La música suavemente inundaba el ambiente mientras el resplandor de las velas ensayaba figuras sobre las paredes cubiertas de autorretratos, rostros, imágenes y paisajes de vivos colores. El olor del incienso cautivaba aun más mis sentidos. Tus pinturas causaban una profunda impresión en mi interior y no precisamente mala, es que en ellas palpitaba mi propio espíritu y no podía comprender como alguien poseyera mi visión.
De pronto rompió mi hechizo el abrirse la puerta del cuarto de baño y apareciste cubierta en una enorme toalla blanca, que dejaste caer regalándome la sorpresa de los pechos más hermosos que hubiera podido ver. Los pezones –no muy grandes- lucían brillantes por la humectación de la crema. Su brillo a la luz del centelleo de las velas me daban la impresión de que en cada pecho se ocultaba una estrella recién nacida que guardabas para mi en este día ofreciendo su calor a quien seria tu dueño. La curva de tu cuerpo lucia perfecta y el abdomen carecía de la grasa adicional que generalmente tenemos los mortales. Tu ombligo –lo he dicho tantas veces- era Mercurio en su esplendor. La pelvis naturalmente, fragante y hermosa.
Pero el blanco mate de tu rostro, resplandecía en tus cejas, tus ojos, tus labios, en la forma indiana de ellos, casi salvajes como tu pelo negro que revoloteaban esquivos. Tus largas manos jugaban a las escondidas con mis ojos, porque tapaban muy brevemente tus pechos o quizás tratando de moldear con el barro original tu cuerpo esperando el soplo Divino de Dios. Miraba con ternura y reverencia ese acto de amor que aprendí y memoricé para siempre la forma de tocarlos.
La música, el incienso, las velas, sus figuras y tu bajando lentamente la mano rumbo a la vagina que empezaste acariciar con suavidad, me embriagaron de amor y de tanta ternura que las lagrimas resbalaron sobre mi rostro como solo conoce aquel que ama. Mis manos ocuparon el lugar de las tuyas que comenzaron a jugar con mis cabellos, mientras sentía imperceptiblemente como disfrutabas con la caricia lenta, sutil, casi parsimoniosa y exquisita que te acercaba al éxtasis. Mis dedos giraban uniforme y delicadamente, mientras tu sexo húmedo se iba hinchando y su olor se expandía por todo tu cuerpo. Metí un dedo con suavidad, y lo deslicé en la ardiente boca que parecía querer engullirlo, luego dos más, dándole forma de un cono que metía cada vez a un ritmo más fuerte. Tus gemidos apagaban la música, tu cuerpo se sacudía vehemente, temblando y suspirando desde el fondo del alma. Tan bella, tan hechiceramente tierna y dulce, tan llena y digna del amor, presencie conmovido el ultimo aliento de tu orgasmo.
mateo colon viernes, 13 de febrero de 2004
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es divino leer tu escrito, la dulzura y ternura que usas vuelve la confesion en un ensueño que desea concretarce...Fantastico....puedo decir que...es la media naranja de uno de mis escritos.titulada Nuestra noche...Te felicito.