He dedicado mi tiempo al estudio de los pliegues íntimos de tu piel, y apenas ahora comienzo a conocerte. Recorro con el tacto las sinuosas venas de apariencia azul que se insinúan en el dorso de tu mano o en tu cuello, a veces, o en algunas partes de tus blancos senos; las oprimo, las beso, las sigo hasta perderlas porque se ocultan en las profundidades de tu carne. También palpo, acaricio, aprieto la tersura de tu piel sobre las rodillas u otras articulaciones, y percibo la contundencia del hueso sobre el que resbala tu piel y mi mano. Y tanteo con la punta de la lengua y los dedos las pequeñas prominencias que las vértebras dejan en tu espalda, como un vaivén, como tropezones dulces en un pastel. Después rebusco entre la melena que te nace en la nuca tal que si contase cada pelo; los toco desde su base hasta el extremo, los junto y separo en mechones, juego con ellos hasta escuchar tu quejido oculto en una risa.