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¿Cuanto tiempo había pasado desde que Alicia perdió su virginidad? Ella no pudo medirlo, ni tan siquiera le interesaba saberlo. El subconsciente, rompiendo la penumbra del sueño, la despabiló. ¿Había quedado embarazada? Ningún trato tuvo antes con la píldora o cualquier otra clase de anticonceptivos, pues para nada los necesitaba. La semiclaridad de la habitación, que le prestaba la luz de la pieza vecina a través de la puerta que las comunicaba, le permitió ver el grupo desnudo que formaba con Pedro. Se levantó y encaminó sus pasos a un disimulado y minúsculo cuarto de aseo, tan sólo provisto de inodoro, lavabo y ducha con puertas, en el que uno de los lienzos de pared lo formaba un gran espejo que por reflejo agrandaba el conjunto. Se encerró en la ducha, y con atención no exenta de nerviosismo actuó con el brazo movible para que el chorro de agua, que salía con fuerza, la liberase de cualquier vestigio de semen que pudiera enturbiar su tranquilidad. ¡Vano intento, si el espermatozoide ya había anidado en el óvulo! Pero ella persistía, esperanzada, con la idea de que esa agua que intentaba introducir por el conducto vaginal la liberase de todo peligro.
¡Poco conocía Alicia, de ese artilugio hecho para procrear! El trato que le infería, tal vez sí que lograra extirpar la sustancia nociva. Pero lo que no entraba en sus cálculos, es la sensación del deseo pertinaz que escapaba a toda definición y que por momentos adquiría mayor pujanza en esa parte secreta de su cuerpo. Al punto, que se alejaron por completo de su mente las tribulaciones que instantes antes sufría por la idea de un embarazo no deseado. Abandonó la ducha y cogió la toalla para secarse. El espejo reflejaba sin tapujos su escultural figura. Alicia jamás, antes, había prestado atención a sus formas, por las que había llegado a sentir odio, al ser causa de las burlas y desprecio que le infligían sus compañeros. Ahora, su vista se recreaba, por primera vez, admirando la solidez y bella estructura de los senos, la curva provocativa de cintura ensamblando con las caderas, la dulzura que surgía de su vientre plano y liso, y aquellas piernas largas y torneadas, que los hombres tantas veces le ponderaban de palabra o con lascivas miradas. Una vez se hubo acicalado, volvió a la habitación con la mente preñada de lúbricas ansias por aquel deseo que la tiraniza. Se aposentó en el borde de la cama y, con curiosidad acrecentada por los lúbricos pensamientos que la embargaban, se dedicó a detallar el cuerpo desnudo de Pedro. Le causaba admiración el pecho amplio y bien formado y la cintura y caderas tan exiguas. Dormido, sus rasgos faciales relajados, de trazos correctos, le daban aspecto infantil, de niño bueno. Al observar en el centro de su cuerpo aquello que fuera potente daga pugnaz, se quedó fascinada al descubrir se había convertido en algo tan pequeño como un limaco, que descansaba abandonado sobre una bolsa peluda. Al pensar que fue ese pequeño trozo de carne, tan frágil y blando, el tajero de su virginidad, se sorprendió, al tiempo que le despertó una infinita ternura. Seducida por su delicadeza, se inclinó, lo cogió dulcemente en la mano, y posó sus labios en ardiente beso sobre el glande amoratado que destacaba con fulgores de perla del exiguo colgajo.
Alicia, la frígida, la inaccesible vestal, aquella joven que con asco odiaba el sexo y a los que de alguna forma se lo manifestaban, estaba recorriendo en aquella jornada liminar el maravilloso camino de la sexualidad. Al observar como reaccionaba aquel pequeño pedúnculo, que emitía tenues pulsaciones a cada beso que recibía, Alicia, intrigada, levantó la cabeza para observar a su dueño. Pedro seguía sumido en el más beatífico de los sueños, lo que le devolvió la tranquilidad. Estaba temerosa de ser descubierta en tan fervorosa adoración. Confiada en su impunidad, volvió a rendir las mejores zalemas a aquella ínfima personilla por la que se sentía deleitosamente atraída. Mayor fue su entusiasmo, al descubrir que sus ardorosos besos convertían las tenues pulsaciones en vigorosos latidos, que imprimían a la carne fofa y esponjosa consistencia firme mientras se la veía engrosar por momentos. Extasiada, Alicia contemplaba aquel milagro de la naturaleza. Un torvo pensamiento, sin embargo, cruzaba raudo por su mente. Con asombro se percataba de lo feble del sexo masculino, que para excitarse no precisaba del enamoramiento o cualquier otra zarandaja relacionado con el amor, sino que bastaban simples tocamientos en sus órganos genitales para encalabrinarlo. El roce satinado de aquella pieza redonda, cálida y tersa, cuyo perímetro apenas podía abarcar su mano, despertaba en ella el irrefrenable deseo de notarla dentro de su carne, como la sintiera un rato antes. Para nada le importaba en esos momentos la causa que influía en su apetencia. Le tenía sin cuidad el hecho que se lo inspirase un gran amor, o fuera simplemente fruto del más desbocado de los deseos carnales. Sin abandonar la presa que atesoraba su mano, se situó a horcajadas sobre Pedro. Con mucha suavidad, para no despertarlo, guió al brioso paladín, que la hizo mujer, a su cubil exacerbado, que lo recibió con la algazara del más venturoso de los reencuentros.
Pedro despertó con sobresalto y malhumor. Estaba soñando que se hallaba en un paraíso poblado por huríes que le rendían las más exquisitas caricias. Su sorpresa no tuvo límites al ver a Alicia en cuclillas sobre él, con los ojos cerrados en plena concentración, que sin tocarle por más puntos que aquel por el que se había empalado en su pene, removía las caderas en cadenciosa danza de bayadera. Saberse simple objeto le dolía, e intrigado por el desarrollo de los acontecimientos, fingió seguir dormido. Por el rabillo del ojo contemplaba a Alicia y analizaba en su rostro los distintos estados a que le llevaba la lujuria. Y Pedro no salía de su asombro al ver metamorfoseada a una hermosa hembra, que aquella misma tarde la estimó como la más pura de las mujeres, en la más concupiscente de las bacantes. Sus facciones fruncidas concedían a su rostro la imagen de una mujer dominada por el vicio. Ese descubrimiento le entristecía, aunque no lo suficiente para que otra parte de su persona se notara alegre y agradecida al tratamiento que recibía y que se iba a disparar en salvas infructuosas, si por su parte no hacía lo necesario para que Alicia alcanzara antes el clímax qué apetecía. El grito de la ardiente hembra fue la señal que incitó a Pedro a culminar el goce compartido y él, a su vez, emitió otro grito, que juntos resonaron en la estancia como alegres clarines que celebraran al unísono el más gozoso de los embates. Sin deshacer el abrazo en que la pasión los había unido, la pareja se entregó al benefactor descanso del sueño.
(Continuará)