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El día siguiente fue extraño: muy extraño. Recordaba los últimos tres días como en un sueño intenso, pero el dolor de la piel, y sobre todo de mi zona vaginal, me confirmaba que todo había sido muy real.
Me costó una barbaridad salir de la cama yo sola sin la ayuda de papá. Un par de horas antes desperté con su polla en la boca, mientras con el móvil daba instrucciones a su secretaria: su rutina habitual. Siguió en mi boca hasta que se corrió, posiblemente porque era consciente de que no tenía el chocho para fiestas. Cuándo se corrió, cómo siempre me lo tragué, y a los pocos segundos sentí, no sin dolor, cómo me aplicaba algún tipo de crema en la vagina. Siguió aplicando dónde tenía las marcas más pronunciadas, y finalmente, me tragué un par de comprimidos, me dio un sonoro azote en el trasero, me arropó, apagó la luz y se fue a trabajar.
A media mañana, estaba cómo una campeona intentando bajar las escaleras, agarrada con las dos manos al pasamanos. A medio camino, recordé que me había dejado el móvil arriba y resoplando di media vuelta y empecé a subir. Al cabo del rato, sudando cómo una cerda llegué al salón. Tuve que sentarme en una silla para descansar, y desde allí, repase el salón. ¡Joder! Tenía que barrer, pasar el trapo del polvo y algunas cosas más, pero no me sentía con fuerzas. Tampoco quería que papá me regañase por no hacerlo, y con dificultad me volví a levantar encaminándome a la cocina. Sonó el móvil y rápidamente, apoyándome en todos los muebles que encontraba a mi paso, regresé al salón dónde lo había dejado. Era papá.
—¿Si papá?
—«No hagas nada y descansa…».
—Pero hay cosas que hacer.
—«Ya me has oído».
—Vale papá, cómo digas.
—«Muy bien. Presta atención: va a ir a verte un amigo mío que es médico. Creo que ya te he hablado de él. Te va a hacer una revisión: sobre todo la vagina que es lo que peor tienes».
—Papá, yo creo que no hace falta, —dije no muy convencida. Toda la zona genital me dolía una barbaridad, pero me aterrorizaba la idea de un desconocido, por muy amigo de papá que fuera, estuviera hurgándome ahí sin estar el delante—. Seguro que en un par de días…
—«Anita, no me discutas. Va a ir, te va a mirar y se ha acabado. ¿Entendido?».
—Si papá: cómo tú digas.
—«Muy bien. Le tienes que pagar: ya me entiendes».
—¿Y cuánto…? —paré la pregunta porque me di cuenta de a que se refería papá—. Si papá, cómo digas.
—«Muy bien: buena chica. Obedécele en todo. Espero que no me vuelvas a defraudar».
—Nunca más te voy a volver a defraudar, papá.
—«Perfecto. Llegará cómo en una hora: procura estar preparada» —y no pude decirle que si porque cortó la comunicación.
Pensé en subir al baño a ducharme, pero desistí de la idea: no me veía con fuerzas para subir la escalera y volver a bajar a abrir la puerta. Me notaba un poco tensa, iba a ser la primera vez, que iba a estar con otro hombre que no era papá, sin estar el presente. Instintivamente, me llevé la mano al chocho: deseaba tocármelo pero desistí porque el solo roce me causaba dolor, y era un dolor que no me gustaba: no me lo proporcionaba papá.
Pasado el tiempo que más o menos había dicho, sonó el timbre del telefonillo de la puerta de la valla. Me puse la bata que siempre tenía colgada del perchero junto a la puerta y contesté.
—¿Si?
—¿Anita?
—Sí, sí.
—Me manda tu padre: abre.
La orden, junto a la palabra “padre” hizo que automáticamente pulsara el botón de apertura de la puerta. Abrí antes de que llamara y sin decir nada entró hasta el salón sin siquiera saludar. Cerré la puerta y le seguí deteniéndome a un par de metros de él. Me miró de arriba abajo detenidamente. Era muy mayor y posiblemente estuviera jubilado, o al menos esa era la impresión que daba. Tenía una barba blanca muy crecida que en parte ocultaba las arrugar que surcaban su rostro. En la mano llevaba un maletín médico de los muy antiguos, de los que salen en las películas del oeste, junto a un maletín metálico pequeño.
—¿Por qué sigues con la bata puesta?
Rápidamente me la quité dejándola sobre la silla. Se acercó y cogiéndome del brazo me hizo girar para observarme el culo totalmente amoratado. Sus ademanes bruscos me atraían mucho y empezaba a sentir cierta excitación. De todas maneras, nada parecido a lo que sentía con papá: a estás alturas, con él, ya estaría muy mojada.
—Ya veo que a tu padre se le ha ido la mano. Es raro porque es un hombre muy comedido. ¿Qué le has hecho para que te castigue así? Da igual, no necesito saberlo: seguro que lo merecías, —mientras el hablaba, yo permanecía en silencio con la mirada baja. Con la mano me subió la barbilla y me miró la cara detenidamente—. Eres tan preciosa cómo tu madre, y espero que igual de servicial. Al menos eso me ha asegurado tu padre.
Empezó a sobarme la nuca y espalda con una mano, mientras con la otra me sujetaba del pelo y sumergía sus labios en mi cuello. Mientras lo hacia, intentaba restregar su paquete en mi cadera. Estuvo un rato así hasta que por fin, tiró de mí hacia abajo para que me arrodillara. Lo hice con cierta dificultad y entonces se desabrochó los pantalones y se los bajo junto a los calzoncillos. Lo que me encontré me dejó tan estupefacta que me costó trabajo disimular la sorpresa: una gran masa de pelos en cuyo interior se vislumbraba algo.
—¡Vamos! ¿A qué esperas? —dijo bruscamente denotando cierta impaciencia.
Aparté los pelos y apareció la polla más ridícula que hubiera podido imaginar, y eso que ya estaba morcillona. Exagerando un poco, tendría unos diez centímetros, que ya le hubieran gustado a él. Acerqué mis labios y la atrapé con la boca. Empecé a chupar y me empezaron a entrar ganas de estornudar: esa enorme cantidad de pelos me hacían cosquillas en la nariz. Ese tío me empezaba a repugnar, pero hice de tripas corazón: papá quería que estuviera con él y que se fuera contento.
Seguí chupando y aquello creció un pelín más, pero poco más. Me estaba desagradando tanto, tanto pelo, que decidí emplearme a fondo con la lengua. El desenlace fue rápido: un par de minutos después protagonizó una corrida patética. No me gusto el sabor, ni mucho menos me lo tragué. Antes de que pudiera decírmelo, ya lo había escupido con cierta elegancia.
Estuvo unos minutos restregándome el pingajillo en lo que rápidamente se había convertido su polla.
—Vamos a ver cómo está eso, —dijo mientras se subía los pantalones. Me costó trabajo ponerme de pie: no me ayudo y lo tuve que hacer yo sola mientras me miraba indiferente.
Apartó lo que había sobre la mesa del comedor y me dijo que me tumbara sobre ella. Me subió las piernas y las separó, y tirando de mí, puso mi trasero en el borde de la mesa. Después se sentó en una silla y abrió el maletín.
—Es una lastima que tu padre te haya estropeado el chocho de esta manera: es precioso. Pero no te preocupes, volverá a estar cómo antes y tu padre se alegrara.
Metió un dedo en el interior de mi vagina y estuvo explorando. Lo hizo sin ponerse un guante el muy cerdo, pero no hice nada que pudiera denotar desagrado. Sacó algo de maletín que identifiqué rápidamente: era un speculum. Con los dedos de la mano separó los labios vaginales mientras con la otra mano insertaba el instrumento. Estaba muy frío. No me dolió la penetración, pero si cuándo empezó a abrirlo. Era un dolor localizado en el exterior y eso me tranquilizó un poco: al menos, parecía que interiormente no tenía nada. Notaba el chocho tremendamente abierto y me dolía hasta el punto de empezar a quejarme mientras las lágrimas corrían por mis mejillas.
Indiferente a mis quejas siguió abriéndolo. Después, cogió una linternita y estuvo alumbrado el interior bastante tiempo mientras emitía sonidos guturales, pero que no sabía identificar en que sentido lo hacia.
—Muy bien: no tienes nada interno, —dijo finalmente—. Tu padre te puede seguir follando sin problemas.
Noté cómo la presión disminuía hasta que finalmente lo saco. Acto seguido, introdujo uno o dos dedos en el ano, lo que me hizo dar un pequeño respingo: no me lo esperaba.
—Vamos, que no es lo primero que te meten por el culo, seguro que tu padre se pone las botas contigo, —y sacando los dedos me introdujo el speculum. Me hizo un daño horrible. No me lubricó previamente y lo hizo de una manera muy brusca. Sentí cómo el ano se ensanchaba hasta más allá del diámetro de la polla de papá—. ¿Sabes? Esto no vale para nada, pero me gusta hacerlo. No te preocupes que no se te va a romper.
Entonces prestó atención al clítoris dejando el instrumento introducido. Lo cogió con dos dedos y los dejó al descubierto. Eso si que me dolió.
—Sí, lo tienes muy inflamado, pero ahí no vamos a hacer nada. En la zona vaginal si, esta muy congestionada, y aunque normalmente dejaríamos que el tiempo actúe, a ti te lo voy a punzar porque me da la gana, y te va a doler.
Sus palabras me aterrorizaron y le mire con ojos de pánico. Yo creo que era lo que buscaba: aterrorizarme. Sin ninguna duda lo consiguió. Sacó una madeja de cuerda del maletín y me ató las manos hacia atrás, por encima de la cabeza, a una de las patas de la mesa. Después, le llegó el turna a las piernas, así cómo estaban: flexionadas y muy abiertas.
No sé cómo lo hizo, porque cerré los ojos para no verlo. Empecé a sentir los pinchazos y el dolor era indescriptible. Comencé a chillar mientras intentaba resistirme, pero las cuerdas lo impedían y me hacían mucho daño en las muñecas.
No sabría calcular cuánto tiempo estuvo pinchándome, pero se me hizo muy largo y doloroso. Sudaba a mares y mis quejas eran continuas. Incluso llegue a olvidar que tenía un speculum abriéndome dolorosamente el culo.
Oí el sonido característico de un mensaje de whassap y cómo dejaba de pincharme. Descansé de la “cura” a la que me estaba sometiendo mientras tecleaba en el móvil. Mi respiración y mis latidos se fueron normalizando.
—Tu padre es un blando, —dijo dejando de mala gana el móvil sobre la mesa. Se puso a manipular el speculum y noté con alivio cómo mi ano perdía tensión y lo sacaba—. Contigo le pasa cómo con tu madre: si me hubiera dejado la habría hecho diabluras, pero en fin, que le vamos a hacer. No me gusta estropear mercancía ajena.
Cogió unas gasas y después de echar algún tipo de desinfectante, me estuvo limpiando. Después, sacó un tuvo de pomada del maletín y empezó a untarme toda la zona genital mientras me lo masajeaba vigorosamente. De nuevo me hizo daño pero intente aguantar. A continuación, me masajeo el clítoris e inmediatamente noté una punzada de placer a pesar de que me dolía. Instintivamente arqueé la espalda.
—¡Mira la zorrita! Parece que te gusta, —dijo al percatarse. Insistió sobre mi clítoris hasta que empecé a sentir que me iba a llegar un orgasmo. El también lo notó y agarrando uno de mis doloridos pezones me lo retorció con saña. Fue cómo si hubiera pulsado un interruptor: inmediatamente me corrí.
Ya sé que un orgasmo es un orgasmo, pero no fue tan intenso, tan brutal cómo los que me proporciona papá: ni mucho menos. Al principio estaba un poco confundida: no creía posible tener un orgasmo sin la intervención de papá, pero luego recordé que me había ordenado servir a este tipejo en lo que quisiera, y por lo tanto, estaba condicionada por esa orden. Pero la verdad es que estaba un poco jodida: no me gustó tener un orgasmo con alguien tan repugnante cómo este doctor. Y es que se me había atravesado, y no era tanto lo que me había hecho, que casi en el fondo me daba igual, cómo su aspecto, su forma de comportarse o de hablar.
Cambio de pomada y vi que era Thrombocid. Sin desatarme, siguió masajeándome por todas las zonas que tenía con moratones fuera de la zona genital. Después me desató y cuándo estuve de pie, me aplicó la pomada en la espalda y el trasero. Me di cuenta de que la zona vaginal me dolía mucho menos y que casi podía moverme sin dificultad.
Le vi hurgar en el maletín y cómo sacaba un par de jeringuillas desechables. Debió de ver la cara que puse porque se echó a reír.
—Tranquila mujer, que tu papá no quiere que te haga nada más. Te voy a inyectar un antiinflamatorio, pero antes te voy a sacar sangre para unos análisis, —y enseñándome un bote de plástico, añadió—: y vas a mear aquí para otro de orina.
Me lo entregó y me indico que lo llenara allí mismo. Me puse en cuclillas y mientras con una mano me sujetaba a la mesa, con la otra puse el bote bajo mi chocho y oriné, no sin cierto apuro. Se lo entregué lleno, lo cerró y empezó a ponerle unos tubos estrechos que se llenaban solos. Cuándo tuvo tres, los introdujo en el maletín metálico. A continuación, con una de las jeringuillas me extrajo sangre y llenó otros tres o cuatro tubitos que también metió en el maletín y lo cerró. Preparo la inyección y después de pasarme un algodón me pincho en el glúteo. Me dolió un montón.
—Esto te va a ir bien, pero te va a dejar la pierna tiesa durante un rato, —y dejando unas ampollas sobre la mesa, añadió—: dile a tu padre que te ponga una al día. El sabe hacerlo.
Mi padre es un maquina: también pone inyecciones. ¡Joder! La verdad es que prefería que me la pusiera cualquiera antes que el asqueroso este. No me extraña que mama estuviera dormida cuándo este tío se metía en su cama y la sobeteaba. ¡Por Dios, que asco!
Se fue después de estar un rato chupeteándome con su repugnante lengua en la puerta de casa. Me lleno de babas toda la cara. Cuándo le vi salir por la puerta de la valla, a pata coja entre en la cocina y me estuve lavando concienzudamente la cara con el jabón de fregar que era lo que tenía más a mano: casi utilizo también el estropajo.
Tengo que reconocer que me dolía bastante menos la zona genital, pero a cambio, la pierna la tenía tiesa. En fin, me agarré a la escoba y estuve barriendo un rato largo: el movimiento me venia bien, y la verdad es que cada vez me dolía menos.
A la hora a la que tenía que llegar papá, subí al baño y me duché: quería estar preparada para él. Cuándo llegó, lo primero que hizo fue descargarse. Se la estuve chupando durante mucho tiempo. Noté cómo se retenía y me la sacaba de la boca cuándo veía que se iba a correr, y luego volvía a empezar. Finalmente, se corrió. Yo no lo hice, pero era tremendamente feliz siendo “usada” por papá: había comprendido que esa era la meta de mi vida.
Durante los siguientes días fue muy delicado conmigo. Aunque durante esos días me hizo gozar cómo una perra, lo cierto es que no me dio caña de verdad, cómo el sabe hacerlo: esperó a que estuviera totalmente recuperada.
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