Bien, queridos amigos y compañeros internautas: luego de hablarles de mi primera vez, con la hermosa Lupita, he de presentarles a Ariadna, porque fue con ella con quien pasó lo mejor, y quien me contó (y sigue contándome) algunas de las más fabulosas historias (o quizá así me suenen, porque me las cuente entre polvo y polvo), que quiero compartir con ustedes, en pago a sus historias, que tantos buenos ratos me han dado. Así que sean pacientes. Esta historia, como la otra, es real.
Luego de que Lupita me desvirgara, de la manera que en otro lado he contado, yo hubiera podido convertirme en su esclavo, pero la petición que me hizo ese glorioso día no era broma, como pude comprobarlo pronto: cuando el siguiente sábado la vi, en el comité de base, y busqué hablarle a solas, ni pude ni me dejó. Me dijo: “es en serio, échate una novia y hablamos, y si insistes antes, olvídalo todo”. Y así fue: en meses, no me pidió ni siquiera que cuidara a sus críos.
Pasé un largo fin de semana haciendo cálculos y midiendo posibilidades, hasta llegar a la conclusión de que el único coto de caza real era la escuela, es decir, la preparatoria en la que entonces cursaba el segundo año. Pero aún ahí, como no tardé en comprobarlo durante un agónico mes, las cosas eran harto complicadas, porque yo había pasado casi todo el tiempo metido en mi rincón y sin socializar sino con los compañeros del equipo de fut-bol (yo jugaba de defensa central en el equipo de la escuela, posición que no se presta para la adoración colectiva ni individual) y con dos o tres chavos que jugaban ajedrez. Dado lo que leía y la manera en que despreciaba mis clases, mi timidez se confundía fácilmente con soberbia, y para colmo, ni era ni soy un tipo que con su sola presencia incite a las chicas a lanzarse, o al menos, eso era lo que creía hasta conocer a Ariadna. Terminó el curso y nada, y pasé las vacaciones en blanco, y si no me ahogué en la desesperación fue porque ese verano fue políticamente ardiente y yo ya estaba involucrado en la corriente cardenista que daría origen, en la primavera siguiente, al PRD (del que, hay que decirlo, me desafanaría un par de años después): fue el verano de las elecciones y lo que nosotros llamamos “fraude monumental”, etcétera, y esas distracciones me salvaron de la desesperación, como ya dije.
En septiembre, como es usual, regresamos a clase. Yo estaba casi resignado a que lo de Lupita hubiese sido una golondrina sin verano, y a esperar un año en dique seco, hasta largarme de mi ciudad a estudiar en la UNAM (faltaba sólo ese año), pero mi ángel guardián (“el destino/o no se quien carajos”) me tenía deparada una suerte mucho más grata, y pronto: en el recreo del primer viernes entablé la enésima partida de ajedrez con mi carnal el Lucas, cuando una chavita nueva, de primer ingreso, se acercó a vernos jugar y, al terminar la partida, nos retó. Empecé a jugar demasiado sobrado y antes de darme cuenta iba perdiendo y, pronto, me rendí (de todos modos, jugaba mejor que yo, como se demostró después). Sonó el timbre y nos despedimos: “Ariadna”, se presentó. ojos, unos ojazos negros como penas de amores. Usaba la obligada falda escocesa a media Nada espectacular, aparentemente, pero bien proporcionada y, lo mejor en ella eran sus pantorrilla, pero lo que alcanzaba a verse estaba muy bien torneado, delgadita, de mediana estatura (luego tuve los datos correctos, porque Ariadna siempre ha sido obsesiva con sus medidas: su estatura era 1.58 y sus medidas eran 77-58-82). La vi caminar hacia su salón y en ese momento me dije: ahí está la papa.
Hubo un segundo fin de semana de profunda reflexión y profusas chaquetas, las primeras en honor de Lupita, pero las últimas ya enfocadas a Ariadna, y el lunes llegué a la escuela con mis mejores garritas y la mejor disposición. La reflexión giraba en torno a la manera de tirarme a una virgen, porque seguro lo era, como las demás, y había llegado a una conclusión que me parecía brillante: cuando me diera el sí, y nos estancáramos en los besos y toqueteos, llegaría con Lupita y le exigiría que me enseñara a encontrar y masajear el clítoris, y a succionarlo y lamerlo, total, si esas técnicas no funcionaban con Ariadna, habría regresado a Lupita, que era lo que me importaba.
El lunes busqué a Ariadna en el primer recreo, y, oh maravilla, la encontré leyendo... a Milan Kundera, que aunque me cagaba, lo conocía, lo que me daba el pretexto para abordarla. Hablando de libros y tal nos volamos la clase siguiente, y al despedirnos, quedamos de vernos en la tarde para que le pasara yo algunas novelas. Así fue, y terminamos en beso, declarándonos formalmente novios. Besos, faje (franeleo, le dicen en otras latitudes), fantasías y puñetas llenaron la semana, y el viernes quedamos de ir al cine. Ahí fue que decidí intentar avanzar hasta donde ella lo permitiese y, el sábado, romper el impasse yendo a casa de Lupita. Pero, otra vez, las cosas eran distintas, aunque nada de lo hasta entonces sucedido me lo anunció (lo que reflejaba que a pesar de no ser virgen seguía siendo totalmente inexperto).
Saliendo de la escuela paseamos en un centro comercial, donde comimos cualquier cosa (algo abominable), y luego entramos a ver también cualquier cosa. A lo largo de la semana, ella había subido su falda de media pantorrilla a las rodillas, pero en los fajes siguientes, yo no había metido mi mano debajo. Ese día iba así, y con una ligera blusa blanca tras la que se trasparentaba el sostén. Nos sentamos en un alejado rincón y más tardó en empezar la película que nosotros en besarnos apasionadamente, y tan pronto agarré cierto valor, metí mi mano bajo su falda y toqué suavemente su muslo, sin que ella acusara recibo: siguió besándome como lo estaba haciendo. Fui subiendo la mano suave y lentamente, tratando de alcanzar su más íntima prenda, y casi me muero cuando descubrí que no había tal: mi pulgar había llegado a su ingle (y dentro de mi calzón mi pito había alcanzado su máxima envergadura, que vale decirlo de una vez, no se acerca a las de los protagonistas de otros relatos: tengo un pito muy cumplidor, pa´que más que la verdad, aunque de tamaño, digamos, mediano), y seguido de frente, hasta sentir sus primeros vellitos.
Ahí me detuve, acariciando apenas, hasta que un nuevo beso suyo me hizo avanzar, y empecé a acariciarle con la yema del dedo, muy suavemente, aquel de sus labios que más a mano estaba. Llevaría ahí unos tres minutos, cuando ella metió su mano tomando la mía, y cuando yo pensaba que era para quitarla, tomó mi índice con sus dedos y lo llevó más hacia el centro, hacia arriba, hasta una rígida protuberancia que enseguida adiviné como su clítoris, y me indicó el ritmo al que debía mover el dedo. Todo ello, sin hablar ni dejar de besarme: ese beso ha de haber roto un record olímpico. Ahí estuve, hasta que ella empezó a gemir en sordina, o mejor a suspirar entrecortadamente, y llevó su mano al bulto, acariciando mi verga por encima del pantalón. Yo estaba tan caliente que a los dos minutos intenté pararme para ir al baño, pero no me dejó: retiró por fin su boca de la mía y dijo: “¿a dónde?” Yo articulé “es que...”, que ella interrumpió con un “¿te preocupa?” Total, que me vine ahí mismo, mojando calzón y pantalón aunque, gracias a las chaquetas de la víspera, no en exceso.
Ella se dio cuenta, y me dijo: “vámonos, ya no quiero ver la película”. Salimos a la luz del sol, yo todo avergonzado y sin saber qué hacer. Ella me pidió que la acompañara a su casa, y recorrimos a pie las tres calles que de ella nos separaban, yo todo cortado, sin atinar a decirle nada, pero pensando que, a lo mejor, no era grave, y fantaseando incluso que sus padres no estaban.
No era casa de sus padres sino de su abuela, una viejita semiparalítica a la que saludé apenas, esperando que no se diera cuenta de mis humedades. Se platicó cualquier cosa, hasta que Ariadna dijo que habíamos venido a recoger unos libros que había dejado en el cuarto de su tío, y subimos las escaleras. Al llegar a una habitación llena de libros, me jaló de la camisa y dándome un beso, uno más, murmuró “¿crees que me puedes dejar así?” Yo le dije: “no sabría bien cómo evitarlo, pero lo intentaría si no fuera por tu abuela”: Entonces ella me llevó a la ventana y enseñándome un árbol cercano me dijo: “baja, despídete y sube por esa árbol hasta esta ventana”. De más está decir que así lo hice.
Cuando llegué, ella estaba desnuda, acostada en la cama, tocándose el clítoris. Al verme llegar, se paró de un salto y empezó a desvestirme con tal ferocidad, que cuando acabó mi verga, toda pegajosa, estaba claramente en pie de guerra. Iba a preguntarle si quería que le diera una lavadita (para entonces, ya no pensaba en su supuesta virginidad), pero me tiró en la cama con violencia, y muy pronto estaba yo ahí, por segunda vez en mi vida, con una mujer cabalgándome, subiendo y bajando sobre mi pene, mientras yo le acariciaba las nalgas y trataba de retrasar la venida del señor, que aunque no se hizo esperar mucho, puso antes a Ariadnita a temblar sobre mi mientras soltaba unos grititos: feliz, me di cuenta de que la había llevado a su orgasmo, aunque buena parte lo había hecho ella, pues cuando entré por su ventana ya se cimbraba.
Se acostó a mi lado y la seguí acariciando, tocándole sus pequeños pechos, y diciéndole que la quería, que me parecía fantástica, que la amaba como a nadie, que eramos almas gemelas, ya se sabe... y no mentía. Al rato, estábamos cogiendo otra vez, esta, yo arriba: ella guió mi verga hasta su dulce rajita, toda mojada, y con sus manos en mi cintura guiaba el ritmo de mis movimientos. Me vine antes que ella y entonces, abrazándome, me pidió que nos diéramos vuelta sin salirme yo, y me cabalgó hasta llegar a su orgasmo.
Volvimos a acostarnos juntos y a acariciarnos y a decirnos cosas melosas, y así pasó no se cuanto tiempo. Yo había olvidado la situación en que estábamos, cuando oímos una potente voz masculina en el piso de abajo. Mi chica se levantó de un brinco, se enfundó la falda y la blusa, y me dijo “es mi tío: ¡huye!” Yo medio estiré la cama, abrí la ventana, y estaba empezando a vestirme cuando oí pasos en las escaleras. Hice un bulto con todo y me deslicé bajo la cama. Vi entrar los pies de mi chica y los jeans y los zapatos de un varón. De pronto, el “tío” jaló a Ariadna e indudablemente le dio un beso, y le preguntó: “puta, ¿qué ha pasado aquí?” Y ella dijo: “lo evidente, tiíto, así que no jodas: es mi novio, mi novio de la prepa, vete a hacer una paja y déjame ir, que abajo está la abuela: te prometo que mañana vengo a dormir”. El tío salió y yo me escurrí de bajo la cama. Me dijo “vístete rápido y ahora sí sal por la ventana, y espérame en la esquina”.
No esperé ni cinco minutos cuando llegó. Con el ceño fruncido dijo: “ahora ya lo sabes todo, y si dices algo...” Yo la puse la mano en la boca y le dije: “te amo, y así es mejor, si no, ¿cómo hubiéramos hecho? ¿Crees acaso que soy como todos?” Lo dudó un poco y volvió a besarme y, agarraditos de la mano, nos fuimos de ahí, como dos noviecitos de prepa.
Así empezó esa historia.
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