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Amores truncados (25)

-- XVII --

En cuanto Pedro terminó de hablar por teléfono, fue al despacho de Alicia, a decirle que Lorenzo llegaría aquella noche. Alicia, que estaba sola, se levantó del asiento, acercó a la puerta para cerrarla con el pasador, alzó el corto vestido hasta el vientre desnudo por no llevar bragas y, atrayendo a Pedro sobre sí, hizo que la poseyera sobre la mesa. Todo ocurrió en un periquete. Hacía escasas horas que en la habitación de ella ocurrió lo mismo. Por voluntad que pusiera, Pedro no se empalmaba. Alicia descabalgó al remiso. Hizo que se recostara sobre la mesa. Arrodilló entre sus piernas. Y con la práctica adquirida en tan poco tiempo, succionó el pene hasta ponerlo en situación de cumplir con su cometido. Volvieron a adoptar la posición inicial. Esta vez, Alicia, obtuvo su recompensa. Pedro, por el contrario, fingió que se corría al unísono de ella. Pero, la verdad es, que para nada le apetecía gozar. Sus ojeras profundas y violáceas eran el más fiel vestigio de los excesos a que se le obligaba. Estaba hasta las narices de tanto desenfreno, y ansiaba llegara Lorenzo para que lo destinara a otro obra y cesara aquel acoso sexual que le asqueaba.
En aquellos dos días que Lorenzo estuvo ausente, el furor uterino de Alicia creció a grados inauditos. Acosaba a Pedro en cualquier lugar. Hasta el desenfreno la condujo a pedir al asombrado Pedro, que la fornicara por el ano. A lo que éste se negó rotundamente.
Pero la enfermedad que aquejaba a Alicia, la llevó a más inauditas acciones. Necesitaban un teodolito, y encargaron a Olegario que fuese a buscarlo al despacho. A punto de marchar, se acercó Alicia, diciendo:
--Te acompaño, pues en el despacho no sabrán encontrarlo.--Despidiéndose de Pedro, le informó. --Volvemos enseguida.
Desde que despertaron sus instintos, quiso estar apta en todo momento para saciar sus deseos. Por ese motivo suprimió las bragas. Al sentarse en el coche, la minúscula falda subió de tal forma que el pubis y los dorados bucles que sobre él crecían, quedaron completamente a la vista de Olegario. Éste, que se sabía irresistible para el género femenino, y con la seguridad que esa preponderancia le daba, alabó:
--Sabe, señorita Alicia, que nunca he contemplado unos ricitos tan hermosos como los suyos.
Sorprendida, pues no esperaba tanta osadía de un chofer asalariado, intentó bajar la falda, pero ésta se resistió. Giro el rostro para soltar la filípica a Olegario. Y entonces surgió el milagro. Sólo de refilón, sin gran detenimiento por pertenecer a una clase inferior, los asalariados, antes Olegario le había pasado desapercibido. Al contemplarlo ahora a sus anchas, se percató de la belleza y el encanto que emanaba de su persona. Destacaban los ojos almendrados y aquella sonrisa, que mostraba unos dientes blancos como la impoluta nieve, simétricamente dispuestos. Alicia quedó tan fascinada, que la diatriba que le iba a soltar, se trocó en insinuante pregunta:
--¿Has visto muchos, para poder juzgar los míos?
--Aunque no hubiera visto otros, los suyos son tan endiabladamente hermosos y atractivos, que no admiten parangón. --Afirmó Olegario,dirigiéndole la más seductora sonrisa.
Alicia sintió la humedad característica que surge cuando se estimulan los órganos genitales. Para nada intervino la alabanza en ese despertar de los sentidos. Fue aquella sonrisa seductora la que hizo que rezumaran las glándulas endocrinas. La fuerza irresistible que desde la noche que se entregó a Pedro dominaba su comportamiento, surgió por sus fueros. Elevando más la tela del vestido, preguntó con voz melosa:
--¿De verdad te gustan tanto?
--Tanto, que me muero de ganas de besarlos. --Arguyó Olegario, mientras separaba la mano derecha del volante y con ella acarició dulcemente el rubio vellón. Sus dedos, que involuntariamente rozaron los labios superiores, percibieron la humedad.
--Tiene ganas de hacer el amor, ¿verdad?
--Sí. --Musitó vencida y con lánguida voz.
--¿Tiene algún sitio para ir?
--Sí. En el despacho.
Olegario se sintió jocoso. Le incitaba a risa la desazón que mostraba Alicia, como infinidad de mujeres, por follar con él. Eran ellas las que lo buscaban y él se dejaba querer. En la cama procuraba esmerarse, por el sólo hecho de ser admirado. Era un narcisista. Raramente llegaba a la eyaculación. La facilidad y el exceso, coartaban la acción deleitosa de las vesículas seminales. Pero siempre dejó a sus amantes satisfechas y con ganas de volver.
Llegaron a la calle Marina Española. Descendieron del coche y se dirigieron a las oficinas. Mientras Alicia abría la puerta con su llave, con el dedo índice indicó a Olegario que no hiciese ruido. Tuvieron la suerte de no encontrar a nadie y entraron en el despacho de Alicia. No bien ésta cerró la puerta, se abalanzó sobre Olegario como una enajenada. Con manos nerviosas lo desnudó. Sin retentivo extrajo por la cabeza el vestido, única prenda que cubría su escultural figura. Como la más vulgar de las hetairas, inició las lúbricas caricias que le dictaban su deseo. Olegario, impertérrito, se dejó hacer. Mantenía el miembro erecto, pero su mente divagaba sobre lo efímero de la reputación. Tan sólo cuatro días antes, Alicia apareció a sus ojos como un ser inalcanzable. Y en esos momentos mostraba ser igual que la más viciosa de las meretrices. El afecto que sentía por Pedro, no le promovía desazón por lo que estaba haciendo. Al revés; supo que ésta era una forma de liberarle de Alicia, ya que se propuso contárselo. Tendidos sobre el suelo, se revolcaron como posesos en plena crisis. Cuando Alicia, con el orgasmo, liberó el cuerpo de todas las fuerzas lúbricas que lo atenazaban, Olegario simuló obtener parejo placer. Se levantaron y ambos procedieron a vestirse; ella, complacida en sus instintos, y él, satisfecho por otra conquista a apuntar en su haber.
De una alacena, Alicia recogió el teodolito. Dirigiéndose a Olegario, dijo:
--Vamos deprisa, que Pedro debe estar impaciente.
Ya en el coche de regreso, Alicia con expresión y voz temeroso, suplicó a Pedro:
--Espero, que de lo ocurrido no contarás nada a nadie.
--No se preocupe, señorita. Que yo sepa, nada ha ocurrido entre nosotros. --Afirmó Olegario, con expresión sería y convincente, aunque los ojos burlones denotaban lo contrario.
Pedro, nervioso, les estaba esperando en la calle. Al verlos llegar, tuvo la intuición de que entre Olegario y Alicia algo había sucedido. En apariencia, nada justificaba tal descubrimiento. Pero algo etéreo e insidioso flotaba en el ambiente, que llevó a convencer a Pedro de que aquella pareja estubo en contubernio. Y notó, como una punzada en el pecho, afloraba insospechado sentimiento de celos. Muy cierto que estaba hastiado del desenfreno de aquella mujer. Pero le dolía que fuera tan casquivana. Tanto más, que hiciera escarnio de la acendrada pasión que escasa horas antes le había demostrado.
En cuanto descendieron del vehículo, con voz quejosa, que a pesar de los esfuerzos no pudo disimular, Pedro los abordó:
--¿Qué os ha pasado? ¿Habéis tenido pana?
--En absoluto. Es que no encontraba el teodolito. Creía que estaba en una alacena y lo habían cambiado de sitio. --Mintió descaradamente Alicia, al darse cuenta que Pedro algo había descubierto de su revolcón con Olegario.
Llevaban un gran rato dentro del solar: Pedro tomando referencias con el teodolito. Olegario aguantando la mira, en los puntos que le indicaba Pedro. Sólo Alicia, malhumorada, se mantenía callada al lado de Pedro. Por fin, dirigiéndose a éste, le increpó:
--¿Te ocurre algo? ¡Creo que bien merezco alguna explicación de lo que estás haciendo, y no tenerme aquí como un palo plantado!
--Perdona, Alicia. No está en mi ánimo ser desconsiderado contigo. Es que me he abstraído con el trabajo. --Excusó Pedro, temeroso de que su comportamiento pudiese transcender a su empresa. --Tomo datos para pasárselos a Lorenzo cuando llegue, a fin de anticipar el trabajo. Haber, si mañana, podemos resolver el asunto del agua. (Continuará)
Datos del Relato
  • Autor: ANFETO
  • Código: 2020
  • Fecha: 09-04-2003
  • Categoría: Varios
  • Media: 5.91
  • Votos: 163
  • Envios: 1
  • Lecturas: 2640
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