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Me llamo Carlos y quiero contar mi pequeña historia. Quizá la narro para tratar de explicarme a mí mismo aquello que, de estos sucesos considero extraordinario. Trabajo desde hace un par de meses como archivero en un centro público. Tengo veinticinco años y, hasta que pasó lo que voy a contar, nunca he tenido interés especial por las mujeres maduras. Tengo novia y, como se decía antes, con intenciones de compromiso. Aunque lo que sucedió hace un par de semanas ha hecho temblar todos mis principios y todo cuanto daba por seguro.
Comenzó en mi nuevo lugar de trabajo. Un archivo gigantesco, lleno de estanterías en un sótano sin ventanas. Cuesta acostumbrarse al entorno, parece un laberinto iluminado de forma totalmente artificial. Tengo dos compañeras y mi jefa; Ana. El primer día ya sentí atracción por ella, aunque para mí, este deseo escondía algo de perversidad, quizá debido a mi estricta educación.
Ana es una mujer de cuarenta y nueve años, cuyo aspecto, encaja perfectamente en el perfil de bibliotecaria. Es pulcra, silenciosa y ordenada. Es desde hace veinte años la jefa del archivo. Lleva el pelo cortado en una media melena y teñido de rojo. Es de caderas llenas y tiene unos pechos enormes que suele aprisionar en blusas que se resisten a contenerlos. Pero lo que más me excita de ella es su trasero; Grande, redondeado, que yo intuía magníficamente duro.
Su despacho es un estrecho cubículo acristalado a la entrada del archivo. Mi mesa está a unos tres metros de éste. Desde el primer día, la observaba moverse, conseguía ver sus piernas cruzadas bajo la mesa. La miraba escribir en el ordenador con las gafas de montura dorada en la punta de la nariz sacando una puntita de la lengua hacia la comisura de sus labios. Me excitaba. Me pasaba las jornadas empalmado. No me podía concentrar. Todo era Ana. Sabía que tras esa apariencia de equilibrio y frialdad ardía una mujer deseosa de sexo. Comencé a masturbarme durante mi jornada laboral pensando en ella y traté de acercarme alguna vez, a la salida del trabajo para intentar seducirla. No hubo manera. Por mis compañeras supe que llevaba varios años casada con un hombre mucho mayor que ella. Nada más.
No pude pensar hasta más tarde en lo que había sucedido cuando decidí actuar. Era un día casi al final de la jornada. Yo me había pasado todo el tiempo sin concentrarme en otra cosa que en aquella falda granate que apretaba hasta dibujarlo, el trasero de Ana. Tenía el miembro duro y muy lubricado. Ella salió con un montón de legajos que, yo sabía irían a parar a la parte más recóndita del archivo donde se guardaban los documentos de más antigüedad. La seguí a través de los pasillos de estanterías. Tenía la vista en el contoneo de sus caderas, mi corazón y mi pene latían a la vez. Ella parecía no haberse percatado de mi presencia, y menos aún de mis intenciones. Llegó a su destino y cuando se echó hacia delante para meter los legajos en los archivadores más bajos, su culo quedó expuesto ante mí en toda su extensión. Dos hemisferios colindantes cubiertos de la tela granate de la falda. Mis manos, de forma automática trataron de abarcar la redondez de aquel trasero, tocándolo y constatando que era duro como el mármol, entonces ella se volvió furibunda y me propino una bofetada.
-¡Cerdo! –Dijo como en un susurro.
Noté como mi cara enrojecía por el golpe y la vergüenza y retrocedí espantado. Ana me miró con una sonrisa pícara y muy seductora y me dijo:
-¿Crees qué no he notado como me miras?
-Eh... Yo... –No conseguía las palabras y quizá no sabía que decir.
-Me pones muy cachonda, chaval. Te voy a enseñar como se maneja un buen archivo.
Y dicho esto, se aproximó desabotonándose la blusa color rosa chicle y sacándose de un sujetador blanco un pecho grande y redondo con un pezón cilíndrico de color rosa oscuro. Me lancé sobre él y lo lamí, lo succioné, lo besé... mientras mis manos buscaban por debajo de su falda la humedad de su clítoris. Me levantó la cara de entre sus pechos y la hizo bajar obligándome a arrodillarme. Bajé sus bragas y me topé con un pubis negro, rizado y denso con un olor embriagador.
-Cómetelo –Dijo entre jadeos apenas sofocados.
Y obedecí ya ciego por la excitación. Separé sus piernas y arrodillado busqué el calor de su vulva con mi lengua. Indagué en sus pliegues y bebí deleitoso todos sus jugos mientras notaba cómo en su cuerpo crecía la tensión del orgasmo que llegó dejando mi boca y mi cara empapada con su sabor.
Un instante después, estaba de pié delante de ella. Su mano de forma complaciente buscó a través de mi pantalón vaquero el pene, totalmente erguido que sacó y mirándome, otra vez con la más socarrona de sus sonrisas dijo:
-¿Dónde quieres meterlo tú?
No respondí. Presa de la excitación cogí sus caderas y la volteé hasta tenerla en la posición en la que la había abordado al principio, cuando aún no sabía lo que saldría de todo aquello. Con la falda por la cintura y las bragas en el suelo, su trasero estaba totalmente expuesto para mí. Era terso y rosado, quise morderlo pero, me contuve. Pasé la punta de mi pene por el clítoris de Ana que aún conservaba los restos de mi saliva y sus jugos. Y poco a poco, la fui penetrando. Adentrándome por ese codiciado objeto de mi deseo; su culo. Mis movimientos trataban de ser suaves y contenidos, mas a medida que ella se ofrecía cada vez mejor, me lancé a unas acometidas salvajes y plenas. Conseguía adivinar entre los flecos de su media melena su boca entreabierta y aproximé más su cuerpo a mi cuerpo y su cara a mi cara con golpes sincopados para en el momento de eyacular, buscar por una comisura de sus labios su lengua que nerviosa, acudió a la cita mientras llenaba su interior más escondido con mi semen.
Recuperamos el resuello mientras ella se componía la ropa y yo la miraba a un paso de distancia con el gesto de sorpresa en la cara.
Pasaron los días y después de lo ocurrido, su trato volvió a ser entre la frialdad y la indiferencia, salvo en aquellas ocasiones en que la sigo mientras ella carga con unos legajos amarillos y ambos nos sumergimos en el maravilloso y apartado extremo del Archivo.
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