-- XIV --
Helena, su hermana Montse, y tantas otras jóvenes de su edad, constituían un muestrario perfecto de la juventud de finales del siglo veinte. Estaban predispuestas al estudio, porque eso sí que se les inculcaba en casa. Con machaconería se les advertía de la lucha tan despiadada que se planteaba a la juventud para obtener un empleo. Había que ser la primera en todo si se pretendía triunfar, con la competencia tan inmisericorde que predominaba en todas las profesiones y oficios. Ese pensamiento, que prevalecía sobre cualquier otro en la forma de pensar del señor Remigio, unido al deseo de que sus hijas dispusieran en la vida de todo aquello de lo que él careció, le indujeron a que su hija Helena cursara el último curso completo de bachillerato en Estados Unidos. Y lo propio hizo, cuando le llegó el turno, con Montse. Las dos fueron a parar a la misma casa en Aberdeen, un pueblo de Sud Dakota, cercano a la frontera de Canadá. Si bien Montse, fue bien aleccionada por su hermana, de todo lo que allí encontraría.
El matrimonio que les acogió procedía de Salt Lake City, (Utah), centro neurálgico del mormonismo, religión fundada por Joseph Smith en 1830, en Fayette (Nueva York), con el nombre de Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día, la cual cuenta hoy en día con unos tres millones trescientos mil fieles en todo el mundo. Mark Twain narra, en uno de sus libros, que conoció a Joseph Smith, y que, agradecido por el agasajo que le dispensó, quiso obsequiar a su esposa con un par de agujas para hacer ganchillo y a su hijo (pensaba que solo tenía uno) con un silbato. En la segunda visita de Twain, el mormón le recriminó por el flaco favor que le había hecho con sus regalos, pues se vio obligado a comprar agujas para sus cincuenta mujeres, celosas de la que las recibió de aquél, y por el escándalo que hacían sus cien hijos con los silbatos que también tuvo que comprarles para que no se considerasen discriminados. Es muy probable que la fértil imaginación del escritor fabulase el hecho para evidenciar la poligamia bíblica que el mormón había restablecido como base de su religión. Pero exagerado o no, es cierto que la práctica de la poligamia le valió a Joseph Smith el ser preso, y que una multitud lo sacase de la cárcel para lincharlo.
El matrimonio anfitrión, formado por mister y missis Lundorf, él Jhon y ella Elizabeth, no practicaban la poligamia ni la poliandria, aunque tampoco se sentían obligados a una absoluta monogamia. No eran proclives al contubernio indiscriminado; pero entendían que uno de los mayores placeres que brinda la vida radica en el sexo, y constituiría aberración imperdonable privarse de un don tan preciado con que les dotaba la naturaleza, por el solo hecho de que hipócritamente la sociedad lo considerara escandaloso. Por lo qué, mutuamente, el matrimonio admitía y disculpaba que cualquiera de ellos pudiera tener alguna veleidad con extraños, si la ocasión surgía de modo inusitado y sin que expresamente fuera buscado. Su compenetración en esta materia era tan perfecta, que en más de una ocasión se habían visto involucrados con practicantes del culto de Dionisio, participando en sus orgías.
Helena, cuando llegó al hogar de los Lundorf, a pesar de contar solo dieciséis años, no era virgen. La virginidad la perdió un año antes. De ahí, que no sintiera sensación de desagrado el día en que Jhon, delante de su mujer, la acogiera tiernamente en sus brazos, sentara sobre sus rodillas y besara dulcemente todo el rostro, para acabar recalando en los labios, donde las bocas se fundieron en un beso que nada tenía de paternal.
Ocurrió que, Helena, sentada en el diván entre Jhón y Elizabeth, estaba leyendo la carta que había recibido de su familia, en la que Montse le hablaba de acontecimientos que la llenaron de añoranza. Mientras la leía, no pudo contener las lágrimas. Jhon, que estaba enfrascado en la lectura de Voces - Memorias de Frederic Prokosch, al oír los suspiros de la niña, se volvió para observarla, y al verla tan compungida, por la lástima que le inspiró, se sintió amorosamente paternal y la anidó en sus rodillas. Elizabeth, que advertía el cariz que tomaban los acontecimientos, no pudo sustraerse a la atracción física que la niña le inspiró desde el primer momento y se acercó al grupo. Con mimo acarició la cabeza de ambos, que seguían fundidos en el beso, y sus labios recorrieron las mejillas unidas hasta recalar en la orejita de Helena, en donde se abrieron para morder el óvulo y hurgar con la lengua en la cavidad auricular. Mientras tanto, sus duchas manos se mostraron activas procediendo a desnudar a la pupila, sin que ésta lo advirtiera, embebida, como estaba, en el beso lingual que se prodigaba con Jhon y en las sensaciones arrebatadoras que le producía la caricia en la oreja, que la ponían en el trance de gritar el orgasmo que estaba a punto de explotar en sus entrañas.
Cuando Jhon abrió los ojos, que desde el primer momento había cerrado para concentrase más en el descubrimiento sexual que estaba disfrutando, pudo contemplar a su esposa y Helena completamente desnudas, y se hizo cruces de que tal hecho hubiera ocurrido sin que él se percatara. Pronto dejó de prestar atención a este misterio, y, raudo, hizo por quedar en el mismo estado de desnudez. Las acciones se sucedieron a ritmo endiablado. Los cuerpos enlazados, penetrados, seducidos a todas las actitudes y entregas, fueron sin rebozo alcanzando las cimas del placer, sin que nadie se recatase de pregonarlo a los cuatro vientos, con sus suspiros y gritos.
A contar de aquél momento, Helena pudo compartir, cuando ella quiso, el tálamo nupcial y también participar en las orgías. Bien con los dos, o con cualquiera de ellos, y, en más de una ocasión, sola.
Con estas ricas enseñanzas en el arte de gozar, se desarrolló el curso académico que la niña vivió en América. Sin embargo, las buenas notas logradas en los estudios y el hecho de aprender a conducir, para lo cual la familia Lundorf le prestó la ayuda más decisiva con el vehículo de su propiedad, constituyeron para los padres de Helena el mejor pago a su sacrificio y contraído una deuda de inmarcesible agradecimiento con la familia americana, por el buen trato que dispensaron a su hija. ¡Poco supieron de las otras enseñanzas! Porque, Helena, se guardó muy mucho de hacer mención de ellas a su familia, salvo a Montse, que en todo, lo bueno y lo malo, fue siempre su confidente. Téngase en cuenta que las dos niñas, desde su más tierna infancia vivieron prácticamente solas, por el anacrónico horario de los padres regentando el establecimiento, que hacía imposible coincidieran en el hogar. Por tanto, mutuamente tuvieron que valerse y ayudarse para superar las necesidades e incidencias propias de la convivencia cotidiana.
(Continuará)
Me gusta tu estilo. La narración fluye ante el lector como suaves retoques en una pintura, surgen los detalles con armonía, con lenguaje profundo, pero bien seleccionado... tu relato deja ver entre líneas, si esforzarte, pequeños rayos de crítica que nos llevan a la reflexión. Felicitaciones, amigo... José Luis