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Atrapada sin salida 2

LAURA
Cuando despertó tiempo después, ya no estaba desnuda ni se encontraba en aquel extraño cuarto, sino que volvía a estar en su cama y, aparentemente bañada por alguien, no sólo olía a limpio sino que estaba suavemente perfumada por una fragancia exquisita. También era evidente que había sido medicada, ya que a pesar de estar libre de ataduras sólo conseguía mover torpemente sus extremidades y en la mente subsistía una bruma que le impedía discernir si durante su permanencia en la otra habitación había sucedido lo que ella creía o si todo era fruto de su fantasiosa imaginación exacerbada por las drogas.
Sin embargo, leves signos de palpitaciones en ciertas regiones y ese como entresueño donde se veía poseída alternativamente por un desconocido y por su padre una y otra y otra vez en cópulas de inimaginable placer en las que se prestaba gustosamente a ser sometida, la hacían dudar de su propia cordura y aceptar que somatizaba las afiebradas alucinaciones de su mente desquiciada.
En un tiempo sin medida, como lo era todo desde que estaba internada, vio entrar a Marta acompañada de otro médico y, mientras ella se aproximaba a su cama para hacerle tomar dos pastillas de diferente color y le aplicaba una inyección que pareció borrar las ultimas brumas de su mente, el doctor se sentó en una de las sillas.
Cuando fue evidente que la muchacha había recuperado sus facultades y era capaz de contestar con mediana coherencia, el médico se presentó como Mario y le dijo que no la sometería a ningún examen ni test psicológico sino que conversarían un poco sobre lo que ella quisiera contarle voluntariamente de sí misma y sobre situaciones que ellos no podían discernir si eran verdaderas o producto de sus fantasías y desórdenes mentales.
Marta se sentó junto a Laura en el borde de la cama para participar de la charla y, en tanto Mario la interrogaba astutamente para que fuera relatándole cómo suponía ella que se habían desarrollado esas recurrentes compulsiones sexuales y en que forma había llegado a obtener tal experiencia en sus relaciones con mujeres, siendo que aun se consideraba virgen por no haber tenido sexo con ningún hombre, la médica comenzó a acariciar distraídamente su muslo.
Molesta debido a que había tomado conciencia de la hipersensibilidad sensorial que los medicamentos exacerbaban en ella y también porque la presencia de un extraño la ponía incomoda, rechazó ostensiblemente los primeros avances de la mujer pero al reconocer los síntomas que le indicaban que entraba en uno de esos períodos de sobreexcitación, fingiendo ignorarla, dejó que doctora se diera ciertos gustos en tanto comenzaba con el relato de lo que ella recordaba concientemente.
La mano de esta fue introduciéndose por debajo de la liviana falda de la bata de algodón, acariciando lentamente el interior de los muslos transpirados y ocasionando que sus piernas se cerraran en un instintivo gesto de defensa pero, ante la suave e insistente presión de los dedos, cedieron apartándose involuntariamente para permitir su ascenso. Simulando atender la conversación de Mario, sintió como la mano llegaba a la entrepierna para restregar sus dedos contra el sexo, en tanto que la boca regordeta besuqueaba su cuello y la parte superior del pecho, descubierta porque Marta había desatado las finas tiras que mantenían cerrada la bata.
La excitación la distrajo por un momento y la exquisita caricia la obligó a cerrar los ojos, cosa que aprovechó la mujer para presionarla contra las almohadas y allí, mientras la besaba golosamente en la boca, despojarla de la prenda que permanecía arrollada en su cintura. Mirando con el rabillo del ojo a Mario, quien fingía tomar nota de lo que Laura había tratado de explicarle, comprobó que aquel parecía indiferente a lo que hacían y tranquilo, las observaba especulativamente.
Sin dejar de someterla con sus besos, Marta se deslizó hacia la entrepierna y lamiendo avariciosa los jugos que rezumando del sexo mojaban la parte baja de la vagina, consiguió excitarla de tal manera que, ya olvidada de la presencia del hombre, se acomodó mejor sobre la cama para tomar entre sus manos las piernas y encogerlas hasta que las rodillas quedaron sobre sus pechos.
Arrodillada entre sus piernas, Marta se esmeró en lamer y succionar las carnes ya enrojecidas de la vulva y, tras atrapar los retorcidos pliegues para chuparlos con intensidad, introdujo dos de sus dedos dentro del canal vaginal, convirtiendo a la refriega en ardorosa lucha. Con los ojos cerrados y los dientes mordiendo furiosamente los labios, Laura dio un fuerte balanceo a su cuerpo para sentir aun más profundamente la boca y los dedos de la médica.
Ardiendo en llamas, sollozaba quedamente, balbuceando palabras soeces entre las que se distinguían histéricos reclamos de mejor sexo. Y fue justo en el momento que recuperaba casi totalmente sus sentidos, cuando sintió en su sexo la presencia prepotente de un miembro que desconocía.
Fue Marta quien la decidió, ya que había vuelto a sentarse junto a ella en la cabecera y mientras sobaba sus senos con las manos, dejaba que la lengua y los labios se hicieran carne en esa caricia indescriptiblemente tierna. Cuando Mario le levantó las piernas colocando a cada una sobre sus hombros, enganchó los talones en la nuca y se dio envión para hacer que la verga, insinuada en la vagina, la penetrara en su totalidad.
Conscientemente, ella había soportado el tamaño del miembro del loco sin otra consecuencia que algún dolor pasajero y, sin embargo, lo desusado de esa verga la transportó lo que había supuesto como regiones desconocidas del placer, pero su cerebro hizo nuevamente realidad las oníricas sensaciones que no había logrado capturar anteriormente, identificando con claridad fotográfica el rostro de su padre que, en tanto estrujaba sus senos con ruda vehemencia, la penetraba profundamente con lo que había sido el primer falo masculino que transitara su vagina.
Boqueando por el aturdimiento de aquella revelación, la acción de las drogas y la violencia del médico, mientras lo elogiaba groseramente por tan portentoso verga se acopló al ritmo de la cópula y al tiempo que Marta se colocaba ahorcajada sobre su cara flexionando las piernas para acercar el sexo a la boca de Laura, aquella la abrazó por los muslos y hundió su boca angurrienta en la dilatada vulva.
Más tarde, el hombre la hizo colocar arrodillada, penetrándola desde atrás para hacer que la punta del falo golpeara más allá del cuello uterino y su pelvis se estrellara ruidosamente contra sus nalgas. Sintiendo como esa enorme verga la socavaba tan profundamente, se abocó a la dulce tarea de macerar con la boca el clítoris y todo el óvalo de la mujer, quien permanecía recostada en el respaldar de la cama.
La muchacha había alcanzado largamente su orgasmo y sin embargo, el vigoroso hombre ni estaba cerca de eyacular. Sentándose sobre la silla, le indicó a Laura que se ahorcajara sobre el falo de espaldas a él, con los pies apoyados firmemente en el piso y que flexionara sus piernas. Cuando lo hizo y guiándola por las caderas hasta que toda la verga estuvo en su interior, sosteniéndola de ese modo, imprimió a su pelvis un frenético menear para que el falo la penetrara como un cuchillo a su vaina.
Con las manos apoyadas en los muslos del hombre, aquello se le hizo inefablemente excitante a la chiquilina y por eso, cuando Mario sacó la verga del sexo para apoyarla contra la cerrada apertura del ano, creyó alcanzar la gloria al sentir como la rígida barra de carne destrozaba la resistencia inicial de los esfínteres y se adentraba hondamente en la tripa.
Mientras ella jineteaba al miembro acuclillándose entre sus piernas, Marta comenzó a succionar fuertemente al clítoris, hundiendo tres de sus dedos en la dilatada vagina. Su desesperación era tal que, cuando Mario le ordenó arrodillarse junto a la médica le obedeció ciegamente, iniciando con Marta un duelo de alternativas succiones al falo y lengüetazos en los que intercambiaban salivas, hasta el momento en que el hombre envaró su cuerpo, expulsando una enorme cantidad de semen que las mujeres recibieron en sus bocas.
Sorprendida por la exquisitez que obtenía en la degustación del almendrado esperma, se entregó a la tarea que le proponía la mujer y, olvidadas momentáneamente de Mario, se afanaron en la tarea enloquecedora de besarse ávidamente con las bocas abiertas para que las lenguas trasvasaran el blancuzco pringue meloso hasta deglutirlo en su totalidad.

Conduciéndola a la cama y acostándose boca arriba en el centro, el médico le pidió que resucitara la erección de la verga. Acomodada boca abajo entre las piernas abiertas de Mario y con la grupa alzada, se deleitaba sorbiendo como una golosina la verga que aun no había cobrado rigidez cuando sintió un rígido falo que penetraba lentamente la vagina. Azorada, iba a iniciar un movimiento de huida, cuando el corpulento Mario le impidió todo movimiento aferrándola con sus fuertes manos y, escuchó la seductora voz de la mujer prometiéndole que, si tanto le gustaba el sexo con hombres y mujeres, ellos se iban a encargar de darle gusto.
Quiso ensayar una protesta pero la doctora se encargó de acallarla con su vehemencia y, comprendiendo que sería en vano, dejó que volviera a penetrarla mientras la obligaba a chupar la verga de Mario. Agotada por el esfuerzo de esa posición acuclillada, después de un rato de inefable placer Marta tomó el lugar del médico para hacerla jinetear al falo que sostenía en su entrepierna y, en tanto manoseaba y chupaba sus senos, Mario fue penetrándola por el ano.
Ni siquiera se le había cruzado por la mente la posibilidad de una doble penetración y, aguantando el aliento por el sufrimiento, dejó la iniciativa a los otros, quienes, para hacérsela más soportable, fueron poseyéndola alternativamente. Cuando uno la sacaba, la otra la metía y al llegar sus esfínteres rectales y vaginales a su máxima dilatación, comenzaron un galope infernal en el que los dos falos se estregaban, separados solamente por un delgado tejido membranoso.
Laura se daba cuenta que habían perdido todo sentido de la mesura, pero totalmente fuera de control ella misma, se esforzó por complacer a quienes le proporcionaban tanto goce. Dejó que la mujer la acomodara boca arriba acuclillada sobre Mario con las piernas abiertas y apoyada en sus brazos extendidos hacia atrás mientras era sostenida por las manos del hombre, formó un arco perfecto para que él la penetrara por el ano. Cuando ella descendió para iniciar un lento galope sobre el falo, Marta se acuclilló frente suyo, penetrándola por el sexo con el consolador.
Aunque pareciera infernal, el ritmo de las dos vergas penetrándola simultáneamente más las manos y boca de la mujer sobre sus senos, fueron conduciéndola a una región donde el placer tenía un sitio preferente y en medio de gritos, ayes y rugidos de satisfecho asentimiento, recibió en el recto la marea cálida del semen masculino.
El providencial cansancio del hombre las dejó en paz y ella aprovechó esa tregua para descansar al cobijo de los brazos de Marta. Al recobrarse del sopor en que había caído, la vio arrodillada a su lado; observando atentamente el rostro que parecía el de una diosa lujuriosa, se dio cuenta de su grado de excitación por la forma en que las fosas nasales aleteaban dilatadas.
Acompañando a una de sus manos, la boca de Marta se asentó sobre la temblorosa superficie del muslo y la lengua se convirtió en la húmeda guía para los labios que besaban y sorbían la transpiración. Aquel contacto crispaba histéricamente a Laura y, cuando la boca fue aproximándose al sexo, abrió instintivamente las piernas.
Respirando en un leve y corto jadeo, aguardaba impaciente el contacto que, cuando se produjo, trajo aparejada una sensación de indescriptible dulzura y alivio. Como si fuera una mariposa aleteando sobre los pétalos antes de decidirse a libar el néctar, los labios gordezuelos y la lengua picotearon todos los alrededores del sexo, levantando oleadas de mínimos cosquilleos en los riñones de la muchacha que, inconscientemente, apretaba histéricamente los puños aferrada a la tela de las sábanas.
Transportada a una nueva dimensión del goce, el goloso regodeo de la boca en su sexo la sumergía en un espléndido y glorioso éxtasis. Ancha y empalada, la lengua recorría la superficie de la vulva y, cuando llegaba al capuchón que cobijaba al clítoris, escarbaba en el hueco a la búsqueda del glande que, blanquirosado, iniciaba una lerda erección.
Aferrándose al respaldar de la cama, envaró el cuerpo y, en la medida que Marta incrementaba el accionar de la boca, fue alzando la pelvis hasta mantenerse arqueada, apoyada firmemente en sus pies. Arrodillada frente a ella, la mujer había abierto con los dedos los retorcidos labios ennegrecidos y, extasiada ante la vista del iridiscente óvalo ya pletórico de los jugos hormonales, hizo tremolar la lengua para ir absorbiéndolos en tanto que los dedos índice y pulgar estregaban entre ellos la carnosidad de las crestas enrojecidas.
Cuidadosamente, Marta introdujo un dedo en la vagina que, como siempre, la asombraba con su capacidad de adaptarse a cualquier objeto que la invadiera y, sin importar el grosor, disfrutaba de su tránsito. El dedo conocía cual era su misión y, solícito, buscó en la cara anterior aquel bulto que forma la excitación de los tejidos porosos de la uretra, concentrando allí el restregar de la yema.
Sin variar su cualidad de delicadeza, lengua y labios alternaron el ritmo en tanto mordisqueaban, lamían y succionaban los tejidos inflamados. La médica introdujo otro dedo junto al primero y, doblando las falangetas, rastrillaron en semicírculo todo el interior, arrastrando con ellos las espesas mucosas hacia los labios que las sorbían con delectación.
Con la boca abierta en un grito mudo, Laura dejaba escapar la brama del acezar de su pecho y los ojos clavados en la albura enceguecedora del cielo raso comenzaron a ver miríadas de minúsculas luces que fueron encandilándola con su fulgor.
Mientras sus dientes rechinaban por la hondura del placer a que la conducía la médica, aquella fue agregando dedos a la penetración y, cuando los esfínteres empapados en jugos vaginales se distendieron mansamente, deslizó muy lentamente en basculante movimiento toda la delgada mano ahusada en el sexo.
Sin poder dar crédito a que aquello estuviera sucediendo y crispadamente envarada durante el largo proceso de la penetración, Laura meneó instintivamente las caderas y la doctora comenzó a hacer girar el brazo para que los dedos rascaran todo el interior del canal vaginal, lo que llevó a la muchacha a emitir roncos gritos de satisfacción y, cuando Marta los cerró en un puño que se movía como un brutal émbolo socavándola profundamente, estalló en un agradecido llanto de contento, hundiendo en sus palmas los filos cortantes de las uñas.
Cuando ella aun se estremecía por la hondura del goce que le provocara la mano, la lengua de Marta volvió a fustigar al clítoris y luego descendió por el perineo para excitar suavemente la fruncida entrada al ano. Laura no esperaba aquello y experimentó una nueva sensación placentera con aquel tenue contacto. En la medida que Marta conseguía distender la estrechez que los esfínteres habían recuperado, agradeció la extraña emoción que la embargaba por el mínimo penetrar de la lengua envarada al recto.
El placer la obnubilaba y, sin tener conciencia de hacerlo, rogaba a la mujer que incrementara sus accionar para llevarla a gozar como nunca antes nadie lo había hecho de esa manera. Con meticulosidad, mientras la lengua seguía ensalivando al ano, retiró la mano de la vagina y un dedo, sin ocasionarle el menor daño, fue introduciéndose por entero lentamente en la tripa. La lengua había vuelto a ocupar su lugar contra el clítoris y Marta metió tres dedos en el ano, iniciando un vaivén cuyo ritmo se adaptaba al de la boca.
Con los dientes apretados hasta hacerlos rechinar, Laura sacudía las caderas frenéticamente y, cuando sintió estallar en su vientre la expansión incontenible de sus líquidos, derramó el orgasmo que rezumó abundantemente desde la vagina hasta los dedos de la mujer. Asiendo el respaldar como si pretendiera arrancarlo y en medio de rugidos satisfechos, dio unos cuantos remezones más de su cadera empinándose en la punta de los pies y finalmente, cuando hubo evacuado sus jugos internos, cayó bruscamente sobre la cama, aun sacudida por las contracciones espasmódicas del útero.
Su pecho todavía se estremecía por la fatiga de tan agotador ejercicio, cuando Marta retrepó por su vientre enjugando los arroyuelos de sudor con su lengua y labios y tras pasar entre los senos convulsos, alojó su boca febril sobre la de la muchacha. Era la primera vez que degustaba el sabor de su propio sexo y sentir aquel sabor en los labios pulposos de la doctora la enardeció. Abrazándose estrechamente a su cuello, la besó con furia, dándole un empujón de lado para quedar acostada encima de quien ya había dejado de ser su médica para convertirse en su amante.
Asiéndole el mentón entre sus dedos, picoteó vehemente en la boca al tiempo que le susurraba encendidas palabras de amor. Sintiendo como sus pechos rozaban los de Marta y su cuerpo encajaba entre las piernas semiabiertas, se dio cuenta de que los sexos habían quedado estrechamente unidos e imprimió a su pelvis un ondular que llevó a que su vulva dilatada se estregara rudamente contra la otra.
Aquello era absolutamente nuevo para ella. Mejorando la posición para quedar entrecruzadas y abrazándose a la pierna encogida de la mujer, las dos iniciaron un lento mecerse que las fue conduciendo al paroxismo. Aquel coito sin falo se le hizo a Laura insoportablemente placentero y deseando conocer cosas que hasta el momento no había ni siquiera intentado, cayó sobre el pecho de Marta para someter los senos a un fuerte estrujamiento, preparándolos para que su boca se apoderara de ellos y, luego de que la lengua refrescara las amplias aureolas de color marrón, los labios infligieron a los pezones la rudeza de sus chupones en tanto que sus cortas uñas afiladas se clavaban en la carne macerada por la boca.
Su amante estaba tan alterada como ella y, mientras acariciaba la corta melena rubia, iba empujando su cabeza hacia abajo, al tiempo que suplicaba para que le hiciera sexo oral. Laura descendió por el vientre sorbiendo el sabor marino de la transpiración hasta tropezar con un pequeño triángulo de vello ensortijado, del cual degustó con fruición los jugos acumulados y luego se fue hundiendo lentamente en la raja ennegrecida de la vulva.
Dedos, labios y lengua conformaron una virtuosa asociación simbiótica puesta al servicio del placer. Su boca se apropió de la larga carnosidad del clítoris y los dedos de la mano derecha buscaron a tientas la apertura vaginal, penetrando totalmente en el conducto e iniciaron un ir y venir que sacó de quicio a la médica. Dando fuertes empellones con la pelvis y mientras sujetaba firmemente la cabeza para restregarla contra su sexo, Marta le pedía angustiosamente que la hiciera acabar.
Los rugidos apagados de ambas mujeres se hacían cada vez más poderosos, hasta que Laura, ahorcajándose invertida sobre la mujer, volvió a someter al sexo a la vehemente actividad de su boca. Marta se había asido abrazando sus nalgas y la boca se hundió en el sexo como si quisiera devorarlo. Y así, fundidas en una sola masa de piel, músculos, sudor y salivas, se estrecharon apretadamente en un movimiento ondulatorio de magnífica sincronía estregándose una contra la otra hasta que la chiquilla tomó la iniciativa y hundió sus dedos en la vagina, tras lo cual, además del vaivén, les imprimió un movimiento giratorio que llevaba a las uñas a escarbar dolorosamente la tierna piel del órgano.
Enajenada por el goce, Marta estaba en un estado de desesperación total. Mientras su boca agredía las carnes de la vulva, golpeaba ferozmente las nalgas de la joven con las manos abiertas y, cuando el sometimiento a su sexo se le hizo insoportablemente placentero, sin contemplación alguna, fue introduciendo tres dedos ahusados en el ano de su paciente.
Cuando el goce que había suplantado al dolor inicial la golpeó con contundencia, Laura expresó de viva voz su repetido asentimiento. Durante unos momentos permaneció expectante, semiparalizada por la sensación extremadamente gozosa que esa sodomización le provocaba, tan parecida y tan distinta a la que le infligiera el hombre.
Ambas acomodaron sus cuerpos y acentuando el ángulo de apertura de las piernas para facilitar las penetraciones, fueron guiándose mutuamente hasta que la lava ardiente de sus volcanes internos las superaron y, en medio de exclamaciones de dicha y felicidad, endilgándose cariñosamente virtudes sexuales, se desplomaron en la cama donde permanecieron largo rato estrechamente abrazadas hasta que el cansancio y la modorra las excedieron.
Tal vez a causa de los medicamentos o por el agotamiento de esa cópula bestialmente deliciosa, Laura despertó con la sensación de haber dormido muchísimas horas y tuvo la desagradable sorpresa de encontrarse nuevamente atada a la cama. Enojada consigo misma por haberse rendido tan fácilmente a la desaforada violación de los médicos y aun sabiendo que su comportamiento se había debido en gran medida a la influencia de las drogas, se preguntó si sus facultades mentales no estarían realmente alteradas para permitir que abusaran de ella de esa forma y gozarlo como si verdaderamente esas perversidades formaran parte de una relación amorosa.
No conseguía retener totalmente los actos aberrantes de su relación con los médicos ni mucho menos del coito que no estaba totalmente segura había mantenido con el hombre, pero sí recordaba y aun con mayor nitidez que en aquellos flashes esporádicos, como su madre, aprovechando los desmayos naturales de su enfermedad, la había iniciado sexualmente hasta convertirla en una adicta sexual con la ayuda de los fármacos.
Recordaba claramente cada una de aquellos sometimientos y como se había aficionado de tal forma a esa relación antinatural, hasta el punto de llegar a suplicarle a su madre que la poseyera y ella misma disfrutaba sojuzgando a Clara de una manera tan bestial que, el sólo recordarla la avergonzaba.
Lo que su mente no le había permitido evocar conscientemente - tal vez como un mecanismo de defensa -, habían sido las relaciones con su padre, sucedidas cuando, al fallecer su madre, se convirtiera en una consumidora incontrolada de fármacos y alcohol para paliar la ausencia de sexo con Clara.
El esfuerzo puesto en la reminiscencia la llevó a visualizar con precisión la incontinencia con que se había entregado a su primer hombre luego de aquella primera violación; el experimentar la diferencia en el trato y las sensaciones tan disímiles entre una verga real con los sucedáneos que utilizaba su madre, sumados al nuevo sexo oral del que disfrutaba entusiasta para poder acceder al placer de recibir en su boca el premio agridulce del semen, le hacían revivir como su padre le proporcionaba verdaderos cócteles de drogas para obtener su aquiescencia gozosa al sexo más asquerosamente grato durante tantos meses.
Ese repaso la llevó a preguntarse la razón de por qué su padre la había internado, siendo que ella se había comportado tan sumisamente como con Clara y hasta accediera con gusto a compartir la cama matrimonial suplantando a su madre como hembra.
Sumida en esas nuevas revelaciones que le hacían comprender mejor su comportamiento actual, vio entrar a Eugenia con la bandeja de la comida. Sonriente y silenciosa como de costumbre, la estupenda muchacha desoyó todas sus preguntas sobre la razón de estar amarrada nuevamente, mientras metía en su boca tres pastillas de distinto color que Laura simuló tragar para escupirlas detrás de la almohada cuando la mujer se dio vuelta para ir a buscar la comida.
Mientras deglutía aparentemente en calma la comida, en la mente de Laura y ante la vista de los senos de la enfermera que veía oscilar gelatinosamente a través del escote entreabierto de la chaquetilla de algodón, su mente afiebrada concibió una plan para escapar de aquel internado en donde estaba siendo sometida a pruebas tan deshumanizadas como si fuera un conejillo de Indias. Mientras la hermosa enfermera le daba el postre y como si le fuera imposible dominar su incontinencia, entre bocado y bocado, alababa los dones con que la naturaleza había dotado a Eugenia, pidiéndole que antes de irse la hiciera gozar oralmente para poder calmar su ansiedad y dormir bien.
Cuando hubo terminado y en tanto que sonreía enigmáticamente, la enfermera recogió los utensilios y se retiró diciéndole que regresaría pronto. Al poco rato y cerrando nuevamente la puerta con llave, Eugenia retornó con una bandeja en la que se veían diversos elementos que la chiquilla no alcanzó a distinguir. Dejando la bandeja sobre la silla, la mujer se aproximó a Laura y tras desanudar las cintas que cerraban la bata a la espalda, arrolló la prenda hasta los senos.
Diciéndole en voz baja que al otro día sería sometida a un examen ginecológico profundo para el cual hacía falta una asepsia absoluta, le pidió que abriera las piernas y, tras acomodarse arrodillada frente a su sexo, esparció abundante espuma de afeitar sobre el sexo, desparramándola suavemente con los dedos sobre la tupida mata de vello para después extenderla a los lados de la vulva hasta llegar a las proximidades del ano.
La frescura de la crema agradó a la jovencita y gruñendo mimosamente, encogió las piernas abiertas para facilitarle a la enfermera el accionar de sus manos. La exhibición de una brillante navaja de acero la asustó un poco pero al ver la destreza con que la mujer la doblaba entre sus dedos para darle el ángulo justo, se tranquilizó y decidió disfrutar de aquel servicio inédito.
Para que la mentolada crema penetrara en sus poros, los dedos de Eugenia sobaban el vello con remolona suavidad en una caricia que, lentamente, fue excitando a la muchacha y sin poder contenerse, meció levemente la pelvis mientras los dedos transitaban premiosos por sobre la vagina, traspasaban el perineo y las yemas de los dedos estimulaban la pulsante entrada al ano.
Pidiéndole que permaneciera lo más quieta posible, la mujer apoyó el filo del acero sobre su bajo vientre y, con cuidados infinitos, fue eliminando el encrespado vello con precisión de cirujano. Aunque no era dolor, el corte de la hirsuta mata que nunca había sido ni siquiera recortada, produjo una sensación extraña en la chiquilla y por primera vez sintió un dejo de agradecimiento hacia esa joven que la atendía tan solícitamente.
Ya Eugenia había terminado con la mayor parte que era la que cubría generosamente las ingles y el prominente Monte de Venus y ahora, demostrando su destreza, deslizaba en filo sobre el borde de los labios de la vulva, perfilaba la entraba a la vagina y por último, eliminaba los escasos pelos que rodeaban al ano.
Alzando la cabeza cuánto podía, Laura pudo ver como la dorada y gruesa alfombra que cubría su sexo desaparecía como al conjuro de la magia de las manos de Eugenia y, cuando los dedos prologaban el camino del instrumento por la vagina, el perineo y el ano, sintió las cosquillas que le anunciaban el despertar de su sempiterna excitación. En realidad, lo de la revisión era una excusa inventada por la enfermera para excitar de una manera distinta a la mocosa sin necesidad de recurrir a métodos violentos.
Su jadeo reprimido le permitía comprobar la verdad de su aserto y viendo que la delicada piel había enrojecido por la acción de la navaja, secó con una toalla los restos de espuma y luego dejó que su lengua, vibrante como una sierpe, se abatiera sobre la carne inflamada.
Laura agradecía la acción refrescante de la saliva pero estaba más interesada en que la lengua se alojara en su sexo, mas, como si quisiera martirizarla con su ansiedad, la lengua recorrió las canaletas de las ingles, se internó en la arruga entre la vulva y las piernas, peregrinó sobre el liso y sensible trecho entre la vagina y el ano para luego tremolar con su aguda punta sobre el haz de fruncidos esfínteres rectales.
Eugenia había podido ver los videos que registraran los médicos en la cámara acolchada y luego, los que registraban la múltiple acción combinada de Mario y Marta. La colaboración que prestara a la doctora en aquella primera sesión había colocado en ella una especial obsesión hacia la jovencita y al comprobar hasta que punto la chiquilina se comportaba como si fuera una prostituta bajo la influencia de las drogas, decidió que tendría el privilegio de poseerla en soledad.
Abriendo con sus dos dedos pulgares los labios de la vulva, se extasió en la contemplación del óvalo de iridiscente tersura y la lengua, con remolona gentileza, deslizó su punta sobre cada uno de los rincones cubiertos del salobre jugo vaginal. Su resolución era gozar enteramente de la chiquilina y estaba dispuesta a satisfacerse sin medida ni tiempo.
Los labios colaboraban con la lengua y se turnaban para sorber los carnosos pliegues ya enrojecidos por la acumulación sanguínea que se retorcían en intrincados pliegues. Laura gozaba terriblemente del deambular de la lengua y sin necesidad de medicamento alguno, su cuerpo respondió atávicamente a esos estímulos meneando la pelvis para ir al encuentro de la boca de la mujer que, al influjo de los aromas a salvajina que emanaban del sexo aspiraba profundamente las tufaradas de las flatulencias vaginales.
Eugenia tomó una especie de rosario, cuyas cuentas eran esferas metálicas de unos dos centímetros de espesor y estaban separadas cada cuatro por nudos de un grueso cordel. Apoyado firmemente en sus piernas encogidas, el cuerpo de la joven se sacudía arqueado, facilitando que la enfermera tomara de cada extremo la larga fila de cuentas y colocando una mano por debajo y otra por encima del cuerpo juvenil, iniciara un remiso recorrido por el cual las esferas rozaban fuertemente al clítoris, separaban los inflamados pliegues para rascar el fondo del óvalo, pasaban sobre la caverna vaginal y raspaban rudamente los esfínteres anales. Esa caricia nueva y múltiple hacía que la niña incrementara el nivel de sus angustiosos gemidos en tanto las manos aceleraban el ir y venir en frenético restregar de las carnes que humedecían con un delgado hilo de saliva.
El fervor de ambas mujeres cobraba la intensidad de la locura y, cuando la muchacha se dejó caer agobiada por tanto brío agotador, la mujer fue introduciendo una por una las gruesas cuentas en la vagina y, luego que la última hubiera desaparecido en su interior, inició una lenta extracción desde un ángulo imposible, haciendo que los esfínteres vaginales se dilataran despiadadamente sobre cada esfera para volverse a ceñir sobre el cordón. Cada tirón colocaba una exclamación gozosa en la muchacha y, cuando Eugenia hubo terminado con las quince cuentas, repitió la maniobra de introducirlas en la vagina pero, al extraerlas, no lo hizo tan minuciosa y lentamente como la vez anterior sino que lo realizó violenta y continuamente, arrancando doloridas interjecciones de la jovencita.
La circunstancia se repitió cinco o seis veces hasta que los gemidos y ayes de Laura junto a los movimientos espasmódicos de su cuerpo indicaron a Eugenia que aquella estaba lista y, trasladando su boca a la hendedura para que la lengua vibrante escarbara sobre los fruncidos esfínteres anales, alternó las trepidaciones de la punta con las profundas succiones de los labios que fueron contribuyendo a la mansa dilatación del ano y, ciñendo la lengua entre los dientes, la hizo adquirir una rigidez que le permitió penetrar dentro de la tripa.
Respondiendo a las histéricas exclamaciones de la muchacha, volvió a hacerla tremolar rápidamente sobre la dilatación y, cubriéndola de saliva, hundió en el recto toda le extensión de su dedo mayor arrancando en Laura entusiastas imprecaciones de placer y cuando aquella comenzaba con el frenético meneo de la pelvis, volvió a atrapar entre sus labios la dura excrecencia del clítoris.
Delicadamente, hundió sus dedos mayor e índice dentro de la vagina, rascando suavemente las mucosas que recubrían los músculos interiores y dándole a la mano toda un movimiento giratorio, socavó hondamente al sexo en una furiosa combinación de torsión y tracción que llevó a la joven al paroxismo de la exaltación para que, en medio de gritos, ayes y bendiciones por haberla procurado tanto placer, se desmadejara en la cama en tanto que Eugenia sentía el fluir del orgasmo en su mano.
Con los ojos cerrados y las manos aferrándose a las correas que la sujetaban al larguero, Laura aun dejaba escapar sonoras exhalaciones que brotaban de su pecho convulso cuando la enfermera trepó por el vientre y, golosamente, hundió su boca en la entreabierta de la jovencita para hacerle degustar los sabores de su propio sexo. Estremecida por los restos de excitación que aun la sacudían con espasmos y contracciones, la extraviada muchacha respondió al estímulo que significaba el sentir el agridulce sabor que habitaba su vagina con besos y lengüetazos desesperados y mientras Eugenia estrujaba los senos entre sus manos, fue sumiéndose en la algodonosa protección de la inconsciencia.
Eugenia la liberó de las correas y tomando una toalla húmeda de la bandeja, limpió concienzudamente la cara y el cuerpo de la chica, poniendo especial énfasis en el sexo y ano. Posteriormente, tomó una serie de artefactos fálicos y, tras untar profundamente el interior de la vagina y los inflamados tejidos de la vulva con una crema afrodisíaca, alcanzó uno de aquellos “juguetes”. El mismo, de traslúcida y elástica consistencia, excedía largamente los cuarenta centímetros y era poseedor de dos ovaladas cabezas que incrementaban su grosor hasta alcanzar los cinco centímetros hacia el centro del tronco.
Luego de untarlo en abundancia con aquel gel, abrió las piernas laxas de la muchacha y, con lento cuidado, penetró el falo cerca de quince centímetros dentro de la vagina. Mientras Laura se removía inquieta por esa presencia desorbitada en su interior, se sentó frente a ella con las piernas abiertas y encogidas tanto como podía, la derecha sobre la izquierda y su izquierda debajo de la derecha de Laura, introduciendo el resto de la verga en su propia vagina. La muchacha ya estaba en pleno uso de sus facultades y sentía como la reciedumbre del falo iba abriendo sus músculos apretados, provocándole una deliciosa sensación de bienestar. Sin dejar de lado el plan que se había propuesto, decidió disfrutar del sexo con aquella mujer que, por su fogosidad incontinente, prometía llevarla a niveles del placer que ni siquiera Marta le había hecho alcanzar.
Con lentos remezones, Eugenia hacia avanzar su cuerpo en tanto sentía como la verga la penetraba satisfactoriamente y, abriendo las carnes de la vulva con los dedos, consiguió que sus tejidos rozaran contra el sexo de Laura. Esta experimentaba las mismas emociones de cuando el loco la sometiera en aquel cuarto solitario y a la vez, sentía por primera vez que estaba penetrando a otra mujer como si fuera un hombre.
Alzando su torso, se congratuló con la vista de la hermosa cara de la enfermera que, sonriente, la invitó a acompasar su cuerpo a los suaves embates de sus caderas y así, apoyadas en los codos, iniciaron un lento vaivén que progresivamente fue adquiriendo sincronía mientras el falo entraba y salía de las vaginas con la rítmica cadencia de una verdadera verga.
Las vaginas expelían sus abundantes jugos y el sonoro chasquido de los líquidos se sumaba al entrechocar de los sexos soflamados y entonces, la mujer mayor acercó su torso al de la muchacha para, tras abrazarla estrechamente al tiempo que su boca se apoderaba de la suya, iniciar un lerdo hamacar del cuerpo que hacía a la verga moverse rudamente dentro de ellas. La sensación era inédita y exquisita para Laura, quien sentía como el movimiento aleatorio del falo en su interior se hacía más placentero cuanto más inclinaban los cuerpos en una oscilación que las iba llevando a recostar sus espaldas hacia la cama para luego inclinarse fuertemente hacia delante.
Aquella cópula alienante las llevaba a un estado casi catatónico, en el que se sumían hipnóticamente en una especie de batalla en la que empeñaban sus bocas, lenguas y labios en tanto que las manos se esmeraban en sobar acariciantes las carnes y estrujar los pechos.
De pronto y como si debiera cumplir con un cometido que le exigía el rito, Eugenia salió del falo haciendo recostar a la chiquilla. Tras retirar la verga del sexo y doblándola en forma de U, fue introduciéndola cuidadosamente en la vagina y el ano de Laura que, extrañamente parecía haberse condicionado para eso y se mostraba blandamente dilatado.
La penetración simultánea llevó a la muchacha a un grado de excitación muy parecido a la histeria y, cuando luego de haber introducido toda la longitud del falo la enfermera inició un moroso vaivén, creyó alcanzar el cielo al sentir como los dedos índice y pulgar apretaban entre ellos a la carnosidad del clítoris para estregarla apretadamente y los labios lo chupeteaban con golosa intensidad. El placer era tan grande que su cuerpo crispado sólo atinaba a arquearse y, mientras sus uñas arañaban la tela de la sábana rechinando los dientes apretados, hundió la cabeza en la cama para experimentar una inefable sensación de dicha tan honda que la sumió en la algodonosa región del alivio, aun sin haber alcanzado su orgasmo.
Aunque su pecho bombeaba conmovido por la falta de aire y su vientre seguía convulsionado por la intensidad del tránsito, esta vez no cayó en desvanecimiento alguno y, cuando vio a la enfermera tomar de la bandeja aquel arnés que portaba al colosal miembro, reaccionó y le rogó que la dejara a ella tener el placer de usarlo, otorgándole el privilegio de poder penetrar a una mujer por primera vez en su vida.
Complacida por la entusiasta aquiescencia de la muchacha, Eugenia le ayudó a colocárselo y, realmente, al sentir sobre su sexo la aspereza del arnés y el peso de la gran verga, algo cambió en sus emociones; la parte interna inferior de la copilla de charolado látex, estaba poblada por infinidad de pequeñísimas puntas siliconadas y en el sitio donde rozaba contra su clítoris, unas gruesas excrecencias lo frotaban rudamente pero era precisamente ese duro contacto el que lo hacía integrarse a su sexo como si formara parte de él.
Acostándose sobre la mujer, que ya se había colocado boca arriba y con las piernas abiertas en incitante convite, tomó el rostro de la bellísima enfermera entre sus manos y su lengua buscó ávidamente la boca lujuriosa. Los labios húmedos se adaptaron a esa unión y succionando voraces, se fundieron en una danza alucinante de chupeteos que matizaban con los entrecruzamientos pendencieros de las lenguas en lances incruentos de soberbia lascivia.
Lentamente, la boca angurrienta fue descendiendo por el cuello hacia la ruborosa superficie del pecho y, mientras las manos sobaban tiernamente los sólidos senos de Eugenia, la lengua buscó el contacto con aquellas aureolas cubiertas por abundantes gránulos y su aspereza pareció incitarla a tremolar sobre los gruesos pezones, a los que los labios envolvieron con gula al tiempo que succionaban apretadamente su carnosidad. El deleite de la exquisita caricia subyugaba a las mujeres y en tanto que la una se extasiaba en aquellos bocados turbadoramente voluptuosos la otra aferraba la rubia cabellera como para evitar que dejara de hacerlo.
El fascinante regodeo de la boca hacía temeraria a la otrora tímida muchacha y ya no era sólo una tarea de labios y lengua sino que los agudos incisivos se sumaron a ellos para raer con delicada pertinacia al apéndice, tirando de él como si pretendieran comprobar su elasticidad en tanto que los dedos apresaban al otro y tras estregarlo rudamente entre ellos, clavaron sañudamente sus uñas sobre la sensibilizada carne.
La respuesta de Laura había superado las expectativas de la experimentada enfermera quien, entre ayes y gemidos complacidos, suplicaba a la muchacha que descendiera hacia su sexo. Un oscuro demonio de los tantos que poblaban su mente desquiciada insuflaba siniestra impudicia a sus deseos y, mientras la boca exploraba el surco que nacía en el esternón, una mano se escurrió hacia el depilado promontorio del Monte de Venus para acceder a la tierna carnosidad del clítoris. Labios y lengua se extasiaban recorriendo la depresión que los conduciría a la oquedad del ombligo donde se entretuvieron unos momentos sorbiendo el salobre sudor acumulado en el cráter.
Los dedos fueron alternando el estregamiento a triángulo carnoso con furtivas intromisiones dentro del óvalo y llegaron a penetrar superficialmente la dilatada entrada a la vagina. Laura se había colocado arrodillada entre las piernas abiertas de la mujer pasando sus manos por debajo de los muslos y, asida a las ingles, se dio impulso para que su boca se apoderara del sexo humedecido. Los labios aferraban y chupeteaban golosamente los retorcidos pliegues que colgaban a los lados del óvalo, alternándose con el vibrante tremolar de la lengua que esparcía y deglutía los jugos de la vulva en furiosas lamidas.
En su mente, libre de la acción de las drogas pero ofuscada por sus propias alucinaciones, se proyectaban en violentos flashes que la enceguecían no sólo las imágenes de su madre sometiéndola a similares caricias sino también las de ella misma deglutiendo los jugos vaginales con tanto verismo que sus hollares se dilataron complacidos ante la reminiscencia de aquellas fragancias queridas.
El sexo olorosamente dúctil de Eugenia la sacaba de quicio y, a semejanza de lo que hiciera aquella, hundió dos dedos en el dilatado fruncimiento del ano en tanto que su largo pulgar escarbaba dentro de la vagina, atenazando las carnes en furioso balanceo que fue acompañando con chupeteos a los pliegues y violentas succiones al clítoris que enardecieron a la mujer mayor.
Exaltada hasta el paroxismo, se incorporó y, levantando las piernas de Eugenia hasta que estas rozaron sus pechos, con la verga en ristre como si fuera una espada vengadora, la apoyó sobre la semiabierta apertura de la vagina y dejó que todo el peso de su cuerpo se concentrara en ella.
El tránsito del falo fue tan intenso que Eugenia prorrumpió en admirados gritos de satisfacción y dolor al tiempo que asía sus piernas encogidas por los muslos y la abría cuanto podía para facilitar la penetración de la verga. Aunque en la cópula anterior había ejercitado una suerte de apareamiento con la enfermera, el sentir las excrecencias restregando duramente su sexo le hizo experimentar realmente la sensación que estaba acoplándose como un hombre.
El grueso príapo había penetrado hondamente la vagina sintiendo estremecerse a la experimentada mujer y, mientras ella imprimía a su cuerpo un lento vaivén en un coito profundo, veía como los grandes senos de Eugenia seguían ese ritmo, zangoloteando gelatinosamente arriba y abajo.
Despaciosamente y tal como hiciera el hombre con ella, fue induciendo a la mujer para que se pusiera de lado y así, en tanto aquella mantenía encogida una pierna, Laura alzaba la otra para abrazarse a ella y dar fuerza al empellón, consiguiendo que la verga penetrara aun más hondamente. Aquello enloquecía a Eugenia, quien, ya totalmente fuera de sí, extendió una mano hacia la hendedura entre las nalgas y buscando el ceñido haz de tejidos del ano se penetró con dos dedos, en tanto le suplicaba a la muchacha que no sólo no cesara de hacerlo sino que la llevara hacia la concreción del orgasmo.
Laura no había supuesto que la frotación de las excrecencias del arnés le provocaran tanto placer como para hacer que desde el útero y la vagina convergieran sus líquidas mucosas glandulares, lubricando en exceso el satisfactorio estregar y, sintiendo ella misma la urgente necesidad de eyacular como si fuera un hombre; sin perder de vista su objetivo final, ayudó a acomodarse a la mujer, arrodillada y con las piernas bien abiertas.
Desde ese ángulo, la verga entraba tan profundamente que su pelvis se estrellaba ruidosamente contra el sexo inflamado de la enfermera quien, sintiendo que aquella vez la penetración se concretaría en el orgasmo final, se aferró con ambas manos a los caños del respaldar y así de dio envión como para sentir la cabeza del falo golpeando contra el fondo del útero. Laura la había asido por las caderas y acompañaba el hamacarse del cuerpo con la fuerza necesaria como para que la verga se incrustara en las carnes de la mujer.
Eugenia necesitaba imperiosamente acabar y en medio de sollozos y exclamaciones de placer, la instaba para que la poseyera aun con mayor fuerza y velocidad. Sacando por un momento el falo de la vagina, la muchacha se acuclilló detrás de la mujer y guiando la cabeza del miembro hacia la negrura del ano, lo apoyó contra él, dándose impulso con el flexionar de las piernas para hundirlo totalmente en la tripa. Los gemidos e imprecaciones gozosas de Eugenia se convirtieron en gritos estridentes de dolor y goce que terminaron en sollozantes ronroneos donde expresaba toda la satisfacción que la chiquilla le estaba proporcionando.
Sintiendo como ella misma estaba próxima al orgasmo, Laura se inclinó para asir los largos senos colgantes de la mujer y, como si fueran riendas, los estrujó entre sus dedos al tiempo que sentía el raer de la silicona contra sus tejidos. Dándole a su cuerpo el vigor necesario, penetró en los últimos embates a la mujer y mientras ambas expresaban soezmente la obtención de la satisfacción, se desplomaron desmayadamente una sobre la otra.
Sintiendo como debajo suyo Eugenia se estremecía convulsionada por los espasmos y en tanto se prodigaba en frases amorosas para distraerla, sin perder tiempo en gozar de su propio orgasmo, condujo las correas que la habían aprisionado a ella hacia las manos de Eugenia y, con sorprendente destreza, cerró rápidamente las hebillas. Recién cuando Laura salió de encima, la enfermera cobró cabal conciencia de que la muchacha la había traicionado y rugiendo como una fiera trató vanamente de desprenderse de aquellas ataduras que ella sabía conscientemente, estaban hechas como para no permitírselo.
Haciendo caso omiso de sus maldiciones y amenazas, la chiquilla secó su cuerpo del pastiche de saliva, sudor y mucosas para después tomar el uniforme celeste de la enfermera y vestirlo con sonriente tranquilidad. Peinando lo mejor que pudo su cabello revuelto, se calzó los botines de la mujer y, tomando de la bandeja un estetoscopio y guantes quirúrgicos salió del cuarto, cerrando cuidadosamente con llave y escondiendo aquella en un macetero cercano.
Con el instrumento colocado sobre el cuello y los guantes en una mano, alisó sus ropas y se adentró en el largo pasillo tenuemente iluminado. La ausencia de gente caminando por los mismos le hizo presumir que debería ser de noche, cosa que vio confirmada cuando al cruzar ante un ventanal protegido por alambre tejido, observó que el cielo comenzaba a clarear. Alentada por esa circunstancia, caminó con más confianza hasta encontrarse con una especie de sala desde la que se veía el amplio hall de la clínica, absolutamente desierto. Con la certeza de que las puertas deberían encontrarse cerradas, deambuló por un amplio pasillo que la condujo a unas puertas vaivén.
Trasponiéndolas con precaución, se encontró en las escaleras del instituto y pensando que aquellas la conducirían a la zona por la que entraban las ambulancias, descendió hasta encontrarse en un pequeño vestíbulo donde se veían las puertas de salida pero su alegría se frustró al comprobar que estaban protegidas por otras interiores de grueso alambre tejido. Con la esperanza de encontrarlas abiertas, se acercó a ellas y la cólera la invadió al verificar que estaban cerradas con llave. Con rabiosa impotencia, intentaba un inútil tironeo, cuando sintió el peso de una mano en su hombro.
Su intento de darse vuelta se vio reprimido por el rápido accionar de un hombre que, apresando su mano derecha, la retorció dolorosamente a su espalda. Dándola vuelta con presteza, el hombre la empujó contra la pared y aferrándola por el cuello con una mano poderosa, la inmovilizó. Paralizada por el terror, no atinó a moverse y el hombre vestido con mameluco de mecánico, sin lastimarla, acentuó la presión de los dedos contra los costados del cuello para alzarla lentamente hasta que sus pies se encontraron en el aire.
Riendo sordamente, el gigante aplastó su cuerpo contra el de ella y la boca buscó con angurria sus labios entreabiertos. Ese beso brutal y el comienzo de la asfixia la hicieron reaccionar para intentar una vana defensa, ya que el hombre, pasándole un brazo por la cintura la asió como si fuera un paquete y la arrastró por un tramo de las escaleras que llevaban a los sótanos. Laura se debatía rudamente bajo la presión del brazo poderoso y comprobó que el hombre la había conducido a un cuarto en el que se veían restos desarmados de camillas, sillas de rueda y otros muebles hospitalarios.
También había una larga mesa de trabajo y, a un costado, un desvencijado sofá en el cual dormía otro hombre al cual despertaron el pataleo y las roncas maldiciones que profería la jovencita. Al verla vistiendo uniforme de enfermera, se mostró alarmado por la actitud de su compañero pero este lo tranquilizó diciéndole que se trataba de una loca que había tratado de huir y a la que, antes de entregarla a sus superiores, someterían a un “tratamiento especial”.
Comprendiendo las siniestras intenciones del hombre, y mientras este la depositaba brutalmente sobre la mesa, el otro cerró la doble puerta que evitaba la salida el exterior del agudo sonido de las máquinas eléctricas y, riendo con burlona grosería, se aproximó al lugar donde yacía la chiquilla sostenida por su compañero.
Aquel mantenía inmovilizada a Laura por medio de la presión a su garganta y entonces, con voz amenazadora pero paciente, le preguntó si era consciente de lo que estaba sucediendo y que nadie sabía de su presencia en aquel lugar. Luego que la muchacha le explicara con un maullido entrecortado que no era una loca demente sino que padecía desórdenes de conducta, él se presentó a sí mismo como Aníbal y a su compañero como Esteban, diciéndole que no agravara su situación haciendo que la lastimaran “al evitar que huyera del establecimiento” y que, si quería volver a su cuarto sin sufrir ni un rasguño, accediera a sus exigencias.
Sin saber cuáles serían sus pretensiones pero imaginándolas, la jovencita movió afirmativamente la cabeza y, mientras veía cumplirse el supuesto al observar como los hombres se iban desnudando, se quitó temblorosa la chaquetilla pero cuando iba a desprenderse de la pollera, el primer hombre aceleró el trámite quitándosela de un tirón.
Acostándola de través en la mesa y colocados uno de cada lado, mientras Esteban manoseaba con sus toscas manos los senos de Laura y su lengua escarceaba contra los labios en procura de que abriera la boca, Aníbal alzó sus piernas y, desprendiéndola de los botines blancos, comenzó a deslizar su lengua tremolante sobre las piernas de la muchacha despertando en ella y muy a su pesar, las recónditas cosquillas que iniciaban su periplo excitante desde la zona lumbar. Las manos acariciantes y los labios combinados con el lengüeteo fueron recorriendo los muslos sudorosos hasta arribar a la entrepierna donde, sin mediar detalles cariñosos, la boca se alojó sobre el sexo con la voracidad de una anguila, succionando fuertemente los delicados tejidos que aun estaban sensibilizados por la acción predadora de Eugenia.
La incontinencia de Laura le hacía ceder a las exigencias y su boca, excitada por el fuerte trepidar de la gruesa lengua, buscó ávidamente la del hombre. Absorta en la complacencia de besar y ser besada con tanta violencia, no dejaba de percibir que el manoseo a sus pechos había derivado a un feroz retorcimiento de los pezones mientras la boca de Aníbal chupeteaba con gula los retorcidos pliegues de la vulva y la lengua escarbaba insistentemente sobre el agujero dilatado de la vagina.
Ya el cosquilleo había trepado a lo largo de la columna vertebral y la excitación comenzaba a nublar con su rojizo velo el entendimiento de la jovencita que, olvidada de todo recato, empujó la cabeza de Esteban hacia abajo mientras le susurraba con bronca premura que chupara sus senos.
Los hombres parecían no poder entender que era el furor uterino el que llevaba a la muchacha a someterse con tal desenfreno al sexo y creyendo que era sólo una entrega voluntaria a sus apetitos animales, la emprendieron contra ella con un entusiasmo destructor. La boca golosa del hombre se posesionó de sus pechos lambeteando las dilatadas aureolas para luego concentrarse en la erecta carnadura del pezón, al que succionó con presión intolerable mientras sus dedos retorcían con saña la otra excrecencia mamaria.
La lengua de Aníbal finalmente se alojó sobre el inflamado tubo del clítoris y, observando la rosada cabeza asomando por debajo del capuchón, la atrapó para succionarla con voracidad mientras dos dedos poderosos, largos y gruesos, se hundían en la vagina en un rápido ir y venir que combinaba con el rascar de las puntas encogidas.
Aquel sexo inédito con dos hombres, traía a su mente retazos fragmentados de las experiencias anteriores con su padre, el loco y el médico, incrementando aun más la lujuriosa lascivia de sus emociones. Inconscientemente, su mano echada hacia atrás había buscado el miembro del hombre que sojuzgaba a sus senos y, en tanto aquel matizaba la succión a la mama con el raer lacerante de los dientes en sádicos tironeos y las uñas de sus dedos índice y pulgar trazaban desgarrantes estrías en la otra, sus dedos estrecharon la gruesa carnosidad de la verga para someterla a una incipiente masturbación.
Aníbal no era ajeno a la excitación de la muchacha y su entusiasta respuesta se vio recompensada con el incremento de su boca sobre el órgano femenino; en tanto que redoblaba el accionar de los dedos en la vagina, introdujo dos de la otra mano en el ano, mientras sus dientes se clavaban ferozmente en el clítoris y lo mordisquearon con sañuda vehemencia hasta que Laura prorrumpió en exaltadas exclamaciones de goce y de su vagina escurrió la abundancia líquida del orgasmo.
Este ejercicio no había servido más que como un aperitivo para el hambre animal de los hombres que, obligando a la muchacha a ponerse de rodillas, hicieron lo propio sobre la mesa, incitándola a chuparles los miembros. Asentada sobre los talones, la joven extendió sus manos para asir los gruesos troncos que los dedos no alcanzaban a rodear.
Su instinto le iba indicando que hacer y la lengua salió vibrante y ágil como la de un áspid en procura del surco que dejaba al descubierto la ausencia de prepucio en Esteban. El sabor picante y el olor acre de los testículos parecieron disparar algún mecanismo secreto en la muchacha que, con los hollares dilatados para aspirar los aromas venéreos, lengüeteó rápidamente todo el tronco del falo haciendo que su lengua llegara a escarbar entre los arrugados tejidos de los testículos. Luego, los labios chupeteantes subieron a lo largo del tronco y, sorteando el obstáculo de los dedos que masturbaban prietamente al falo, la boca llegó hasta la redonda punta de la cabeza e introduciéndola en ella, la succionó fieramente.
Tomándola de los cabellos humedecidos por el sudor, Aníbal acercó su cabeza hacia el otro falo y entonces ella comenzó a turnarse en succionarlos tan profundamente como podía, sin llegar a la arcada que la hiciera vomitar. Lentamente, fue encontrando un ritmo y chupaba largamente una verga, mientras su mano masturbaba a la otra y así hasta que ambos hombres manifestaron a voz en cuello sus necesidades de acabar.
Acelerando la masturbación simultánea de los dos falos, fue acercándolos a su boca abierta mientras chupeteaba alternativamente las cabezas hasta que los bramidos de los hombres la hizo extender la lengua y apoyando los glandes sobre ella, recibió la inmensa descarga melosa del semen que llenó por completo su boca y deglutió con deleite mientras ellos aun eyaculaban restos cremosos sobre sus labios.
Así como era de distinta su conformación física, también debía serlo en cuanto a resistencia porque, mientras Esteban se recostaba agotado sobre el sofá, Aníbal la hizo pararse en el piso y poniéndola de costado junto a la mesa con una mano apoyada sobre la misma, alzó su pierna derecha estirada hasta tenerla bajo las axilas y así la penetró profundamente. Luego y tras una serie interminable de hondos y violentos embates, la sentó sobre el borde de la mesa y haciéndole envolver las piernas alrededor de su cintura, la aferró por el cuello para luego retirarse un paso.
Manteniéndola alzada para dejar que todo el peso de la muchacha se apoyara sobre el miembro y sostenida sólo por sus manos aferradas a los antebrazos estirados del hombre, este la hizo iniciar un lento galope mientras él impulsaba vigorosamente su pelvis hacia arriba penetrándola tan profundamente que a ella le parecía sentir como la cabeza de la verga golpeaba contra su estómago.
Exhaustos los dos por el fatigante traqueteo, la acostó boca abajo sobre la mesa, haciéndole retorcer el cuerpo para quedar apoyada en su hombro derecho y estirando a lo largo del borde la pierna izquierda, con sus manos apoyadas en las nalgas para darle impulso, la penetró duramente. Más tarde la hizo levantar el torso para que se mantuviera apoyada en su codo derecho y encogiéndole la pierna izquierda, utilizó su brazo como sostén para darle fuerza a sus remezones. En esa posición los senos de la muchacha zangolotearon dolorosamente al ritmo de los embates hasta que el hombre, agotado, salió de su sexo y aferrándola por los cabellos, la arrastró hasta el sofá donde descansaba su compañero.
A esta altura de los acontecimientos, los clásicos velos de rojiza neblina que empañaban su entendimiento para conducirla a las alucinantes regiones de sus oníricos desvaríos habían dominado la mente de la chiquilina que, atenta sólo a contentar las histéricas necesidades que le exigían sus entrañas, estaba entregada totalmente a darle a los hombres la satisfacción que ella misma demandaba. Esteban se había acomodado en el rincón que formaban el respaldo y el brazo de asiento y tras ordenarle que devolviera el volumen a su verga fláccida, acercó sin miramientos su cabeza a la entrepierna.
Arrobada ante la vista esa verga que le recordaba tanto a la de su padre por su aspecto curvado, se arrodilló entre las piernas del hombre y, asiendo la blandura carnosa con sus dedos la alzó para permitir a su boca alojarse en la peluda consistencia de los testículos. Aspirando con fruición el aroma a salvajina, la lengua jugueteó curiosa sobre los arrugados tejidos para luego dejar a los labios la excitante tarea de succionar dentro de la boca la elástica piel y tirar de ella, incrementando tanto su excitación como la del hombre. Sus manos no permanecían ociosas y, en tanto una colaboraba rascando la parte baja de los genitales deslizándose por el perineo hasta la negra apertura del ano, la otra sometía a la presión de sus dedos al tronco flexible en una suave masturbación que iba desde su base hasta la misma cabeza donde las uñas escarbaban dentro del surco libre de prepucio.
Sorprendido tal vez por la enjundia con que la joven acometía el acto, el hombre roncaba de satisfacción y el sexo fue recuperando rápidamente su volumen hasta convertirse ya en un verdadero falo. Alucinada por la rigidez del curvado pene y mientras sus dedos ejercían una enérgica fricción entre la cabeza y el surco, Laura dejó que su lengua tremolante iniciara un vigoroso vaivén en todo el derredor del tronco. Cuando la saliva cubría gran parte del falo, fueron los labios los que continuaron ese recorrido, chupeteando y succionando con violencia las anfractuosidades del tronco.
Cubriendo de saliva la piel del glande, lo introdujo en la boca hasta que sus labios ciñeron la zona sensible del surco y comenzó con un corto balanceo mientras sus manos, girando al unísono pero en sentidos encontrados, masturbaban fieramente al pene. Subyugada por el tamaño de la verga, fue alternando ese movimiento con el de la introducción del miembro tan profundamente que sentía la tersura del glande en lo más hondo de la garganta haciendo que sus labios rozaran la mata velluda del hombre para luego iniciar la retirada con lentos vaivenes de la cabeza, rascando rudamente la piel con el filo de los dientes.
Enloquecido por aquello, Esteban la alzó por los cabellos y, ordenándole que se diera vuelta con sus piernas ahorcajadas sobre las de él, la tomó por la cintura para hacerla descender hasta que la verga fue introduciéndose en la vagina. Instintivamente, Laura inició un lento galope por el que sentía como el falo raía dolorosamente sus tejidos inflamados, lo que no le impedía experimentar un nuevo y desconocido goce. En vista de la predisposición de la muchacha, Esteban la hizo subir sus pies sobre el asiento para quedar acuclillada y, con sus manos apoyadas en el brazo y el respaldo, darse impulso para que las piernas flexionadas llevaran a la vagina la totalidad del miembro.
Esa posición introducía la jovencita a una nueva dimensión del placer y, sostenida por las manos del hombre, reinició la jineteada que complementada por el vigoroso empuje de la pelvis de Esteban y las flexiones de sus piernas, la llevaron a prorrumpir en angustiosos gemidos de satisfacción. En un momento determinado y guiando al falo con su mano, el hombre fue alternando la penetración al sexo con la del dilatado agujero del ano.
El sufrimiento colocaba una cuota de temor en la muchacha, pero la intensidad del goce que instalaba cegadores flashes de similares situaciones con su padre y la certeza de que, finalmente, tanto dolor martirizante encontraría su recompensa en el orgasmo, la hizo colaborar meneando convulsivamente sus caderas adelante y atrás, lo que junto a la violenta fornicación la hicieron experimentar el alivio de la satisfacción aun sin que su cuerpo eyaculara las riadas contenidas de los fluidos internos.
Laxa y distendida por el placer, dejó que Aníbal la tomara por las axilas y manejándola como a una muñeca desarticulada la colocara boca arriba sobre la esquina de la mesa. Alzando las piernas que colgaban desmadejadas, la tomó por los pies y extendiendo los brazos, los separó para dejar expuesto el sexo oferente e inflamado de la muchacha. Su verga, tan grande como la del loco y, en oposición a la de Esteban, lisa y recta pero enormemente gruesa, fue penetrando la vagina hasta que la sintió escarbando más allá del cuello uterino y, entusiasmada, asió el cuello del hombre mientras su pelvis se sacudía convulsivamente en procura de una mayor penetración. Aníbal sometió su boca a la deliciosa exploración de su lengua en tanto la penetraba con la intensidad de un émbolo monstruoso y cuando vio que la chiquilina gozaba inmensamente con aquel coito, la alzó con las manos en sus muslos para llevarla hasta el sofá, donde él se sentó incitándola para que ella reiniciara la cópula, jineteando la verga.
Laura estaba totalmente extraviada y en su mente se mezclaban las imágenes y sensaciones de todos aquellos con quienes había tenido sexo, desde su madre hasta Eugenia. Arrodillada ahorcajada sobre el hombre y asiéndose del respaldo del asiento, volvió a sentir la satisfacción del legrado que aquella verga realizaba en sus carnes. Su inexperiencia era suplantada por la incontinencia natural de la hembra y sus caderas inventaban un hamacarse adelante y atrás que complementaba con un meneo que se asemejaba al de una sensual danza del vientre.
Sentía como el falo escarbaba reciamente sus entrañas y de su boca sólo partían excitadas frases de lascivo asentimiento ante la dimensión del goce, cuando sintió que otra verga, indudablemente la de Estaban, se apoyaba contra el agujero del ano y, encontrándolo elásticamente dispuesto, fue penetrándolo hasta que toda ella estuvo dentro de la tripa.
A pesar de la tormenta demencial de sus sentidos, Laura era consciente, casi exacerbadamente, de lo que los hombres le hacían y aquello no sólo era inesperado sino dolorosísimo. El martirio de sentir como las dos vergas llenaban por completo sus entrañas y la alternancia que los hombres le daban a sus remezones, le hacía sentir como un delicioso sufrimiento el entrechocar de los miembros contra el tegumento ligamentoso que los separaba y ese continuo vaivén fue convirtiéndose en unas inaguantables ganas de orinar que irritaban su vejiga y colocaban un cosquilleo desconocido y extraño en su nuca.
Muy a su pesar y en tanto su cuerpo se estremecía ante los empellones de los hombres, fue animándolos con la esperanza de poder alcanzar finalmente un orgasmo que resumiera semejante excitación, cuando comprobó que Esteban había sacado al curvo falo de su ano y, mojándolo abundantemente con saliva, lo introducía con morosa lentitud en su vagina junto al de Aníbal.
Nunca había imaginado que su vagina pudiera dar cabida a semejantes cosas y el dolor de sus tejidos desgarrados distendiéndose hasta lo imposible la hizo prorrumpir en estridentes gritos de dolor que se veían interrumpidos por los hondos sollozos que el sufrimiento arrancaba en
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