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Ardiente oscuridad. En la noche, madre, hija o abuela era igual para meterla.
El presente testimonio me sucedió por fines de los setenta, en otro contexto económico y social.
Por razones que no vienen al caso mencionar, mis padres estaban preocupados en que consiguiera una mejora laboral, por lo cual decidieron enviarme con unos conocidos, considerando que sería mejor para ellos y favorable para adquirir experiencia en el manejo de los temas de la explotación agropecuaria.
El destino, la inmensa Patagonia Argentina, en la provincia del Chubut, lugar cercano a la localidad de Las Plumas, en medio de la provincia, alejado de los centros poblados. La casa era un antiguo casco de estancia, grande, cómoda y acogedora.
La residencia, estilo colonial, habitaba una familia compuesta por un matrimonio con dos hijos, la madre del señor y el personal de campo. El hijo varón y el señor estaban trabajando en Brasil desde hacía un año en una explotación similar que habían comprado recientemente, quedando solas las tres mujeres.
Emma, la madre, cuarentona y autoritaria, debajo de esa pátina severa se intuía una mujer ardiente y sensual, de formas contundentes; la hija, Silvia, de prometedores dieciocho añitos, llenos de alegría y ganas de vivir.
Se alegraron de mi llegada, Emma mencionó que en la casa faltaba presencia masculina. Yo, recién salido del servicio militar, veinte años, con la testosterona pidiendo acción, desde la presentación las tenía en la mira, como para cazarlas tan pronto me dieran una oportunidad. En esas noches lejos de todo, mis deseos fantaseaban con que ellas estando necesitadas de hombre se venían a mi cama para saciar mis urgencias sexuales, pero en las mañanas solo me quedaba el rastro de ese sueño húmedo pegado en el calzoncillo.
De inmediato se generó una corriente de simpatía, los discos y casetes, que en buena cantidad traje como obsequio, animaron las largas veladas, siempre acompañadas por el trago de algún licor para amenizar la noche antes de irnos a la cama en soledad.
El clima frío y las nevadas frecuentes nos mantenía aislados durante varios días: nos acercaba a estrechamos vínculos, a compartirnos recuerdos e historias que amenizaran y entibiaran esos momentos en la soledad del paraje patagónico.
Una noche, después de festejar, con torta galesa y whisky irlandés, de donde era originaria la familia, los dos meses de mi llegada, habíamos bebido un poquito de más, bailamos, primero con Silvia y luego con Emma.
No sé si habrá sido el efecto del whisky, pero debí mal disimular el efecto que ejercía el contacto con un cuerpo femenino entre mis brazos después de forzada abstinencia sexual.
Ema acusó recibo de la mal disimulada excitación y torpemente escondida, se apretó más, para ocultar el bulto, o para aprovecharse del contacto. Los calores y agitación de Emma denotaban que no está ajena a mi realidad, muy por el contrario, me parecía que estaba más que agradecida por hacerla sentir deseada, pero las circunstancias ordenaban prudencia y recato.
Se retiraron la abuela y Silvia, Emma se quedó para levantar la mesa, yo para ayudarla.
En la noche siento que alguien entra en mi cuarto, silenciosamente se mete debajo de las cobijas… Una cálida mano me acaricia el pecho, la espalda y se mete debajo del bóxer, tomándome la verga que se pone al palo en el acto. No habla, no pregunto quién es, con tal calentura ni falta que hace, cualquiera de las mujeres me sirve en ese momento, aunque sea la abuela es igual.
La dejo hacer, muevo la pelvis, acompaño la mano femenina. Giro el cuerpo, enfrentados, la abrazo, está desnuda, por el volumen de las tetas pareciera ser Emma. Al sentirse abrazada responde con profundo suspiro, se aprieta contra mí y en un susurro dice:
—Soy Emma, déjame estar con vos.
—Sí, claro…
Me saca el calzoncillo, acaricia la verga. Los cuerpos pegados, me besó en la boca, recorría, exploraba, el interior con su lengua, la boca reptó por mi vientre, bajó hasta la pija. Lamió, se la engulló hasta la garganta, recorría en toda su extensión, mientras acariciaba los testículos.
El hambre acumulada, la juventud y tan intensa mamada hicieron estragos en mi sexo, incapaz de retener por más tiempo la eyaculación le avisé que de continuar así no me podía contener, que me iba, en su boca…
—Ven, en mi boca, no te detengas… ¡la quiero!
Se tragó todo, podía sentir ese placer inexplicable, casi olvidado, de cuando una mujer me hacía los honores de tragarse mi acabada y limpiar hasta esa última gotita que asoma perezosa después de agotar toda la carga de caliente leche.
La vitalidad y el tiempo sin sexo producen la magia de que la merma en la erección pase desapercibida en su boca ansiosa. Volvió a chupar con, con desesperada ansiedad. Cogiendo su boca, le tomé la cabeza, apretándola contra el vientre y avisé con un empujón hasta la campanilla. Exploté nuevamente en su boca. La leche volvió a fluir, con fuerza. Un sonido gutural de lo profundo de la garganta acompañó el último envío de semen. Tragó todo, disfrutando de la intensa acabada, tanto como yo.
Las piernas me quedaron temblando, por el desahogo urgente y las dos acabadas sin solución de continuidad, ella con las mandíbulas casi acalambradas por mamar tanto. Nos tomamos un merecido y reparador descanso, confundidos en un abrazo que nos debíamos, creo que nos deseamos desde el primer momento, ella buscando esa juventud ardiente, yo la experiencia en abstinencia forzada, dos necesidades para un mismo deseo: la urgencia sexual.
Encendí la luz. Se justificaba diciendo de su necesidad de tener sexo y urgente. Shhh, con mi dedo índice en su boca silencié el resto de la innecesaria explicación.
—Estoy necesitada, no sabés cuánto. Solo, déjate amar, te voy a poner al día, voy a saciar tus ganas por cogerte a esta mujer madura tan llena de fuego y necesitada de pija...
Ahora, a plena luz podía admirarla, serena belleza de mujer, carnes firmes por el trabajo rural. Pechos abundantes, colgando levemente hacia abajo, pezones gruesos y erguidos se ofrecían a mi boca como deliciosas frutillas que me hicieron recordar mi deseo de hacerlas mías.
Lamidas, leves mordiscos e intensa chupada a los pezones le arrancaban gemidos de placer, que aumentaron en intensidad cuando comencé a estrujarle la teta, mientras la otra mano nada en la abundante humedad de la concha. El dedo gordo en el clítoris y los tres siguientes hurgando dentro, la excitan y comienza a gemir y a ahogarme presionándome contra su teta.
Me retiró de su teta, girando hasta poder colocar su boca nuevamente en el miembro, otra vez “al palo”, buscó la verga, pegó tremendas chupadas para montarse, a horcajadas mío, metérsela en la concha, hasta los huevos. Un instante y se la mandó ella misma para sentirla toda en ella, hasta que hizo tope, recién ahí se detuvo, pero solo un instante.
Me miró agradeciendo lo que tenía dentro, movimientos de subibaja, saliéndose hasta la cabeza para dejarse caer lento, pero hasta presionar con todo. Era todo movimiento, activa ansiedad, descontrolada por las oleadas de calentura que la recorren y hacen vibrar. Los gemidos brotan con las incoherencias propias de una hembra presa de la lujuria, tratando de liberar su deseo endemoniado que la controla, exorcizar esa calentura atroz que atenaza sus entrañas, que constriñe sus esfínteres, que endurece sus músculos y no le permite llegar al abismo de la satisfacción.
La aprisiono de las caderas, atraigo su cuerpo y arqueo mi cintura, elevándome con ella encima, haciendo la penetración más profunda y la entrada más intensa.
Esa combinación de movimientos, alteran el ritmo, la sustraigo de sus propios pensamientos para pedirle que se permita dejarme llevarla en el viaje de su vida, que se entregue al macho que tiene dentro de sí.
No sé si fueron mis palabras o qué, pero en una penetración me elevo un poco más... y ella se dejó llevar en el vuelo al paraíso… de pronto su mirada se pierde, aspira profundo como en agonía y un quejido venido del más allá se ahogó en su pecho.
Dejó de respirar, la ensarté en mí, empalada hasta el fondo de mi ser y nuevamente se repite el efecto de dejarse morir en mis brazos.
Fue un orgasmo, intenso, silencioso y luego la nada misma.
Unos segundos de mortal silencio y luego comienzo nuevamente a elevarla, y dejarla caer, siempre ensartada en la estaca de carne
que busca el fondo de su ser.
El ritmo increscendo le provocaba jadeos más y más intensos, los ojos fuertemente cerrados, concentrada solo en su placer, comprensible, para saciar el deseo contenido. No pudo aguantar tanto como hubiera querido, sorprendida por el orgasmo estremecedor y violento, convulsionó en temblores y gemidos, en toda la duración de la secuencia.
La contuve con las manos en las caderas para que no cayera, con elevaciones de pelvis me introducía cuanto podía en su argolla, haciendo los orgasmos más profundos y duraderos. Agotada se dejó caer encima de mí, buscando el aire que le faltaba en sus pulmones, sin salirse. Recién acabado, podía aguantar un poco más. Cambiamos, ella debajo, yo muy adentro, sus piernas flexionadas, mis manos debajo de sus muslos, llegando a sus caderas, totalmente comprimida, volcado entre sus piernas, todo entrado en su vagina.
Tengo el dominio de las acciones, empujando con todas mis fuerzas. Por dos veces necesité secar la pija debido al exceso de humedad por tamaña calentura. Bombeando, desenfrenado, avisé que estaba llegando el semen, me pidió todo el que pudiera darle.
Pocas embestidas más y me estoy vaciando todo el contenido de los huevos bien en el fondo de la vagina. En el proceso de acabarle, casi al final, la sorprendió un nuevo orgasmo, casi al sentir el calorcito del semen. Sin sacarla pude recibir esa risa sin sentido que suele acompañar el relax de los cuerpos.
Nuevamente mi juventud y sus muchas ganas, hicieron el milagro de la resurrección.
Emprendimos un nuevo polvo, con todo, como si no hubiéramos cogido, después dormimos juntos, muy abrazados.
Ese día fue distinto, el buen humor reinaba en la casa, el brillo del sol era distinto, para nosotros dos al menos. Esa noche reanudamos el deseo suspendido en la mañana. Con menos apremios tuvimos más tiempo para disfrutarnos; en los siguientes me hice adicto a chuparle la concha a saciar mi sed en ella cada vez que el deseo me llamaba, ella parecía mi niña exploradora, por lo de “siempre lista” para cumplirme los deseos de vaciarme dentro de ella. Fue maestra y alumna, me enseñó, y también accedió a dejarme hacerle sexo anal, todo el que se me antojara.
Era una mujer total: con todo. Demostró ser madre considerada y hembra solidaria. Con el correr de los días, y luego de “litros”, bueno no tantos en realidad, pero por la forma que me corría dentro de su sexo bien me lo parecía. Saciado lo más urgente del deseo sexual, estabilizada “la pareja” este joven ya estaba necesitando probar a la otra muchacha, la carne joven pide carne joven, tal había sido el comentario que me hizo Emma, en un momento de disfrute de uno de sus orgasmos, que aprendió a tenerlos varios en seguidos, tanto así que descubrimos que era pluri orgásmica.
En el delirio de uno de sus pluri disfrutes, fue que me dio el “placet” o la autorización para que su hija, que ella consideraba virgen pudiera ser mi visitante de una noche, estaba segura que me venía observando y leyendo mis más íntimos pensamientos y porque adivinado que cuando le gritaba el desesperado gemido acompañando mi eyaculación era un pedido desesperado de poder estrenar a su hija. Sé bien que lo había adivinado y por eso me concedió la gracia de regalarme el virgo de Silvita.
Estoy segurísimo de que me había estado preparando, pues por casi una semana me dejó sin el postre nocturno, solo yo y mis pensamientos cada vez más eróticos nos revolcábamos tratando de vencer al insomnio.
Pero luego de pasar varias nocturnidades de sequía láctea, se produjo el milagro.
Esa noche, como la primera vez, en la densa y silenciosa oscuridad de la Patagonia, siento que un cuerpo se desliza bajos las cobijas…
Suponía que era Emma, la que por alguna razón me había negado su presencia para compartir mis noches de soltero. Se deslizó en mi cama un cuerpo desnudo, pero sentía algo distinto, algo que no era la habitualidad, diría que cómo que era el tacto de otra piel, otro era el aroma, otro el tamaño de los pechos, otro era el temblor. No tuve duda, era Silvita.
Igual que la primera noche con Emma, no hicieron falta palabras, mi experiencia avasalló su indecisión, mi deseo podía contener sus ganas. Nos besamos con besos húmedos, cargados de ansiedad.
Ella apremiada por el perentorio llamado de su sexo, buscaba satisfacción urgente al desborde de tan incontenible calentura.
Las bocas eran el oasis donde saciar la sed de mil desiertos. Sus tetitas, jóvenes, más pequeñas que las de mamá, pero duras y paraditas fueron fácil presa para la boca ávida rapiña del lobo hambriento de sus blancas carnes, pronto di cuenta de ellas, mamaba, saltando de una a otra entre los gemidos de Silvita.
Me sentía un octópodo marino, un pulpo posesivo, tratando de atender todo a un mismo tiempo. La boca insaciable y las manos atenazando una nalga y la otra con un par de dedos explorando la cuevita.
Poca resistencia o mucha calentura pudieron más que ella, llevándola a su nirvana sexual, un orgasmo inesperado la tomó por asalto. Sin soltarla, reanudé el tratamiento poniéndola a tono otra vez.
La llevé a mi entrepierna, necesité una perentoria devolución de atenciones, con una chupada de pija. Se engulló el miembro como anguila hambrienta.
De espaldas, una almohada debajo de las caderas, elevada y las piernas flexionadas, bien abiertas, flanqueando mis caderas para poder colocar mis manos en las suyas, bien afirmado, fui con la pija al encuentro de su boca vertical, húmeda urgida de carne, inflamada y ardiente. Breve encuentro de sus labios con el glande, y pidió:
—¡Cogeme, cogeme! ¡Me quemo, cogeme!
La cabeza entró fácil en la abundante y espesa humedad. Se ayuda con las manos para llevarme totalmente en ella, pedía:
—¡Todo adentro! ¡más!
Agarrado a sus caderas me impulsaba con para entrarle tal como ordenaba su calentura. ¡Qué fuerza ponía! En colaborar para acentuar el grado de penetración. En medio de la acción preguntó:
—No se te olvide ponerte forro (condón) antes de acabarme, ¡eh!
—¡No tengo!, ¡No tengo!, por favor no me hagas salir… pero igual podemos...
Interrumpió, no me dejó continuar:
—Entonces no me termines adentro, acabá fuera de la concha.
—¿Dónde? ¿Echarla fuera?...
—Bueno… no tan afuera…
Recién ahora puedo evaluar ese diálogo, con bastante calma y sarcasmo en medio del fragor y la urgencia de tan tremendo polvo que nos estábamos regalando. Con una vocecilla de niña mimosa dijo…
—En otro lugar, y.… si te lo ganás... cogiéndome tan bien como se lo haces a mamá, te puedo ofrecer… que me acabes en el otro agujero… -en mi colita, pero si… me coges como a mamá…
Motivado por la tentadora invitación, me propuse hacerla gozar hasta matarla de placer. Le removí la concha a pijazos, ella era una hoja sacudida en la tempestad bramante de una poronga que buscaba dejarle la argolla (vagina) hecha flecos. La invitación ameritaba hacerlo del mejor modo, poniendo todo y más para conseguir ese premio extra, atravesarle su hermoso culito y vaciarme dentro.
Los gemidos de gozo se sumaron a los quejidos producidos por el profundo empuje de mi cuerpo dentro del suyo, queríamos fundirnos en una sola humanidad, la comunión de las carnes en un solo propósito el goce tan ansiado. Explotó en incontenible orgasmo continuado que la dejó dada vuelta, agotada en su resistencia y en el deseo, desarticulada su humanidad maltrecha, babeando y hablando en lenguaje incomprensible.
Me mantuve dentro de su concha, moviendo la pija, muy poco. Luego de prudente respeto por su orgasmo, la coloqué boca abajo, entré por la concha, desde atrás, elevé sus nalgas colocándola con el vientre sobre la almohada. Apuré los movimientos en ella, obviamente pregunté si me había ganado “el otro agujero”.
—¡Sí!... pero sin uso, porfa, despacio, no me lastimes… bueno no me lastimes mucho…
A todo lo que pedía, respondía que sí. Así me hubiera pedido la luna también hubiera sido un sí.
Totalmente obnubilado por hacerle el culito, me había guardado para este momento. Le saqué de sus jugos algo de lubricante para el ano, agrandarlo con uno y dos dedos, consideré llegado el momento de colocarla. Apoyé el glande en el agujero estrecho, con cuidado y decisión entré en él. Removía las nalgas con mis manos, en forma circular como quien hace lugar para entrar con más facilidad, haciendo que se deslizara, sin pausa, hasta alojarse en toda su extensión en el recto, que en ese instante se había convertido en una boa constrictor por lo que se cerraba entorno de la agresiva poronga.
Estar todo adentro de Silvita era una sensación deliciosa, no paraba de moverse, se impulsaba en sus rodillas, subiendo y bajando las caderas, ayudando con movimientos opuestos para acrecentar la penetración. La pija en su vaivén, muy apretada como para sacarle chispas en la fricción no pudo resistir mucho más. Unas pocas entradas con toda la fuerza en ese culo fueron suficientes para derramar adentro todo el contenido de leche acumulada en esa semana sin concha.
Quedé realmente alucinado, por la intensidad.
—¡No la saques! —más parecido a un ruego que a un pedido.
Se la dejé dentro, sin salirme, solo disminuyó un “alguito” la erección.
Ella comenzó el movimiento, sin querer sacarme. Quería más fiesta, y se la voy a dar.
Los cuerpos jóvenes siguen ardiendo en la fragua del deseo. Mueve el culito, haciendo que la pija entrara en acción tan rápido, recuperando la dureza previa. Ahora el recinto estaba más húmedo por la acabada reciente, el tránsito por este túnel era mucho más placentero para ambos. En un momento estábamos cogiendo en loco desenfreno.
Silvita, loquísima, pedía y pedía más y más pija, que la traspasara. Estaba gozosa de sentir como le estaba rompiendo el traste, yo la gozaba, como nunca.
Hasta el final todo fue agitación y desmadre en los movimientos, descontrol total en nuestros actos, sus manos frotándose el clítoris ayudaron a llegar, casi juntos a una acabada fenomenal. Esa acabada casi en simultáneo, fue de locura, mi energía viva se perdía dentro de su culo, sensación irrepetible, el tiempo no pudo borrar este gozo tan compartido como nunca nadie igualó.
Por esa noche fue bastante para los dos. Desperté cuando sus manos estaban haciendo lo mismo con el miembro, poniéndolo a punto para el “mañanero”, no era cuestión de perderlo. Le di el gusto, ahora terminando en su boca, el otro acceso necesitaba descanso según ella.
En el grato relax, entró Emma, trayéndonos el desayuno. Sentada en la cama nos acompañó.
—Qué tal chichos, ¿todo bien?
A buen entendedor... ellas se habían contado todo, me compartían. Me compartieron durante casi un año que estuve viviendo con ellas. El día previo a la despedida fue la gran fiesta, en grupo, pero eso es demasiado para un solo relato, necesita un espacio propio, en otra ocasión será.
Nazareno Cruz, desearía saber, si has vivido algo parecido en la vida real o en tus fantasías, porque no te animas, me cuentas, compartimos experiencias y confidencias.
Nazareno Cruz
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