-- XII --
Aposentado en el compartimento de primera, Lorenzo distraídamente paso revista a las personas que le acompañarían en el viaje. En total eran tres, dos mujeres y un hombre de edad indefinida, aunque mayor, que el parapeto del libro que leía impedía ver más allá de los ojos y la frente que, por falta de pelo y la posición inclinada en que estaba, se alargaba hasta la coronilla. Ellas, por el parecido físico y la diferencia de edad, aparentaban ser madre e hija. La mayor, que frisaría los cuarenta y cinco años, era más hermosa que la joven. Aunque de formas un poco ampulosas, estaban tan exquisitamente redondeadas y proporcionadas, que transferían una sensación de placidez acogedora. Contemplarla, además de un regalo para la vista, constituía un sedante para el espíritu por la afabilidad que emanaba de toda su persona. La que Lorenzo suponía era la hija, no resultaba físicamente tan agraciada. Sus facciones eran un tanto burdas. La nariz hubiera sido hermosa de no acabar con un abultamiento que robustecía el fuste que la unía a su nacimiento en la frente. Los ojos grandes, celados por largas pestañas, resultaba lo más atractivo, y bien se veía que ella lo sabía pues en este momento los usaba con insinuante coquetería para despertar la atención del recién llegado. El cuerpo, al igual que el de la que se suponía era su madre, era de formas exuberantes y un tanto excesivas para la edad que aparentaba, pues apenas rebasaría los quince años.
Al entrar Lorenzo en el vagón saludó ceremoniosamente. El hombre, sin pronunciar palabra, correspondió con una leve inclinación de cabeza. Las dos mujeres, por el contrario, después de examinarlo sin ningún recato de pies a cabeza, contestaron al saludo con la más radiante de sus sonrisas, y hasta la joven dejó que sus ojos le manifestaran la alegría que le causaba que un hombre viniera alegrar la estancia con su juventud y buena prestancia.
Mal iba pertrechado Lorenzo de cultura literaria, pero entre los pocos versos que en su vida aprendió, recordaba el Tren expreso, de Campoamor, y mientras se apoltronaba en su asiento y el tren se ponía en marcha, mentalmente iba recitando:
Al dejar la estación lanzó un gemido
la máquina que libre se veía,
y corriendo al principio solapada,
cual la sierpe que sale de su nido,
ya, al claro resplandor de las estrellas,
por los campos, rugiendo, parecía
un león con melena de centella.
Si bien su ego se veía halagado por la atención que la joven viajera de un modo harto explícito le demostraba con sus miradas incendiarias, Lorenzo, que no tenía más pensamientos que los que le inspiraba su adorada Helena, para eludir el compromiso de esas conversaciones tan anodinas y habituales de los viajes en tren, se absorbió, como lo estaba haciendo el otro pasajero, en la lectura del libro que se había traído en el equipaje, que trataba de Miguel Angel -- Escultor, pintor y arquitecto, escrito por Charles de Tolnay
Apenas Lorenzo había llegado al Capítulo 7, que trataba de El Arquitecto, y leído unas ocho páginas del mismo, cuando el tren silenciosamente se detuvo en la Estación de Sans. Mientras guardaba el libro y recogía su equipaje, pensaba lo cómodo y rápido que le resultó el viaje, había durado un santiamén sin apenas percatarse. Con un lacónico e indiferente "buenas tardes", se despidió de los otros tres viajeros, que por completo se le habían borrado de su pensamiento tan pronto la fructífera vida de Miguel Angel iba adentrándose en su espíritu a través de la lectura. No bien pisó tierra firme, marcó en el móvil el número de teléfono de su amada. La persona que contestó al teléfono le informó que Helena estaba en la Universidad, y que no regresaría a casa hasta muy tarde.
Lleno de impaciencia, Lorenzo tomó un taxis para trasladarse a la Plaza de Françesc Maciá. Helena todavía no estaba, y por eso buscó una mesa libre en la terraza del Sandor a fin de poder advertir de lejos su llegada. Pasaba el tiempo, y la zozobra de que no viniese le atormentaba de un modo doloroso. Faltaban apenas veinte minutos para las siete, cuando acompañada de un mozalbete espigado y desenvuelto, con el que debían tratar un tema harto jocoso por lo mucho que ambos se reían, la vio llegar por la acera de la avenida de Pau Casals. En cuanto Helena descubrió a Lorenzo con su cara demudada por el malhumor, adquirió talante serio y se despidió con un fugaz beso del acompañante, el cual, a su vez, ante lo inusitado de la despedida quedó tan perplejo como lo estuviera Lorenzo.
Helena era así. Cualquier hombre que se le acercara, tan sólo que físicamente no le causara repulsión, asumía para ella la condición de macho, que le despertaba sensaciones irreprimibles consustanciales a su fisiología de hembra. Tal vez el hecho de adaptar su desarrollo espiritual al más virtual de la ciencia biológica, en cuanto se relaciona con los sexos, le hacían olvidar que los seres racionales, además de los órganos genitales, estaban dotados de una serie de sentimientos que afectaban a la esperanza, la comprensión, la fidelidad, el amor ..., que asumían la condición más excelsa de la vida, ya que eran manifestación del espíritu, así como el aroma lo es de las flores.
Como un autómata, Lorenzo se levantó para recibir a Helena. Esta, con cara de rebosante felicidad, al llegar junto a él le echó los brazos al cuello y le besó apasionadamente en la boca. Fue lo suficiente para que Lorenzo se olvidase por completo del mal trago que acababa de pasar.
--No puedes imaginar la alegría que siento al volver a verte. --Le aseguró ella, mientras tomaba asiento.
--Pues figúrate cual es la mía, que he sido capaz de abandonar el trabajo para poder estar contigo. Ni tan siquiera he comunicado a la empresa mi llegada, a pesar de haberles advertido que iría esta tarde. Por cierto, tengo que telefonearles antes de que cierren las oficinas.-- Y para acallar su conciencia marcó el número de Construc, S. A. y al contestar Cosme, le dijo que comunicase a la dirección que no iría esa tarde por encontrase fatigado.
Con la volubilidad que caracterizaba a Helena, fue contando un montón de anécdotas, que aprovechaba de modo sibilino, aun sin proponérselo, para manifestar a Lorenzo la simpatía que había despertado en ella. Huelga decir, que éste se hallaba en el mejor de los cielos. Toda su persona estaba impregnada idealmente del elixir maravilloso que solo dios Amor es capaz de elaborar. Ese efluvio que eleva al espíritu al pináculo de la felicidad terrena, y en el que solo las almas se comprenden y compenetran en comunión perfecta.
La pregunta de Helena vino a despertar a Lorenzo de su ensueño:
--¿Qué haces esta noche? En previsión de que tuvieras algún plan, al salir de casa he dicho a la familia que me quedaría a estudiar con una amiga y que tal vez no iría a dormir.
Aunque Lorenzo estaba ayuno del conocimiento más elemental que marcaba el trato de las parejas de distinto sexo, no era tan lerdo para no percatarse que lo que proponía Helena era pasar la noche los dos juntos. Un temor infantil le asaltó. El miedo de no saber como comportarse, ya que ignoraba por completo cual era su rol en esa entente amorosa, que adivinaba le proponía Helena. Lleno de temor, que su voz delataba, contestó:
--Sabes sobradamente que estoy a tus ordenes. Tú mandas y yo obedezco. Si te parece podemos cenar en Finisterre, que lo tenemos cerca.
Helena, al oír su voz titubeante, no pudo disimular una leve sonrisa. Sabía, sin lugar a dudas, el calvario que Lorenzo estaba pasando. Eso le divertía. No olvidaba que trataba con un ser antediluviano que, según le había confesado, jamás había tenido trato corporal con una mujer. Lo que le atraía de forma inusitada por la morbosidad que entrañaba poder disfrutar de la virginidad de un hombre. Cosa que desde que lo supo, la tenía inquieta y sobresaltada, con el ánimo predispuesto a descubrir el misterio. Por eso, cuando la llamó esta mañana, sintió la comezón de llevar a cabo ese descubrimiento. Y de ahí su alegría. Que sirvió para que el ingenuo Lorenzo confundiera ese estado de ánimo, como si fuera la réplica del inmenso amor que sentía por ella.
(Continuará)