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Amores truncados (18)

Cogieron un taxis, que por las calles de Ganduxer y Emancipación les condujo en un instante a la calle Bisbe Sivilla, dejándoles en la esquina de esta calle con la calle de Mandri, pues Lorenzo, fiel a su idiosincrasia, no quería que el vecindario de su casa le viese llegar con una joven.
El piso era muy pequeño. Gran habitación que servía a un tiempo de comedor, salón y despacho con una amplia terraza, dormitorio de regular tamaño, con armario incorporado, que se comunicaba con el cuarto de baño. La cocina minúscula, pero que estaba dotada de todos los elementos eléctricos para hacer cómodo su uso: encimera con fogones de gas y de electricidad, horno, microondas, lavavajillas, nevera y en fila sobre repisa de mármol un montón de pequeños aparatos eléctricos para batir, abrir latas, etc. En un rincón de la terraza, un pequeño cuarto con máquina para lavar la ropa. El mobiliario, escaso y de estilo renacimiento, eran de una parquedad monacal. Sólo la gran cantidad de libros que se ordenaban en tosca estantería, en la parte que se hacía servir de despacho, imprimía carácter de intelectualidad al conjunto. Cuando Helena vio el piso y, sobre todo, el estrecho somier que servía de cama, no pudo evitar que sus facciones se contrajeran en un mohín de estupor y desagrado. Pensó que el marco respondía por completo a la figura. Un atisbo de arrepentimiento, por haber sucumbido a su tentación de probar las primicias de una virginidad masculina, le creó cierto estado de malhumor, que no pasó desapercibido para Lorenzo.
--Veo que no te gusta. ¿Si quieres, nos vamos? ¿Te apetece la música? Podemos ir al concierto que dan en el Palacio de la Música. Todavía llegamos a tiempo. --Propuso Lorenzo, un tanto entristecido.
--En absoluto. --Negó firmemente Helena, sobreponiéndose al incipiente desagrado que le causaba el marco donde iba a ejercitar sus dones de mujer seductora. Tomó asiento en uno de los incómodos y duros sillones renacimiento, de alto respaldo y asiento de madera. Preguntó perpleja-- No hay televisión ni un mal aparato de radio, ¿cómo distraes la soledad, cuando te encierras entre estas sórdidas paredes?
--Trabajando o estudiando. Nunca me queda un momento para lo que tú llamas distraer. De ahí que no me hagan falta esos entretenimientos.-- Repuso Lorenzo, un tanto incomodo por la apreciación que hacía Helena de su piso y pesaroso de que ella le tomara por un ser banal que podía perder el tiempo en distracciones superficiales, como encandilarse delante de la pequeña pantalla o escuchando la radio, con programas en los que, indiscriminadamente, se mezclaba la música, anuncios y charlas, éstas, la mayoría de las veces, insulsas y pedestres.
Helena, más pendiente de lograr una posición cómoda en el sillón que de la aclaración que le hacía Lorenzo, no hacía otra cosa que mover las piernas. Doblaba la derecha por la rodilla y se sentaba sobre ella. Amparaba ambos tacones sobre el asiento, descansando el mentón sobre las rodillas, sin que para nada le perturbara el mostrar las caderas al descubierto y la exigua braga, que resultaba insuficiente para disimulara los rizos rubios que crecían en el pubis y se escapaban por los lados. Después de infructuosos intentos, Helena nerviosa explotó:
--Lorenzo, ¿no te parece mejor sentarnos sobre la cama, que en esta dura madera tan incómoda?-- Y sin esperar la respuesta, fue directamente a la habitación vecina, sentándose sobre el conventual catre. El colchón mitigaba en parte la dureza de la tabla que servía de somier.
Lorenzo la siguió y comedido se aposentó en una esquina. Helena, juguetona y ladina, puso en acción su acusada coquetería para la consecución del fin que se había propuesto. Como si se tratase de un simple pasatiempo, inquirió:
--Me gustaría saber que les haces a las chicas que vienen a esta casa.--Entretanto y para hacer más confidencial el diálogo, una de sus manos se posaba afable sobre el muslo de él,
--¡Jamás ninguna mujer, salvo la asistenta, ni tan siquiera mi madre, ha pasado el umbral de este piso! -- Contestó Lorenzo malhumorado y con rotundidad. --Parece que no me crees, cuando te digo que nunca he besado a una mujer y mucho menos he tenido con ellas trato carnal.
Helena no dudaba en absoluto de esa afirmación. Pero necesitaba que Lorenzo se lo confirmase. Su virginidad era el leitmotiv que la movía a dar este paso. Además, la excitaba de un modo inusitado. Tal vez sin ese aliciente, Helena no le hubiera concedido a Lorenzo otra prebenda que su amistad. Siguiendo con su interrogatorio, de la forma más natural e ingenua, le dijo:
--Pero aunque no hayas ido con mujeres, y no dudo que con hombres tampoco, científicamente está probado que los hombres, cuando lleváis tiempo sin vaciar los testículos, durmiendo tenéis eyaculaciones, y supongo que tú no eres la excepción.
Lorenzo, con la mirada gacha y ruborizado, se sintió descubierto en uno de los secretos de su existencia más celosamente guardado. Temió, desde la primera vez que ocurrió la eyaculación apenas cumplidos los trece años, cometía una grave falta a la moral. Cada vez que tenía un derrame nocturno, la zozobra se apoderaba de todo su ser. Y tanto mayor era su sufrimiento, cuanto los vestigios de tan misterioso proceder quedaban patentes en las sábanas, que al hacer la cama no dejaría de verlo su madre. Ese estado de cosas, durante años, le crearon una sicosis depresiva, pues en su fuero interno luchaba dos fuerzas contrapuestas: por una parte, el placer inconmensurable que le deparaba la expulsión de la substancia seminal; y, en contrapartida, el temor de cometer una acto inmoral y la vergüenza de que su madre, por las muestras que impregnaban las sábanas, supiera de lo que él estimaba como una reprobable depravación. Ante el prolongado silenció, Helena siguió instigándolo con sus insidiosas preguntas.
--¿Dime, Lorenzo, nunca se te pone dura? --Y para comprobarlo, aquella mano pasiva que descansaba sobre el muslo del atribulado Lorenzo, fue desvergonzada a la bragueta aprisionando un remedo de pene lacio e inconsistente. Helena no pudo por menos que esbozar una sonrisa de conmiseración ante el respingo que dio Lorenzo y el salto atrás para defender su pudibundo pudor, que estuvo a punto de lanzarlo de la cama.
El acongojado muchacho no salía de su asombro ante el inaudito comportamiento de su amada. Sentía lacerante pánico ante el acoso de ella y por el supino desconocimiento que él tenía de todo cuanto se relacionara con los sentimientos eróticos de la pareja. Sabía que estaba haciendo el ridículo y, aún sin tener conocimiento de ello, el subconsciente le llevaba a vislumbrar que la falta de respuesta de su órgano genital a las caricias de que era objeto, constituía grave ofensa a la persona que con tanto mimo se las estaba prodigando. Pues Helena, ante el desazonado comportamiento de aquella piltrafa de fofa carne, se esmeraba con su acendrada técnica adquirida en el canal plus de televisión los viernes por la noche y practicada en sus orgías de Norteamérica, a ponerlo en situación para que cumpliera con el cometido que se había propuesto. Con pericia de avezada amadora dejó al sumiso neófito en cueros vivos. Tal como estaba harta de contemplar en la pequeña pantalla, pues era adicta telespectadora de los programas 'x', visto el mal cariz que tomaba el depauperado pedúnculo, se lo metió en la boca y comenzó a succionarlo como si se tratase de la tetina de su primer biberón. Contra todo pronóstico, la sangre que debía afluir aquel chupete para engrosarlo de forma conveniente, se desparramaba en pudorosa rojez por el resto del cuerpo por culpa de la vergüenza que Lorenzo sentía al ser tratadas sus partes pudendas con tal descaro.
Helena se desesperaba. Toda su ciencia infusa y difusa naufragaba ante aquél témpano de hielo. Dejó el limaco al cuidado de su mano, mientras su boca como baboso caracol ascendía por el vientre, pecho, succionado los minúsculos pezones, hasta embocar su lengua en la cavidad bucal del amado. Leves pulsaciones del pene percutieron en la mano que dulcemente lo mesaba, y con gran alegría de la instigadora, notó al tacto que éste despertaba de su letargo y crecía y se envalentonaba por momentos hasta alcanzar tamaño y grosor suficiente para cumplir con el cometido al que la oficiante le tenía destinado.
En un periquete Helena se desprendió de las escasas ropas que cubrían su escultural cuerpo. Sin perder ripio, por temor de que aquella esbeltez lograda con tanto esfuerzo se desmoronase, hizo que Lorenzo se tendiera sobre la cama y, puesta a horcajadas sobre él, con su ducha mano condujo al ahora rutilante caballero a que se aposentara en la cálida y untuosa cámara que le tenía reservada.
La desfachatez de aquél ente despreciable, que tanto esfuerzo costó para ponerlo en situación, se puso de manifiesto a medida que iba entrando en aquél exquisito cubil. Pues sólo cruzar la zona vestibular empezó a soltar impresionantes descargas intermitentes de un jugo viscoso y blanquecino, que no cesaron hasta que en toda su longitud estuvo acomodado en el templo del amor que tan gentilmente le brindaba su adorada Helena. Y para colmo de desdichas, aquella hidalga prestancia lograda a fuerza de tanto desvelo, se vino abajo tan pronto dejó de manar el elixir de la vida. La cuitada víctima miró interrogante al insulso amador, cuyo rostro en esos momentos era la genuina imagen de una asustada lechuza. Y llegó a tal grado su desesperación por el descalabro sufrido en sus apetencias de un placer compartido, que, en el cenit de la frustración, no pudo por menos de espetarle con torvo semblante y agria voz:
--¡Eres patético!
Escasos meses después, ese vocablo sería el epitafio que daría fin a una relación que de forma tan poco gratificadora para la ardorosa Helena, sexualmente se iniciaba en aquellos momentos.
(Continuará)
Datos del Relato
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1946
  • Fecha: 04-04-2003
  • Categoría: Primera Vez
  • Media: 6.11
  • Votos: 63
  • Envios: 0
  • Lecturas: 2545
  • Valoración:
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