-- IX --
El cielo estrellado prestaba a la noche un aspecto acogedor, como si fuera un manto ideal que envolviera el silencioso caminar de Alicia y Pedro. La mole inmensa del: estadio de la Romareda les brindaba, como complaciente alcahueta, la intima compenetración que surge de la soledad del entorno. De pronto, Alicia se para, y encarándose a Pedro, con la mirada interrogante, le pregunta:
--¿Por qué has querido acompañarme?
Pedro, que estaba saboreando esa intimidad que en su fuero interno creía era compartida por ambos, perplejo le contesta:
--¿Acaso no lo sabes?
--Pues la verdad: ¡no! -Y la mirada de Alicia se hizo más penetrante, como si intentara adivinar en la de Pedro el fin último que le guiaba. Para ella, no dejaba de ser un insólito capricho el despreciar el vehículo ofrecido por Sebastián, que cómodamente le hubiera trasladado al hotel. Y, por contra, aventurarse en la noche solitaria al largo paseo, que le distanciaba del hotel.
Consciente de que se había roto aquélla unión mágica que se estableció entre ello antes de la cena, mientras sus manos formaban un lazo de comunión perfecta, Pedro, con voz emocionada le aclaró:
--Con nobleza, igual a esa nobleza de la que hacéis siempre gala los aragoneses como patrimonio de vuestra raza, quiero exponerte la razón que me ha inducido a acompañarte. Ninguno de los dos somos niños, para no saber calibrar la naturaleza de nuestros sentimientos. Desde el momento en que te admiré en la puerta de la oficina, que hizo lo manifestara de aquella forma tan inconveniente, supe que algo despertaba en mi interior que me llevaba hacia ti sin remedio. Cuando tu mano se confió a la mía, sentí una profunda emoción, de la que aún no me he repuesto. Imaginé que también tú eras presa de similares sentimientos. Durante la cena estuve tan abstraído pensando, que no pude asimilar el parlamento de Sebastián, y, ¡a fe que lo siento! Quise analizar que era, lo que tú me habías inspirado. Mientras mi corazón brincaba de contento, por vislumbrar que al fin el verdadero amor hacía acto de presencia en mi vida, la triste razón recapacitaba sobre la imposibilidad del mismo, por lo diferente de la clase social a que cada uno pertenece. No obstante, saber que durante un rato más iba a gozar de tu compañía, me ha instigado a tomar esta decisión, a pesar de la zozobra por tu posible negativa, y la violencia que me ha supuesto pedírtelo ante los demás.
No eran las palabras. Tampoco las ideas que ellas expresaban. Era la emoción tan profunda que trascendía de la forma en que Pedro se expresaba, que Alicia no pudo resistir cuando aquél la abrazó y posó sus labios en los suyos.
Hasta esa misma tarde, Alicia no podía disimular el asco que le producía cualquier roce, palabra o manifestación erótica procedente de varón, dirigida a su persona. Ante las que replicaba con el más olímpico desprecio, fingiendo ignorancia, o con algún hiriente exabrupto, en los que era ducha.
A sus veintiséis años, Alicia no sabía en sus carnes que era recibir una caricia o un beso. De ahí, que al percibir los labios de Pedro en sus labios, creyó que algo irreal ocurría a su persona. Y esa sensación de irrealidad desató en ella un temblor incomprensible, que su férrea voluntad no supo vencer. Ante el fracaso de su intento, su mente disciplinada en el raciocinio, pensó en cual debía ser su decisión, si separarse de los labios de Pedro, o dejar fluir su espíritu en ese mundo célico al que el beso la transportada. Y con el buen sentido que le caracterizaba optó por la segunda solución. A contar de cuyo momento, su mente dejó de funcionar. Ya eran sólo los poros de su cuerpo los que participaban de aquella sensación de ensueño en que la sumían los labios que con gran mimo aleteaban sobre los suyos Como las ventosas del pulpo se abren para succionar, los poros de Alicia se distienden para captar esas nuevas sensaciones, que son causa del desvarío que la hacen zozobrar en el más completo abandono de sus facultades anímicas. Cuando los labios recorren sus mejillas, se aventuran por el pabellón del oído, picotean sobre la tersura del cuello, y más osados alcanzan la tersa, clara y suave carne de los senos, Alicia reacciona como a impulso de una descarga eléctrica: su persona se estremece de pies a cabeza, y los brazos, antes inertes a sus costados, abrazan ahora a Pedro con igual desespero y unción con la que el náufrago para salvarse se agarra a la tabla salvadora. Algo más, sin embargo, ocurre, que sobresalta a Alicia, al punto que la desconcierta: descubre en las partes íntimas una humedad inusitada, que mientras fluye le depara un placer indescriptible. Es la secreción lubricante que Anaïs Nin, con voluptuoso estilo poético, describe como la delicada espuma de una pequeña hola. Pero es muy probable que Alicia jamás hubiera leído a Anaïs Nin, y por ese motivo lo ignoraba.
El vicio es para Pedro una materia tabú. Ha sido educado en la moral cristiana, con temor a la lujuria que inspira el sexo y en el más acendrado respeto a la mujer. Pero esos arraigados principios no determinan que Pedro sea un santurrón a la antigua usanza, que sólo el mirar a una mujer entrañaba pecado capital. Las consecuencias educacionales han hecho de Pedro persona consciente de sus actos, que jamás faltó a una mujer de palabra u obra, aunque se tratara de una hetaira. Pero no fueron óbice para que gozara del contacto de cualquier mujer que libremente se le entregara, con la pericia de avezado amador que conoce sus puntos erógenos, sabe disfrutar con el placer que da, mas que con el que recibe, y conoce los tiempos que se precisan, a los cuales se supedita con rigor, para que el orgasmo de la mujer sea gratificador. El abandono con que se muestra Alicia, y la pasión que por ella le domina, acrecienta en su alma la voluntad de no ofenderla con acciones que, al recobrar ella su lucidez, puedan resultarle embarazosas. Pero dentro del circunspecto trato de enamorados se esmera en obtener para ella un clímax que la eleven a la más alta cúspide de la felicidad. Besa con fruición la tersa, clara y suave carne de los senos, cuyo nacimiento deja al descubierto el escote del vestido. Vuelve sobre el recorrido anterior, hasta recalar en la boca, la cual está entreabierta por los quejidos que acompasadamente salen de su interior. Pedro nota en la pulpa de los suyos, el calor inusitado que despiden los de Alicia, y para atemperarlos pasa insistente la lengua por todo su contorno. Con inefable sorpresa, nota la de ella que se une a ese deambular por la carnosidad de los labios. Y ya ambas hermanadas, se juntan y se palpan. Al retirarse cualquiera de ellas a su cubil, la otra la sigue enamorada y obsequiosa de rendirle las mayores zalemas.
Rompe el silencio de la noche un grito, que aunque pretende ser contenido, resuena en el espacio. La casta, pura, inmaculada Alicia, alcanzó por primera vez en su vida un orgasmo de felicidad, mientras se aferraba a Pedro con el ansia de incrustar sus carnes a las de él, para fundirse en un sólo cuerpo. Guarecidos por el recio tronco de un árbol del paseo, estaban al cobijo de la mirada de cualquier viandante que pasara por allí, y mucho más de los automovilistas que transitaban en sus coches por la calzada. Al sonar el grito de placer que Alicia no supo reprimir, Pedro, sobresaltado, miró a uno y otro lado sin descubrir a nadie, lo cual le tranquilizó. Siguieron tiernamente abrazados. Pedro, subyugado por el despertar maravilloso de la naturaleza de Alicia, repartía castos besos por su frente y el pelo. Eran besos que constituían, para él, tributo de agradecimiento que rendía a Alicia, por el don tan inefable que acababa de depararle al erigirle en testigo de su primer orgasmo. Y ese placer se incrementaba hasta el infinito, por ser él, con sus caricias, quien se lo había provocado. Al punto que su carne se veía anulada por la sensación sutil que emergía de su alma para infiltrarse en las venas y arterias como elixir maravilloso que recorría todo su cuerpo en éxtasis de placer, sin que para nada participaran en él sus glándulas endocrinas, o las pulsaciones del árbol de la vida. Era como si hubiera alcanzado la quintaesencia del placer sexual, sin que en absoluto participara el sexo.
Arrebujada la cabeza en el pecho de su amante, Alicia gozaba la maravillosa sensación que había experimentado en aquella parte íntima y secreta de su cuerpo. Perpleja, descubría en su persona la existencia de otro ser. Un ser que nace y se desenvuelve por la alquimia de sensaciones que se activaban al contacto con un hombre, ese espécimen que, horas antes, tanta repugnancia física le causaba al pensar en él como macho.
Alicia nota una desazón que la conturba. En realidad no sabe que actitud adoptar ante Pedro, y por eso cada vez se arrebuja más entre sus brazos, que tan cariñosamente la preservan de tener que exponer a su mirada las tribulaciones que está pasando y que su rostro es incapaz de ocultar. Pero con independencia de los pensamientos que le asaltan, allí donde antes se desató el clímax, sigue sintiendo un fuego abrasador que domina todas sus acciones. Y, ciñéndose al brazo de Pedro, emprende de nuevo el camino de su casa.
Los dos andan ensimismados. Pedro, embebido en sensaciones encontradas. Las que surgen inmanentes al contacto con aquella carne cálida, que siente palpitar pegada a su cuerpo, y las que emanan de su mente calibrando las consecuencias que pueden devenir de una relación tan insostenible entre el pobre aparejador de obras y la rica y encumbrada heredera de una de las mayores fortunas de la región. Alicia, por su parte, se recrea en esa exquisita sensación que anida en la parte baja de su cuerpo, y que por momento se hace más exigente y voluntariosa, al punto que la obliga a pararse, y materialmente pegada a Pedro, besa su boca con pasión. Siguen por la avenida, sin cruzar entre ellos una sola palabra, que las suplen con besos que en cada ocasión se tornan más ardientes y prolongados.
Frente al Hospital Militar, se pararon ante una gran reja forjada, que cerca lo que, por su grandiosidad, parece ser un jardín público. Alicia marcó la clave en el teclado que se disimulaba en una columna, y eléctricamente se abrió una pequeña puerta lateral. Pedro hizo ademán de despedirse, pero Alicia, sin pronunciar palabra, le cogió la mano y le guió por una umbrosa alameda hasta el pabellón que se encontraba en la esquina derecha del jardín. Era una construcción de aspecto rústico y figura hexagonal, con tejado puntiagudo. Al simple contacto de su mano se abrió la puerta, que permitió el acceso a una espaciosa habitación. Estaba amueblada con los elementos esenciales para una oficina de trabajo: teléfono, ordenador, ficheros, mesa escritorio, sillón giratorio y varias sillas. En la pared del fondo existía otra puerta. Alicia fue directa a ella y al atravesar el umbral se advertía, por el toque femenino de la decoración, que debía ser la suya: gran sofá, convertible en cama de matrimonio, dos sillones al juego, mueble bar que alojaba el tocadiscos, y, suspendido en un panel de pared, frente el sofá, el aparato de televisión con vídeo incorporado.
Alicia se abrazó a Pedro como una lapa. Anduvo de espaldas, hasta dar con el sofá, que por suerte estaba desplegado, sobre el que se tumbó arrastrando a aquél en la caída. Llevó la mano de él sobre la protuberancia que emergía de su pecho. Separó las piernas en compás, para que en su conjunción encontrase cálido acomodo la pelvis de Pedro. Su boca abierta, brindó al otro la pasión de un beso arrebatador. Y el bajo vientre, a socaire de una danza ancestral ínsita a la condición femenina, se movió insistente sobre el cuerpo que la cubría.
Asombrado e indeciso, Pedro no sabía que camino seguir. Aún dominado por el deseo, calibraba las consecuencias que su comportamiento presente podía en el mañana acarrear a la sociedad a la que profesionalmente se debía. Conocía los síntomas del irrefrenable deseo concupiscente. También sabía, que cuando éste desaparece y se retorna a la realidad, el hecho de haber claudicado a ese vicio, ocasionaba, a quién se había visto arrastrado a él y no era un lúbrico, una penosa sensación de vergüenza, que, para vencerla, normalmente optaba por apartarse definitivamente de aquél que se la provocó.
Es bien visto que una cosa son buenos propósitos, y otra, muy distinta, las fuerzas desatadas de la naturaleza, cuando rompen los diques de la continencia. Cuando la parte central del cuerpo de Pedro sintió el calor que desprendía aquella masa cálida y lasciva que se movía insinuante sobre él, su miembro, ajeno a toda elucubración moralizadora, empezó a excitarse, y unas ansias arrebatadoras surgieron impacientes por adentrarse en aquel divino cuerpo, que se mostraba tan proclive a ser mancillado. En un periquete extrajo sus ropas, y ayudó a Alicia a liberarse de las suyas. Extendido sobre ella, iniciaron la cópula. A pesar del ahínco puesto en la refriega, él miembro de él no pudo sobrepasar la región vestibular. Lo que bien a las claras demostró, que Alicia aún estaba entera. Este descubrimiento exacerbó a Pedro hasta lo inaudito. Su gozo no tenía límites, al convencerse que nadie antes mancilló aquel santuario. Y se aprestó, con entusiasmo de iniciador, a sajar el precinto que la sabia naturaleza puso en aquella mujer para acreditar su pureza. Preparó la introducción con exquisito tacto. Se esmeró en las caricias, que prodigó por todo el cuerpo de la amada. Adujo al lugar del holocausto los más dulces y enervantes tocamientos. Y cuando los suspiros de Alicia anunciaron que se hallaba presta al sacrificio de su virginidad, Pedro, asumiendo el contenido de los versos de Leopoldo Lugones:
'su voz te dijo una caricia vaga,
y al penetrar entre tus muslos finos,
la onda se aguzó como una daga',
se lanzó con esa más que aguzada daga, con firme y contundente golpe, a derribar la engorrosa barrera, que al primer mandoble cayó desgajada. El feliz desflorador logró, por fin, adentrarse en el paraíso de aquellas carnes divinas. Se oyó un leve grito de dolor, que Alicia no pudo reprimir a causa de la ablación de su himen. Pero pronto las molestias desaparecieron. Y aquellos dos cuerpos, ahora enclavados el uno en el otro, se lanzaron a la vorágine de su pasión desenfrenada, que de inmediato y al unísono culminó en un goce inconmensurable. La magnitud del espasmo sumió a la pareja en un sopor benefactor, que, a poco, se convirtió en sueño reconfortante.
(Continuará)