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Atrapada sin salida 1

LAURA
- ¿Qué es lo que estoy haciendo?. ¿Qué es este lugar?. ¿Por qué no estoy en mi cama? ¿Dónde está papá?

Espantada, Laura revolea los ojos y todo lo que puede ver a su alrededor es blanco. Blancas las paredes, Blanco el techo. Blanca la cama esmaltada. Blancas las sábanas y blanca la bata hospitalaria que la cubre. La habitación es despojada. Los únicos muebles además de la cama son un par de sillas de hierro, también blancas, y nada más. Al parecer no hay puerta, pero sí; unas delgadas líneas marcan el rectángulo de una entrada y la luz, sin una fuente determinada, lo cubre todo como si fuera una neblina imposible de evitar.
Trata de moverse y es entonces cuando se da cuenta que se encuentra amarrada por las muñecas a la cama. Levanta la cabeza para sacudirla rabiosamente pero una nube roja nubla sus sentidos provocándole una náusea y nuevamente cae sobre la almohada, respirando afanosamente a la búsqueda de aire.
Lógicamente, la pobre ignora que se encuentra en un neuropsiquiátrico en el que su propio padre la ha internado. Desde muy chica, las pesadillas, las alucinaciones y las temporales pérdida de memoria y de sentido afectaron su vida. En los primeros años, esas manifestaciones fueron aleatoriamente esporádicas, permitiéndole un desarrollo casi normal; fue a la escuela como cualquier otra niña y mucho antes de comenzar la secundaria, una precoz menarca la hizo entrar a la adolescencia con todos los problemas y necesidades de una mujer adulta
Si los varones y el sexo hasta el momento le habían sido totalmente indiferentes, la revolución hormonal que fuera convirtiéndola de una escuálida chiquilla en una mujer de apariencia mucho mayor, dotándola de unos dones físicos que apabullaban, transformó ese frío desinterés en una enfermiza curiosidad.
En sus confusas pesadillas que se desarrollaban en un mundo etéreo sin personajes definidos, disfrutaba de sensaciones que, a su edad, no podía describir como perversamente eróticas pero que sí lo eran, cuyos resabios alimentaban el inconsciente. Cuando volvía de esas circunstanciales ausencias, buscaba con desesperación y consumía con avidez todo tipo de material que se refiriera al sexo e, inspirada por las lujuriosas imágenes de las revistas y los textos incitantemente lascivos de la literatura, comenzó a aficionarse a la masturbación.

Fue durante uno de esos ataques en los que caía en un trance hipnótico en el cual permanecía con los ojos cerrados pero manteniendo activos tanto la voz como sus movimientos, que su madre asistió azorada a una manifestación cuasi profana en la que su hija se desnudaba a los tirones y, como si estuviera poseída por algún personaje diabólico, se acariciaba lujuriosa todo el cuerpo, terminando por masturbarse furiosamente hasta obtener orgasmos tan violentos que la sumían en la inconsciencia total.
Para su suerte, las dos se encontraban solas y mientras la madre se preguntaba si ella no era la causante de todo, supo disimular el estropicio que la muchacha había hecho con sus ropas, explicándole luego que los arañazos que exhibía en sus pechos y zona inguinal eran producto de un ataque de furia. Pero la mujer ignoraba que no era necesario que Laura cayera en un trance para que esas cosas sucedieran y que por las noches se debatía furiosamente en una guerra personal consigo misma, agotándose en múltiples masturbaciones donde ya los dedos no le eran suficientes y aguzaba su imaginación para obtener objetos fálicos con los que penetrarse hasta lograr los ansiados orgasmos que la dejaban exhausta y bañada en sudor mientras degustaba como si fueran néctares los fluidos íntimos que rezumaba el sexo.
Esos ataques junto a los de pérdida de memoria eran cada vez más frecuentes y la mujer hacía malabares para ocultárselos al marido. Tenía miedo que si la llevaba aun médico o analista, esa incontinencia demente se hiciera pública, con lo que no sólo perdería el control sobre su hija sino que era muy posible que la internaran en un hospital. Y así, con distintas excusas y pretextos, fue haciéndose de recetas para obtener barbitúricos, anfetaminas y calmantes que suministró a la chica a su buen saber y entender. Descubriendo que los efectos de esos fármacos se potenciaban con el consumo de alcohol, proporcionaba a la muchacha abundantes dosis de vodka que por su falta de fragancia la hacían imposible de detectar.
Dopada de esa manera y a merced de la administración de los medicamentos proporcionados por su madre, Laura permanecía en una especie de limbo del que salía al atardecer y cuando su padre llegaba para la cena, encontraba a una jovencita soñolienta pero de fácil trato y abúlica condescendencia hacia sus consejos y regaños para que demostrara un poco más de interés en reiniciar sus estudios.
Repentinamente, ese mundo de ficción se vino abajo. Su madre murió de un ataque al corazón y el padre, necesitado de trabajar, la dejaba sola todo el día. Deprimida por el fallecimiento de la única mujer que conocía y abrasada por los demonios que llevaba dentro, sin hacer un uso racional de las drogas, consumía verdaderos cócteles de pastillas y alcohol que la llevaban a la desesperación más aguda y su padre solía encontrarla revolcándose por el piso mientras se masturbaba ardorosamente en medio de gritos espantosos por obtener la satisfacción.
Llegó un momento en que el pobre hombre no supo más que hacer y llamando a una ambulancia, la hizo internar en un sanatorio mental.
No supo cuanto tiempo había transcurrido desde que recuperara el sentido en aquel extraño cuarto, cuando la puerta se abrió y un grupo de médicos se reunió alrededor de la cama. Desoyendo la ansiedad de sus preguntas como si ella no existiera ni fuera la protagonista de sus discusiones, le hicieron un examen físico superficial y luego se enfrascaron en una larga disquisición sobre la sintomatología que evidenciaban sus actos inconscientes.
Casi todos coincidían en que padecía de una neurosis psicopática que, en las mujeres, se manifiesta a través del sexo en lo que popularmente se denomina como fiebre, furor uterino o ninfomanía.
Como si presenciara la escena desde un palco de privilegio y asistiera de oyente a una clase de medicina, fue enterándose que para estos síntomas se hacía necesario el uso de neurolépticos y porfiando como si se tratara de ingredientes para una receta culinaria, discutían sobre los beneficios de la utilización de drogas como el Thorazine, Prolixin, Mellaril, Stelazine, Clozaril, Haldol, Zyprexa, y Risperdal y la controversia era cuanto, tal o cual de esas medicaciones, podían reducir los síntomas más severos o impedir su recurrencia
Otros sostenían que el uso no específico podría ocasionar efectos severamente contradictorios, como espasmos musculares, temblores y diskinesia. Finalmente, todos coincidieron que de acuerdo a las manifestaciones que había denunciado su padre, el de ella era un caso indiscutible de bipolaridad con graves desvíos sexuales, un típico TOC o Trastorno Obsesivo Compulsivo como quedaba evidenciado por su frenética inclinación a la masturbación, manifestada en su avidez o compulsión sexual irrefrenable y ordenaron que las enfermeras de turno iniciaran un tratamiento con Tegretol y Depakene.
Más confundida que antes de llegar los médicos, Laura trataba de comprender la verdadera gravedad de su enfermedad y qué había hecho su madre para llevarla a ese estado en sus vanos esfuerzos por reprimir la evidencia de su mal sin la intervención profesional.
Rato después, la puerta dio paso a una enfermera que muy amablemente pero sin dar indicios de que pudiera llegar a liberarla de sus amarras, se sentó sobre la cama y, como si fuera un bebé, le dio diligentemente de comer en la boca. A pesar de sentirse humillada por lo que ella consideraba un tratamiento desconsiderado y dejando de lado su rabia contenida, cayó en cuenta que no sabía cuanto tiempo llevaba en esa situación y su estómago se congratulaba por recibir alimento.
Observando atentamente a la mujer y mientras trataba de entablar una mínima conversación sin obtener otra respuesta que su simpática sonrisa profesional, se preguntaba que vocación podía haber llevado a una joven tan hermosa a ponerse al servicio de una de las peores miserias humanas como es la locura. Tan discretamente como había llegado, la enfermera juntó todos los elementos que había depositado en una silla y se retiró.
La abstinencia de las drogas y el alcohol comenzaron a poner desasosegantes puntadas en algunas regiones del cuerpo y un picor insoportable que ella sí supo definir como qué por su recurrente frecuencia, se instaló en lo más hondo de sus entrañas. Impedida de satisfacerse manualmente, recurrió a su imaginación para ejecutar ejercicios tántricos que, focalizados en la vulva y la vagina, le provocaban el mismo efecto pero la falta de estímulos químicos no le permitió una concentración total y cayendo en un frustrante sopor, dejó pasar el tiempo.
No supo cuanto pasó, pero al abrir los ojos encontró frente a ella una mujer que, por su guardapolvo, le indicó era una doctora. Sentada muy derecha en la incómoda silla de hierro, la mujer pareció cobrar vida al verla abrir los ojos y, levantándose con diligencia, se presentó amablemente como Marta.
Sentándose a su lado sobre la cama, fue desabrochando las muñequeras mientras le explicaba que ella sería la encargada de la primera fase del tratamiento, consistente en hacerle comprender cuál era su enfermedad y cómo comenzar a desandar el camino que la retornaría a la estabilidad.
Animada porque alguien la trataba por fin con la consideración de un ser humano, Laura se reacomodó en la cama y escuchó pacientemente a la doctora que trató de ser lo más clara y didáctica posible.
Con delicada crudeza, le explicó que ella parecía padecer de una clase de neurosis asociada a la psicosis no muy común pero que la afectaba especialmente en lo sexual, ya que las personas comienzan a evidenciar su neurosis cuando su mente consciente reprime a fantasías discrepantes del inconsciente.
En un lenguaje llano y directo, trató de explicarle que la neurosis abarca una amplia variedad de enfermedades mentales que incluyen desórdenes disociativos, ansiosos y fobias agudas. De esa manera se enteró que la neurosis difiere de la psicosis porque los afectados pueden funcionar bien en el trabajo y en situaciones sociales, lo que le había permitido cursar de forma más o menos correcta sus estudios, diferenciándose de los sicóticos en que es donde encuentran bastante difícil moverse adecuadamente por sus conductas raras y los síntomas de alucinaciones, fabulaciones o pesadillas.
Las alucinaciones se refieren a oír y ver, oler, sentir, o gustar algo cuando nada en el ambiente causa realmente esa sensación. Así, una persona que experimenta una alucinación podría oír una voz que la llama o pronuncia su nombre aunque nadie más esté presente y una fabulación es una creencia falsa sostenida contra toda lógica, como cuando un hombre puede creer que los marcianos han implantado un microchip en su cerebro que controla sus pensamientos. Por otro lado, las conductas raras se refieren a las de una persona que resultan extrañas o incomprensibles a quienes la conocen, como hacer fetiches de cosas comunes debido a sus "propiedades mágicas".
Todavía desconcertada a causa del por qué la habían internado, Laura trató de explicarle a la doctora que, si bien era cierto de ella había padecido alguno de todos esos síntomas desde su más tierna infancia, de sus conductas extrañas, alucinaciones o fantasías sólo podía dar crédito por lo que los demás le referían, ya que nunca había tenido conciencia de haberlas experimentado.
Acariciando cariñosamente sus mejillas, la doctora le dijo que justamente por eso su caso se convertía en especial, ya que sumaba las peores características de cada patología. Los sicópatas, normalmente interpretan mal la realidad y además no reconocen que su funcionamiento mental está perturbado. Los síntomas sicópatas remiten siempre a enfermedades severas; en su caso, los síntomas parecían remitir a enfermedades como la esquizofrenia y el desorden bipolar maníaco-depresivo.
Parecía haberse dado una extraña combinación, tanto de las conductas raras y las alucinaciones como los desvíos típicos de la bipolaridad que en la mujer se manifiestan como fiebre, furor uterino o ninfomanía y una obsesiva e incontenible compulsión sexual, seguramente a causa de algún suceso de abusivo apremio ocurrido durante esos ocasionales períodos de falta de conciencia.
Ante su airada negativa a esa posibilidad, la doctora le dijo que ella respondía desde una paranoia que no dejaba aflorar las profundas manifestaciones del inconsciente, como era por ejemplo, su acendrada defensa de una virginidad que los exámenes médicos indicaban que claramente no existía, evidenciando una actividad vaginal más propia de una mujer adulta que la de una joven de su edad y entonces, sería ella quien se encargaría de hacerle recuperar la conciencia de sus actos por medio de una terapia que incluía el uso de fármacos específicos y la hipnosis.
Extrayendo un beeper de su bolsillo, lo pulsó e instantes después se abrió la puerta para dar paso a la enfermera que le diera de comer, provista de una bandeja en la que se veían las formas de distintos elementos cubiertos por toallas de una fina tela blanca. Depositándola sobre la silla que había dejado vacante la Dra. Marta, preparó una jeringa con un líquido que extrajo de un frasco oscuro sin denominación y, después de ajustarle los medios necesarios en el brazo, con una sonrisa tranquilizadora en su rostro, le aplicó en forma totalmente indolora la inyección en la vena.
Casi instantáneamente, por su torrente sanguíneo pareció correr un picor ardiente y sintió un rebullir inédito recorriendo cada región de su cuerpo que, junto con un torpor físico que la dejaba exhausta, hicieron renacer los irritantes cosquilleos que le indicaban la iniciación de una excitación que habitaría sus entrañas con histéricos mandatos a los cuales le resultaría imposible resistirse.
Oleadas de calor ponían una fina pátina de transpiración en la piel y un vaho caliginoso iba resecando su garganta mientras que, incongruentemente, su boca comenzaba a llenarse de una saliva fragante y espesa. Paralelamente, sentía que sus músculos ya no obedecían sus mandatos y que, a pesar de no estar paralizada, le era imposible mover voluntariamente ninguna parte del cuerpo.
Azorada, vio como la enfermera se inclinaba sobre ella y con esa habilidad desaprensiva de los profesionales, la manejaba como si fuera una desarticulada muñeca de trapo, quitándole la bata hospitalaria abierta por detrás. No recordaba haber estado nunca desnuda delante de otra persona y ahora, al verse observada especulativamente por las dos mujeres, experimentó una mezcla de rabia y vergüenza que la hizo intentar una protesta pero comprobó que sus cuerdas vocales no le respondían y sólo un angustioso maullido escapaba sibilante entre sus labios.
Su angustia creció cuando la doctora, que se encontraba sentada a los pies de la cama, hizo una seña a su ayudante y esta se quitó el uniforme blanco debajo del cual no llevaba absolutamente nada. Laura tampoco recordaba haber visto desnuda a otra mujer y quedó deslumbrada por el maravilloso cuerpo de la enfermera; alta y delgada sin llegar a lo escuálido, debajo de los hermosos senos surgía un abdomen fuertemente musculado y la entrepierna, que lucía el promontorio de la vulva monda como el dorso de su mano, se convertía en el vértice donde un par de delgadas piernas torneadas sostenían la redondez contundente de las hermosas nalgas.
Acuclillada junto al lecho, la joven extendió una de sus manos y los dedos tomaron contacto con su frente. Ese roce era tan leve que parecía no existir y, sin embargo, fue como si una corriente eléctrica de muy bajo voltaje se transmitiera a través de los dedos, provocándole irritantes escozores en lugares antes insensibles a esas caricias. Con lentitud exasperante, la mano comenzó a recorrer el rostro delineando cada uno de sus rasgos y se detuvo unos instantes para introducirse delicadamente dentro de su boca y mojando los dedos en la saliva que la sofocaba, aliviar la sequedad de los labios hasta que lucieron tersamente mórbidos.
Expectante y mientras sentía en sus entrañas el fermento de la excitación sexual, Laura asistió fascinada al desplazamiento de la mano por su cuello desde donde hizo contacto con el abundante sarpullido rubicundo que iba cubriéndole el pecho. Cuando los dedos treparon suavemente la cuesta de los senos, estos se estremecieron como si ensayaran una autónoma e instintiva protesta que sólo sirvió para poner en evidencia la granulada protuberancia de las aureolas que habían ido oscureciéndose ostensiblemente. Aleves, las uñas rascaron tiernamente su áspera consistencia, esquivaron la erecta dureza del pezón y se dirigieron al ancho surco que nacía desde el esternón.
Deslizándose sobre la capa de sudor que mojaba al levísimo vello rubio, llegaron hasta el ombligo donde dieron un par de vueltas sobre el cráter y luego escurrieron por la comba del bajo vientre, hundiéndose en la depresión que prologa al Monte de Venus. A pesar de sus propias y violentas masturbaciones, Laura jamás se había preocupado conscientemente por su sexo, de tal manera que ni siquiera lo tenía en cuenta más que como un vehículo para su satisfacción, hecho que quedaba demostrado al observarse lo inculto de la dorada maraña pilosa que cubría al pubis.
Con los dientes apretados, Laura esperaba ansiosamente el momento en que la mano tomaría contacto con su sexo pero llegado ese punto, la doctora desplazó a la enfermera y sentándose a su lado en la cama, comenzó a hablarle con un tono de voz bajo y sugerente que convertía a sus palabras en una especie de letanía hipnótica. El sonsonete de la voz efectuó un cambio en la muchacha quien, lentamente y a su influjo pareció ir hundiéndose en algodones mientras a la relajación del cuerpo, seguía la recuperación del control muscular.
Sus ojos se cerraban como si le pesaran tanto que no pudiera mantenerlos abiertos y respirando con hondas inhalaciones cayó bajo el sortilegio cautivante de la médica, quien le sugería que terminara de aflojarse y se dejara ir como solía hacerlo cuando se encontraba sola, dando escape no solo a su resentimiento sino a un algo que subyacía muy en el fondo de su inconsciente.

- Sentí tu piel. Sentí tu cuerpo. Revalorizálo. Aprobá vos misma tu cuerpo. Imagináte en la posición sexual en que lo idealizás y dejáte llevar.

El rimero melodioso de palabras susurradas había comenzado a surtir efecto en la joven, quien dejó que sus manos acariciaran la parte superior del pecho en movimientos circulares que las llevaron camino a los senos y, como sofrenadas por esos promontorios, disminuyeron el fervor del roce para comenzar a sobarlos, tanteando dulcemente la mórbida carne del busto.

- Sentí tu cuerpo como una cosa viva. Tocáte. Acariciáte. ¡Qué lindo es que alguien te ponga atención.

Los pechos cedían blandamente a la presión de los dedos y eso colocaba un cosquilleo insoportable en la zona lumbar de Laura que le hacía iniciar un arqueamiento del cuerpo en un lento ondular.

- ¡Que mujer te sentís.! Nunca te sentiste tan bien.toda la vida buscaste un amor así.

Las manos de la muchacha ya no se limitaban a apretar la carne trémula sino que ya decididamente estrujaban la piel provocando la aparición de rojizas huellas y los dedos concentraban sus esfuerzos en restregar apretadamente entre ellos a los endurecidos pezones, estirándolos como para probar los límites de su elasticidad.

- Te sentís muy viva. Tu cuerpo sabe exactamente que hacer.

Un suave ronquido de satisfacción comenzaba a brotar de los labios de Laura y ahora, una de las manos comenzó a recorrer ávidamente la sudorosa piel del abdomen como si fuera examinando, uno por uno, la sensibilidad de cada recoveco, solazándose en la abombada curva del bajo vientre.

- Te sentís maravillosa. Te sentís hermosa. Te sentís caliente. Te sentís adorada. Te sentís deseada.

Los dedos tomaron contacto con la maraña de la espesa masa velluda que cubría el sexo y escurriéndose sobre la humedad que la empapaba, llegaron a la meseta comba de la vulva y allí se deslizaron a todo lo largo de los labios enrojecidos, consiguiendo que comenzaran a dilatarse para dejar ver el festoneado encaje de los pliegues interiores.

- Disfrutá de eso. Te sentís querida. Te sentís sexy. Dejáte ir.

Ya la otra mano había acudido en auxilio de la primera para que entre las dos despejaran la cortina pilosa y, mientras dos dedos separaban los labios mayores de la vulva, los otros recorrían con sañuda lentitud el interior de ese óvalo intensamente rosado y cubierto por las exudaciones mucosas.

- Dale a tu cuerpo exactamente lo que está necesitando.halagálo. disfrutálo. no te pongas barreras.

Los dedos resbalaban sobre los tejidos que habían comenzado a oscurecerse en sus bordes y excitaban en delicadas caricias el diminuto agujero de la uretra mientras que otros estregaban en forma circular la elevación encapuchada del carnoso clítoris.

- Sé vos misma. remontá vuelo.

El ondular del cuerpo de Laura se había convertido en un arco sustentado por sus piernas encogidas y los dedos que ahora ceñían y retorcían la protuberancia de triángulo carnoso, encontraron correlato en los que se hundían en la estrecha caverna de la vagina iniciando una frenética masturbación que ponía rugidos animales en la rubia jovencita.

- Abrí tus alas.liberáte.volá hacía la maravillosa independencia de sentirte vos misma, sin ataduras ni obligaciones morales.

El frenesí de la muchacha ponía en su rostro angelical expresiones de vesánica malignidad mientras sonreía mefistofélicamente, mutando su posición sobre la cama para quedar de rodillas. Elevando la magnífica grupa, dejó que lentamente, tres dedos de una mano penetraran el elástico centro de placer iniciando un coito de fascinante y pavoroso sadismo hasta que, en medio de rugidos, sollozos y bramidos satisfechos, los humores caliginosos de la satisfacción escurrieron por sus dedos y, muy lentamente, fue relajándose.
Despojándose del guardapolvo, Marta se acostó desnuda a su lado y acariciando las espaldas convulsionadas por el profundo hipar del llanto, aproximó su rostro al de la muchacha, cubriendo su cara bañada en lágrimas con el roce casi imperceptible de pequeños y tiernos besos.

- Y ahora, dejáme entrar a tu nuevo mundo.

Su boca golosa se cerró sobre los labios de la joven y aquella, en estupefacta inmovilidad, la dejó hacer. Las delgadas manos de la mujer acariciaban su rostro y su cuello mientras la lengua tremolante se extasiaba en el azotar a la suya que, medrosa, aceptaba la caricia pero se negaba al enfrentamiento con la invasora. Sumergiéndola en una vorágine de besos, lamidas y chupones, la doctora contribuía a confundirla aun más y cuando Laura sentía el crecimiento en su vientre de una compulsión sexual inaguantable, Marta deslizó una mano hacia los senos y tras rascar rudamente las ásperas granulaciones de las aureolas, aferró un pezón entre sus dedos índice y pulgar para retorcerlo con pequeños e intensos apretones, preparándolo para la presencia de la boca que no se hizo esperar.
Los labios se cerraban alrededor de las aureolas en esbozados chupones infinitamente pequeños pero al mismo tiempo tan poderosos como para dejar su huella rojiza sobre la tierna piel. Cuando hubo coronado ambos senos, la boca apresó un pezón chupándolo con tierna agresividad y mientras las uñas se clavaban en la otra mama, los dientes comenzaron con un doloroso raer a la carne inflamada que colocó angustiosos gemidos en boca de la muchacha.
Mientras la doctora se afanaba sobre su paciente y como en un ritual acostumbrado, la enfermera se había sentado en una de las sillas. Firmemente apoyada en el respaldo, alzaba las piernas abiertas para apoyar los talones sobre el asiento y de esa manera conseguir la dilatación de la vagina para la acción masturbadora de los dedos en tanto con la otra estrujaba y pellizcaba sus senos.
Marta dejó que una de sus manos descendiera por el vientre hasta tropezar con el obstáculo peludo del Monte de Venus. Como un cauto explorador, los dedos fueron separando el vello para dejar al descubierto la apretada raja de la vulva cuyos bordes lucían fuertemente enrojecidos y, cuando las yemas tomaron contacto con los humedecidos tejidos, sucedió; una miríada de minúsculas explosiones se sucedió en la mente de Laura y, a favor de la caricia de la mujer, nítidas y refulgentes imágenes la invadieron con claridad cinematográfica; aun niña, se vio a sí misma desnuda de toda desnudez dentro de una bañera y estrechada por el abrazo de una figura nebulosa que impedía sus movimientos para favorecer el hurgar de una mano que, acariciando la piel de los muslos debajo del agua accedía a su sexo impúber, separando delicadamente los labios apenas delineados de la vulva.
Superponiéndose alternativamente la realidad con la reminiscencia del inconsciente, Laura experimentó una plétora de sensaciones encontradas que iban desde la sorpresa hasta el delirio del placer, en tanto que los dedos de hoy se confundían con los de una época pretérita pero dándole el mismo goce. La doctora asistía complacida a la respuesta de la muchacha a esos estímulos e introdujo dos dedos dentro de la vagina de Laura, explorando minuciosamente su interior a la búsqueda del punto G en la cara anterior. Asombrada por lo voluminoso de esa protuberancia producida por la inflamación de los tejidos porosos que recubren la uretra en la que, exteriormente, era una jovencita sin experiencia sexual física, fue estimulándola con la yema de los dedos y consiguiendo que la muchacha transformara sus maullidos en entrecortados ayes de placer.
Impresionada por la actitud lasciva de la muchacha, Marta se acostó entre las piernas de la joven, las separó y dejó que la boca se aproximara a la entrepierna. Cuando la lengua serpenteante resbaló contra los labios oscurecidos de la vulva, las imágenes que flasheaban en la mente de Laura, le permitieron enfocar el rostro de tanto tiempo atrás que se confundía con el que ahora le daba tanto placer con su boca.

Transportada a otra dimensión, sintió la sensación real de ser sostenida por las nalgas y como una lengua tremolante fustigaba la vulva para luego introducirse dentro de su estrecha vagina, otorgándole una sensación de tan exquisito placer que le hacía sollozar de puro goce mientras contemplaba los ojos verdes de Clara que la miraba hipnóticamente desde su entrepierna.
La alternancia entre el hoy y el ayer se fue convirtiendo en una única sensación donde el placer de la otra persona se confundía con el goce que experimentaba ella misma y, en tanto que la doctora combinaba la actividad de su lengua y labios en la succión del clítoris con la de los dedos penetrándola en frenético vaivén, se veía acariciando el suave cabello castaño de su madre en similar actitud mientras le pedía que la hiciera conseguir el alivio de la satisfacción.
Profundamente impresionada por la profundidad de la regresión, Marta veía a esa jovencita apenas esbozada como mujer convertida en una fiera en celo que se arqueaba en un crispado ondular de la pelvis mientras asía férreamente su cabeza y reclamaba a su madre en medio de rugientes gemidos que no cesara de someterla hasta que no hubiera obtenido su orgasmo.
Como si la concupiscencia de la chiquilla la hubiera contagiado, Marta pareció haber perdido el control de sí misma; en tanto que sacudía la cabeza de lado a lado chupando frenética el sexo, introdujo tres dedos ahusados para penetrarla con fiera crueldad hasta que, haciéndola dar vuelta en la cama y arrodillarse, separando sus nalgas invadió con la lengua tremolante la hendedura para someter delicadamente al ano y luego descender hacia el sexo que rezumaba los fluidos del placer.
Fascinada por el fervor de las mujeres, la enfermera, había suplantado su mano por un falo artificial que había retirado de la bandeja y, penetrándose hondamente con él, estimulaba al clítoris con la fricción de sus dedos.
Laura disfrutaba tanto, que se vio transportada en el tiempo y espacio hacia un período posterior al inicial y ya no se encontraba dentro de una bañera ni era una preadolescente; en la habitualidad de una practica de años, compartía voluntariamente la cama matrimonial con Clara y apoyada en las rodillas de sus piernas abiertas, estregaba reciamente los pechos contra los almohadones apilados en la cabecera mientras su madre se afanaba con su boca sobre la hendedura y la lengua exploraba concienzudamente la fruncida entrada al ano.
La lengua viboreó agitada contra los esfínteres hasta que aquellos fueron relajándose mansamente a su exigencia para, como de costumbre, permitir el breve paso de la aguda punta de la lengua instalando en el vientre y los riñones de su hija una inefable sensación de placer que, cuando la lengua descendió hacia la entrada a la vagina, estalló en una profusión de histéricos gemidos en los que alentaba a la mujer a no cejar en su empeño hasta conducirla a la satisfacción plena del orgasmo.
Con maternal cariño, Clara la hizo acostarse boca arriba y allí empeñó su mejor esfuerzo en excitar al clítoris con martirizantes chupones y dos dedos penetraron en toda su longitud la vagina, encorvándose unidos para iniciar un rastrillaje sobre las mucosas, dando a su brazo un cadencioso giro de ciento ochenta grados y elevando el goce de la adolescente.
La boca lujuriosa abandonó la entrepierna y deslizándose por el vientre, ascendió hacia la promesa temblorosa de los senos turgentes todavía en agráz, sobre los que se entretuvo en lamidas y chupones profundamente excitantes que terminaron por enardecer furiosamente a la muchacha, quien, perdido el control de sí misma a causa de la medicación que la enajenaba, reclamaba de viva voz que su madre la satisficiera como sólo ella sabía hacerlo.
Mágicamente había aparecido en manos de aquella el largo elemento conque que habitualmente la sometía y, excitando con su punta los mojados esfínteres vaginales, muy lentamente, fue introduciendo aquel pepino que, por su tamaño y las protuberancias de la corteza, le suministraba un sufrimiento sólo comparable con el goce que obtenía.
La mente oscuramente perturbada de Clara a causa de los largos años de abstinencia a que la condenara la inacción de su marido, sexualmente ausente de la lujuriosa incontinencia que la habitaba, y obnubilada por las promesas que el grácil cuerpo de su hija le prometía a los doce años, había proyectado en ella toda la concupiscencia perversa que nublaba su razón. Suministrándole a su arbitrio poderosas drogas alucinógenas, había conseguido trastornar la razón de la niña para convertirla en un instrumento dócil a sus depravaciones y bajo su conducción, no sólo aceptaba complacida sus perversos manejos sino que, contagiada por ese fervor maligno, participaba activamente desde hacía dos años de esas saturnales relaciones.
Ya su madre había trepado junto a ella, sometiendo su boca a la acción despiadada de la suya y alternaba los ataques a la lengua con chupones profundos que la dejaban sin aliento. Ambas mujeres se estregaban la una contra la otra y la mano de Laura bajó a contribuir con sus dedos en la excitación frenética al clítoris. Mientras su madre multiplicaba la fervorosa penetración para concretar sus aberrantes propósitos, Laura alcanzaba el clímax para desmadejarse en sus brazos en uno de sus característicos desvanecimientos que solían durar horas y de los que resurgía sin recordar absolutamente nada gracias a las drogas, considerándose tan impoluta como si realmente aun fuera una virgen.
Aferrada a la nuca de Marta, Laura exhaló un ronco bramido de placer y, tras obtener el orgasmo, pareció desbaratarse en la cama. La médica aprovechó la ocasión para tomar de debajo de las blancas telas un arnés que sostenía un falo de regulares dimensiones, ajustándolo a su entrepierna mientras contemplaba los esfuerzos que hacía su ayudante en la búsqueda del alivio; aferrando con un brazo las piernas encogidas hasta que las rodillas aplastaron los senos, Eugenia había comenzado a introducir la verga artificial en su ano y en esa posición se sodomizó hasta que los jugos de la eyaculación rezumaron de la vagina para escurrir hacia la negrura del dilatado ano.
Si bien la relajación del orgasmo la había dejado vulnerable y respiraba afanosamente para buscar el aliento, agotada y exhausta, Laura ya transitaba aquel universo alternativo en el cual la insania le hacía disfrutar de todo cuanto hiciera y, sin poderlo manejar, se hundía jubilosamente en el vórtice alienante del goce sin otra posibilidad que recorrerlo, aunque su mente generara mecanismos de autodefensa haciéndole olvidar de todo eso al recobrar la conciencia. A esa dimensión desquiciada a que la llevaban las alteraciones de su psíque, había que sumar la acción devastadora de los medicamentos que, además de actuar como vasodilatadores, alucinógenos y afrodisíacos, estaban destinados a liberar cualquier rémora de la libido para permitirle la expansión realmente espontánea de su sexualidad.
Respirando en forma sibilante por entre los dientes apretados, veía junto a ella la magnífica desnudez de las dos mujeres pero de sus cuerpos parecía brotar una diáfana luminosidad que, como un halo, las hacía irreales y, emocionada, recibió con júbilo la presencia de Eugenia. Sentándose a la cabecera de la cama, esta la había alzado para colocarla en el regazo de sus piernas cruzadas, sosteniéndola en sus brazos como si fuera una beba para enjugar tiernamente con los labios la fina capa de sudor que cubría su rostro y la boca sensual se aproximó a la suya, iniciando una sucesión inacabable de cariñosos besos.
La muchacha ya no comprendía la incontinencia de sus actos ni discernía la realidad de los recuerdos y remembranzas que la memoria rescataba casi aleatoriamente, confundiendo a las mujeres con su madre y entremezclando los momentos en que las relaciones hubieran ocurrido; tanto era sólo era una pequeña impúber como de pronto se veía adulta, respondiendo con histérica vehemencia a los sometimientos de Clara.
Eugenia demostraba virtudes singulares con la boca y la muchacha se complacía al ceder a los requerimientos de esa lengua que, así como poseía la suavidad de una pluma, se alzaba con colérico envaramiento al responder a los tímidos embates de la suya. Imbuida por ese dulce ensueño, tenía consciencia de que unas manos recorrían acariciantes su sexo casi con tímidos roces superficiales que las llevaron luego a hundir dos dedos profundamente en la vagina, donde se solazaron recorriendo con remolona apetencia los delicados tejidos del canal vaginal, conduciéndola nuevamente hacía los deseos más hondamente reprimidos y, después que los dedos refrescaran los ardientes pliegues de la vulva con sus olorosas mucosas, sintió el contacto de la lengua y labios de Marta sobre su sexo.
La fragante e inculta mata de vello ponía una nueva emoción en la médica y, aspirando con fruición el almizcle salvaje de la mujer primitiva en celo mezclado con los acres líquidos que rezumaba el sexo, hundió la nariz para separarla y arribar con la lengua a los ahora dilatados y ennegrecidos labios de la vulva. Empalado, el apéndice chato y ancho se deslizó lentamente desde el mismo ano hasta lamer la protuberancia del clítoris, absorbiendo a su paso los jugos que mojaban las carnes.
Laura estaba bajo una triple influencia; la de los fármacos, la de las dos mujeres y la de su propia compulsión que la conminaba a disfrutar con lujuria de ese sexo múltiple. Ese mismo deseo la había llevado a que empujara hacia su pecho la cabeza de Eugenia y que esta le proporcionara la satisfacción anhelada. Mientras sentía los labios y la lengua de la doctora afanándose con denuedo en su sexo, experimentó la dicha de los labios de la enfermera aplicándose a depositar pequeños besos coronando sus aureolas, que devinieron progresivamente en apretados chupones y mordiscos que dejaron redondos hematomas en los que se veían las huellas ovales de los incisivos.
Marta se extasiaba en fustigar con la lengua vibrante los tejidos de los pliegues que paulatinamente habían ido engrosándose y presentaban en sus bordes el aspecto de ennegrecidas crestas violáceas. Simultáneamente, tres dedos se introdujeron en la vagina siguiendo la verticalidad del tajo, comenzando con un lento vaivén que, conforme la muchacha agitaba convulsionada sus caderas rotaban horizontalmente y, en tanto que las yemas rascaban curvadas sobre la nuez de la excrecencia interna, un diplomático dedo de la otra mano, inauguró el estímulo de los apretados y fruncidos esfínteres anales, resbalando sobre las espesas mucosas que escurrían desde el sexo.
Respondiendo a los angustiosos gemidos de Laura, Eugenia dejó los senos y, cambiando de posición, se colocó ahorcajada sobre la cara de la chiquilla, aferrándose a los barrotes de la cama para bajar el cuerpo hasta que su sexo rozó los labios de Laura. Conscientemente, aquella no recordaba una situación como esa, pero un cegador destello de raccontos relampagueó en su mente y las imágenes de Marta y Eugenia se confundieron con la de Clara. Como si respondieran a un calco, se vio a sí misma repitiendo la escena con su madre e, instintivamente voraz, abrazó los muslos de la enfermera para acercar la nariz a la entrepierna, dilatando sus hollares al olisquear ávidamente las tufaradas del sexo.
Con una gula atávica, la lengua salió de su boca y, al tomar contacto con las cálidas carnes, un estremecimiento de golosa voracidad la recorrió por entero. La invasión de los dedos a su sexo y ano, no hacían más que prepararla para que Marta llevara a cabo la penetración total con el falo que utilizara Eugenia en sí misma. El volumen del clítoris de la enfermera actuaba como un imán para que sus labios acudieran para asirlo entre ellos y chuparlo apretadamente mientras introducía dos dedos en la estrecha vagina de la enfermera.
Por unos momentos las tres mujeres se debatieron en ese combate singular de sexos, bocas y dedos hasta que, denodadamente, Marta se incorporó y abriendo las piernas encogidas de la muchacha, la penetró. No fue una penetración violenta pero tampoco se destacó por su delicadeza; apoyando la cabeza siliconada contra el agujero que había contribuido a dilatar con el trabajo de lengua y dedos, empujó sin brusquedad ni contemplaciones y en la medida que la rígida verga separaba los tejidos del interior ella se encargaba con los dedos para que arrastrara hacia adentro las aletas de los labios menores.
Laura no era consciente de haber soportado en su interior semejante monstruosidad y el dolor que experimentaba solo era comparable con la ola de sensaciones gozosas que ocupaban las regiones eróticamente sensibles de su cuerpo. Por unos instantes soportó paralizada la intrusión, pero luego y cuando la doctora comenzó a menear suavemente su pelvis iniciando la cópula, hundió furiosamente la boca en el sexo de Eugenia para sentir en su boca la consistencia tersamente húmeda de los repliegues y degustar con frenética fruición los sabores agridulces de la otra mujer.
Encogiéndole aun más las piernas, Marta apoyó sus manos sobre la cama para poder inclinarse y tomar en su boca los senos de la joven que se sacudían gelatinosos al impulso de sus remezones. Transcurrido un rato, Marta salió del sexo y junto con Eugenia acomodaron a la muchacha arrodillada, con las piernas abiertas. Acostándose invertida debajo de ella, la enfermera inició la excitación de su sexo con manos y boca e, incitando a Laura para que hiciera lo mismo, la médica volvió a ubicarse detrás suyo para penetrarla hondamente con el falo.
La combinación se hacía perfecta y su consumación elevaba a la jovencita a regiones del goce que no recordaba haber conocido con su madre y, abrazándose angurrienta a las nalgas de Eugenia, dejó que su boca se deleitara chupeteando y lamiendo ese sexo maravilloso mientras sentía que la hermosa joven hacía lo mismo en su clítoris introduciendo dos dedos junto a la verga dentro de la vagina.
Los ayes y gemidos de las mujeres llenaban el cuarto insonoro y las tres se prodigaban en murmullos y frases amorosas que se contradecían con los epítetos groseros con que festejaban algún roce o caricia por demás entusiasta. A pesar de toda esa fogosidad, Laura aun no había alcanzado el orgasmo y eso ponía en ella una histérica ansiedad que manifestaba al someter rudamente con su boca y dedos al sexo de la enfermera, cuando la médica volvió a sacar el falo del sexo y, exaltada por el deseo, apoyó la ovalada cabeza de siliconas contra el ano, presionando con todo el peso del cuerpo para penetrarlo hasta que su pelvis se estrelló contra las nalgas de la jovencita.
Nunca nada, ni aun sus propios dedos en los peores momentos de exaltada euforia, había hollado los esfínteres vírgenes de Laura y la penetración de la verga en el recto la hizo proferir un alarido de dolor. Un sufrimiento tan hondo como nunca había experimentado la atravesó como una lanza ardiente desde el mismo ano hasta estallar en su mente para allí, como obedeciendo a un conjuro mágico, al ritmo del cadencioso vaivén de la penetración, transformarse en sucesivas oleadas de nuevas sensaciones placenteras. Obnubilada por el goce, se aferró a los muslos de Eugenia y su boca realizó prodigios en el sexo en tanto que un dedo se aventuró para explorar los esfínteres anales y perderse en la exploración al recto.
La médica parecía estar fuera de control y asida a las caderas de la joven, había modificado su posición arrodillada, acuclillándose sobre ella y así, con las piernas flexionadas, encontraba el ángulo necesario para penetrarla aun con mayores bríos y vigor, haciendo que su pelvis emitiera sonoros chasquidos al chocar violentamente contra las carnes de la muchacha.
Dos dedos de su ayudante acompañaban al coito, introduciéndose profundamente en la vagina de la chiquilina y esta no cabía en sí de gozo, sintiendo que ahora sí se gestaba en su vientre la erupción de los caldosos líquidos que le traerían la satisfacción, haciendo eclosión junto a una verdadera tormento de flashes luminosos y una baraúnda de imágenes superpuestas como una exposición subliminal de todas las relaciones sexuales había transitado en su vida.
Al salir de la inconsciencia en que la habían sumido el placer y las drogas, se encontró conque estaba nuevamente cubierta por la bata y atada a la cama. Sólo un leve pulsar en su sexo y ano le indicaba vagamente que la situación vivida no había sido producto de sus alucinaciones, sintiendo que, con el pretexto de someterla a terapia, las mujeres se habían aprovechado de su situación. A pesar de admitir que había gozado como nunca antes, tironeó rabiosamente de las pulseras de cuero que la sujetaban a los barrotes pero viendo la inutilidad de sus esfuerzos, decidió esperar.

El tiempo se le hacía infinitamente largo y su mente fue convirtiéndose en un hervidero de sensaciones físicas, revueltas con imágenes en las que se entreveraba su propia imagen desnuda a distintas edades, con las de su madre iniciándola sexualmente y otras en las que ella era quien sometía a Clara, francamente consciente de que estaba haciéndolo y obteniendo satisfacciones sin par.
Posteriormente, entró confusa a una región desconocida en la que las sensaciones y figuras le eran difusas, con fugaces e intensas manifestaciones de dolor y placer que no lograba precisar y escapaban a su entendimiento, como cuando uno siente que quiere recordar un sueño pero no logra atrapar las escenas que está seguro haber soñado.
Debatiéndose en medio de emociones encontradas y sin haber logrado su objetivo, surgió de ellas enteramente bañada en sudor. Sintió en su sexo el picor de la excitación, lo que la remitió a la reciente posesión por parte de las mujeres y, sorprendentemente, ese recuerdo gatilló en sus entrañas la angustia de aquel momento, descubriendo que, sin proponérselo, el sexo había dejado escurrir los jugos olorosos de la satisfacción.
En un momento determinado, se abrió la puerta para dar paso a una enfermera que no era la anterior. Con diligencia y destreza profesional, esta se inclinó sobre ella y tras hacerle abrir la boca por el expeditivo método de apretarle la nariz, introdujo en su boca tres pastillas. Recién cuando estuvo segura de que las hubo tragado, haciendo caso omiso de sus insultos mezclados con preguntas de por qué le hacían eso, se retiró tan silenciosamente como había entrado.
Los medicamentos no dieron resultado de inmediato y ella cobró conciencia de que estaban surtiendo efecto cuando unas oleadas de intenso calor comenzaron a invadirla, cubriéndola de un intenso sudor que brotaba de sus poros inconteniblemente. Cuando comenzaba a deslizarse por su piel en diminutos arroyuelos, el proceso pareció invertirse para que una gélida lanza atravesara su columna, difundiéndose rápidamente para apagar el fuego anterior y sumergirla en profundos escalofríos que la estremecían con la misma intensidad de una corriente eléctrica, haciéndola castañetear los dientes mientras sentía como el manto húmedo que la cubría se transformaba en una mortaja helada, impidiéndole todo movimiento.
Sus músculos y tendones parecían tensarse hasta lo imposible, provocándole movimientos espasmódicos que la hacían retorcerse incontrolablemente con las manos engarfiadas como garras. Cuando ya creía no poder aguantar más los calambres y contracciones, su mente fue cubierta por una algodonosa bruma rojiza que, como si fuera el interior de una furiosa tormenta, era atravesada por intensos relampagueos y cegadores rayos que terminaron por aturdirla tan intensamente que creyó enloquecer. Como si hubiera terminado de cruzar el infierno, entró en un oasis de calmadas nubes rosadas que la llevaron a la proyección lentificada de las más sublimes escenas sexuales en las que no lograba identificar a sus amantes más que por el exquisito placer que le procuraban hasta que, como si hubiera sido alcanzada por la explosiva eyaculación de un monstruoso orgasmo, se hundió en el suave alivio de la inconsciencia.

Los médicos ya habían conseguido establecer que las perturbaciones mentales de la muchacha habían sido originadas por los abusos concupiscentes de su madre desde su más tierna edad, pero aun había zonas oscuras acerca de su comportamiento sexual. Aun no podían precisar si su mente se había alterado por aquellas agresiones de Clara o si, realmente, la mente de la chiquilla estaba predispuesta para ese desdoblamiento de la personalidad por la herencia genética de las propias alteraciones mentales de su madre y hasta donde había conseguido llegar en la práctica del sexo, ya que, a todas luces, demostraba poseer más experiencia de la que permitía presumirse por esa única relación lésbica.
Los fármacos que le habían suministrado no influirían en su mente para conducirla a la excitación sino que contribuirían a borrar de su mente las relaciones sexuales experimentadas hasta el momento, colocándola en un estado de pureza primigenia en la que sólo podía manifestarse de dos formas; el rechazo a todo contacto físico con otra persona o la manifestación primitiva y animal de la hembra ante el acoso del macho.
Para esa prueba habían pedido su colaboración a un paciente que padecía de la misma psicopatía pero que era consciente de sufrirla. Este hombre era un antiguo miembro de la clínica y en su calidad de psiquiatra, él mismo había diagnosticado su mal. Internado por propia voluntad desde hacía años, cooperaba con sus antiguos compañeros para realizar determinadas investigaciones que requerían de una persona sexualmente diestra pero capaz de discernir lo que realmente necesitaba la patología del examinado, lo que le reportaba el doble beneficio de seguir activo como profesional y al mismo tiempo poder dar rienda suelta a sus compulsiones obsesivas.
Cuando Laura despertó de su inconsciencia, lo hizo lentamente y recién se dio cuenta de que no estaba en la cama al notar que sus manos estaban liberadas de las correas. La blancura del cielo raso la cegaba y tuvo que parpadear repetidamente para lograr enfocar su vista, con lo que comprobó que ya no estaba en el mismo cuarto. Girando la cabeza con precaución, notó con espanto que se encontraba en una de aquellas habitaciones con las que habitualmente se asocia a los manicomios; falto absolutamente de muebles, el cuarto era tan blanco como el anterior pero sus paredes se veían fuertemente acolchadas como un inmenso capitoné que proseguía por el suelo y, sólo en el centro, se elevaba un sólido rectángulo forrado por una mullida capa algodonosa sobre el que se encontraba acostada. La luz artificial provenía del centro del techo y sobre un costado, un amplio ventanal de cristales traslúcidos protegidos por una gruesa malla metálica dejaba entrar la fuerte luz del sol.
Una especie de alarma penetró los restos de bruma que aun acojinaban sus sentidos y, levantándose prestamente del alto túmulo, recorrió a los tropezones el piso acolchonado para comprobar la espesura de las paredes sin lograr determinar cuál de los rectángulos que la dividían correspondía a una entrada. A medida que lo hacía, la angustia iba poblando su pecho y cuando finalizó el recorrido a todo el entorno, su rostro estaba bañado por las lágrimas de silenciosos sollozos que finalmente estallaron en histérico llanto al aferrarse al grueso alambre cuadriculado que cubría los cristales.
Histéricamente furiosa, la emprendió contra el enrejado, sacudiéndolo con iracundia mientras profería los más soeces insultos que recordara conocer y, cuando esa descarga la dejó agotada, casi sin respiración, se dejó caer sobre la mullida superficie del suelo junto al rectángulo del centro. Abrazando sus piernas contra el pecho fue adoptando una posición fetal y, con los ojos cerrados, inició el vaivén de un suave hamacarse en tanto se arrullaba a sí misma con ininteligibles cánticos autistas.
Marta, que observaba atentamente su conducta junto a otro médico a través de las diversas cámaras instaladas en el cuarto, consideró llegado el momento de hacer entrar al psiquiatra orate. Sabiendo lo que se esperaba de él, Alberto se deslizó silenciosamente en el cuarto y Laura recién tomó conocimiento de su presencia cuando aquel se sentó junto a ella.
Ante su instintivo gesto de sorpresa y miedo, él la calmó diciéndole que no se trataba de un médico sino de otro paciente que, como ella, padecía de los mismos trastornos mentales y estaba allí para ayudarla. Luego del sobresalto inicial, Laura se dio cuenta que aquel hombre no sólo no le provocaba rechazo sino que su misma actitud, calmada y paciente, le transmitía una paz que no encontraba desde hacía mucho tiempo.
A causa de su carácter cerrado y hermético, sólo en el colegio había tenido trato ocasional con alumnos varones y jamás había mantenido relaciones con hombres mayores, salvo con su padre y eso, solamente desde que falleciera su madre. Aquel hombre la impresionaba por su apostura y porte gentil. Aunque no podría considerarlo viejo, las canas que lucía desdecían la jovialidad de su sonrisa y el cuerpo, por lo menos lo que la bata hospitalaria dejaba al descubierto, era delgado pero a la vez dejaba traslucir el vigor de una musculatura fuerte y sólida.
Como la de todos lo psicólogos que había tratado, su voz educada era sosegada, baja y profunda, lo que le proporcionaba un alto poder de seducción y sinceridad. Con lenta tranquilidad, Alberto le contó que él había sido especialista en ese tipo de compulsiones pero el destino quiso jugarle la mala pasada de afectarlo con la misma o mayor profundidad que a sus pacientes, razón por la que él mismo se diagnosticó como incurable, recluyéndose en el amparo del sanatorio.
A medida en que el ex médico le describía minuciosamente todos y cada uno de los síntomas con que se manifestaba el desdoblamiento de su personalidad y sus obsesiones compulsivas sexuales, Laura se sentía menos anormal y hermanada con aquel hombre que experimentaba sus mismas alucinaciones y pesadillas, compartiendo esa misma fiebre incontinente por el sexo.
Tímidamente, comenzó a sincerarse con Alberto, confesando por primera vez las relaciones que había mantenido con Clara y como, desde el suave besar amoroso a su sexo durante la infancia, aquella la había conducido a los más alocados actos sexuales que pueden sucederse entre dos mujeres, admitiendo que de sometida se había convertido en una afanosa dominadora de las demoníacas relaciones, aunque ahora descubría que todos sus desordenes y perturbaciones se debían a las drogas y el alcohol a que sin responsabilidad ni medida la había aficionado su madre.
Le contó cómo había descubierto de qué manera Clara aprovechaba sus pérdidas de conocimiento y etapas alucinatorias para violarla e incitarla a tales perversiones pero que todavía existía subyacente, una zona oscura que la afectaba profundamente y de la que aun no conseguía obtener información. Alberto le dijo sin eufemismos que, precisamente, su misión era conducirla por caminos que aun no había transitado y en esas exploraciones, averiguar el por qué de sus manifestaciones maníacas para establecer si sólo eran originadas por su adicción obligada a las drogas o a desórdenes cerebrales más profundas debido a causas genéticas.
A pesar de su demencia, Alberto seguía sabiendo como manejar a los pacientes y empleándose a fondo, imprimió a su voz un tono bajo y calmoso que él sabía serviría para seducir a la muchacha. Era la primera vez que Laura se hallaba junto a un hombre en una situación informal y la certeza de que los dos estaban desnudos debajo de los finos camisones que los cubrían, puso un alarmante cosquilleo allá en el fondo de su vientre.
Alberto se había sentado junto a ella, tan próximo que sus hombros se rozaban y el calor que emanaba de su cuerpo se transmitía a la jovencita. La presencia varonil ocasionaba en ella sentimientos y sensaciones encontradas, ya que, por el sólo hecho de ser un hombre en tanto que macho, se sentía atraída inexorablemente, pero por otro lado experimentaba una repulsa instintiva, como si él se constituyera en un peligro que no sabía definir. Sin embargo, el runrún hipnótico de sus palabras parecía sumirla en un trance estúpidizante que fogoneaba los tizones más recónditos de su excitación.
Totalmente consciente de lo que estaba despertando en la muchacha, él se arrimó aun más y su mano se encargó de acariciar tiernamente los cabellos de Laura. Esta no recordaba haber recibido semejante ternura en su vida y cerrando los ojos, se dejó recostar mansamente contra su hombro. La mano de él descendió hacia el cuello y, en leve caricia, recorrió su barbilla para deslizarse más tarde sobre las mejillas arreboladas.
Turbada por la dimensión de las sensaciones que la embargaban, Laura respiraba hondamente y el aire cálido que emanaba de su boca resecaba la ya afiebrada piel de los labios. Cuando el hombre la tomó delicadamente de la barbilla y acercó sus labios a la boca, ella experimentó un extraño estremecimiento que no fue obstáculo para que distendiera los suyos, mansamente lista para recibir la caricia de la lengua húmeda. Con sumo cuidado, como si temiera espantarla, Alberto dejó que sus labios tocaran apenas los temblorosos de la chica y, muy lentamente, fue convirtiendo el roce en auténticos besos.
Aunque menos delicados que los de las mujeres, los besos masculinos despertaron en la muchacha una reminiscencia que no conseguía identificar y, no obstante, se aplicó en responder a la inquietud de labios y lengua con una devoción desconocida en ella. Manteniéndola asida por la nuca, él presionó su boca prensil sobre la suya y los dos se embarcaron en una perezosa succión que fue dejándola sin aliento. En tanto que ella mordisqueaba angurrienta los labios carnosos que pretendían sojuzgar a los suyos y respiraba angustiosamente por sus hollares dilatados por la pasión, él tomó una de sus manos y la condujo hacia su entrepierna para depositarla sobre la tumefacta erección del falo.

Nuevamente, su cuerpo se sobresaltó como ante el reconocimiento fugaz de algo acostumbrado pero eso mismo la enardeció hasta el punto de ser ella la agresora a la otra boca, succionando extraviada los labios rudos del hombre. Con sabia serenidad, él fue guiando sus dedos para que ciñeran la masa semi erecta de la verga a través de la tela e iniciaran un lento restregar que la haría devenir en rígido falo. Laura no recordaba conscientemente haber pasado por una situación semejante y sin embargo, algo muy en lo hondo de su mente le hacía reconocer el gesto y esa manipulación se le antojaba habitual e, instintivamente imprimió a su mano un movimiento ascendente y descendente que se le hizo deliciosamente excitante.
El hombre identificó sus gruñidos angustiosos con los del deseo insatisfecho y, dejando de besarla empujó suavemente su cabeza hacia abajo. Insólitamente, ella proyectó su boca hacia el bulto que asía entre los dedos y los labios chupetearon fuertemente la masa carnosa por sobre la tela humedecida por las micciones del hombre y su propia saliva.
Cuando luego de un momento de esa frenética posesión, él se desprendió de la bata, ella comprendió que la vista del miembro no le resultaba inusual e intuitivamente dejó de masturbarlo para acercar su boca y dejar que la lengua lo recorriera desde la rosada cabeza hasta los arrugados testículos. La fragancia acre que estos exudaban hirió fuertemente su olfato y fue como si aquello disparara una orden secreta. Después de lamer delicadamente los genitales y mientras su mano continuaba con la masturbación, los labios encerraron los pliegues arrugados y, succionándolos apretadamente, tiraron de ellos con maligna saña al tiempo que sorbía los jugos golosamente deleitada.
Ella misma no daba crédito a la experta avidez con que se aplicaba a satisfacer los deseos del hombre, cuando en su mente se iniciaron una serie de rapidísimos flashes de imágenes que no conseguía identificar y esa proyección pareció enviar un enigmático mandato que la hizo subir por el tronco del falo al tiempo que su lengua lo azotaba blandamente y los labios chuponeaban la piel con avaricia.
Llegada a la cabeza y mientras la mano reiniciaba la masturbación resbalando sobre la ensalivada verga, la lengua tremoló sobre el glande. Al introducirlo lentamente en la boca abierta con desmesura, consiguió fijar una de aquellas furtivas escenas y se vio a sí misma, arrodillada en el suelo, succionando el miembro erecto de su padre.
Lejos de la repulsa que debería haberle provocado aquella revelación, semejó como el descubrimiento de algo íntimamente deseado y su boca se esforzó en dislocarse para dar cabida al largo falo. Recién cuando la ovalada cabeza raspó el fondo de su garganta preanunciándole la nausea, fue retirándola lentamente al tiempo que la ceñía apretadamente con los labios, sometiéndola a la fuerza inusitada de sus chupones.
Con la destreza de una mujer largamente experimentada, fue alternando esas profundas succiones con enloquecidos azotes de la lengua al tronco en tanto que los dedos de ambas manos se daban cita para masturbarlo entre ellos en una contradanza de vaivenes giratorios que enardecieron al hombre.
Acomodando mejor su cuerpo, Alberto la despojó de la inútil bata y haciéndole alzar la grupa, sus dedos poderosos se encaminaron a explorar la profunda hendedura que separaba los robustos glúteos. Mojados por la espesa saliva de él, se deslizaron cariñosamente hasta rozar el apretado haz de tejidos del ano y, tras estimularlo durante unos momentos, escurrieron hacia la entrada a la vagina. Dos de ellos se introdujeron en ella para examinar táctilmente los tejidos cubiertos de jugos vaginales y, encorvados, rascaron lentamente su interior.
Esa caricia exaltaba los sentidos de Laura y, dando un meneo inconsciente a las caderas, puso un ritmo delirante al trabajo de dedos, lengua y boca, como si el conocimiento de la recompensa por tan denodados esfuerzos la sacara de quicio. El hombre alternaba el sometimiento de los dedos a la vagina con un restregar alienante a los pliegues de la vulva, deteniéndose especialmente en excitar rudamente al clítoris.
Laura sentía el placer que le proporcionaban los dedos del hombre como una de las sensaciones más maravillosas que experimentara jamás y sacudía su cabeza en un vaivén frenético que se convirtió en furioso cuando uno de los dedos de Alberto avasalló la prieta resistencia de los esfínteres para penetrar lenta y profundamente el ano.
Roncando broncamente a través de la boca entreabierta, imprimió mayor vigor a la masturbación mientras dejaba salir a la lengua empalada para recibir la eyaculación del hombre que, cuando se produjo, estalló en un manantial de espesa cremosidad melosa que ella recibió entusiasmada en la boca abierta y que, tras encerrar a la verga entre los labios, continuó chupando con gula la cabeza para impedir que ni una sola gota de aquel elixir de vida escapara a su avariciosa deglución.
La poderosa explosión seminal parecía haber encendido en el hombre una llama inextinguible de pasión y, lejos de ver disminuida su potencia sexual, con la eyaculación recién comenzaba a remontar la cuesta del sexo que lo conduciría finalmente a la más alta cima de la satisfacción. Aunque Laura no era precisamente pequeña, Alberto la manipuló como si fuera una muñeca y alzándola por las axilas, la colocó acostada boca arriba sobre el borde del acolchado rectángulo. Con la ingestión del esperma, la muchacha había identificado la iniciación del culto consagratorio al que su padre la sometía desde que descubriera los desvaríos y alucinaciones que la condujeran a su viciosamente compulsiva masturbación.
Reconocía los ritos del ceremonial y abriendo sus piernas encogidas las llevó casi a que rozaran los pechos para ofrendar su sexo al arbitrio del hombre. Un poco sorprendido por la voluntariosa entrega de la muchacha, el hombre se acomodó junto al túmulo y acercando su cuerpo, asió la verga entre los dedos para llevarla a recorrer con el glande la superficie escabrosa de aquel sexo juvenil. Algún resto de memoria anatómica le hacia reconocer lo que el contacto con la carnosa cabeza le prometía y luego de que el hombre recorriera como con un pincel desde el clítoris hasta la misma entrada al ano, envió sus manos a dilatar los labios ennegrecidos de la vulva para que la verga tomara contacto directo con el fondo del óvalo intensamente rosado.
El hombre entendió la pretensión de la muchacha e hizo que la tersa cabeza del falo restregara repetidamente la excrecencia del clítoris y luego se dedicara a someter a las gruesas e inflamadas crestas de los labios menores. Laura esperaba ansiosa la penetración y por ello, había apoyado firmemente sus talones sobre el borde del montículo para ir imprimiendo a su cuerpo una lenta ondulación que expresaba toda la angustia de su deseo.
Toda la experiencia del psiquiatra y su concupiscencia de hombre, se habían sublimado en la manifestación de su perversa compulsión y disfrutando como pocas veces ante la entrega de una mujer que, por edad ni siquiera era adulta, muy lentamente, como iniciando el culto que esperaba la muchacha, el falo inmenso fue penetrando la vagina. Laura se había alzado apoyada en los codos y no podía dar crédito al tamaño del miembro que iba destrozando los delicados tejidos del canal vaginal.
Mordiéndose los labios para reprimir sus gemidos de dolor y en tanto el falo se hundía en la vagina, sus ojos llorosos por el sufrimiento fueron difuminando la atlética figura del demente para suplantarla por la de su padre; como en una película rebobinada en cámara lenta, se veía a sí misma revolcándose desnuda en la cama mientras en el paroxismo de sus histéricos deseos insatisfechos, se masturbaba placenteramente en medio de agónicos jadeos de satisfacción y a su padre entrando súbitamente en la habitación.
Aferrándola por los cabellos y mientras la sacudía violentamente, su padre no había dejado de insultarla, tratándola de ser tan loca y lujuriosa como su madre hasta que de pronto, como descubriendo la espléndida desnudez de su hija, cesó de propinarle los fuertes cachetazos con que la azotaba y cayendo sobre ella como un buitre, mancilló su boca con besos tan intensos que ella sintió el gusto salobre de la sangre brotar de sus labios.
Las manos como garras atenazaron duramente los senos y mientras ella se debatía infructuosamente bajo el corpachón de su padre, aquel había sacado a luz su miembro e inmovilizándola con su peso, la verga penetró hondamente su vagina. Jamás un pene verdadero había penetrado su sexo y a la chiquilina, no sólo su tamaño, sino también el grado de su rigidez le parecieron enormes pero, contra toda lógica, se encontró envolviendo instintivamente sus piernas alrededor de la cintura del hombre y, tal como lo hiciera tantas veces con su madre, acompasando su cuerpo al ritmo de la penetración, se encontró disfrutando como nunca lo hiciera con ella de aquel sexo alocadamente antinatural.
Consiguiendo enfocar nuevamente sus ojos, alcanzó a distinguir que quien la estaba socavando tan gozosamente ya no era su padre sino aquel hombre poseedor de
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1 comentarios. Página 1 de 1
lobo_calientee27
lobo_calientee27 07-02-2014 19:48:20

muy excitante relato, pero lo cortas muy de repente, espero la continuacion no lo cortes asi y nos dejes picados

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