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Angela&Manuel

La rutinaria vida de Angela se vio alterada cuando una de sus compañeras, con vista a su próxima graduación, organizó una fiesta. Ella no era afecta a ningún tipo de reunión, ya que, a su falta de formas y costumbres sociales, se agregaba el hecho de que no sabía bailar y tampoco le interesaba aprender.
Sin embargo, aquella era una ocasión especial que no se repetiría y tras la cual, seguramente jamás volvería a ver a muchas de sus condiscípulas. Empujada por el entusiasmo de su madre y asesorada por ella, compraron un vestido que, sin lujos, respondiera a la importancia de la ocasión.
Como si el volumen de sus pechos y glúteos la avergonzara, Angela acostumbraba a vestir ropas tan holgadamente informes como el uniforme colegial y ahora, al verse enfundada en ese vestido que, ciñendo su torso, exponía la abundancia de sus senos a través del profundo escote, se sintió tan incómoda como si estuviera en oferta, especialmente porque el vuelo de la amplia pollera plisada ponía en evidencia la contundente prominencia de las nalgas.
A pesar de todo, tenía que admitir que, por primera vez, se veía como una mujer y el conjunto no le desagradó, ya que el vestido blanco ponía en evidencia su corta melena rubia y la transparencia de sus ojos verdes mientras que los zapatos de taco alto destacaban lo torneado de las largas piernas estilizando su alta figura.
Bastante más reconciliada consigo misma, al llegar a la fiesta despertó la admiración de sus amigas que nunca la habían visto así y en medio de una nostálgica alegría por lo que quedaba atrás y lo que el futuro les depararía, se convirtió en la figura de la recepción por la euforia conque expresaba jubilosamente su hilarante jovialidad, especialmente fogoneada por el alcohol que no estaba acostumbrada a consumir.
Cuando alrededor de las tres de la mañana los invitados comenzaron a retirarse, Angela se acercó a la madre de su amiga para decirle que debía regresar a su casa. Viendo su estado, que no era de beodez pero tampoco de una lucidez absoluta, la atribulada mujer no se animaba a mandarla sola en un taxi y entonces, un tío de la muchacha, se ofreció a llevarla de camino a su casa.
Realmente, la distancia no era muy larga y el viaje en auto la despabiló un poco porque el hombre no la dejaba dormitar con sus preguntas acerca de su edad, si tenía novio, cómo se componía su familia y esas banalidades que la hicieron conservar la claridad de su pensamiento, permitiéndole observar que quien decía llamarse Manuel no debería de exceder los treinta y cinco años y que, manifiestamente, era soltero.
Al llegar a su casa, el hombre estacionó a unos veinte metros y luego, ayudándola a descender del auto, la tomó por un brazo para hacerla recorrer la distancia hacia la puerta en medio del ridículo tambaleo que le provocaban el alcohol y los altos tacones.
Con esa supuesta discreción que exigen los ebrios, ella le susurraba que no hiciera ruido mientras trataba inútilmente de meter la llave en la cerradura. Quitándosela, Manual abrió la puerta del amplio zaguán y cuando Angela entre chistidos incrementaba sus reclamos de silencio para no despertar a su madre, la empujó contra la pared al tiempo que cerraba la puerta tras él.
Aplastando su bajo vientre con una rodilla y cuando ella aun no recuperaba el aliento para reaccionar ante la agresión, en una sola maniobra bajó hábilmente los breteles del vestido junto con los del corpiño al tiempo que silenciaba su boca con la zarpa de una mano. El shock impedía a Angela rebelarse y soportando el cuerpo del hombre comprimiéndose contra el suyo, sintió la otra mano explorando en su muslo.
En una mezcla de caricia y apretujón, los dedos subieron alzando la falda, palparon apreciativos la solidez de las nalgas para, finalmente, hundirse por debajo de los elásticos de la bombacha a la búsqueda de la vulva. Con cierta delicadeza, hurgaron sobre la alfombrita velluda como guiándose y después se deslizaron sobre los labios mayores que se dilataron fácilmente, lo que les permitió escarbar entre los pliegues hasta rozar la húmeda lisura del óvalo.
Intentando rebelarse por ese contacto que ella misma sólo ejercía en sus masturbaciones, sacudía el cuerpo vanamente mientras sentía que ese roce ya no era tan sutil y las yemas de dos dedos se dieron concurso a restregar su superficie y excitar, ahora sí rudamente, la naciente dureza del clítoris para luego bajar hasta el agujero vaginal y penetrarlo lenta pero inexorablemente.
La mordaza de la mano fue suplantada por unos labios poderosos e, inevitablemente para poder respirar, Angela tuvo que abrirlos y entonces, la boca toda tomó posesión de la suya con violentos y húmedo chupones. Aun los besos más angurrientos que alguna vez entrecruzara subrepticiamente en la oscuridad de un cine con una amiga, palidecían ante la fortaleza de estos y su cuerpo respondió atávicamente en consecuencia.
Los dedos le proporcionaron por algunos momentos la más feliz y honda masturbación y viendo la mansa aquiescencia que le otorgaba la beodez, Manuel se separó de ella para contemplar golosamente su torso.
Como dos frutos oscilantes, los senos temblorosamente conmovidos se dejaban ver en toda su esplendidez y mientras recorría con golosos lengüetazos su cuello, no dudó en atrapar la tierna carnadura entre sus dedos. Asustada porque era la primera vez que estaba con un hombre pero contenta porque le sucediera aquello en ese momento en que indefinición sexual la angustiaba y contenta por su entusiasmo, Angela fue empujando su cabeza hacia los senos mientras le suplicaba estropajosamente que los chupara.
En tanto que los dedos palpaban, sobando la carne que paulatinamente iba cobrando volumen y firmeza, la lengua tremoló vibrante contra las alzadas aureolas para luego concentrarse en excitar la gruesa excrecencia de los pezones. El trepidante ondular húmedo sobre la elástica carnosidad estimulaba ardientemente a la muchacha quien, con la cabeza apoyada firmemente en la pared, dirigió su mano en procura de la entrepierna masculina.
A tientas y con mesura, fue explorando hasta ubicar el bulto endurecido de la verga restregándolo por encima de la tela y al comprobar el aumento de su rigidez, abrió la bragueta con manifiesta impericia, buscando con torpeza la tumefacta masa del pene. A pesar de su embriaguez, el húmedo y flojo colgajo le desagradó al tacto pero, sacándolo cuidadosamente, lo estrujó entre los dedos hasta que adquirió dureza. En tanto que él se hacía un festín en sus pechos, lamiendo, chupando y mordisqueándolos en su totalidad, ella comenzó a someter al miembro a una lenta e instintiva masturbación.
Exacerbado por la voluntariosa entrega de esa jovencita a la que suponía inexperta, el hombre dejó que la mano volviera a explorar por debajo de la falda para ir a rascar sobre en la alfombrita de fino vello. El sabía que una suave presión circular sobre la prominencia del huesudo Monte de Venus desquiciaría a la muchacha y allí concentró su accionar.
Efectivamente, aquello, sumado a lo que la boca y la otra mano efectuaban en los senos, trastornó a Angela de tal manera que mientras su mano se dedicaba a sobar en delicado vaivén al falo, la otra se alojaba en la base de los testículos, amasándolos con ternura. Intuitivamente, ella había separado las piernas y entonces, la mano masculina encontró expedito el camino para ubicar la caperuza del clítoris que sobresalía desafiante entre los labios de la raja.
Como un ágil gancho, el dedo mayor de Manuel estimuló al triángulo carnoso y aquello llevó un angustioso suspiro a sus labios mientras redoblaba el accionar de los dedos en las verijas. Como Angela parecía anhelar casi histéricamente tener la verga en su boca, él redobló las caricias a la vulva y, tras excitar los hinchados labios mayores en un delicioso periplo desde el clítoris hasta el mismo ano, presionó para que los dedos penetraran al óvalo humedecido por sus jugos y allí juguetearan vehementes con los repulgues de los pliegues y cuando ella inició un esbozado ondular de la pelvis, dos de ellos se introdujeron parsimoniosamente en la vagina donde se curvaron para rascar y escarbar rudamente en las mucosas vaginales.
Esa mutua masturbación los llevaba a proferir confusos murmullos donde se entremezclaban las más hondas expresiones de la sexualidad con delicadas exclamaciones de amor y placer. Los dedos rebuscaban en el canal vaginal y, finalmente, emprendieron un cadencioso ir y venir que por su intensidad la paralizó; gimiendo roncamente y farfullando insólitos reclamos de silencio, ella no sólo proyectó su pelvis contra la mano que la martirizaba para luego sacudirse en espasmódicas convulsiones sino que flexionando las piernas realizaba un lento galope y al cabo de unos momentos, le señaló quedamente que estaba obteniendo su orgasmo.
Apoyada desmayadamente contra la pared, sintió alborozada como los dedos zangoloteando en su sexo por unos momentos más para luego experimentar la dicha de los tibios arroyuelos de sus jugos escurriendo por los dedos y a lo largo de los muslos interiores. Con los ojos cerrados por el disfrute, consintió en que él le sacara la húmeda bombacha para después empujarla hacia abajo hasta quedar acuclillada y recibió con un suspiro anheloso el roce de la verga en sus labios.
Siempre había tratado de imaginar como sería tener una verga en la boca pero no conocía esa ansiedad que la compulsaba a hacerlo; dejando a la maleabilidad de los labios la tarea de envolver en remisos chupeteos al glande, formó con dos dedos un aro para envolver al tronco de la verga e iniciar un perezoso vaivén de arriba abajo. Alternando el accionar de los labios con el tremolante aletear de la lengua, fustigó rudamente la sensibilidad del surco y, cuando sintió como él se estremecía de placer, suave, muy suavemente, introdujo el pene en la boca hasta poco más allá del prepucio. Cerrando los labios a su alrededor, estableció un corto meneo succionante que se vio acompañado por el movimiento circular que hacía la mano en la masturbación.
Reprimiendo sus bramidos gozosos, Manuel imitaba un involuntario coito y entonces, decidida a satisfacerlo, satisfaciéndose a sí misma, Angela introdujo la verga en la boca hasta llegar al límite de la nausea para luego iniciar el camino opuesto, retirándola morosamente mientras los dientes trazaban surcos incruentos en la delicada piel del pene.
El asía su cabeza entre las manos y, manteniéndola fija, penetraba la boca como si fuera un sexo al tiempo que profería obscenidades sobre sus innatas condiciones de putita zagüanera. Chupando con ávida gula al falo, se aferró con una mano del muslo y envió la otra, que deambulaba sobre los testículos, a extender su recorrido hacia el breve pero sensible perineo para que la punta de su dedo mayor estimulara los apretados esfínteres del ano. Ella presumía que él se encontraba próximo a la eyaculación y, antes de chupar al falo hasta casi perder el aliento, mojó su dedo con abundante saliva para introducirlo lentamente al recto.
Aunque ella ya no era virgen a causa de sus masturbaciones y las que solía hacerle su amiga, sí lo era a manos de un hombre pero, sabiéndolo casi todo del sexo por lo que Susana le enseñara de su propia experiencia y había aprendido que por esa vía no se menoscababa al hombre sino que se estimulaba a la próstata, acelerando el placer y la emisión seminal. Hundiendo el dedo hasta que los nudillos se lo impidieron, masturbó la tripa con perezosos vaivenes que lo exacerbaron y, cuando él le anunció la pronta llegada de su eyaculación, necesitada de saber como era aquello de lo que tanto hablaban sus amigas, abrió la boca con desmesura para recibir en ella parte de la descarga espermática, que llegó en forma de espasmódicos chorros a los que tragó con verdadera fruición mientras sentía como su cara y pechos eran salpicados por los impetuosos estremecimientos seminales.
Esa eyaculación no bastaba para satisfacer a Manuel y su verga aun permanecía erecta. Reaccionando de la sorpresa que le proporcionaba la respuesta de la muchacha a esa violación por la que creyera tener que luchar pero que se le entregaba desfachatadamente excitada como una perra en celo, volvió a empujarla para que quedara apoyada contra la pared.
En esa posición, le alzó la pollera hasta la cintura y, tomando su pierna derecha para engancharla sobre sus riñones, fue pasando la verga sobre la vulva para comprobar la humedad que la excitación ponía en el sexo y, tras pincelearlo de arriba abajo con el glande aun humedecido por restos de semen y saliva, lo apoyó contra la entrada a la vagina y empujó. El sabía cual había sido el grado de penetración a que la sometieran sus dedos, pero no esperaba que el falo se deslizara dentro de ella con tal facilidad.
Asida con los dos brazos a su cuello, Angela se dio fuerzas para proyectar la pelvis y por vez primera sintió la carnadura de un miembro masculino dentro de su cuerpo. Instintivamente, se afirmó contra la pared e inició un lerdo meneo que, al tiempo que sentía como la verga era comprimida por los músculos vaginales que la ceñían inconscientemente en un movimiento de sístole y diástole, él elevó aun más su pierna encogida para comenzar un perezoso hamacar del cuerpo.
Predispuesta por el descubrimiento de su excitación ante un hombre, Angela recibió jubilosamente el paso del falo por su sexo y colaboró para que esos remezones le hicieran sentir todo el vigor de la penetración. Manuel sentía a través de la camisa como ella clavaba los dedos en su espalda y gimiendo roncamente, besuqueaba el cuello apasionadamente. Pero esa posición no sólo se le hacía incómoda sino que lo agotaba y arrastrándola con él, se sentó sobre el segundo escalón de la escalera, guiándola para que se ahorcajara sobre su entrepierna, no sin antes despojarla del vestido.
Acuclillada sobre él, fue descendiendo el cuerpo hasta que la verga rozó los inflamados labios y luego se introdujo en la vagina como en una vaina. Tal vez fuera por la posición o porque su sexo estaba más sensibilizado, pero el falo parecía cobrar otra dimensión y siguió inclinándose para seguir descendiendo hasta que los labios dilatados de la vulva se estrellaron contra el vello púbico masculino.
Sosteniéndola por las caderas, él proyectaba su cuerpo con tales bríos que la punta de la verga golpeaba dolorosamente el cuello uterino pero, exaltada por aquella primera cópula, Angela no sólo aguantó estoicamente esos remezones violentos sino que ella misma imprimió a sus piernas una fuerte flexión para acompañar ese coito maravilloso.
Exultante y con una amplia sonrisa iluminando el rostro sudoroso, lo alentaba a penetrarla aun más profundamente y con mayor velocidad mientras sentía el chasquido de las carnes saturadas por los abundantes jugos que brotaban de su sexo. Manuel comprendió que toda la histérica angustia acumulada en esa muchacha se manifestaba en aquella cópula a todas luces inaugural y, saliendo de debajo de ella, la hizo acostar en su misma posición. Encogiéndole las piernas abiertas hasta que las rodillas quedaron a cada lado del torso y apoyándose en ellas, volvió a penetrarla para iniciar la cadencia de un profundo vaivén.
Dolorida por la dureza de los filos graníticos clavándose en su espalda, Angela llevó su mano al sexo para que los dedos complementaran el trabajo del falo, excitando en rudo estregar al clítoris mientras le suplicaba que no demorara más y la hiciera acabar. Elevando aun más su grupa y diciéndole que sostuviera las piernas encogidas con sus manos, extrajo el miembro de la vagina lubricado por las espesas mucosas y afirmándolo contra el oscuro agujero del ano, embistió.
La ovalada testa no se parecía en absoluto a los delgados dedos con que ella misma explorara curiosamente su recto mientras se bañaba e intentó un movimiento de huida que, al estar su cabeza comprimida contra el escalón, resultó absolutamente inútil. Comprendiéndolo así, intentó el último recurso de las súplicas y el llanto reprimido para que no la escuchara su madre, pero él había perdido la chaveta y fue introduciendo la verga en la tripa, cuyos esfínteres cedieron lenta pero inexorablemente hasta dilatarse por completo.
Aunque fuera con un dedo, ella había comprobado que el dolor de la sodomización era un mito y ahora lo confirmaba. Aunque sentía unas ganas irrefrenables de defecar, cuando él comenzó a penetrarla con vigorosa continuidad, Angela fue modificando él tenor de sus lamentos y ahora era la complacencia la que animaba sus gemidos, manifestándose en repetidos asentimientos y urgidos pedidos por la satisfacción final.
Manuel también sentía que la eyaculación se aproximaba y, pidiéndole que se masturbara, aceleró el ritmo de sus embestidas en tanto que ella sometía a la vagina con dos dedos. Angela fue quien primero sintió el avasallante fluir de sus ríos internos a través del sexo y mientras tragaba saliva dificultosamente por la intensidad del coito abriendo la boca a la búsqueda de aire, él extrajo el falo del ano para masturbarse rudamente hasta derramar sobre sus pechos la blancuzca cremosidad del esperma.
Como si hubiera cumplido con un trámite, Manuel cerró la bragueta de los enchastrados pantalones y mientras ella aun se sacudía convulsionada por las contracciones uterinas, salió silenciosamente.
Enjugando con la bombacha el meloso semen, se puso someramente el vestido y ascendió las escaleras para dirigirse a su cuarto mientras tranquilizaba a su madre, quien le preguntaba desde la cama si todo había ido bien.
Tentada a contestarle que todo había sido maravillosamente inmejorable, tras colocarse silenciosamente un fresco camisón, se acurrucó en la cama sintiendo como un sordo latido ardoroso le recordaba gratamente al hombre que la había poseído y con la alegría de sentirse plenamente mujer, se hundió rápidamente en el sueño.
Datos del Relato
  • Categoría: Primera Vez
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