Al entrar en el restaurante, el maitre, con la sabiduría que procede de una larga experiencia, los situó en un rincón acogedor que parecía dispuesto para enamorados. La cena transcurrió sin incidencias. Comieron frugalmente: consomé y lenguado y de postre flan con nata. Helena, que para sus fines pretendía estar despabilada, pidió café para los dos.
Al salir del restaurante, Lorenzo propuso:
--¿Quieres que vayamos a ver algún espectáculo?
--Si tu quieres --accedió sin convicción Helena, para a renglón seguido, con voz melosa sugerir la idea que todo el día le bullía en su cabeza: --¿Porqué no me invitas a tu casa, ya que me muero de ganas de ver donde vives?
--De acuerdo --accedió Lorenzo, no sin que en su interior sufriera temor por su inepcia en lides amorosas, que le asaltó desde el momento en que supuso que Helena intentaba pasar la noche con él. -- Es posible que no te guste --aclaró--, porque tengo montado el piso con mucha sencillez.
(Continuará)