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Atardecer en llamas

La vi llegar desde mi sitio habitual en la barra, mientras tomaba lentamente mi segunda o tercera cerveza de la tarde. Sonrió al verme y se dirigió de inmediato hacia donde yo estaba. Traté de ignorarla, pero me resultó imposible no imaginar el sabor de esos labios jugosos.

Llevaba un vestido vaporoso, amplio y muy corto; la piel morena tentaba desde las piernas y desde ese hombro que se negaba a dejarse vestir. Los rizos caían sobre un lado del rostro y fue inevitable rozar su mejilla al despejársela por un momento de rizos que volvieron a caer, tercos y provocadores.

Sonriendo me invitó a la sala de atrás, semiprivada, esa desde la cual el majestuoso atardecer es testigo de tantos y tan deliciosos pecados exquisitamente imperdonables. Sólo el verla caminar delante de mí, con los largos rizos siguiendo el ritmo musical de las caderas morenas resaltadas, más que cubiertas, por el vestido, me hizo querer pecar.

Y el pecado empezó por sus dedos, que distraídamente tomé entre los míos para danzar esas danzas tontas que bailan las manos de los amantes. Mis yemas se deleitaron en la suavidad de su piel recorriendo la manita morena, que respondía con ternura. Recorriendo cada dedo en toda su extensión, acariciando los nudillos, el dorso y luego regresando al nudillo y cayendo en el delicado espacio entre los dedos, diminuta figuración de la entrepierna en la que ya imaginaba sumergir esas mismas yemas.

Conversación, cerveza, manos juguetonas subiendo por un brazo terso o apoyándose en una pierna sedosa y de pronto los labios se encontraron y las bocas danzaron también. Besos con sabor a ternura y a sexo nacieron y murieron demasiado pronto y mis manos se perdieron en piel. Una acariciaba un muslo y la otra un hombro - ese mismo que se negaba a aceptar la tela y la arrojaba a un lado para tentar al mundo con su sedosa y morena redondez.

Mi índice se dejó llevar por esa redondez y encontró una clavícula y siguió el rastro de calor hasta el cuello, la curva de la mandíbula y volvió a caer al cuello. Luego dos, tres dedos acariciaron el borde del escote, sintiendo el nacimiento vibrante de los senos pequeños - senos tamaño boca, perfectos.

La luz de la tarde explotó en una llamarada como si el Sol, curioso, quisiera contemplar los encantos que en ese momento me era dado acariciar, pero las nubes, celosas quizá, pronto lo cubrieron y lo empujaron tras las montañas.

En la creciente oscuridad, las yemas de mis dedos exploraron la cálida firmeza de las piernas morenas. Los besos, entretanto, no morían, excepto para permitir que sus labios llevaran un poco de calor a mi cuello o que los míos saborearan el suyo en medio del aroma de piel y rizos y mujer.

Pronto mi mano sobrepasó el exiguo límite del borde la falda y se coló hasta la cadera suave y caliente apenas cubierta por el tejido de la ropa interior. No era una tanga, y siguiendo la costura del borde - y con la complacencia de ella, que se acomodó en la silla para permitir la caricia - llegué a abarcar una nalga firme y amplia. Pese a la incomodidad de la posición alcancé a recorrer la división entre ella y su gemela, que imaginé morenas como el hombro y las piernas.

Con un poco de impaciencia, ella tomó mi mano y la puso directamente sobre su entrepierna, que ya se sentía húmeda. “Tócame”, me susurró al oído, y remató la exigencia con un mordisco a mi lóbulo y lo que sólo puedo describir como sexo oral en mi oreja.

Esas caricias me excitaron aún más - como si lo necesitara - y respondí dejando que mis dedos apartaran el resorte de los panties - que imaginé de bandas en colores vivos - y toqué sus labios húmedos y calientes. Estaba muy mojada y retiré la mano para saborear el jugo que impregnaba mis dedos. Ella compartió el manjar y de inmediato volvió a llevar mi mano hasta la fuente. Agarré la ropa interior por el frente y ella se incorporó un poco para que la quitara. Me aparté para observar el botín y en efecto se trataba de unos panties de colores, que me llevé al rostro para degustar su aroma de hembra en celo, de niña-mujer excitada y vital y llena de una pasión que brillaba como fuego en sus ojos y exhalaba como fuego a través de la boca entreabierta, lista para los besos y el sexo y el éxtasis.

La volví a besar y hundí mi mano en su entrepierna. Acaricié con suavidad el borde de los labios húmedos y tenté con toques sutiles y fugaces el clítoris palpitante. Finalmente puse mi índice en su vagina y lo obligué a explorar. Ella respondió abriendo más las piernas para que el explorador pudiera ir más lejos hasta cuando encontró ese punto especial, esa textura y ese calor que al tacto generan gemidos.

Fue demasiado. Con cierta brusquedad me libré de besos y abrazos sólo para meterme bajo la mesa y poner mi boca en su muslo, manteniendo la ruta hacia el placer abierta con una mano y apoyando la otra en uno de esos senos deliciosos.

Ella me apretó la cabeza con las manos y gimió. Mi boca siguió la ruta abierta por la mano y besó ese muslo de abajo arriba hasta llegar a la ingle, que parecía en llamas.

Puse mis labios sobre su monte de venus y busqué el clítoris con la lengua. Los gemidos empezaban a parecer gritos y puse mi mano sobre su boca; ella la besó y lamió y me hizo felación en cada dedo - promesa que yo no tenía intención de desaprovechar, por supuesto. Pero por el momento dediqué toda mi atención a la entrée, que no se parecía en nada a un plato frío, y entre sus piernas sumergí mi boca entera en su sexo y lo besé, lo saboreé, lo paladeé en toda su extensión, anchura y profundidad, sintiendo que apretaba mi cabeza con los muslos cada vez que los labios o la punta de la lengua o un dedo encontraba un punto sensible.

Mi lengua se dedicó por entero a su clítoris, pero introduje primero uno, luego dos, después tres dedos en su vagina, moviéndolos a un ritmo lento y dejando que las yemas acariciaran el Punto G con mucha suavidad. Ella estaba agitada, con el pulso acelerado y la piel canela cubierta de sudor en gotitas diminutas, el exquisitamente salado rocío del placer.

Seguí saboreando y lamiendo hasta cuando gritó y sentí la tensión en cada uno de sus músculos y tendones llegar al límite, casi a punto de reventar, y no paré hasta cuando empezó a relajarse.

Alguien estaba entrando en la salita cuando salí desde debajo de la mesa y se batió en retirada al entender que algo extraño sucedía. Sonreí. Me agaché un poco para tomar a mi hermosa tentadora por los hombros, le besé la frente sudorosa y la miré.

Esos ojos ardientes de mujer escapando a la niña me miraron directamente al fondo del alma cuando preguntó.

“¿Te estás enamorando de mí?”

Sonreí.
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