Eran cerca de las nueve de la noche. La terraza del Sandor, antes repleta de público, se había ido despoblando paulatinamente. Hasta la vorágine de vehículos que circulaban por la Diagonal, había amainado sensiblemente. A esas horas, la plaza Françesc Maciá adquiría un placido ambiente de quietud y ensueño que no dejó de penetrar en el ánimo de la pareja. Comedido como siempre, Lorenzo cedió la derecha a Helena al dirigirse al restaurante Finisterre. Ambos callaban, mientras los pensamientos en desbocada carrera galopaban por sus mentes. Lorenzo no dejaba de cavilar en el mal trago de esa noche, cuando se viera obligado a cumplir con unos requisitos que ignoraba por completo, pero que adivinaba eran imprescindibles. Salvo que quisiera aparecer ante los ojos de su amada como el más inepto de los mortales. Por otra parte, los pensamientos de Helena navegaban por mundos distintos: entre lo jocoso que para ella resultaba ser el carácter de su acompañante, y la experiencia que se proponía vivir aquella noche con él. Había oído contar a sus padres, cuando se reunían en casa con los amigos de su edad, las vicisitudes tan inusitadas que padecían los mozos y mozas de su época al querer relacionarse entre sí. Según contaban, ellos en todo momento debían comportarse circunspectamente con las chicas. Solo cuando adquirían la condición de novios, podían tocarse las manos. Y hasta sí el noviazgo estaba muy avanzado, él coger a ella del brazo. Pero jamás ante extraños estaba permitido darse un beso. Ese comportamiento era el que a Helena le tocaba ahora vivir con Lorenzo. Y el anacronismo de esa situación, inspiraba a Helena una pasión irreprimible de risa que apenas podía contener. Por eso se apresuró a dirigir la mente hacia otros derroteros. Se puso a cavilar el modo de inducir a Lorenzo a someterse al plan por ella trazado, que no era otro que el gozar de la primicia de su sexualidad. Por otra parte, temía que su puritanismo, tan firmemente arraigado, le desbaratase la ilusión que desde por la mañana estaba agudizando su libido.
Percatándose del prolongado silencio, ambos casi al unísono exclamaron:
--¿Tienes apetito? -- Preguntó él.
--Me gusta ir a cenar contigo. -- Aseguró ella, iniciando su plan de seducción.
Ambos se rieron de la coincidencia en el tiempo de sus expresiones. Lorenzo, emocionado por la confesión tan llana y gentil de Helena, no pudo por menos de contestarle:
--Pues si te produce gusto el que cenemos juntos, cuenta la satisfacción que a mí me causa poder disfrutar durante todo este tiempo de tu compañía. Ya te he explicado lo inepto que soy en el trato con las mujeres. Ahora me duele en el alma mi inexperiencia, que impide encuentre las justas palabras para decir todo lo que pasa por mi cabeza. Solo puedo asegurarte que, desde la vez pasada en que nos vimos, no he dejado de pensar en ti un solo instante.
Helena cogió la mano de Lorenzo y la oprimió cariñosamente en prueba de gratitud. Un gesto se mostraba en esta ocasión mejor y más expresivo que mil palabras. El calor que emanaba de la mano de Helena, como si se tratase de un efluvio amoroso, se infiltraba por los poros de Lorenzo hasta alcanzar las fibras más sensibles de su ser, descubriéndole el más inusitado estado de felicidad en que pudo soñar nunca.
(Continuará)