue
algo así. Prometo que no suelo hablar de ese modo, pero es
que ese hombre es
Estuvimos
trasteando los botones, pero aquel cacharro, que no llegaba ni a lata
de sardinas, ni subía ni bajaba. Así que optamos por
pegar cuatro gritos, para ver si alguien desde fuera nos oía,
pero que si quieres arroz Nadie pareció escucharnos.
En ese momento no lo sabíamos, pero nos habíamos quedado
entre plantas y por eso la acústica era más bien pobre,
tirando a semi nula. Tiene delito la cosa, vaya. Un ascensor del año
de ven acá que te peino en un edificio que pretendía
ser del siglo XXI. En fin. Creo que nos tiramos una media hora aporreando
el frío metal de la puerta y gritando como locos. Entonces
Juan Carlos paró de repente y me dijo que mejor nos tranquilizáramos
un poco porque, de seguir así, agotaríamos todo el oxigeno.
Me
aparté de la puerta con gesto cansino y apoyé la espalda
en el panel contrario a la puerta. Admití que tenía
razón.
Bueno, y como eres tan listo ¿se te ocurre algo para
salir de aquí?
¿Con vida?
¿Pero qué dices?
Perdona, pero es que estoy cansado y justamente estar atrapado en
este bunker, contigo, no es el sueño de mi vida, chica.
Mira, Juan, no empecemos. Tenemos que pensar algo.
¿Llevas
el móvil?
Si, pero la cobertura
Joder, es verdad Yo que sé. Tú eres la Doña
Perfecta. Piensa un poco que no es tan difícil.
No me lancé hacia él porque Dios no quiso parecíamos
dos preescolares. Recordé eso que suelen decir los niños
"Los que se pelean se desean" ¿Era así?
¿Y por qué demonios? "Solo los borrachos
y los niños dicen la verdad".
Me estremecí.
Inconscientemente
le miré la entrepierna. Tenía un bulto bastante considerable
y.
¿Qué
miras?
¿Y a ti que te importa?
Bueno, si se trata de una parte de mi anatomía, me importa.
No
me molesté en responderle, pero la verdad es que aquello me
humilló. Fui deslizándome poco a poco hacia abajo, hasta
quedar sentada, y me acomodé la falda. El ni me miró.
Se quedó de pie, apoyado en la pared de la derecha según
se entraba al ascensor, cabizbajo y con las manos hundidas en los
bolsillos. Pasaron algunos minutos.
No le encuentro la salida, Azu.
Azu.
Nadie me llamaba así desde el instituto. Es el diminutivo de
Azucena.
Juan, déjalo, relájate. Mira, se tienen que dar cuenta
de que este trasto no funciona.
Ya,
pero es tarde. La gente se va pronto en verano.
Traté
de hacerle pensar en otra cosa y fui desviando el tema hasta los años
de la Universidad. No lo hice por él, lo hice por mí,
para no tener que aguantarle sus aires de superioridad obstaculizados
por el encierro. Y hablando, y hablando descubrí que
no era tan gilipollas como pensaba. Incluso me estaba pareciendo muy
atractivo, demasiado atractivo. Supongo que me obcequé, o tal
vez fue por culpa del aire enrarecido de la cabina, pero para cuando
quise darme cuenta, él ya estaba sentado a mi lado hablándome
de una de sus primeras borracheras, y yo teniendo la extraña
conciencia de estar poniéndole ojitos tiernos Era un
hombre tan satisfecho de sí mismo. Parecía estar acostumbrado
a tenerlo todo bajo control, y tal vez por eso nos lleváramos
tan mal, porque yo tenía ese pequeño defecto también,
si es que se puede calificar como tal. Durante una media hora lo único
que hice fue mirar a Juan Carlos, observarle, estudiarle, leer en
el relajamiento de sus hombros, en la descuidada precisión
de su postura, en tratar de vislumbrar la picardía en sus miradas,
hasta que no dudé de mi capacidad para llegar a donde me proponía.
Porque yo lo había pensado casi una hora antes porque
allí, en aquel limitado espacio lejos de los ojos comunes,
ser la chica más lista de la clase no me compensaba más
que esperar la ocasión de echar un polvo estupendo con Juan
Carlos.
Lo dicho, yo estaba obcecada. Y aún lo estoy, y eso es lo peor,
porque estoy enamorada y eso es lo peor que podría pasar.
No sé en qué tramo de la caída perdí pie.
La
verdad es que no sé cómo llegó a besarme. En
ese momento me pilló desprevenida. Estábamos muy cerca
uno del otro, pero fue tan repentino que apenas pude disfrutar del
beso, tanta fue la impresión que me dio. Lo triste del asunto
es que yo aún no sabía que estaba enamorada. Nos buscábamos
con manos torpes, él supongo que por desconocer mi orografía
y yo por la apabullante timidez que me entró por el cuerpo.
Me rompió un botón de la blusa y recuerdo que yo misma
me tuve que desprender la ajustaba falda de mis tobillos, porque la
habilidad de sus manos se extinguió más allá
de mis rodillas. Después todo lo que ocurrió fue mucho
más sencillo y mucho más difícil de explicar,
supongo que porque apenas hablamos, si no era para susurrarnos lo
fantástico de nuestras mutuas anatomías. Yo estaba en
una postura un poco incómoda, con el cuello demasiado inclinado
hacia delante, pero es que aquel sitio no daba para más. Recuerdo
perfectamente el peso de su cuerpo, el flequillo que le caía
sobre su cara que a ratos me impedía ver sus ojos, la suavidad
de su piel erizada, su olor, sus manos sujetándome la cara
por el mentón, sus manos sobre mis pechos, en mis caderas,
en mi sexo. Se subió sobre mí y yo le rodeé la
cintura con mis piernas. Me penetró casi con urgencia, pero
no me desagradó sentirle dentro de mí, sus movimientos
tan dolorosamente lentos y profundos, con sus ojos clavados en los
míos recuerdo su risa cuando me corrí y el calor
que me invadió después, mezclado con la tibieza de su
semen regando el interior de mi sexo. Cuando salió de mí,
me eché a llorar y Juan Carlos me abrazó, pensando que
me había hecho daño. Apoyé la cabeza sobre su
pecho, pero no conseguí dormir, necesitaba captar cada segundo
para luego recordarlo, pero es tan difícil transmitir
al frío papel lo que sentí en esos momentos. Y yo no
soy poeta, yo solo trabajo en una editorial. Mi trabajo es valorar
lo ajeno, no lo propio.
El
se durmió enseguida, como un niño, sin importarle nada
más, ajeno a la realidad de más allá de sus párpados.
Y durante su sueño yo fui la mujer más triste del mundo.
Cuando
poco más tarde nos sacaron de aquella madriguera de metal,
lo celebramos yéndonos a cenar a un restaurante. Estuvimos
hablando de cotilleos de la editorial, de a quien contrataban, quien
iba, quien venía entonces me lo dijo:
Azucena, creo que deberíamos olvidar lo que ha ocurrido hoy.
Me lo he pasado genial, y creo que tu también, pero creo que
Déjalo, Juan, está olvidado.
No,
espera, es que verás, hay una chica es la editora
gráfica de la enciclopedia de novelas de Ciencia ficción
Marta Aguirre.
Si
no quiero que se vaya a pique. ¿Lo entiendes?. Azucena, no
sé lo que me pasó ahí dentro, pero no me pude
reprimir, me gustas mucho, de verdad.
Me
detuve a respirar y solo entonces me atreví a volver a mirarle
a los ojos.
Juan
Carlos, déjalo. A mi tampoco me interesa que se sepa. No te
preocupes, ¿vale?
La
mujer más triste del mundo Después, cuando llegamos
a los postres, supe exactamente qué tipo de postre pedir.
Yo
tomaré un helado de vainilla con nueces y sirope de chocolate
caliente por encima, por favor.
¿La
bola del helado, grande o pequeña?
¡La más grande que haya!
¿Y con nata por encima?
Mucha.
Me
lo comí entero. Me fumé un cigarrillo hasta el filtro,
y luego otro, y luego rebusqué en el bolso hasta dar con una
caja de caramelos sin azúcar y me metí uno en la boca,
y lo empujé con la lengua contra el paladar hasta que quedó
reducido a menos de la mitad, y entonces mi cerebro volvió
a funcionar y pensé qué hacer a continuación.
Él no paraba da hablar de cosas que para mí ya no tenían
sentido. Le dije que era tarde. No me acompañó a casa,
porque había quedado con Marta.
La
mujer más triste del mundo Ahora, mientras escribo estas
líneas, comprendo que Juan Carlos no me conquistó, ni
me poseyó, ni me sedujo, porque los ejércitos no conquistan
las ciudades que les esperan con los puentes levadizos bajados sobre
los fosos y con las puertas abiertas. Porque nadie toma posesión
de lo que ya le pertenece
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