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AMAR... NO AMAR.- CAPÍTULO 1º

Magdalena, más conocida por Magda por cuantos la tratan, era una mujer que, a sus  treinta y dos años, estaba ya de vuelta de todo pues había tenido que vivir a marchas forzadas. Puede decirse que, a pesar de seguir vivos tanto su padre como su madre, estaba huérfana de ambos desde sus seis años, pues sus progenitores por esa época de su vida se divorciaron y cada uno, como ahora se dice, rehízo su vida con la misma pareja con la que, de antiguo, se “los ponía” al otro cónyuge. Y desde ese principio la niña estorbó tanto al padre como a la madre. Consecuentemente, cuando todavía no había alcanzado los siete años, se vio recluida, interna, en un colegio de monjas. Y si desde el divorcio poco caso le habían hecho ambos progenitores, desde entonces éste brilló por su ausencia. Poco cariño materno-paterno recibió durante sus primeros seis años más o menos, pero a partir de casi agotarse ese sexto año de su vida el cariño de sus progenitores se convirtió en algo nulo.
Esta sensación de abandono, de práctica orfandad, se agudizaba los fines de semana, cuando veía cómo los padres de casi todas sus compañeras aparecían por el colegio para llevarse a sus hijas desde el viernes hasta el lunes por la mañana a sus propias casas; o cómo, las pocas que quedaban en esos días en el “cole”, pues sus hogares quedaban lo suficientemente alejados para permitir la marcha durante las tres noches del fin de semana, recibían la llamada telefónica de sus familiares más queridos, y no pocas veces la de la familia menos cercana; incluso, a veces, la visita de sus padres durante todo el fin de semana, que incluso sacaban a las niñas que pasaban así esos días en el hotel que los padres ocupaban hasta el domingo a última hora o el mismo lunes por la mañana.
Y qué decir de las vacaciones de Navidad y Semana Santa, todas, todas, sempiternamente en el internado. En las vacaciones de verano sí que solía pasar un tiempo con su madre y con su padre, aunque no de manera revuelta, pues durante el mes de Julio se la solía llevar una decena de días la madre y otra decena, a veces hasta una quincena, el padre, pues resultaba que la nueva esposa del padre toleraba mejor a la niña que el nuevo marido de la madre. El resto del verano lo pasaba en un campamento de verano que le proporcionaba el internado previo pago de sus padres; aunque, generalmente, era el padre quien afrontaba este pago extra.
De todo esto se derivó que Magda, a sus once-doce años fuera una niña dura y autosuficiente, con un acusado sentido de rebeldía y a sus diez y seis-diez y siete una jovencita adolescente no solamente dura, autosuficiente y rebelde, sino acentuadamente independiente, lo que hizo que deviniera en una veinteañera por entero independizada que, desde que abandonó el internado a los diez y ocho años, nunca más quisiera ver a su madre, asqueada más que temerosa de “ciertas” maneras que en los últimos dos años venía observando en su padrastro hacia ella y que su madre siempre se negó a admitir, acusando en cambio a la muchacha de lianta y mal metedora entre ella y su nuevo esposo; y a su padre, aunque sin romper por entero la relación pues su nueva esposa no acabó de caerle del todo mal, apenas si le trataba de todas formas.
Estudió la carrera de económicas y logró trabajo como técnico comercial, algo así como asistente-adjunto al Director de Ventas en la filial española de una empresa de automoción alemana. Seguidamente, alquiló un apartamento-estudio en una cómoda y tranquila urbanización del extrarradio madrileño, al norte del Gran Madrid de aquellos años finales del caduco siglo XX, con un saloncito bastante amplio gracias a haber absorbido la pequeña terraza que se abría a una calle ajardinada y un tanto ancha, casi una recoleta avenida. El salón por la noche se hacía dormitorio merced a la cama en que podía convertirse por la noche un sofá. El apartamento se completaba con un cuarto de baño completo y una cocina que no resultaba tan minúscula. A los cuatro o cinco años de trabajar en aquella filial alemana pudo por fin comprar ese apartamento-estudio.
Así, Magda llegó a la treintena de años convertida en una mujer que apabullaba al más atrevido representante masculino del género humano más que por su increíble belleza, por la fría seguridad y aplomo que mostraba. A ella nadie la elegía, sino que era ella quien elegía. Además, siempre lograba lo que se proponía, pues era fría y dura como el acero, inteligente a la hora de jugar sus cartas, voluntariosa y tesonera tras el objetivo que se propusiera, ya fuera éste comercial u hombre que la atrajera. Y muy, muy ardorosa en lo tocante al hombre, aunque sin poner nunca el corazón en ninguna de esas relaciones. Nada de sentimentalismos en su vida, nada de poner sentimiento alguno en nada, salvo el empeño por lograr lo que quería.
Amar, querer a alguien o a algo, incluso un simple perro de compañía, era un absurdo, una verdadera rémora que tanto le amargara la niñez, pues ella había querido profundamente a sus padres y ambos la habían hecho excesivo daño. Le amargaron sus años infantiles, tal vez cuando más cariño y apoyo necesitó, pero ellos entonces la abandonaron a su suerte, prescindieron de ella por completo pues no encajaba en sus nuevas vidas. Y se dijo que nunca más nadie le volvería a hacer daño, pues a nadie más volvería a querer nunca. La dureza más despiadada ante todo y ante todos y el más materialista pragmatismo frente a la vida fueron las dos piedras angulares sobre las que levantó el edificio de su existencia, un edificio que a veces se le hacía frío y deshumanizado, pero en el que se sentía segura y, por lo tanto, más bien cómoda. Y, si alguna vez casi añoraba algo más, un hombro amigo en el que aliviar la gigantesca soledad en que realmente vivía, lo solucionaba bien enfrascándose en la pragmática realidad del trabajo intensivo, bien sumiéndose en la música a todo volumen de cualquier discoteca  para después encamarse con el “ligue” de turno.
Pero, a pesar de todo esto, también Magda había sostenido alguna que otra relación semi estable con algún, digamos, novio. Y decimos que semi, pues a la convivencia nunca llegó. Era demasiado celosa de su independencia para consentir en ello. Salir durante algún tiempo con un mismo tío, comer y cenar juntos e invitarle a su cama con bastante asiduidad, hasta permitir que él, de forma espontánea, apareciera por su apartamento de vez en cuando, podía ser, pero cuando la fiebre erótica había pasado, en la calle hace falta gente, nene, con que a tu casita y a soñar con los angelitos, o con las “angelitas”, siempre y cuando se parecieran a ella….
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Tomás no había tenido suerte en la vida. Ya en el paritorio, recién nacido y sin siquiera haber abierto aún sus ojos al mundo al que acababa de llegar, su madre no quiso saber nada de él, se desprendió de él como quien se desprende de algo inútil y molesto, depositándolo en manos de una institución benéfica. Enseguida supo que estaba solo, que había sido abandonado a su suerte, pues tan pronto se repuso algo del tremendo trauma que para cualquier infante es eso de llegar a este mundo de dichas, sí, pero también de no pocas desventuras, dejó de escuchar esa voz que desde tanto tiempo, desde que su cortísima memoria podía recordar, venía escuchando y que tanto le había calmado en los muchos momentos de zozobra que a lo largo de su desarrollo embrionario había conocido. Tampoco escuchó más ese rítmico pulsar, esa especie de tic-tac que era el latido del corazón materno, que también ayudara a aplacarle en esos tensos momentos de su existencia de poquísimos meses.
Así, recién nacido, Tomás fue a parar a algo que, por más que el nombre tratara de ocultar la triste realidad de su naturaleza con un rimbombante Hogar de no sé qué, no era más que un orfelinato u hospicio, descansando, y es un decir lo de descansar, en una fría cuna, no porque en verdad no resultara cálida en las frías noches de invierno, sino por la absoluta orfandad de cariño de madre; y no porque las cuidadoras no volcaran su cariño en los pequeños a su cargo, no, pues bien que lo ponían, sino porque Tomás resultó ser un bebé sumamente llorón. Cuando empezaba con la barraquera, que era un momento sí y al otro también, lo mismo de día como de noche, no había manera de callarle. De modo que las cuidadoras acabaron por dejarle a su aire y allí se pasaba el tiempo, en su cunita, berreando como un demonio y sempiternamente mojado, pues casi ni para cambiarle se le acercaban, entre otras razones, porque el rorro tenía la mala baba de volver a mojarse tan pronto le cambiaban: Que el nene tenía ese “caprichito”, vaya. Como era de esperar, ese estar continuamente llorando, haciendo sus necesidades casi que a cada momento y, además, la carita morena, muy, pero que muy morena que el “angelito” tenía, pues era un tanto gitanillo, no ayudó en nada a encontrarle un hogar donde poderse desarrollar como cualquier hijo de vecino. Pero lo malo fue que cuando empezó a crecer, cuando de bebé llorón fue pasando, primero a niño adusto que no se reía ni por equivocación y más tarde a un casi adolescente reservón, introvertido, retraído y muy, pero que muy poquito alegre a sus doce-trece años, tampoco coadyuvó demasiado para que unos padres de ocasión se hicieran cargo de él y pudiera acabar de educarse en un ambiente mínimamente hogareño, con lo que a sus catorce-quince años la vida de Tomás seguía desarrollándose entre los muros de aquél orfanato u hospicio. Así, a los diez y seis años empezó a trabajar en Correos como auxiliar postal gracias a los buenos oficios de la Fundación Benéfica que le acogió desde que fuera un recién nacido. Desde entonces, salía por la mañana a trabajar, sobre las siete y media-ocho de la mañana, con un bocadillito para media mañana, regresando al orfanato a eso de las cuatro de tarde, cuando podía comer. Y ya, la tarde la pasaba allí, con los “pupilos” más pequeños del orfanato, ayudando a cuidadores-cuidadoras a atenderlos. También a veces estudiaba algo, pues se le había metido en la mollera hacer uno de esos cursos por correspondencia de los que la propaganda dice que al instante te solucionarán la vida, así, por ensalmo… La propaganda, la publicidad... Que miente más que dice, pero que logra convencer a infinidad de incautos que, sin pestañear, se tragan el anzuelo de la nueva versión del antiquísimo “Timo de la Estampita”, y acaban comprando céntimos a “duro” (Información para lectores no españoles: Cuando existía la peseta, había una moneda llamada “duro”, cuyo valor era de cinco pesetas. Una curiosidad respecto a esta moneda española que, por cierto, era de 1848. Pues bien, el término “Dólar”, la célebre moneda USA, deriva de “Duro”; es el nombre que los “Usacos” realmente quisieron dar a su moneda, sólo que usaron una fonética digamos alemana y por eso la llamaron “Dólar”. En un principio el “Dólar” tuvo paridad 1:1 con el “Duro” español, que por aquél entonces era una de las monedas más fuertes del concierto financiero internacional. ¡”Oh Témpora”-Oh tiempos!- que diría un romano)
Durante tres años Tomás anduvo callejeando con la enorme cartera del oficio al hombro de portal en portal, distribuyendo el correo por cada vecindad. Pero cuando se iniciaba su tercer año en Correos se dio un cambio en su destino, pues fue ascendido a agente postal y, en la misma oficina donde venía trabajando, pasó al servicio de ventanilla en Giros y Certificados, con el consiguiente alivio para sus pies.
Allí conoció a otro chaval, Juan, casi de su edad, pues si Tomás estaba a punto de celebrar su 19 cumpleaños Juan estaba abocado al estreno de los veinte años. Ambos muchachos eran diametralmente distintos, pues mientras Juan era dicharachero, alegre por naturaleza y amigo de chanzas y bromas, Tomás era, cual lo fuera desde su más tierna edad, introvertido y reservado, mas, además, tremendamente tímido y falto de gracia, a pesar de su innegable etnia gitana. Para completar el cuadro de un ser insignificante e insulso, era muy, pero que muy desgarbado. Lo único en cierto modo agradable que en él había de eran sus ojos, grandes e insondablemente negros cual el fondo de un pozo y su cabello, negro como los ojos, tan negro como el tan mencionado ala de cuervo; amén de bellamente ensortijado, cualidades ambas derivadas de su condición gitana. Pero eso no fue obstáculo para que entre ellos naciera una profunda amistad.
Pero esa amistad sufrió un serio contratiempo cuando, recién cumplidos los 21 años, Juan comunicó a Tomás que en un par de meses, más o menos, se incorporaría al CIM  de Cádiz (Centro de Instrucción de Marinería en San Fernando, Cádiz). Sí, Juan se había alistado en la tropa profesional, eligiendo la Armada. Su inquietud juvenil le impelía a conocer mundo, visitar países lejanos y eso se lo ofrecía la  Armada, cuyos buques, en contra de lo que el vulgo pueda creer, en absoluto permanecen atracados a puerto, sino que permanecen navegando casi continuamente por todos los mares de la tierra (Doy fe de ello: Mi hijo mayor es profesional de la Armada y años hay que navega hasta 300 días)
En efecto, poco después de los dos meses, Juan partió hacia San Fernando, en Cádiz, para al mes, tras concluir la instrucción militar y jurar bandera, marchar de inmediato a  Ferrol, donde a los tres meses obtuvo el título de operador de radio. Y no pudo descansar apenas nada, pues a las pocas horas de recibir el título también recibió la orden de presentarse en el buque oceanográfico Hespérides, en Cartagena, en el plazo de cuatro días. De manera que sí, llegó a casa, en Madrid, pasó allí tres días y al cuarto partió hacia su destino en Cartagena. Y a los ocho o diez días de incorporarse, el buque “Hespérides” partió de Cartagena rumbo a la Antártida en singladura de, más o menos, ocho-nueve meses.
Para cuando Juan marchó al CIM de Cádiz, Tomás hacía tiempo que conocía a la madre de su amigo, Julia, una viuda que tiempo ha alcanzara  los cincuenta tacos de almanaque, pues se casó tarde y no le fue sencillo concebir a Juan, que nació cuando Julia estaba próxima ya a la añada de los cuarenta. Con Juan de once años, su padre falleció, se lo llevó un cáncer de páncreas, uno de los incurables, y Julia quedó sola con su hijo. Así, cuando Juan dio la noticia de su ingreso en la Armada, y cuando aún tardaría el hijo en marcharse unos dos meses, Julia propuso a ambos amigos que Tomás fuera a vivir con ellos dos, Julia y su hijo. Se había encariñado con el bueno de Tomás y le asustaba quedarse sola en su casa, no porque temiera agresión alguna, sino porque la soledad la aterraba.
Y Tomás no tuvo inconveniente en aceptar la propuesta de la madre de su amigo, más aún por la franca insistencia de éste, que lamentaba dejar a su madre tan sola. El quería vivir aventuras, salir de su casa y las faldas de su madre, pero le apenaba (En España, la palabra “pena”, el verbo “apenar” sólo se emplea en el sentido de “lástima”, “dar lástima”, nunca como “vergüenza” , “avergonzar” por lo que el verbo “apenar” lo empleo como “dar o sentir lástima”)
Además, para Tomás resultaba mucho más cómodo y útil vivir en casa de la madre de Juan que en el orfelinato, pues la oficina de Correos donde prestaba servicio estaba allí mismo, en la misma urbanización donde se situaba la casa de Julia, la madre de Juan.
Y así, por una de esas casualidades que tan a menudo se dan en la vida, las vidas de Magda y Tomás se cruzaron, pues no sólo esa urbanización, donde la casa de Julia se ubicaba, era la que Magda eligiera para vivir, sino que además ambos edificios el de la madre de Juan y el de Magda, estaban uno frente al otro, con las ventanas también enfrentadas entre sí.
Incluso, desde el ventanal de la habitación que antes fuera de Juan y donde ahora dormía Tomás, se divisaban a la perfección las ventanas del estudio de Magda.
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Cuando Tomás se trasladó a casa de Juan, este le informó de sus “hazañas”: Justo enfrente vivía una “prójima” de las de “toma pan y moja” que se vestía y desvestía frente a la ventana sin la menor precaución. Incluso recibía a menudo a algún que otro “maromo” y hacían sus “cositas” ante la fabulosa ventana, hasta con la luz encendida bastantes veces, con lo que el “nene” se ponía “morao” día sí, día también. Para sus “incursiones” en domicilio ajeno se había provisto de unos más que modestos binoculares, pues apenas si alcanzaban a algo más que unos de teatro; eso sí, sin el lujo que éstos suelen presentar, pues lo habitual es que sean verdaderas piezas de joyería antes que objetos ópticos.
Ni que decir tiene que Tomás siguió las “hazañas” de su amigo con verdadero fervor. El arsenal oteador se enriqueció, primero, con unos buenos prismáticos de precisión para luego pasar a un excelente teleobjetivo que Tomás compró por el popular sistema del “Compre hoy y pague… “.
Eso de espiar más que observar a la espléndida mujer que habitaba justo enfrente de donde él vivía entonces, poco a poco, se fue convirtiendo en obsesión para Tomás. A través de sus prismáticos primero, su teleobjetivo después, el poco más que adolescente a sus 20 años casi escasos, se introducía subrepticiamente en la vida diaria de la mujer, violando su intimidad en la mayor de las impunidades. Se puede decir que casi únicamente vivía para eso, introducirse por sus medios de visión a distancia en la vida de su espectacular vecina. Así, asistía a actos de la mayor cotidianidad como verla regresar a casa cada anochecer tras pasar todo el día fuera, prepararse la cena y cenar, o verla ante el televisor o leyendo, oyendo música ¡Quién sabe cuántas nimiedades más! Pero también estaba allí, desde la distancia, cuando la mujer se desnudaba al llegar a casa para echarse por encima cualquier prenda cómoda, una tenue bata de satín las más veces pues Magda, que no otra era la tan espiada mujer, solía tener la calefacción lo suficientemente alta las tarde-noche del gélido invierno madrileño para poderse permitir estar con ese tipo de prenda tan liviano; y cuando se desnudaba después para ponerse el ligero camisón de dormir, pues Magda no gustaba de los más populares pijamas ahombrados: Era demasiado femenina para permitirse esas prendas. También aprovechaba Tomás las noches de verano que la luna iluminaba lo suficiente el saloncito-dormitorio del objeto de su obsesión observadora para admirar casi embelesado aquel divino cuerpo desnudo, pues si la famosa Brigitte Bardot decía que para dormir sólo se ponía encima dos gotitas de “Chanel nº 5”, Magda hasta prescindía de las dos gotas de perfume a la hora de irse a la cama en esas candentes noches del tórrido verano de Madrid. Pero Tomás también estaba allí, en el apartamento-estudio de Magda, cuando la mujer recibía a sus amantes, más o menos esporádicos, más o menos estables; cuando se “pegaban” juntos la “gran paliza” sobre el sofá. Y también Tomás estaba allí cuando, trocado el sofá en cama ocurría lo que suele suceder tras la mutua “paliza” del sofá.
La intensa actividad de espionaje desembocó en una auténtica obsesión de Tomás hacia esa mujer que cada día le subyugaba más y más. Esa obsesión le llevó, en un principio, a adquirir un segundo reloj-despertador que puso a las ocho en punto de la tarde, hora a la que casi con marcial disciplina Magda solía llegar a su domicilio tras salir del trabajo. Este segundo despertador lo compró a fin de que no se le olvidara ningún día ponerle para que le avisara a las ocho de la tarde, pues como su despertador de siempre le ponía a las siete y media de la mañana para que le despertara, temía que algún día se le pasara ponerlo en hora para los oteamientos de las tardes-noches. Pero pronto este mantenerse siempre en la distancia no le satisfizo, pues acabó necesitando un sutil acortamiento de distancias. Y lo primero que anheló en ese acercamiento al objeto de su obsesión fue escuchar su voz. Una tarde, al regresar a casa del trabajo, se metió en el portal de Magda y averiguó su nombre en los buzones de Correos: Sólo uno de ellos se limitaba a un único nombre y éste era de una mujer, lo que no dejaba duda alguna. Con nombre y apellidos anotados buscó en la Guía Telefónica de Madrid y allí supo cual era el número de la mujer que tanto le obsesionaba, pero que ahora tenía un nombre concreto: Magdalena. Tan pronto el despertador le indicó que ya eran las ocho de la tarde, volvió a su lugar de observación, el teleobjetivo colocado sobre la pequeña mesa-escritorio que Julia colocara en la que fuera habitación de su hijo y que ya Juan colocara justo debajo de la ventana. No pasaron ni cinco minutos hasta que Tomás vio aparecer a Magda que, como de costumbre, fue directamente a la pequeña cocina donde sacó del frigorífico la sempiterna botella de leche, se escanció un buen vaso que tomó a cortos sorbos sentada a la mesa que campeaba en la cocina, sin cambiarse, sin quitarse ni ponerse nada de ropa, ataviada simplemente con la misma que luciera cuando entró en el piso.
Luego, cuando hubo terminado la leche, se levantó para en el mismo salón-dormitorio desprenderse de todo cuanto llevaba encima hasta quedar tal y como su mamá la incorporó a este mundo; a continuación pasó al cuarto de baño de donde regresó con la conocida bata de suave satín que apenas si daba para cubrir las exiguas braguitas con encajes que generalmente solía ponerse. Luego, Magda tomó un libro de la librería inserta en el pequeño mueble mural que adornaba el saloncito, puso en marcha el equipo de música para, finalmente, sentarse en el sofá que posteriormente convertiría en cama, a leer tranquilamente al tiempo que escuchaba una música que Tomás imaginó sería de ese tipo suave que sirve de acompañamiento a la lectura sin impedir la concentración en ella.
Ese fue el momento que Tomás eligió para marcar, por fin, el número telefónico que acababa de anotar no mucho antes. Mientras esperaba que su llamada obtuviera respuesta, Tomás siguió embebido en su tarea preferida, espiar a la todavía casi desconocida Magda. Así, pudo ver cómo Magda levantaba la cabeza, sin duda al escuchar el destemplado pitar del teléfono, dejó sobre la mesita que había ante el sofá el libro y corrió a una pequeña mesa auxiliar que en un rincón, junto al mueble mural, sostenía un teléfono bastante coqueto esmaltado en un vivo color rojo. Tomás percibió perfectamente cómo aquella mujer descolgaba el teléfono, durante algún segundo escuchó la fuerte respiración de Magda y luego una voz de mujer de timbre recio, seguro, pero a un tiempo matizado en dulce suavidad que hacía de esa voz algo sumamente agradable. Respondía fielmente a lo que Tomás trazara en su mente al imaginar cómo sería esa voz que tanto ansiaba escuchar.
• Ok. ¿Dígame?... ¿Dígame?...
Magda repitió varias su requerimiento, pero Tomás no abrió la boca, no dijo nada… Se contentó con escuchar esa voz de mujer durante los cortos minutos que duró la comunicación entre ellos, si es que a eso se le puede llamar comunicación. Magda era consciente de que al otro lado de la línea había alguien, pues escuchaba nítidamente su respiración por el auricular. Pensó que sería uno de tantos moscones pervertidos; casi optó por soltarle una “fresca” y colgarle, pero al final pensó aquello de que “No hay mayor desprecio que el no hacer aprecio” y, simplemente, colgó el auricular
Tomás quedó absorto en ella, observándola tal vez con más detenimiento, más interés aún del que hasta el momento lo hiciera… Y a los pocos minutos repitió la llamada. De nuevo Magda se levantó del sofá, otra vez dejó el libro sobre la mesita de centro y una vez más se llegó hasta la mesita que sostenía el teléfono allá, donde el rincón junto al mueble mural. Magda, como antes hiciera, descolgó el auricular y, mientras lo acercaba a su boca para empezar a hablar. Como antes también Tomás pudo percibir la respiración de la mujer, tal vez ahora más agitada que la vez anterior. Y al segundo, escuchó por segunda vez en su vida aquella voz femenina que desde minutos antes espoleara, y de qué manera, la obsesión que hacia aquella mujer que, en realidad, ni tan siquiera conocía, se estaba apoderando de él. De nuevo los requerimientos de Magda al ser que sabía estaba al otro lado de la línea telefónica se repitieron
• ¿Dígame?... ¿Dígame?... ¿Dígame?...
Por respuesta a sus nuevos requerimientos volvió a obtener el silencio de aquella persona que desde luego estaba allí, escuchándola, lo mismo que ella, Magda, escuchaba la respiración de la persona “muda”. Al final, Magda optó por cortar por la vía rápida
• Escucha, tío degenerado. Puede que a ti te gusten estas cosas tan asquerosas, pero sucede que a mí no, así que vete a tomar por…
Y tras mandarle a tomar por donde todos adivinamos, Magda, ya furiosa de verdad, colgó el teléfono.
Tomás quedó un tanto sorprendido, aunque sería más propio decir que quedó bastante “corrido”, avergonzado, y de momento no insistió con más llamadas. Incluso cortó por esa noche su insistente espionaje y, cosa rara, canceló sus actividades de observador permanente de la monumental vecina durante un par de días, al cabo de los cuales volvió a satisfacer lo que era su mayor apetencia, lo más deseado, lo que cada día le obsesionaba más: Espiar, observar a esa mujer a diario. Aunque puede que mejor fuera decir que Tomás admiraba rendidamente a esa mujer, más que simplemente observarla o espiarla.
Las llamadas telefónicas en las que mantenía una mudez absoluta, limitándose a escuchar la respiración, la voz de Magda, la mujer para él prácticamente desconocida, que cada día sonaba más agria cuando tomaba el auricular para encontrarse con tan molesto invasor de su privacidad, pues insultaba y maldecía al “invasor” hasta en arameo; pero tales insultos y maldiciones no molestaban a Tomás en lo más mínimo y, ni mucho menos, influían en su deseo de seguir escuchando esa voz, aunque sólo la oyera dedicarle denuestos a cual más hiriente y enérgico.
Las cosas siguieron así hasta casi concluirse los primeros doce meses de espionaje, tiempo en el cual las cosas se habían deslizado más y más por el camino de la intromisión de Tomás en la vida de Magda, llegando a casi iniciar un verdadero “asedio” pues, en gran medida, Tomás llegó a casi cortar las “comunicaciones” de la “plaza sitiada”: Ni más ni menos que el mozo empezó a bloquear el correo de Magda, revisando cada mañana el correo del día y sustraía las cartas dirigidas a Magda. No las leía, ni siquiera las abría; simplemente se guardaba las cartas cuyo remitente fuera masculino, devolviendo las demás al correo.
La vigilancia a distancia sobre Magda se tuvo que interrumpir durante un tiempo bien que a su pesar, pues la singladura de Juan por la Antártica, como todas las cosas de este mundo, también tuvo su final; por lo que un día, tras de cerca de nueve meses desde que la  nave “Hespérides” zarpara de Cartagena, regresó al puerto “que los de Cartago dieron nombre” como dice Cervantes en la segunda parte de su inmortal obra, “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, y pocos días después apareció por su casa.
Cuando Tomás supo que al día siguiente su viejo amigo volvería a dormir, junto a él mismo, en la habitación que antes ocupara Juan en exclusiva, el hospiciano decidió esconder el teleobjetivo y los prismáticos de precisión, llevándoselos a la oficina de Correos donde trabajaba. Los sencillos gemelos que heredara de su amigo, sencillamente los tiró a la basura. Y es que, por razones que ni él mismo entendía, no quería que Juan volviera a ver a Magda desnuda; sin saber bien por qué, lo cierto era que, desde hacía algún mes ya, a Tomás le repelía que cualquier otro hombre la pudiera ver desnuda o, simplemente, “ligerita” de ropa. Así, cuando por fin Juan llegó a casa y se vieron a solas en la común habitación, Tomás dijo a su amigo que los viejos gemelos se rompieron un día; intentó arreglarlos pero no merecía la pena, pues la reparación costaría casi tanto como unos nuevos, y adquirirlos estaba fuera de su presupuesto. Así, libró a su espiada de los ojos lujuriosos de Juan, aunque, ¿eran menos lujuriosos los ojos de Tomás al observar a Magda con todo detalle cada día?... Pero bueno, lo de los ojos de Tomás, más o menos libidinosos, es otra cuestión que, ahora al menos, no viene al caso.
Juan estuvo en casa poco más de una semana, once días para ser exactos, y entonces supimos que, en la práctica, pocas veces volveríamos a verle, a no ser que fuéramos nosotros quienes nos desplazáramos a Cartagena. Juan se había puesto novio con una compañera del “Hespérides”, y la relación llegaba al punto de haber alquilado entre los dos un apartamento en Torre Pacheco, pueblo muy cercano a Cartagena, donde los alquileres resultaban algo más asequibles que en Cartagena.
Lo que tanto temiera Julia por fin se había producido: Su hijo la abandonaba, la dejaba sola, para formar su propia vida lejos de ella. Eso la afectó enormemente, pues le tenía pavor a la soledad. De modo que se dirigió a Tomás, su esperanza entonces de cara al futuro    
• Tomás… Esto… ¿De verdad estás a gusto aquí, conmigo? O… ¿También tú te marcharás algún día? No… no… te irás… ¿Verdad?
• No Julia, no me marcharé. ¿Dónde podría ir?... Aquí, en tu casa, por primera vez en mi vida tengo un hogar, una familia; y tú eres la única madre que en mi existir he conocido. ¿Sabes lo que eso para mí representa? No, no te abandonaré nunca, eres mi madre…
• ¡Gracias Tomás…! ¡Gracias Hijo mío!
Julia, llorosa, se refugió entre los brazos de Tomás, el hijo que quedaría junto a ella. El muchacho la acogió con todo cariño, la acariciaba el pelo, el rostro, y dejó un beso cariñoso entre sus cabellos. La consolaba con toda la ternura de su alma sedienta de cariño maternal. Para él, el cariño que desde que llegara a su casa, Julia le dispensó, había sido agua revitalizadora para el erial de su existencia.
Julia se empezó a calmar; o, mejor dicho, el cariño con que Tomás entonces la rodeó hizo que la mujer se sintiera a gusto, tranquila y, sobre todo, segura de cara al futuro; al próximo futuro por lo menos.
Y ya más tranquila, volvió a hablar a su nuevo “hijo”
• Tomás, no lo sé, pero supongo que seguramente tendrás alguna amistad, aluna relación con alguna chica…
• No Julia, no tengo ninguna amistad ni relación con chicas. No tengo novia, si eso es lo que te preocupa…
• No, no es que me preocupe,,, Sería lo natural… Edad ya vas teniendo, a tus veinte años ya cumplidos… Lo que quería decirte es que, si alguna vez quisieras traer una chica a casa… Bueno, ya me entiendes… Pues no te preocupes… Hazlo, yo lo entenderé… ¿De acuerdo?
Tomás se echó a reír alegremente y, cogiendo en vilo a la diminuta mujer al tiempo que con ella en alto empezó a girar sobre sí mismo, le decía en el tono más efusivo que imaginarse pueda
•  ¡No te preocupes tú, Julia! De verdad que no tengo novia ni siquiera amiga “especial” alguna, pero si algún día apareciera algo así en mi vida, tú serías quién primero lo sabría, antes incluso que ella misma, pues una alegría así no la podría guardar para mí sólo, la compartiría contigo incluso antes que con la interesada. Mi palabra Julia, de verdad.
Y aquí se acabaron, de momento, las tribulaciones de la pobre Julia, que volvió a ver, desde ese momento, una hermosa y tranquila vida ante ella.
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La obsesión de Tomás por Magda había tomado dimensiones que desbordaban la propia obsesión incluso, para desembocar en un amor, un enamoramiento realmente ferviente. Sí, por finales Tomás se había enamorado perdidamente de esa mujer inconmensurable para él. Pues la veía muy, pero que muy por encima de él. Ella era independiente como pocas personas, aún para estos principios del siglo XXI. Independiente y resuelta. Ni tan siquiera cabría definirla como mujer enteramente liberada de cualquier tipo de ataduras, lo mismo morales que afectivas, pues en ella todo era al máximo. Al mayor nivel su iniciativa y empuje profesional, y al máximo nivel también sus iniciativas, digamos, personales, en el plano puramente íntimo de su existencia. Así, en ninguno de sus planos vitales admitía más norma o regla que su libre albedrío.
Tomás en cambio era todo lo contrario: En él la norma era el retraimiento, la timidez, la falta de iniciativa en suma. Pero era de alma tierna, con una enorme capacidad para dar cariño y una atroz demanda del mismo. En él todo parecía ser inseguridad, y así era en muchos aspectos, pero poseía una inmensa seguridad en sus afectos. Todo él era, en realidad, necesidad de dar y recibir afecto, cariño, y en este aspecto era firme como una roca.
Sí, Tomás se había enamorado firmemente de Magda, la quería con una efervescencia que apenas si encontraría parangón en nuestra sociedad actual… Pero sucedía que ni él mismo se había enterado aún de eso, de que adoraba más que quería a esa, para él, inalcanzable mujer
De modo, que el estado actual de su “relación” con Magda acabó por no satisfacerle, pues no era suficiente para sus crecientes demandas de acercamiento a la mujer. Quería, necesitaba más concretamente, estar más cercano a ella, tenerla en la distancia corta, no le bastaba con verla, admirarla en la lejanía. Le era imprescindible tenerla a un metro, a centímetros de distancia frente a él, aunque sólo fueran pocas poquísimas veces; aunque solamente fuera una sola vez, pero esa única vez al menos le resultaba imprescindible.
Pero… ¿Cómo lograrlo? ¿Se atrevería a abordarla simplemente? ¡No, en forma alguna, impensable! ¡Se moriría de vergüenza con sólo intentarlo!
No, ese procedimiento era ilusorio, tenía que encontrar una fórmula que le permitiera acercarse a ella, tenerla todo lo cerca que sus deseos demandaban, pero en forma que pareciera casual, sin aparente provocación por su parte.
La primera solución al problema la concibió el día que observó en las cristaleras del supermercado próximo un cartel demandando repartidor mañanero de leche a domicilio. El sabía que al edificio de Magda cada mañana repartían leche de ese mismo supermercado, el único cercano. Luego si Magda era uno de los vecinos que entonces recibían la leche pues… ¡Verla cada mañana muy de cerca estaría hecho! Dicho y hecho; de inmediato Tomás entró en el establecimiento para informarse del asunto. Efectivamente, era para atender esa misma calle amén de alguna otra próxima, pues el anterior repartidor acababa de despedirse, cualquiera sabía el por qué. Consiguió la plaza empezando de inmediato a ejercerla, lo que significaría levantarse sobre las cinco y poco de la mañana pues debía estar en la tienda a hacerse caro del carrito con las botellas cuyo reparto debía empezar no más tarde de las seis. De seis a ocho tenía tiempo suficiente para concluir el reparto y estar en Correos antes de las ocho y media, la hora de entrada.
Y sí, tuvo suerte pues Magda figuraba entre las clientas que así recibían cada día su botella de leche, y cada mañana era ella la que salía a la puerta del apartamento a recoger la leche pues madrugaba bastante, no después de las seis estaba de pie, pues le gustaba hacer algo de ejercicio cada mañana antes de partir al trabajo.
Pero aquello no fue suficiente pata Tomás. Sí, la veía cada mañana, y cerca, muy cerca de él, más que seguramente nunca la tendría, a someros centímetros; pero el tiempo que duraba su embeleso era tan, tan corto, tan cortísimo, que se le hacía en exceso ínfimo. Luego ideó otra forma de acercarse a ella. O mejor sería decir que haría que fuera ella la que, involuntariamente, se acercara a él hasta distancia inverosímilmente corta también.
Así, al volver a casa después del trabajo, un día pasó por el portal de Magda y depositó en su buzón un aviso de certificado. Falso, absolutamente falso, pero logró lo que quería, pues dos días después tenía a Magda ante él, al otro lado de la ventanilla y a sólo centímetros de distancia. Por vez primera pudo admirar su gran belleza en todo su esplendor, sin distancia alguna que velara nada de esa hermosura…
Como es lógico, el diálogo mantenido fue en verdad ínfimo
•  Este certificado, por favor
Tomás representó a la perfección el papel de buscar el certificado entre los entonces disponibles, para a continuación consultar el libro registro
• Pues aquí no hay nada, señorita. No hay ningún certificado para usted
• Entonces, ¿este aviso qué significa?
• No lo sé señorita. No puedo explicármelo. Pero compruébelo usted misma si quiere. Tome el registro de entrada de certificados. Verá que ese certificado ahí no existe.
• ¡De locos! ¡Esto es de locos!
Magda tomó el aviso que Tomás le devolvía, lo estrujó con su mano, lo lanzó encolerizada al suelo y abandonó la oficina postal con un sonoro portazo tras de sí
Un par de semanas después Tomás repitió su “hazaña”, introduciendo en el buzón de Magda un aviso de giro postal, tan falso como el aviso de certificado, con lo que la escena en la estafeta de Correos y ante él se repitió casi punto por punto a la vez anterior.
Cerca de un mes después, Tomás, una vez más, introdujo en el buzón de Magda un nuevo aviso falso, otra vez de giro postal. Pero esa atardecida, cuando volvió a su función observadora al timbrazo de aviso que el reloj despertador le lanzara, el espectáculo que su admirada Magda le ofreció, fue inusitado, increíble en aquella fría y dura mujer.
Y es que aquella noche, sí, noche pues no era ya la tarde sino la noche bien entrada, Tomás vio llorar a Magda…
Como de costumbre, cuando el timbrazo del reloj despertador le avisó que eran ya las ocho de la tarde, el muchacho dejó el libro en que hasta entonces se ocupara para ponerse a observar el apartamento de Magda, pero no vio nada, todo estaba a oscuras, la mujer no debía haber llegado todavía. Esperó pacientemente hasta las ocho y media, después hasta las nueve, las nueve y media, hasta las diez incluso, pero su admirado objetivo, su obsesión de observador no apareció por allí, cosa rara en ella, pues pocas veces vio que faltara a su rutina de regresar a casa sobre las ocho, minuto antes, minuto después. Cenó con Julia cuando ésta le llamó con la mesa ya preparada y después volvió a “asomarse” al apartamento de sus obsesiones con idéntico resultado de antes: Magda no aparecía por allí, y el lugar estaba totalmente a oscuras.
Tomás acabó por acostarse poco más allá de las once, como solía hacer y se durmió. Pero ya de madrugada, casi la una después vio que eran en el despertador, al detenerse un coche en la calle le despertó. Cosa bastante rara, pues el coche se detuvo con absoluta normalidad, sin ruido de frenos alguno; más bien, pareció una especie de sobresalto, un impulso de su ser autónomo de voluntad o motivo externo alguno. Una de esas sensaciones imprevistas que a veces hacen que nos despertemos sin razón ni motivo aparente, pero que hace que estemos como sobresaltados. Así fue como Tomás se despertó esa madrugada e instintivamente corrió a la ventana, a tiempo de ver cómo del interior de un automóvil aparcado justo debajo de las ventanas de Magda, esta se apeaba con mucho ímpetu, casi se diría que furiosa, y al instante se escuchaba una voz masculina.
• ¡Eres idiota, idiota de remate!
En ese momento un hombre también se apeó del coche por la puerta del conductor y, de inmediato, Magda volvió sobre sus pasos hasta llegar donde el vehículo y descargó un fuerte puñetazo sobre la cubierta del techo. Seguidamente, volvió la espalda a vehículo y hombre y a paso rápido se dirigió a su portal desapareciendo en él en segundos. El hombre volvió a entrar en el coche y partió de allí chirriando neumáticos.
Al momento, Magda apareció en el teleobjetivo de Tomás, que al ver desaparecer de su vista a la chica corrió a su puesto de impenitente observador, esperando verla aparecer en el apartamento. Y Magda apareció en él y en el visor del teleobjetivo que la enfocaba. Se quitó los zapatos junto a la puerta de entrada, como solía hacer y, también como de costumbre, sacó del frigorífico la botella de leche que colocó sobre la mesa. Se sentó entonces a la mesa, cosa nada habitual, y al sentarse rozó la botella que se volcó, derramando parte del contenido sobre la mesa. Magda levantó la botella, la dejó de nuevo sobre la mesa… y empezó a llorar… Desconsolada, agitándosele todo el cuerpo a los sentidos sollozos que la convulsionaban por completo. Con la cabeza hundida entre los brazos, el torso totalmente echado sobre la mesa y las manos mesando las bellísimos cabellos, convulsionado todo el cuerpo a cada espasmo provocado por los sollozos, Magda era la viva estampa del dolor más intenso. Tomás quedó anonadado ante esta visión; el dolor de la mujer parecía sentirlo en su propio yo, en lo más hondo de su ser, y entonces lo comprendió; entonces fue nítidamente consciente de lo que aquella mujer, aquella casi desconocida, había obrado en él sin que él mismo se diera cuenta, fuera consciente de ello: La quería, la amaba casi con desesperación. O bueno, sin el casi, pues también entendió que su amor era desesperado, sin posibilidad alguna de nada; esa mujer siempre le estaría vedada, pues ¿cómo pretender que una diosa se fijara en el mortal más insignificante de la tierra? Imposible de los mayores imposibles.
Tomás dejó de observar a Magda. Tapó el visor del teleobjetivo y le cubrió con el pequeño paño que tapaba el aparato cuando no estaba de “servicio”. Y desde entonces se olvidó de sus “vigilancias” vespertino-nocturnas.
Estuvo así, sin observar a la mujer de sus sueños un par de días, durante los cuales sólo la veía por las mañanas, cuando le dejaba la leche en su puerta. Pero al tercero la vio aparecer por la oficina de Correos; venía con el segundo aviso de giro, falso claro está, que recibiera, el que Tomás dejó en su buzón la misma mañana del día en que la vio llorar. Se lo había dejado al salir del edificio tras dejar las correspondientes botellas de leche.
Como las dos veces anteriores, la muchacha se llegó hasta la ventanilla que Tomás atendía, y como en las anteriores ocasiones le presentó el aviso reclamando el dinero correspondiente. Y, como en las anteriores veces, Tomás le dijo que el tal giro no aparecía entre los que el registro de entradas contenía. Pero esa mañana Magda no se rindió tan fácilmente como en las anteriores, sino que demandó la presencia del director de la oficina. Pronto Magda pudo comprobar que tal pretensión había sido una de las peores decisiones que en su vida tomara, pues se encontró con un ente femenino que más asemejaba fiera corrúpea que ser humano alguno, y lo de “femenino” es por decir algo, pues en un antiguo sargento de coraceros napoleónicos, con su fiero mostacho y todo, habría más femineidad que en semejante búfalo cafre, que aunque fuera en búfalo hembra más cafre no podía ser. En fin, que la “fiera corrúpea” apabulló de tal manera a la entonces, y puede que por primera y única vez en su vida, infeliz Magda que ésta salió despavorida de la oficina postal. Y no era para menos, pues aquel energúmeno con faldas llegó a acusarla de querer estafar al Estado, y de milagro no llamó a la policía, la Benemérita y cuantas Fuerzas del Orden hay en España.
Al momento Tomás salió despendolado tras el amor de sus amores. Tan pronto estuvo en la calle la divisó y emprendió la carrera tras de ella hasta alcanzarla; entonces, aminoró el paso y quedó tras ella pero muy junto a ella. Así caminaron ambos algún metro, hasta que ella se detuvo un momento para decirle
• ¿Quiere usted algo de mí?
Magda le recordaba ahora perfectamente: Era el mismo agente de Correos que la atendiera tras la ventanilla de giros; y recordó también que era el mismo que las veces anteriores la atendiera. La mujer volvió la espalda a Tomás y siguió caminando; y de nuevo Tomas apretó el paso tras ella hasta volver a alcanzarla
• Sólo quería decirle que no había dinero para usted
• ¿Y los avisos? ¿De dónde salieron? ¡Yo los encontré en mi buzón, no son invención mía!
• Lo sé. Yo se los coloqué. Son falsos, enteramente falsos
• ¿Por qué? No lo entiendo ¿Por qué?... Es de locos… ¿Está usted loco acaso?
• Porque quería verla de cerca
• ¿Qué quería verme? ¡Está loco, francamente loco!
Dicho esto Magda volvió a andar, volvió a dar la espalda a Tomás apretando el paso para alejarse de quién le parecía loco y tal vez, hasta peligroso. Tomás quedó un minuto viendo cómo ella se alejaba de él, y al poco reaccionó para gritarle a la que se alejaba
• ¡Porque hace dos días la vi llorar!

FIN DEL CAPÍTULO
 

 

Datos del Relato
  • Autor: BARQUIDAS
  • Código: 43212
  • Fecha: 12-04-2017
  • Categoría: Varios
  • Media: 0
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