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Apariencias
El ordenador estaba frente a la ventana, por lo que a través de los finos visillos Efraín podía ver como la tarde, entre los árboles de la acera, se hacía noche.
Conversaba sin micrófonos ni cámara con Pablo, un amigo de poco tiempo al que parecía conocer de siempre. Le intrigaba y seducía conocer a través de su computadora gente de las más variadas procedencias, razas y colores, sexos, pensamientos y culturas...y descubrir personas. Efraín era un hombre inteligente, casado con Margarita desde el término del bachillerato y con dos hijos estudiando en la capital. Cuando le preguntaban como era físicamente invariablemente respondía –"Feo"- pero esto era sin duda una broma, más por catalogar a los demás a través de la respuesta que por ser verdad: tenía una dentadura blanca y fuerte, unas manos de dedos gruesos y velludos, una contagiosa sonrisa y un mechón de pelo lacio y rebelde que debía llevar hacia atrás constantemente. Era un tipo simpático y varonil, un lector voraz de sensibilidad heterogénea que atestiguaba la profusa línea de volúmenes diversos que llenaba una pared de la estancia salpicándose de tanto en tanto con portarretratos y recuerdos de sus vacaciones en la montaña.
-"Debo dejarte- escribió al amigo distante- estoy saliendo para el teatro en estos momentos. Nos comunicamos mañana." Y apagó el ordenador, mientras en la calle tras la ventana la noche había salido vencedora de una tarde espléndida y soleada.
-Estoy lista- dijo Margarita desde el vano de la puerta, colocándose un abrigo ligero de mezclilla azul.
La miró arrobado. Ella despertaba siempre su asombro, con su cuerpo incambiado casi desde la adolescencia. Sobre el negro sweater de punto, una cadenilla de eslabones de cobre se alojaba simple y discreta sobre el volumen del busto, rompiendo con su opaco brillo patinado la austeridad del conjunto. Con una sonrisa amplia, como sólo él sabía hacerlo, se levantó de su silla y tomó las llaves para salir del departamento en busca de la Vespa que les llevaría en unos minutos al teatro. Normalmente hubiesen ido a pie, pues el teatro no distaba mucho más de seis cuadras, pero una antigua lesión vertebral le estaba molestando y esto reducía bastante el disfrute de su movilidad. Con las invitaciones en la mano, traspusieron el foyer del viejo teatro que había sido recientemente remozado: habían hecho una reforma bastante drástica del antiguo edificio en la calle de Robles, poniendo la escena en un círculo y las butacas en anfiteatro hacia arriba. Se entraba a la sala debiendo pasar inclusive por el escenario, lo que de algún modo comunicaba la idea de que hasta el público era parte de la puesta. El piso de la escena había sido forrado de arpillera y de entre los caños de las luces también trozos de ésta colgaban como rústicos y deshilachados pendones que impresionaban como un campo de batalla en miniatura.
Fueron apagándose los focos, y el teatrillo se hizo íntimo y sofocante entre la nutrida asistencia y los colgajos oscilantes. Como de la nada, los actores iban surgiendo enfundados en blancos jubones los varones y las mujeres con negras sayas representando los poderes del cielo y de la tierra seguramente, pues se trataba –con mucha independencia, por cierto- de una obra de Esquilo modernizada.
Los hombres llevaban chalecos de cuero de oveja y las mujeres pañuelos negros blandiendo todos instrumentos de labranza, como si el coro fuese de campesinos que recién dejaran su trabajo. Entre los actores, sólo uno de ellos vestía diferente, enfundado en una malla de color verde manzana tan pero tan estrecha que las nalgas y el bulto se dibujaban con pasmosa fidelidad. Diez minutos después, entre las luces y el calor agobiante de los cueros, el olor primitivo del cáñamo y la emoción del texto, todos ellos sudaban copiosamente. Pero el del jubón verde llevaba la peor parte: una línea de humedad oscura y densa le exhibía ahora con total desparpajo la forma redonda del glande, el volumen del falo subido por la izquierda y la rotunda dispersión de sus nalgas donde la costura mojada de la tela dividía en dos zonas empinadas que podían verse suculentas hasta de la última butaca.
Los espectadores, que también sudaban, se acomodaban en los asientos entre los chirridos de celofán de las golosinas consumidas para disimular la excitación producida por aquel cuerpo transpirado que sin enseñar mostraba. Las respiraciones parecían parte de la puesta en escena, porque en esa sala tan pequeña e íntima poco podían disimularse, y la atención parecía haberse desplazado del noble texto declamado a la evidente erección que el del jubón verde mostraba.
Y así fue creciendo el clímax hasta lo indecible mientras los versos se desgranaban entre los cortinados de cañamazo y en la escena abigarrada y olorosa de aquellos cuerpos por los que el sudor se descargaba, ciñendo aún más si es posible las incómodas calzas de los actuantes.
Cuando finalizó la obra una verdadera ovación se abatió sobre la sala dando por finalizada la catarsis colectiva de los espectadores y encerrando la perturbadora visión de aquellas nalgas y vergas marcadas por el calor y la transpiración producida por esa puesta en escena tan extraña como desafortunada.
Efraín salió con Margarita tomada de su mano hacia la Vespa estacionada, y en unos pocos minutos estaban de nuevo en su sala. Ella, muerta de calor, corrió a la ducha para refrescarse y él encendió el aparato de música escogiendo un concierto de Mozart para disminuir los latidos de su pecho.
La esperó en el dormitorio, ya despojado de su ropa con la intención también de tomar una ducha rápida para bajar su excitación que parecía interminable. Pero cuando ella volvió, oliendo a rosas, la acercó a sí sobre la cama y comenzó a besarla larga, apasionadamente, con un ansia totalmente renovada.
Casi sin preámbulos, él, que era tan tierno y experiente en cosas de cama, colocó su miembro firme y reluciente en la entrada de la vagina perfumada y se introdujo buscando en lo profundo el alivio que ambos precisaban. Sólo tres o cuatro estocadas seguras y largas bastaron para que se derramara y ella sintiera estremecer en olas concéntricas el orgasmo que se avecinaba inexorable desde la profunda inmensidad de su flor palpitante y mojada. No se retiró empero, dejando que ella cercara su verga ya satisfecha con la vaina de algodones de su musculatura que aflojaba y contría con la pericia de tantos años de amor y connivencia. Pero ella hizo algo inesperado: llevó un índice hasta el diminuto hueco que el falo de Efraín dejaba en su interior y lo untó de jugos antes de buscar el ano masculino y presionar la entrada, imperativo y dictatorial como todo índice. Lo metió en él con decisivo gesto, buscando el esfínter para rodearlo de placer y dilatarlo, sintiéndose osada y vindicante.
Efraín, en medio de la sorpresa, la dejó hacer, recibiendo en ese dedo femenino, simbólico y desacostumbrado, la verga enhiesta y dura del de jubón verde manzana. Hizo lo propio, pero fue su propia saliva la que acarameló su grueso dedo mayor para hundirlo en el culo de su esposa con la generosa intención de que sintiera también el placer vicario del actor sudado. Y pensó además que al mismo tiempo, un tiempo fundido entre símbolo y espacio, también estaba compartiendo ese inmenso placer y excitación con su desconocido y nuevo amigo Pablo.
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