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Amores truncados (22)

Mientras las bocas se solazaban en la mutua caricia labial, las manos de Estanis recorrían parsimoniosamente, para no asustarla, el escultural cuerpo. Los convulsiones de Helena, al sentir la caricia en determinadas partes de su anatomía, constituía el más fiel sismógrafo para medir la intensidad del goce que alcanzaba.
Al ver que la niña, no solo respondía a sus tocamientos, sino que participaba con alguna osadía de su cosecha, Estanis abatió ambos asientos delanteros del coche, formando una cama, y procedió a desnudarla. Helena cooperaba sin ningún rebozo. La temperatura interior era cálida, y los cristales, salvo el frontal por funcionar el limpiaparabrisas, estaban completamente empañados, impidiendo toda visibilidad desde el exterior. Helena se encontraba cómoda y hasta orgullosa de poder mostrar al natural su cuerpo desnudo. Ella conocía perfectamente su valía y sabía que en esa ciencia, ante su pareja, no desmerecía en absoluto, como le ocurría con los otros conocimientos científicos. Estanis así lo apreció, y para rendir pleitesía a tanta belleza, no dejó un rincón del cuerpo, hasta los más recónditos y secretos, sin posar la boca y hasta su lengua, en un peregrinar voluptuoso y enardecedor.
Perdida toda continencia, Estanis cabalgó a la muchacha. Al intentar introducir el miembro en la cavidad vaginal, una barrera le impidió proseguir en la ruta emprendida. Su sorpresa no tuvo límites, pues estaba convencido que se las había con una niña que no era neófita en estas experiencias. Las facilidades que le dio desde el principio, al extremo que ella misma, sin ninguna insinuación por su parte, cogió el pene con su linda mano, acariciándolo con exquisita maestría, le confundieron. Perplejo interrogó:
--¿Aún eres virgen?
Helena, con alegre semblante, pues sabía la importancia que los hombres concedían a esa circunstancia, contestó:
--Sí. ¿Es que no te gusta?
--¡La verdad que no!.? Afirmó rotundo. --De haberlo sabido, no hubiéramos llegado a este punto. ¿Quieres que continúe?
Helena, por toda contestación, pegó su boca a la de él, y esta vez su lengua se abrió camino para colarse de rondón en la boca de Estanis. Al acabar el beso, éste se liberó del abrazo y buscó debajo del asiento una esterilla enrollada que llevaba en prevención de alguna contingencia. Contingencia que, en su pensamiento, siempre relacionó con el vehículo. Nunca pasó por sus mientes la idea de que, como en este caso, sirviera para que, al romper el himen, la sangre derramada no manchara la tapicería. Con una mano, al tiempo que acariciaba las redondas y duras posaderas, la levantó, mientras con la otra ponía por debajo la esterilla. La muchacha se dejaba hacer y hasta intentaba contribuir al buen resultado de la operación, y cuando Estanis volvió a cabalgarla, ella misma, sin que precisara de ninguna indicación, separó cuanto pudo los muslos, para facilitar la introducción del ariete que debía derribar la muralla que, desde hacía algún tiempo, tanto la importunaba.
El intrépido adalid tomó impulso, y con ímpetu arrollador avanzó contra aquel baluarte que defendía la virginidad de la inmolada. Al sajar la barrera, el grito de Helena puso bien a las claras, que el sacrificio se había consumado. El victimario de aquel precinto de pureza, ignorando el daño causado a la niña, siguió impertérrito barrenando en la oquedad conquistada. Helena, vencido el primer dolor, se avino al movimiento del pistón que se desplazaba a ritmo vertiginoso por el interior de su vagina. Pero cuando Helena comenzaba a sentir esa aura que emanaba de lo ignoto y que se esparcía por todo el cuerpo hasta la exacerbación y el paroxismo, Estanis, que había llegado al cenit, retiró el pene de la vaina, y en previsión de un embarazo no deseado eyaculó fuera. Al sentir que se truncaba un placer que se manifestaba tan brioso y placentero, en el momento álgido en que ya percibía sus efectos, Helena notó la sensación irreprimible de frustración y desencanto de quién ha sido burlada. Al mirar a Estanis, lo encontró viejo y sin ninguna de las virtudes con que le adornó su infantil imaginación, influida por la superioridad intelectual de que aquél hizo gala. Sintió rabia incontenible por el fracaso de sus ilusiones. Llevaba soñando largo tiempo con aquel acontecimiento que su infantil inconsciencia lo concebía como lo más sublime de la existencia que podía pasarle. Pensaba en él constantemente y en el subconsciente, ayudado con caricias de sus manos, concedía a un doncel dotado de belleza inigualable el don de hacer desaparecer la barrera que la elevaría a la categoría de mujer. Por contra, había sido aquel ser torpe y viejo, y además gordo, quién se erigiera en inmolador de su virginidad. Y como premio, la había dejado con la miel en los labios. Con incontenible sensación de asco por el fracaso, Helena con acritud y hosco ceño no pudo por menos de explotar:
--¡Eres una mierda!-- Y, dándole un fuerte empellón, se lo sacó de encima. Mientras comenzó a vestirse, le apremió. ? Llévame a casa.
La inopinada reacción de Helena dejó a Estanis desconcertado y perplejo.
--¿Qué te he hecho yo, para que te pongas así??Interrogó dolido.
--¿Y me lo preguntas? ¿Es acaso que mis sensaciones no te suponen nada? Eres un egoísta que solo te has preocupado de tu placer, como si yo no pintara nada. Te he ofrecido la pureza de mi cuerpo, y como todo pago no te has preocupado de otra cosa que de gozar tú. ¡Y a mí, que me parta un rayo!-- Contestó Helena, llena de rencor.
Estanis se dio cuenta inmediata de las sensaciones que contristaban a la niña, y quiso resarcirla. Como su miembro lacio no admitía nuevas contiendas, procedió a cogerla por las piernas, separándolas, y llevó la boca aquella herida sangrante que rezumaba por el exterior el cremoso jugo seminal con que minutos antes la había rociado. Helena, sorprendida por la violencia de la acción, no supo reaccionar, y cuando comenzó a sentir la untuosidad cálida de aquella lengua que le lamía el clítoris y se infiltraba por el orificio vaginal, volvió a notar aquella misma aura de antes, que irradiaba un placer inédito, en nada semejante al que sus manos se procuraban, y que iba creciendo a ritmo acelerado hacia el infinito, acaparando todos los sentidos, hasta explosionar en un grito liberador. El orgasmo le produjo una laxitud tan acusada, que fue incapaz de moverse. Estanis la acercó a su regazo, y comenzó a besar su boca y todo el rostro con la dulzura de persona agradecida.
Al ver en el reloj del tablier la hora que era, pues marcaba las nueve y dieciocho minutos, Estanis se sobresaltó. Inquieto, preguntó a la niña:
--¿A qué hora tienes que estar en casa?
Con voz lánguida, Helena, olvidando que antes le dijo a las ocho, contestó:
--Mis padres se retiran de la tienda a las once de la noche. Por eso mi hermana y yo solemos tomarnos hasta un cuarto de hora antes, para que no sepan a la hora que hemos vuelto.
--En ese caso, aun tenemos tiempo para volver hacerlo otra vez.?Insinuó Estanis, que como resultado de la efervescencia que su trabajo lingual había producido a la muchacha, de retruque su pedúnculo peneano adquirió pujanza y gallardía suficiente para lanzarse a una nueva embestida, e intentar ser perdonado de su fracaso anterior.
En vista que Helena seguía aletargada y no respondía a su proposición, Estanis estimó más acertado actuar por su cuenta y riesgo y no meterse en averiguaciones. Con la afición que pone el gatito en lamer sus crenchas, así Estanis reemprendió la caricia en aquellos rincones exquisitos. Cuando los suspiros y los movimientos de cadera alertaron a Estanis que su pareja estaba apta para la consumación, la colocó encima de su persona para evitarle toda molestia, y suave y dulcemente la penetró de nuevo. La reacción de Helena fue inmediata. Como un torbellino de pasión y de deseo, el cuerpo de la penetrada, gravitando sobre aquel pivote que la sostenía, inició una danza demoniaca. Helena quería saber hasta que punto era cierto aquél panegírico a ultranza que, las amigas que lo habían probado, le hacían del orgasmo. Abstrayéndose de todo lo que no fuera el roce que imprimía a aquellas dos piezas en fusión, concentraba toda su diligencia en buscar los contactos interiores que más la encrespaban. Hasta que, por fin, el milagro surgió de improviso: miríadas de estrellas nublaron su vista; y un grito irreprimible, acompañado del convulso crispamiento de todo su ser, le hizo conocer aquella sensación indefinible del orgasmo, que según confiesan constituye para la mujer el placer por excelencia.
Estanis, que sólo a base de un esfuerzo sobrehumano podía contenerse, cuando la niña gozó extrajo el pene de tan primoroso estuche, y dejó que el líquido blanquecino, espeso, contenedor de los espermatozoides, con la fuerza de su impulsión mancillara la impoluta tapicería del asiento vecino.
(Continuará)
Datos del Relato
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1976
  • Fecha: 06-04-2003
  • Categoría: Primera Vez
  • Media: 6.03
  • Votos: 105
  • Envios: 1
  • Lecturas: 2934
  • Valoración:
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