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Anita de tus deseos (capitulo 13)

Me desperté a eso de las nueve y papá nuevamente no estaba en la cama. Me levante, fui al baño, me mire en el espejo y vi que la inflamación de los correazos había remitido aunque se veían todavía las marcas rojas. No sé cómo explicarlo, y posiblemente alguien pensara que estoy loca, pero lo cierto es que me sentía orgullosa de esas marcas. Pasé la yema de los dedos sobre ellas y noté el ligero abultamiento que presentaban, y me excité levemente.



Bajé a la planta inferior y oí a papá que trajinaba en el sótano.



—Buenos días papá. ¿Quieres que prepare el desayuno? —pregunté desde la cocina en lo alto de la escalera. Lo hice un poco temerosa porque todavía no sabía a que atenerme y si dirigirme así a papá era lo correcto.



—Sí, prepara algo, —contestó desde el sótano con naturalidad—. Prepara también algo de pasta para comer a medio día.



Me puse rápidamente a preparar las cosas, y mientras lo hacia, oía a papá trabajar en el sótano. Lo que más me llamaba la atención es que oía la taladradora y estaba muy intrigada por saber que estaba preparando. Intrigada y excitada, y mientras preparaba las cosas no podía evitar que de vez en cuando me tocara el chocho con la mano.



Casi estaba preparado cuándo papá subió. En ese momento estaba en el fregadero lavando unos vasos, se acercó por detrás y sin decir nada me agarró por las caderas y me la metió hasta el fondo con fuerza. Fue tal la oleada de placer que sentí al notar su polla presionar en fondo de mi vagina, que se me aflojaron las piernas y grité cómo preámbulo de un montón de gemidos. Me folló con saña, me tiró del pelo hacia atrás y me daba azotes en las nalgas. Y todo frente a la ventana, aunque desgraciadamente no se veía mucho desde la calle. Me corrí un par de veces antes de que papá se corriera. Cuándo lo hizo, me soltó el pelo y cogiéndome de la caderas apretó fuerte varias veces mientras eyaculaba.



Salio de mí, y me dejó apoyada en el fregadero mientras me recuperaba y su abundante semen se escapaba de mi vagina. Se sentó a la mesa y esperó a que terminara de limpiarme con papel de cocina. Después, le serví café y me senté a la mesa. No desayune mucho: café y alguna galleta. La noche anterior no cene, pero no tenía hambre.  Los nervios y la incertidumbre sobre lo que papá había estado preparando en el sótano me atenazaban el estómago. Sé que se dio cuenta, pero no dijo nada. La verdad es que no dijo nada de nada: permaneció en silencio mientras desayunaba.



—Si ya has terminado vamos a bajar, —dijo cuándo termino su café.



—¿Quieres que me duche antes? —pregunté levantándome.



—No, no es necesario. Vamos, —y se dirigió a la escalera. Le seguí, y cuándo llegué abajo pude comprobar que los aparatos de musculación, la cinta de correr y la bici de spinning ya no estaban en el centro cómo antes. Ahora estaban bien colocadas en un lateral, dejando libre más de la mitad del sótano. Dónde estaban antes, ahora había, en un lateral, una gran mesa de madera maciza con grilletes de cuero y cadenas en las esquinas, una cama que era un somier con patas y un colchón, ocupaba otro lateral. Dos maderos cruzado en forma de aspa, formando la cruz de san Andrés, estaban en la otra pared libre. Un sillón de los que usan los ginecólogos ocupaba un rincón, y en el otro, un potro parecido a los que se usan en gimnasia. De una de las vigas del techo, colgaba una polea doble por dónde serpenteaba un cable que terminaba en un gran mosquetón y empezaba en un cabestrante con manivela que había en la pared, en un rincón. Por último, reparé en un mueble auxiliar con ruedas y con cajones de cuyos laterales, en unos colgaban varios tipos de látigos y del otro, varias madejas de cuerda.



Estaba estupefacta. ¿de dónde había salido todo esto? Si de algo estaba segura es que en casa no estaba. Papá lo debió adivinar.



—Todo esto lo tenía en un trastero de alquiler. Lo llevé allí después de la muerte de tu madre, y ayer por la mañana lo he traído.



—¿Mama usaba todo esto?



—No. Yo usaba todo esto con tu madre, —respondió muy serio.



Instantáneamente me llevé la mano al chocho y noté cómo la excitación aumentaba en mí. Papá también lo vio, pero no dijo nada. Abrió uno de los cajones del mueble y sacó unas muñequeras. No eran cómo las otras: estás tenían unas piezas de cuero a los lados rematados por unas argollas. Me las puso ajustando bien las correas y después cogió una barra de hierro rematada en los extremos por mosquetones y la sujetó a las muñequeras. Sujetó la barra al mosquetón de la polea y empezó a dar vueltas a la manivela. La barra fue subiendo hasta que llegó al tope. Mis pies se fueron despegando del suelo hasta que quedaron a medio metro. Notaba la presión de las muñecas, pero no me dolía. Papá se aproximó empujando el mueble y se situó frente a mi. Empezó a pasar las manos por mis costillas, nítidamente marcadas. Estaba muy asustada, pero al mismo tiempo estaba muy excitada. Sus manos recorrieron todo mi cuerpo, hasta que abriendo otro cajón sacó una tobilleras. Me las puso y atando cuerdas a sus argollas me separo las piernas atándolas a unos enganches que estaban taladrados al suelo. Mi cuerpo se convirtió en un aspa totalmente accesible a papá.



Siguió tocándome, hasta que finalmente su mano se alojó en mi vagina. Empecé a gemir y mientras me estimulaba con una mano con la otra empezó a darme azotes en el trasero. Llegué al orgasmo y mientras me corría, papá cogió un látigo con muchas puntas, un látigo de colas, y empezó a azotarme la espalda. Chillé, pero el orgasmo continuó en una mezcla de dolor intenso y placer. Se separó para poder golpear mejor y siguió azotándome con el látigo con un ritmo cadencioso. La espalda, los riñones, el trasero, los muslos: todo recibieron los impactos del látigo. Me retorcía colgada de la manos, pero al tener los pies también sujetos lo conseguía poco. Chillé con todas mis fuerzas y empezó a dolerme la garganta, pero papá siguió imperturbable. De repente, desde atrás recibí un impacto en el chocho, y luego otro, y otro. Chillaba aun más si eso fuera posible, lloraba, suplicaba, sudaba cómo yo creo que nunca he sudado, intentaba infructuosamente resistirme, y entonces, dejó de azotarme y puso su mano en mi vagina estimulándome vigorosamente. Fue casi instantáneo: empecé a gemir y a los pocos segundos me corrí llenándole la mano con mis fluidos. Siguió sobándome el chocho para alargar mi placer hasta que se separó, se puso delante de mi y empezó otra vez a azotarme, esta vez por delante. A pesar de tener mi movilidad muy reducida, intentaba esquivar un poco los golpes y creo que eso desagradó a papá. Me dio un último golpe muy fuerte en el abdomen, y se acercó al mueble. Buscó en los cajones y saco una mordaza de bola y una mascara. Me puso la mordaza, que era mucho más grande que las que había usado antes y además tenía agujeros, y a continuación me hizo una coleta antes de ponerme la mascara. Era cómo un casquete que me cubría toda la parte superior de la cabeza, los ojos incluidos, y se ajustaba con una correa por debajo de la barbilla. La luz desapareció para mi y ahora recibía los golpes de papá sin intentar evitarlos. Después de un rato largo de golpes, se centró otra vez en mi vagina. Me dolía una barbaridad pero la posibilidad de que volviera a estimulármela con la mano me hacia gozar con cada golpe. Insistió cómo si esperara algo: ¿seria capaz de correrme solo con los golpes? Ya lo creo: lo hice. Noté cómo el placer aumentaba con cada golpe y cuándo llegué al orgasmo y mis abdominales se contraían, dejó de golpear y me agarró el clítoris con los dedos. Empezó a retorcerlo y me creí morir. Berreé, chillé y me meé. Un mar de babas salía por los agujeros de la mordaza. Entonce las fuerzas me abandonaron y me quedé inerte, aunque no podía evitar el ligero temblor que se adueñó de mí. Mientras seguía acariciándome el chocho, con la otra mano recorría todo mi cuerpo sudoroso. Su mano se deslizaba por el cómo por una pista de patinaje. Creo que se quitó la camiseta y con ella me secó el sudor. Cuándo terminó, empecé a notar nuevamente el dolor de las muñecas mientras oía cómo rebuscaba algo en los cajones. Le noté a mi lado y me llegó un inconfundible olor a alcohol. Volvió a pasar sus manos por mi cuerpo y sentí el tremendo escozor del líquido sobre las erosiones de los latigazos. Me quejé mucho, pero mucho más cuándo pasó su mano mojada por mi chocho. Entonces me retorcí, o al menos lo intenté. Lloraba a lágrima viva bajo la mascara pero papá no se enterneció y continuo mojándome con el alcohol. Sin esperarlo, sentí que algo me presionaba el ano y se abría paso por él. De lo que estaba segura es de que no era lo polla de papá: era algo mucho más fino, y además vibraba. No opuse resistencia: no podía. Empezó a follarme el culo con el vibrador al tiempo que con la otra mano me daba golpes en el chocho. ¡Dios! Me dolía. Me gustaba. Notaba cómo el deseo se volvía a adueñar de mí sin poder evitarlo, pero esta vez tardé mucho más en correrme. Cuándo lo hice, siguió un rato más acariciándome, hasta que finalmente, me sacó en vibrador del culo y me dio un fuerte azote con la mano en la nalga.



No sé cuánto tiempo estuve colgada en total pero fue mucho. Las muñecas y los hombros me dolían terriblemente. Noté cómo papá me abrazaba y sujetaba un poco el peso de mi cuerpo. Sentí sus besos en mis tetas y cómo me olía. En ese momento era tremendamente feliz.



Cuándo se cansó, noté que me soltaba los pies que quedaron inertes sin tocar el suelo. Oí cómo accionaba la manivela y empezaba a descender hasta que mis pies tocaron el suelo y mis piernas se flexionaban sin resistencia. El descenso paró y papá me rodeó con un brazo mientras con la otra mano soltaba los mosquetones de la barra. Cuándo quedé libre, me cogió en brazos y me depositó suavemente en el suelo. Me quitó la mordaza y sentí placer al poder mover la mandíbula. Era una sensación extraña. Por un lado estaba agradecida porque me quitara la bola, pero por otro lado ni me planteaba que había sido él quien me la había puesto. Era todo muy confuso para mi mente. A pesar del terrible castigo, sentía una devoción sin limites hacia él y solo deseaba que siguiera.



A continuación me quitó las muñequeras y las tobilleras, y por último la careta. La luz me deslumbró un poco. Con los ojos entreabiertos vi que papá estaba de rodillas a mi lado mientras yo permanecía encogida de lado en el suelo. Me arrastré hacia el acercando mi cara a su bragueta y con la mano le saqué la polla y la introduje en mi boca. Me dejó chupar y su polla fue creciendo en el interior de mi boca mientras me acariciaba el pelo. Estuve un buen rato hasta que finalmente se corrió.



Me ayudó a levantarme y a subir las escaleras. Estaba muy dolorida y cuándo me senté en la silla casi no podía apoyar el culo: sin lugar a dudas, era la zona que más latigazos había recibido junto con la genital.



Papá me dio una bebida isotónica y se puso a preparar la comida. Cuándo tuve el plato delante empecé a picotearlo con desgana. No me quitaba ojo.



—Anoche no cenaste. Esta mañana has mordisqueado una galleta, y ahora picoteas la pasta, —mientras lo decía, se levantó, sacó una botella de vino blanco de la nevera y me sirvió un vaso—. Quiero que te comas todo lo que hay en ese plato. A duras penas termine y mientras apuraba mi vaso de vino papá recogió la cocina.



Fuimos al salón, se preparó una ginebra y se sentó en el sofá. Me tumbe a su lado con la cabeza sobre sus piernas. No sé cuánto tiempo estuvimos así porque me quedé dormida mientras papá me acariciaba el pelo.



Me desperté porque papá me daba unos golpecitos en el trasero.



—Vamos a continuar, —dijo, y me sorprendió la rapidez con la que me levanté. Podía imaginarme todo tipo de torturas terribles, pero parecía que estaba deseando que me las aplicara.



Bajamos al sótano y me situé en el centro: no sabía que debía hacer. Me agarró por el brazo y me aproximo al sillón de ginecólogo. Con cinta de embalar me sujetó los brazos a la espalda con los antebrazos paralelos. Me sentó en el sillón y coloqué los pies en los soportes. Me pasó cuerdas por las axilas y me sujeto fuerte a los enganches que había debajo. En esa posición no podía mover la parte superior del tronco lo más mínimo y mis tetas se disparaban hacia delante quedando totalmente expuestas. A pesar de la incomodidad de la postura estaba extrañamente tranquila: consideraba lógico el sufrimiento que papá me iba a proporcionar. Lo que si estaba es excitada: los preparativos me tenían en ese estado.



Con más cuerdas, me sujeto los muslos, por las ingles, a los soportes para las piernas, e hizo lo mismo a la altura de las rodillas y en los tobillos. Intenté moverme, pero no pude.



Papá acercó el mueble, abrió un cajón grande que había abajo del todo y empezó a sacar cables. Mi respiración se empezó a agitar y preferí no mirar girando la cabeza hacia el otro lado. Puso una mano sobre el vientre y me acaricio para tranquilizarme. Le miré agradecida y me recompensó con una leve sonrisa mientras bajaba la mano hasta mi vagina, que seguía dolorida e inflamada por los latigazos de la mañana. Papá la agarró con fuerza y me produjo una sensación de dolor y placer que me dejó sin respiración, fue cómo si el dolor se convirtiera en placer, en un placer intenso que casi me dejó sin respiración. Después, subió la mano hasta que empezó a masajearme una teta para terminar pellizcándome un pezón hasta que se puso duro. Entonces vi cómo lo cogía con unas pequeñas pinzas metálicas dentadas que estaban al final de uno de los cables. Me dolió, pero me gustó. Hizo lo mismo con el otro pezón una vez que también lo endureció.



En la casa interna de los muslos pegó cuatro parches, y otros cuatro en la parte inferior de mi vientre, justo sobre mi inexistente monte de Venus. Mi respiración volvía a estar agitada con tantos preparativos y papá me tranquilizo otra vez acariciándome la vagina, esta vez con suavidad. Después, sacó de otro cajón una mordaza, que era un aro ensartado por un dildo para el interior de la boca y un antifaz para los ojos y entonces deje de ver y todo fueron sensaciones. Notaba cómo el dildo casi llegaba al fondo de la garganta, pero no hasta el punto de provocarme una arcada. Noté que papá se sentaba entre mis piernas y oí cómo se activaba un vibrador. Noté algún tipo de líquido viscoso en mi clítoris y cómo el vibrador empezaba a estimularlo. Notaba cómo el placer y el deseo aumentaba paulatinamente, pero cuándo estaba a punto de romper el orgasmo, paró y me dejó relajarme un poco. A los pocos segundos volvió a empezar y a repetir la misma operación. A la tercera, si me dejó llegar y entonces noté cómo se activaban los parches con tal potencia que crisparon mi cuerpo mientras me corría inmersa en un mar de dolor y placer. No desactivó los parches y siguió con la estimulación del clítoris hasta que llegué a otro, y luego a otro. Gritaba, pero el sonido se quedaba amortiguado por la mordaza. Dejó de estimularme el clítoris y siguió con los parches. Seguía sintiendo placer a pesar del dolor. No cómo con la estimulación del clítoris, pero sentía mucho placer. Para que llegara a un nuevo orgasmo, papá esporádicamente me ayudaba dándome unos toques con la mano en la vagina. Tarde mucho, pero al final lo conseguí y me corrí. Sentí cómo los parches perdían potencia y mi cuerpo se relajó. Notaba cómo sudaba a mares, cómo las babas salían de mi boca mojándome la barbilla y chorreando por el cuello, y respiraba con cierta dificultas por la nariz. Se dio cuenta y me quito el dildo dejando el aro que mantenía mi boca abierta. Con el aporte de tal cantidad de aire casi me corro otra vez.



Me dejó descansar un rato mientras me quitaba los parches, pero me dejó las pinzas de los pezones, y sin previo aviso noté cómo se activaban y la corriente pasaba por ellos produciéndome un dolor indescriptible. Incluso llegué a pensar que iban a explotar. Estuvo un rato largo, o al menos me lo pareció. Chillé a pleno pulmón. Después, bajo la intensidad de golpe y me masajeó las tetas. Al rato, empezó otra vez: el mismo tiempo, el mismo dolor y los mismos gritos. Un nuevo descanso y vuelta a empezar, pero esta vez empezó a estimularme el clítoris otra vez con el vibrador. Aunque tarde, tuve un orgasmo tan tremendo que cuándo papá apagó el aparato tenía espasmos por el cuerpo y perdí un poco la consciencia. Cómo en sueños, noté cómo me quitaba las pinzas y cómo me masajeaba: primero los pezones y luego el resto de las tetas. Con cuidado me quitó lo que quedaba de la mordaza y posó suavemente la mano en mi vagina. Tenía la vagina extremadamente sensible y el clítoris tan abultado que pensé que iba a salir disparado. Me pasaba la palma de la mano y me cría morir: el roce con el clítoris era devastador. El dolor era tremendo y el placer brutal, y sobre todo, cómo ya he explicado en otra ocasión, la inmovilidad, la incapacidad absoluta a resistirte a algo que es inexorable.



Me corrí otra vez y no seria capaz de decir cuantas veces lo hice esa tarde. Papá no parecía dispuesto a terminar ya, todavía no me había follado, y por supuesto yo no me iba a oponer a nada: si algo estaba claro es que soy suya, mi vida es suya, soy de su propiedad conscientemente, y eso me hace muy feliz.



Pues no me folló. Estuvo un ratito soltando mis piernas al tiempo que me acariciaba. Permanecí con los ojos cerrados mientras lo hacia. Después soltó las ataduras que sujetaban los brazos al sillón, e incorporándome, cortó con una navaja la cinta adhesiva.  Me recostó otra vez sobre el sillón y estuvo masajeándome los hombros, y sobre todo los brazos para reactivar la circulación. Abrí los ojos y le estuve mirando cómo hipnotizada mientras lo hacia. El me miraba y me sonreía.



—¿Estás bien? —preguntó y afirmé con la cabeza—. Quería hacer algo más esta tarde, pero lo vamos a dejar para mañana. Además, ya es tarde y estás muy cansada, ¿verdad? —volví a afirmar con la cabeza—. Muy bien: buena china.



Me ayudo a levantarme, pero cuándo me puse de pie las piernas no me aguantaron: al cansancio había que unir la inmovilidad de toda la tarde. Papá no me dejó caer y rápidamente le levantó en brazos y subió las escaleras: sabía perfectamente que estaba fuerte pero no imagine que tanto. Llegamos a la cocina y siguió al salón y subió de tirón a la planta de arriba.



Me deposito suavemente sobre la cama y ahora le miraba cómo si también fuera Superman. Se inclinó sobre mi y me besó en los labios.



—Tengo mucha sed papá, —dije cuándo se separó.



Rápidamente bajó a la cocina y al momento estaba a mi lado de nuevo. Se sentó en la cama con la espalda apoyada en el cabecero y me atrajo hacia el abrazándome. Me estuvo dando agua en pequeños sorbos hasta que termine la botellita. Después me dejó sobre la cama y se fue al baño. Oí cómo empezaba a llenar la bañera mientras yo permanecía con los ojos cerrados. Tenía unas ganas enormes de dormir.



No le oí regresar, pero noté que me levantaba en brazos y me llevaba al baño. Se metió en la bañera, y conmigo en brazos se sentó no sin cierta dificultad. Sentí escozor en los verdugones de los latigazos por la acción del agua caliente. Me estuvo enjabonando con suavidad, tanto que casi me acariciaba más que frotaba. En ocasiones me quejaba cómo cuándo pasaba la esponja por mi maltrecha vagina. Estuvimos tanto tiempo en el agua que cuándo me sacó tenía la piel un poco encallada. Me sentía muy recuperada: el baño y el descanso me habían venido muy bien. Salí del baño por mi propio pie y papá me entregó una bebida isotónica para que siguiera hidratándome.



Me ayudo a bajar a la planta de abajo y cenamos algo muy ligero: una ensalada y fruta, acompañado por una copa de vino.



Después subimos al dormitorio y papá se sitúo sobre mí. Me besó centímetro a centímetro todo el cuerpo y cuándo terminó por delante, me dio la vuelta empezando por detrás. Empezó por los pies y fue subiendo poco a poco deteniéndose un rato largo en el ano. Para entonces ya estaba jadeante y anhelando una penetración. Siguió subiendo hasta que llegó a la nuca. Apartó el pelo y mientras me mordía, notaba su polla entre mis nalgas. Intentaba favorecer la penetración, pero papá no tenía intención de entrar por ahí. Entonces, me giró otra vez, me separo la piernas, vi cómo se aplicaba lubricante en la polla y me penetró por la vagina. Me folló muy lento, desesperantemente lento. Quería alargar la penetración lo máximo posible mientras me mantenía abrazada y con el rostro a escasos centímetros del mío no perdía detalle de mis reacciones. Me corrí una primera vez, pero siguió en su cadencioso movimiento. El roce de la pelvis sobre mi tumefacto clítoris me enloquecía de placer. Y así es cómo gemía: cómo una loca. Finalmente, papá se contuvo un poco hasta que me llego un nuevo orgasmo y se corrió junto a mí.



Se separó y salio de la cama. Durante un rato estuvo mirándome, despatarrada y follada sobre la cama, con su abundante semen saliendo de mi chocho. Le mire sumisa y entregada.



—Lávate, y luego duérmete y descansa, —me dijo con una sonrisa—. Mañana continuaremos.


Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
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