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Categoría: Lésbicos

Andrea&Lizy

A los cuarenta y cuatro años y, aunque ella nunca lo hubiera practicado ni siquiera de intento pero sí imaginado lo que otra mujer podría hacer en ella y cual sería su respuesta, Andrea estaba convencida que, a cierta edad y con los estímulos necesarios, cualquier mujer – soltera, casada, viuda o divorciada - era elemento de seducción lésbica si la discreción acompañaba a los hechos.
Con ese pensamiento, ya había puesto avariciosamente sus ojos catadores en la figura de su profesora de yoga, una mujer casada cuyo cuerpo regordete pero firme la tentaba con sus ondulaciones. A su edad y sola, aunque no viuda, no se andaba con remilgos cuando su cuerpo aun le reclamaba ser contentado, pero ya estaba harta de esas masturbaciones que la dejaban aun más insatisfecha.
Decidida a ver si la mujer era capaz de entender sus indirectas, comenzó a consultarla con respecto a ciertos dolores y tensiones que no conseguía eliminar con el yoga, hasta que, como respondiendo a un reflejo condicionado, Lizy le comentó que la veía muy crispada y esa contracción inconsciente era la fuente de todos sus malestares y que, si ella quería, a la mañana siguiente, luego de la clase, le haría una sesión de masajes que la dejarían como nueva.
Contenta con lo que había provocado, esa noche y después de considerar la obvia flojedad que los años habían instalado en su cuerpo otrora firme, se dejó estar en un baño sedante de sales marinas y rasuró como desde mucho tiempo atrás no lo hacía todo su cuerpo para, luego de dormir profundamente satisfecha consigo misma, levantarse y acudir al gimnasio. Quizás porque estuviera motivada o su cuerpo le reclamara cosas olvidadas, las posiciones de ese día le parecieron altamente eróticas y cuando al terminar, Lizy cerró el gimnasio para decirle que se tendiera sobre la gran colchoneta desde donde ella las instruía, una expectante excitación la hacía vibrar como a una chiquilla.
Después de hacerla desnudarse y acostarse boca abajo, tapó sus glúteos con una delgada tela, tras lo cual procedió a distribuir por sus espaldas una tibia película de fragante aceite.
A Andrea le gustaba especialmente como lo hacía, con sus manos fuertes y tersas, desde los hombros hasta la zona lumbar con una lentitud que la ponía nerviosa y le placía al mismo tiempo. Los dedos presionaban la carne pero ocasionalmente se deslizaban hacia los dorsales y rozaban como al descuido los senos que excedían hacia los costados presionados por el cuerpo.
No obstante esos cosquilleos que ocasionaban los roces, fue relajándose y cuando la mujer sacó la tela que cubría su trasero para sobar concienzudamente los glúteos, la proximidad de los dedos con el sexo y ano puso un delicioso picor en la vagina.
Relajada, se sumía enervada en una especie de letargo, gruñendo suavemente e iba como desvaneciéndose ante el bienestar que le proporcionaba el masaje, hasta que las manos comenzaron con una caricia a los dedos de los pies que le produjo cosquilleos desconocidos. Mientras los dedos rascaban suavemente los empeines, la lengua de Lizy se introdujo en los intersticios entre los dedos, lamiéndolos tenuemente, para luego, envolviéndolos entre los labios, comenzar a succionarlos, uno por uno.
La caricia había instalado en su cuerpo el fuerte escozor de la excitación y se dijo que, finalmente, había llegado el momento, pero decidió esperar a que ella tomara la iniciativa, ya que no sabía que temperamento adoptar.
Lizy se esmeraba en los dedos y, tras tomar al pulgar entre sus labios como si fuera un pene, comenzó a succionarlo en un delicioso vaivén, en tanto que sus manos se deslizaban acariciantes por las pantorrillas. Andrea se había relajado totalmente, abandonándose a sus manos y a lo que quisiera hacer con ella. Conforme Lizy comprobó su aceptación, deslizó su boca por las piernas, instalándose en el hueco detrás de las rodillas para succionar la piel y sabiendo que ese era un núcleo de placer, dejó que sus manos ascendieran por el interior de los muslos, hasta tomar contacto con la hendidura entre las nalgas.
Amasando suavemente los glúteos, fue acercándose a la raja para dejar que la lengua tremolante se hundiera en ella, lamiendo el sudor acumulado. Escuchando el suave estertor de sus gemidos, siguió subiendo por la zona lumbar y, adentrándose en el surco de la columna, fue despertando llamaradas con sus besos, chupones y lambidas. Cuando llegó a la altura de los hombros, torturó la nuca con besos tan ardientes como intensos.
Andrea lloriqueaba de ansiedad, cuando ella la dio vuelta con delicadeza y clavando sus ojos en los suyos, tomó la cara entre sus manos y acercándose, comenzó a besarle todo el rostro con infinidad de pequeños besos húmedos, especialmente en los ojos y los costados de la nariz, como esquivando el contacto o demorando el momento de la boca. Los labios de Andrea, resecos por la fiebre que brotaba desde su pecho, ansiaban angustiosamente sus besos, pero ella le retaceaba el placer, se lo hacía desear con desesperación.
Compadeciéndose, Lizy acercó su boca y apenas dejó que los labios se rozaran tenuemente, colocando una marca candente en los suyos. Gimiendo y sollozando ante la vaga y arrebatadora caricia, sintió como el interior húmedo de su boca succionaba levemente para luego dejar paso a la aguda punta de la lengua que, como un áspid, se adentró por las encías y de allí a toda la boca.
Luego de unos momentos de dura batalla y profundos chupones, cuando ya creía que la consumación se aproximaba, la mujer dejó de besarla e inclinándose, inició una devastadora tarea con sus manos. Manejando sus uñas como terminales energéticas, fue recorriendo con exasperante lentitud cada rincón ese cuerpo ayuno de ese tipo de caricias desde hacía años, despertando cortocircuitos dondequiera que pasaran, estremeciendo sus carnes y músculos como si estuvieran electrificados.
En medio de esta gloriosa y sublime caricia, expectante y codiciosa, Andrea le suplicaba que la hiciera suya. Fascinada por sus reacciones, la mujer sumó a las uñas la actividad de lengua y labios, lamiendo la una y chupando los otros, convirtiendo todo su cuerpo en un volcán. Andrea rascaba con sus manos la superficie de la colchoneta y mientras pataleaba anhelante, de la garganta escapaba un gemido estridente que nacía desde las entrañas. Viendo esa desesperación, Lizy dejó que sus labios se adueñaran del pecho, mientras su mano lo sobaba y estrujaba amorosamente.
Respirando aliviada, Andrea acarició su cabello con agradecido fervor y sintió como recuperaba la perdida sensibilidad de las aureolas que ella succionaba con violenta ternura, en tanto que su mano escurría por el vientre hasta el elevado Monte de Venus y allí se entretenía en la monda entrada a la vulva, acariciando, rascando y excitándola con perversidad.
Medrosos e inquisitivos, los dedos palparon superficialmente los labios de la vulva que se dilataron elásticamente pulposos, húmedos por los fluidos naturales del sexo. Los dedos transitaron curiosos, jugueteando de arriba abajo, rasguñándolos levemente con el filo de las uñas y, finalmente, se decidieron y comenzaron a hundirse en la tibieza interior. Las yemas se deslizaron sobre la nacarada superficie del óvalo, visitando ocasionalmente las gruesas carnosidades que orlaban la entrada a la vagina, excitándolas con movimientos giratorios a su alrededor, para luego subir por los frondosos pliegues del labio menor hasta ese suave manojo de piel que rodea al clítoris, estregándolo fuertemente.
Con los labios clavados en los senos, ocasionándole pequeños hematomas por la fuerza de la succión y la mano sometiendo al sexo, Andrea perdía por momentos la cabal conciencia de sus actos y rasguñaba histéricamente las espaldas de la profesora, al tiempo que le rogaba le hiciera sexo oral. Accediendo finalmente a sus reclamos, se deslizó a lo largo del vientre e instaló su boca en el sexo.
La lengua parecía estimulada por alguna poderosa influencia maligna, manifestada en la dureza áspera de su superficie y, agitándose como si un motor silencioso la impulsara, fustigó duramente todo el interior del sexo, alternándolo con intensas succiones de sus labios, que encerraban a los inflamados pliegues y tiraban de ellos como si pretendieran arrancarlos.
Andrea creía estar soñando por el disfrute que le estaba proporcionando y, tomando entre los dedos sus propios pezones, comenzó a rasguñarlos, clavando en la carne el filo duro de sus uñas. A medida que la boca de Lizy tomaba ritmo y se dedicaba a torturar al clítoris que ya enhiesto resistía sus embates, el cuerpo de Andrea fue combándose por el envaramiento de la ansiedad y, cuando ella la penetró con dos dedos, elevó las piernas y clavándolas en sus espaldas, se alzó para recibir aun más honda su penetración y la fuerte succión de la boca.
Con el cuerpo ondulante sintiendo el placer de sus fuertes labios en el clítoris y tres dedos de la mano introduciéndose en su vagina, experimentó en el interior el estallido tumultuoso de los deseos liberados y la descarga estrepitosa de sus humores que, desde el fondo mismo de las entrañas, se derramaron impetuosamente a través de sus dedos. Mientras acezaba fuertemente, temblorosa y estupefacta por la intensidad del orgasmo, Lizy continuó aun un rato, cebándose en las carnes, sorbiendo los jugos que aun rezumaban desde el interior y penetrándola suavemente con sus dedos. Exhaustas y agotadas las dos, permanecieron inanimadas durante un tiempo sobre la colchoneta sin fuerzas para moverse.
La primera en reaccionar fue la profesora y besándola provocativamente en la boca, le hizo retrepar la cuesta de la pasión a esa mujer que se había resignado a una vejez asexuada y muy pronto Andrea le ronroneaba su contento, junto al irreprimible deseo por poseerla. Ya no era solamente su fragancia natural sino que el sabor de la boca estaba asociado con los aromas más profundos de su cuerpo y aquello la excitó de una manera extraordinaria.
Andrea se daba cuenta de que en ella se despertaba una bestia animal que deseaba hacer suyas las mórbidas carnes de esa mujer más joven. Impetuosa, bajó hacia sus deliciosos pechos, pretendiendo someterlos con la boca, pero Lizy se despegó de ella para tomar de un gabinete un arnés muy extraño. Finas tiras de cuero que dejaban al descubierto la vagina y el ano, se unían con cierres de velcro para sostener en el frente una copilla de la cual surgía el portento de una verga artificial. Tras colocárselo a Andrea con habilidad en su entrepierna, se colocó invertida debajo de ella, proponiéndole explícitamente una mutua y recíproca satisfacción.
La gula por tener en la boca las carnes de aquel sexo, despertó en ella algo desconocido y asiendo sus redondos y sólidos glúteos entre sus manos, acercó el rostro hacia la entrepierna, maravillándose con el espectáculo; un triangulito crespo indicaba como una flecha el nacimiento de la vulva y la ubicación del pequeño pero erguido clítoris, pero lo más impresionante eran los labios mayores que, entreabriéndose, dejaban ver la abundancia de los ensortijados frunces carneos de los labios menores. No obstante no haber acabado, el sexo de la joven mujer estaba pletórico de jugos íntimos, cuyos efluvios no sólo no le provocaron repulsa sino que la impulsaron aun más hacia ella. Poniendo en juego toda la experiencia adquirida en los innumerables sexos orales a que la habían sometido, recorrió con golosa pertinacia cada rincón, cada tejido de ese sexo que la hacía sentir definitivamente lesbiana
En tanto que sus dedos, pasando por debajo de las nalgas, abrían las carnes del sexo, evidenciando su costumbre de utilizar el artificio, Lizy hundía la boca nuevamente en su sexo entre las delgadas fajas del arnés.
Tanto más excitada que ella, la profesora había encomendado a su boca la tarea de chupar concienzudamente el clítoris de Andrea y su dedo pulgar se hundía totalmente en el ano, mientras le pedía que la poseyera con el falo. Una alegría inexplicable por saber que por fin la haría suya a otra mujer la invadió y reaccionado con una prontitud y violencia en la que se desconocía, la acomodó en la colchoneta para arrodillarse entre sus piernas y, luego de separarlas tan ampliamente como pudo, tomó la verga entre sus dedos.
La monda cabeza apartó los labios que ya habían dilatado su boca y, humedeciéndola en los restos de jugos y saliva, la apoyó contra la apertura de la vagina. Mirando su rostro, la impresionó la expectativa casi histérica con que ella aguardaba la penetración y el respingo que expandió su boca de alegría. Murmurando libidinosamente que la penetrara, que la hiciera suya y que la rompiera toda, sacudió provocativamente su pelvis, como retándola a cogerla.
Un borbollón de masculinidad invadió a Andrea que, como tocada en su “hombría”, apoyó la verga y empujó. Tomándola por la cintura, la utilizó para afirmarse y hundió el monstruoso miembro hasta sentir en sus carnes el golpe contra sus entrañas y el dolorido gemido de la mujer.
Aun sacudida por el dolor, Lizy le decía que sí, que eso era lo que ansiaba y que la penetrara aun más, con mayor violencia y velocidad. Colocándole las piernas contra su pecho, Andrea flexionó las suyas y, en tanto que se daba envión con todas las fuerzas de la pelvis, clavó los dedos en su cintura para que el choque entre las dos fuera aun más intenso. La mujer se aferraba a sus antebrazos y ondulaba el cuerpo para intensificar la fricción. Y así estuvieron copulando por algunos momentos hasta que la fatiga se hizo evidente en Andrea que, cubierta de transpiración por esos movimientos de masculina posesión, lanzaba estertorosos gemidos de pasión y cansancio.
Pidiéndole que se acostara boca arriba, Lizy se acuclilló encima para después bajar su cuerpo y penetrarse hondamente con la verga. Lentamente, la jineteada fue incrementando su ritmo y mientras ella la observaba fascinada, la mujer sobaba rudamente con las manos sus propios pechos estremecidos.
El roce del falo contra su Monte de Venus le transmitía los movimientos que aquel hacía dentro de Lizy como si verdaderamente fuera una extensión de ella. Una extraña sensación de vigoroso poderío iba embargándola y, como si aquello gatillara un escondido resorte, la bipolaridad o desdoblamiento de su identidad se manifestó con toda su intensidad. Ya no era Andrea quien ansiaba sojuzgar a la joven, sino un ente varonil que la dominada y poseía.
Extendiendo las manos, la asió por las caderas e impulsó su pelvis a elevarse en violentos remezones, haciendo del galope una jineteada bestial, en la que sus rugidos competían con los sonoros chasquidos de las mojadas carnes entrechocándose.
Alentándola groseramente, la mujer cambió la posición de las piernas para arrodillarse y, con toda la verga en su interior, efectuar una complicada combinación de movimientos; su cuerpo ondulaba adelante y atrás, elevándose y descendiendo simultáneamente, al tiempo que imprimía a las caderas un meneo circular a semejanza de una voluptuosa odalisca.
Si ese ajetreo provocaba en Lizy la mitad de lo que le trasmitía a través de la verga, debía gozarlo como loca y su actitud posterior le confirmó a Andrea ese aserto. Lentamente, la mujer fue haciendo girar el cuerpo hasta quedar mirando hacia sus pies y, volviendo a apoyarse en las piernas encogidas, se afirmó en los brazos echados hacia atrás para reiniciar la cópula, pero esta vez penetrándose brutalmente con la verga en una posición que debería destrozar sus entrañas.
Extendiendo los brazos hacia el pecho de la joven, Andrea clavaba los dedos en los senos que pretendían oscilar desordenadamente y las uñas, al unísono con su alegría salvaje, se hundieron inmisericordes en los pezones. Una euforia desconocida la embargó y volviendo a retomar el dominio de las acciones, la hizo caer a su lado, evitando que la verga saliera del sexo. En esa posición, le propinó unos largos y profundos rempujones por detrás pero la posición le era incómoda e incorporándose, la obligó a arrodillarse y, separando sus piernas, volvió a penetrarla por el sexo desde atrás.
Su cuerpo se hacía maleable y obedeció plásticamente sus indicaciones cuando le pidió que se acostara en el suelo para adoptar la posición del arado. Comprendiendo su intención, Lizy elevó el torso y las piernas para luego hacerlas trascender más allá de sus hombros y cuando los dedos de los pies tocaron la colchoneta, las abrió mientras las sostenía por los tobillos de tal modo que ano y sexo quedaban horizontales.
Acuclillándose sobre ella, Andrea inició una serie de rudas penetraciones en las que la verga socavaba verticalmente la vagina en toda su extensión y luego la retiraba para observar como permanecía dilatada, ofreciéndole el alucinante espectáculo de su interior rosado. Cuando los ennegrecidos músculos volvían a contraerse, hundía sin misericordia el falo entero y entonces se producía la combinación de un inusual dúo; mientras ella lanzaba un grave bramido por la fuerza que ponía en el envión, la mujer soltaba agudos gemidos de sufrimiento que desdecía con la repetida incitación para que siguiera penetrándola aun más y mejor.
Totalmente alejada de la realidad, Andrea se veía envuelta en un vórtice de deseo animal y perversa delectación por someterla a tan depravadas relaciones. Sabía que allá, muy en lo profundo de ella, aleteaban expectantes las eyaculaciones pero algo le hizo hacer un esfuerzo y retenerlas hasta el momento en que alcanzara su ansiado orgasmo. Todo su cuerpo estaba cubierto por la transpiración que el esfuerzo provocaba y gotas del líquido salobre se esparcían desde los senos oscilantes por los pezones, para caer sobre las nalgas de Lizy.
Sedienta de sexo y dispuesta a humillar totalmente a la voluntariosa mujer, retiró el falo de la vagina y, tras dejar caer abundante saliva en la hendidura que separa las nalgas, apoyó la cabeza del pene artificial sobre los fruncidos esfínteres anales y empujó. El grito pavoroso de Lizy se entremezcló con las injurias con que ofendía su honra y, al iniciar una tan lenta como profunda sodomía, su garganta herida gorjeó las exclamaciones de placer que la inundaban.
Totalmente desdoblada, Andrea no era consciente de la actitud que asumía, olvidada de su identidad femenina y poseída por una brutal masculinidad que le hacía gozar de las iniquidades a que la sometía, tal como la habían poseído a ella durante años. Acuclillada sobre su grupa como un ancestral macho cabrío, se desplazaba lentamente para hacer que la verga raspara cada rincón de la tripa desde distintos ángulos. A pesar de esa actitud suya, la mujer más joven parecía gozar del sometimiento, pidiéndole con voz estrangulada, más y más sexo. Sintiendo el rebullir de la próxima satisfacción, Andrea comenzó a alternar la introducción del consolador, tanto en la vagina como en el ano. Bendiciéndola por lo que le hacía experimentar, Lizy la animaba a no cejar para conducirla finalmente hacia el anhelado orgasmo.
Sintiendo como nunca los ríos internos derramándose en oleadas imparables y rotos los diques que los contenían, Andrea experimentó la inefable sensación física a que la elevaba el orgasmo. En medio de violentas convulsiones, sintió drenar por el sexo una profusa eyaculación que excedió la vulva y manó por el falo hasta confundirse con los que despedía Lizy.
Derrumbándose juntas en el suelo, Andrea la abrazó estrechamente desde atrás y mientras sorbía los sudores de su nuca con los labios, sus dedos sobaron tiernamente los estremecidos senos, en tanto que, prodigándose apasionadas promesas, caían en el profundo sopor de la satisfacción total.
Datos del Relato
  • Categoría: Lésbicos
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