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Arcoíris tras la Tormenta

Despierto de repente. Una gota de sudor rueda por mi frente. Fría, acaricia mi piel como alguna vez lo hicieron tus labios; finalmente, la perla líquida encuentra su muerte en mis cejas. He vuelto a soñar contigo. Soñé con aquella tibia noche de verano en la que tu y yo nos amamos por primera vez.



Aun es de madrugada pero no puedo dormir. Cierro mis ojos y puedo verte tan clara, tan nítida, incluso puedo escuchar tu risa, tan suave como el trino de los ruiseñores y a la vez tan alegre como un amanecer en primavera… 



Un  ruido en el pasillo me regresa a la realidad, corro a abrir la puerta pensando absurdamente que quizás podrías ser tú, sin embargo, el pasillo está vacío, como es natural a esta hora. Cierro la puerta y camino hacia la ventana; afuera llueve, pareciera que incluso el cielo se entristece con tu ausencia, que con su llanto quisiera lavar la tristeza de aquel día de febrero, aquella trágica tarde en la que perdí por siempre tu risa.



Vuelvo a soñar despierta. Esta vez, te veo como aquel día en que te miré por primera vez, el día en el que cautivaste mis sentidos y te adueñaste de mi alma. Visualizo tus cabellos negros que contrastaban hermosamente con la palidez de tus mejillas, tus labios alguna vez teñidos del color de las rosas, tus ojos de verde mirada. Te veo allí parada con tu uniforme nuevo, era tu primer día de clases en esta jaula de oro.



-Hola- me dijiste, y tus mejillas se sonrojaron -. Creo que yo seré tu compañera de habitación.



Mis ojos jamás habían visto belleza igual. Te dí la bienvenida y recorrimos la escuela y los jardines, ¡cómo disfrutaste correr entre las flores! Reías como una niña pequeña. Cortaste las más hermosas e hiciste con ellas un ramo, un ramo que me diste en agradecimiento por mostrarte algo tan bonito. A partir de ahí, tu y yo nos convertimos en las mejores amigas, y después, éramos parte la una de la otra.



Incluso después de tanto tiempo, no logro distinguir la diferencia entre la verdadera amistad y el amor. A tí nunca te gustó clasificar lo que teníamos; “vive la realidad y no cuestiones tus sentimientos” me decías y callabas mis reproches con el más dulce beso.



Un rayo ilumina mi habitación, la habitación que alguna vez fue nuestra. A pesar de que éramos tan felices, sabíamos que las cosas buenas no son eternas, y lo comprobamos la noche en que aquella nube tormentosa opacó por primera vez tu luz. Ese día me confesaste que estabas enferma, que tu cuerpo era débil… aún así, yo no te abandoné, me quedé a tu lado día y noche hasta que mejoraste; aquel día en que por fin el color volvió a tu rostro, me sentí tan dichosa, por saberte bien, con nuevas energías.



Sin embargo, me escondías algo. Aquella recuperación era sólo momentánea; tu salud estaba más dañada de lo que yo creía, pero tú no dijiste nada para no entristecerme, siempre pensaste en mí antes que en ti.



La segunda vez que esa terrible enfermedad te tumbó en la cama, ya no pudiste levantarte, mi amor, sin embargo, tu no lloraste ni una sola vez, a pesar del dolor y del sufrimiento por el que tu frágil cuerpo estaba pasando. Y el día en que finalmente tu sonrisa se apagó para siempre, yo tampoco me permití llorar, pues, a pesar del dolor que tu muerte me causaba, sabía que por fin tu martirio había terminado.



Ya casi es de mañana, el sol está a punto de salir; ardientes lágrimas resbalan por mis mejillas, pues aún no puedo aceptar el haberte perdido. No puedo aceptar que te hayan arrebatado de mis brazos. Este amor aún me quema por dentro, y por eso no puedo aceptar tu ausencia. Por eso y más no puedo aceptar la falta de tus caricias y tus besos.



Finalmente ha dejado de llover y ha salido el sol, dejando en la bóveda celeste un arcoíris. “Después de la tormenta viene siempre el arcoíris”, me dijiste en uno de tus peores días.



Mi querido arcoíris, nunca más podré ser tan feliz como lo fuí a tu lado, pero por tí, intentaré salir de este abismo de tristeza en el cual me hundo cada día más. ¡Oh, arcoíris, mi preciado arcoíris! Gracias por mostrarme el amor y la dicha, por permitirme sentir desde la más inmensa felicidad hasta la más fría de las penas. Por todo, gracias. Siempre te amaré.


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