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Abuela sedienta necesitada de sexo
A mis 17 años, vivía con mi abuela Marta, mi abuela paterna, después de la muerte de mis padres. Quizá ustedes ya lo sepan, por haber leído otros relatos míos. Sin embargo, muy pocos saben la historia de mi abuela materna, mi abuela Carmen.
Viuda a los 38 años, mi abuela había tenido una serie de desafortunados romances con diversos individuos, que la habían dejado decepcionada del amor y de los hombres. A los 60 años de edad, mi abuela tenía una relación con un hombre que le había prometido el oro y el moro, que no le había cumplido y que, sin más ni más, un día la abandonó.
Era ella una mujer elegante, que gustaba de arreglarse, maquillarse, teñirse el encanecido cabello y presentar un aspecto sexy, pese a su edad, el cual acentuaba con ropa ajustada y grandes escotes, que dejaban apreciar una generosa porción de sus bien dotados senos. Era dueña de una tienda de antigüedades y, regularmente, yo acostumbraba pasar a visitarla. Aquella tarde, cuando llegué, la empleada me indicó que mi abuela había roto con su enamorado y que en un estado de ánimo muy malo y terriblemente deprimida, se había marchado a su casa.
Preocupado por ella y sabedor de que las rupturas amorosas le afectaban muchísimo, decidí ir hasta su casa, para tratar de ofrecerle mi ayuda y mi consuelo. Avisé a mi abuela Marta que no me esperara y eché a andar. Iba en camino, cuando empezó a llover. Tuve que esperar bajo una marquesina a que la llevia amainara, antes de continuar. Llegué a su casa a eso de las 6 de la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer.
Llamé a la puerta en el momento en que se desencadenaba otro impresionante aguacero. Nadie me abrió. Llamé nuevamente, pero la respuesta fue igualmente negativa. Entonces, decidí hacer uso de aquella llave que mi abuela me había entregado varios meses antes, para ser usada en una emergencia, y que llevaba siempre en mi billetera. Abrí la puerta y entré. La llamé con fuertes voces y no obtuve respuesta. No estaba en la estancia ni en el comedor. Tampoco en su alcoba o en la cocina. Entonces, oí su voz, con un tono extraño, cantando una vieja canción.
Fui hacia el patio trasero y allí la vi: sentada en mitad del patio, bajo la torrencial lluvia, con una botella de ron en la mano, bastante tomada, cantando y llorando su desgracia.
- ¡Abuela! -le grité desde el umbral de la puerta-. ¿Qué haces? ¡Te estás mojando!
No me respondió y siguió ensimismada en su dolor. Insistí y volvió a mirarme.
- ¡Amadito! (así me decía ella) -exclamó-. ¿Qué haces aquí?
- Ven, abuela. Cúbrete de la lluvia.
- No, Amadito -dijo con voz pastosa por el licor-. No tiene importancia.
Fui y buscar un paraguas y caminé hacia ella.
- Estás hecha una sopa, abuela -le dije-. Ven, entremos.
- Los hombres... -me dijo con expresión agria-. Los hombres... ¡todos son iguales: infieles, traidores, aprovechados!
Me miró fijamente y su expresión se dulcificó.
- Pero tú no eres así, ¿verdad Amadito?
- No, claro... -respondí vacilante.
- Me alegro. Estoy segura de que eres un buen chico.
- Eso espero -le dije, al tiempo que la sujetaba del brazo y agregué-: Ven, entremos.
Me fue imposible levantarla y supe que tendría que hacerlo con las dos manos, al tiempo que me veía obligado a hacer a un lado el paraguas y comenzaba a mojarme yo también.
La ayudé a ponerse en pie, le pasé el brazo alrededor de la cintura y tambaleándonos caminamos hacia la casa. La llevé hasta el comedor al tiempo que le decía:
- Siéntate, abuela. Te prepararé una taza de café bien caliente.
- ¡No! -me detuvo-. Sólo quiero irme a dormir. Con el licor que he tomado es más que suficiente.
Se puso de pie y caminó hacia su alcoba. Iba a acostarse así, completamente empapada y vestida, por lo que le alcancé una toalla y le hice ver que era mejor que se secara bien antes de irse a dormir.
- De lo contrario, te enfermarás -le advertí.
Me hizo un ademán desdeñoso y se sentó en la orilla de su cama, mojando el edredón que la cubría.
Como ella no deseaba quitarse la ropa húmeda y secarse, decidí obligarla, para evitarle una futura pulmonía. Comencé a quitarle la blusa y luego le pasé la toalla por la espalda y el pelo. Ella permanecía pasiva. Entonces me vi obligado a quitarle completamente la blusa, lo que dejó ante mis ojos sus hemosos pechos, apenas contenidos por un breve brassier.
Era ella una mujer blanca, guapa, de estatura media. Tenía unos grandes senos que siempre resaltaba con los profundos escotes que usaba. Al contemplar aquellos hermosos globos de carne que casi no cabían en el sujetador y que dejaban ver una buena porción de sus pezones, no pude evitarlo y comencé a experimentar una erección.
- ¡Los hombres no me quieren! -exclamó de pronto-. Pero tú si me quieres, ¿verdad Amadito?
- Claro, abuela -respondí-. Claro que te quiero.
Ella se quitó el brassier y dejó al descubierto sus gloriosos senos. Mis ojos no podían apartarse de aquellos níveos globos de carne y mi erección creció más aún.
Ella levantó la vista y se dio cuenta del detalle. Me miró fijamente y me preguntó que si ella me gustaba. Yo traté de hacerme el desentendido y llevar la conversación por otro lado, pero ella insistió.
Le respondí que era una hermosa mujer. Ella se rió y, para mi sorpresa, me puso la mano sobre el pene, moviéndola suavemente de arriba a abajo. La sensación ante aquella caricia fue irresistible.
- ¡Abuela! -exclamé alarmado.
Sin hacer caso de mi tácita objeción, aproximó su mano a mi bragueta y me bajó la cremallera, sacando mi pene, y empezando a masturbarme.
- ¡No, abuela! ¡No! -grité.
Haciendo caso omiso de mi protesta, acercó su cara y comenzó a acariciar mi pene con su boca, dándole con la lengua desde los testículos hasta el glande. Sin duda era una gran mamadora. No volví a protestar.
Estando yo ya en el cielo, se incorporó y colocó mi pene en el profundo valle entre las montañas de sus senos, comenzando a hacerme una paja cubana. Emití un fuerte gemido, retiré mi verga y me abalancé sobre ella. Empezamos a besarnos, enroscando nuestras lenguas, en tanto mis manos acariciaban sus nalgas por encima de sus braguitas. Continué desnudándola, dejándola totalmente sin ropa, contemplando sus hermosas piernas y grandes caderas.
Ante mí tenía sus dos blancos senos con sus pezones duros y ardientes como ascuas. Primero le chupé uno y luego me dediqué al otro. Estaban durísimos y los mordisqueaba, alternando con sabrosas lamidas. Ella seguía acariciándome el pene y los testículos con la mano, al tiempo que gemía de placer. Con rapidez, me quité la ropa mojada, quedando desnudo.
Ya ciego por el deseo, le puse mi pene en su boca, y ella empezó a mamar. Era maravilloso y ella demostraba maestría y gran experiencia en aquella tarea. Estuvimos así un rato, hasta que empecé a sentir que me venía. Entonces la detuve y, tomando la iniciativa, comencé a recorrer su cuerpo con mi lengua, hasta llegar a su zona púbica. Un rico olor a hembra salía de su vagina, la que mamé con furia durante largo rato, en tanto ella emitía fuertes gritos de placer.
- ¡Aaaaahhh! ¡Aaaaaaaahhhhhhh! ¡Qué ricooooo!
El sonido de su voz se veía amortiguado por los fuertes aguaceros que caían en aquel momento.
Sin poder ya contenerme, abandoné su zona húmeda y la abrí de piernas y, sin misericordia, ciego de deseo, la penetré. Empecé a media velocidad, para luego embestirla salvajemente. Ella disfrutaba, gemía, me decía que no parara, que era delicioso. De pronto, sentí las contracciones de su vagina, mientras sus gritos, como una loca, se hacían más y más fuertes. Entonces, supe que había tenido un orgasmo.
Yo estaba muy excitado y mis embestidas se hicieron bestiales. Yo aceleraba todo lo que podía, hasta que llegó el momento en que no pude más. Paré. Retrocedí mi verga hasta casi sacarla, y embestí con fuerza hasta el fondo. Una... dos... tres veces, y... ¡exploté!
La inundé con mi leche y me derrumbé sobre ella, jadeando y gimiendo. Me tumbé a su lado y la besé en la boca. Ella me acarició la cara con su mano, al tiempo que decía suave y tiernamente:
- Amadito... Mi lindo Amadito.
Seguimos acariciándonos durante un rato y ella fue mostrándose más y más activa, especialmente en cuanto a provocar una nueva erección en mi pene, cosa que no tardó mucho en suceder.
Me abalancé sobre ella, acariciándole el coño y empezando a lamérselo mientras le metía dos dedos y ligeramente le mordía su clítoris, haciendo que se retorciera de placer. Me hizo parar y ponerme frente a su cabeza, rozándole mi verga en su cara, hasta llegar a su boca, donde se la introduje, la chupó un poco, y luego nos pusimos en posición 69, comenzando una sesión de sexo oral.
Yo, a la vez que lamía su raja, pasaba mis dedos por su culito, para excitarlo. Y, poco a poco, le fui introduciento un dedo en su ano, arrancando de su garganta un gemido, que no supe identificar si era de dolor o de placer. Intenté retirar el dedo, pero ella no me lo permitió. Comprendiendo que le gustaba, comencé a ensalivarlo, para que se fuera lubricando, y poco a poco comencé a pasar mi lengua por su ano.
- Cógeme por allí, mi amor... ¡Cógeme! -gritó.
Aquello fue suficiente. La tomé y la giré, colocándola en cuatro patas, me puse de rodillas, y me dispuse a penetrarla por atrás, le puse mi verga en la entrada, y empecé a perforar ese precioso agujerito.
Mi pene iba entrando poco a poco sin oposición, ya que ella no se inmutaba, evidenciando costumbre y gran experiencia, a la vez que con su mano derecha se masturbaba.
Pronto sentí que todo mi pene estaba adentro y se lo saqué lentamente, para después metérselo nuevamente hasta el fondo. Inicié un rápido movimiento de vaivén, en tanto mi pene seguía dentro de su agujero. Con mis manos le acariciaba los senos y ella, con una mano se masturbaba, y la otra servía de sujeción. El ritmo era febril y ella disfrutaba, gritando de placer.
Estuvimos así largo rato, hasta que ella gritó fuertemente y empezó a tener un bestial orgasmo, cosa que aproveché para acelerar el ritmo, y correrme a la par de ella. Le llené su culo de leche, y ambos quedamos tumbados en la cama.
Un sopor nos invadió durante un buen rato y finalmente nos quedamos dormidos. En la madrugada, ella sintió deseos de evacuar su vejiga. La sentí levantarse y pasar al contiguo cuarto de baño. Oí el sonido peculiar que hacen las mujeres al orinar y luego regresó a acostarse a mi lado. Yo permanecía inmóvil, pero ella comenzó a juguetear con mi pene. Se mostró muy complacida al percatarse de que el noble bruto reaccionaba ante sus caricias y regresaba a su estado de rigidez.
Reaccioné de inmediato y comencé a acariciar a mi abuela-amante, quien estaba ya excitada. Era evidente que deseaba otra penetración, sentir nuevamente en su interior mi miembro hundiéndose en toda tu extensión.
Mi abuela se montó a horcajadas sobre mí y con la voz teñida de lujuria, dijo con voz clara, ya no pastosa como antes:
- ¡Métemela ya! ¡Poséeme!
Me sentí en el cielo mientras mi pene penetraba maravillosamente, más y más, dentro de su vagina ávida de placer, en tanto ella se empalaba, demandando más y más de mi instrumento de amor.
Clavé mi artefacto ensoberbecido hasta lo más profundo de las entrañas de mi abuela Carmen y pude ver que se le enturbiaron los ojos de placer, cuando sintió mi miembro dentro de su encendida vagina. Agarrándome de las manos, hizo que se las colocara en sus senos endurecidos e hinchados de deseo, al tiempo que en tono lujurioso, decía algunas palabras, que excitaron mi pasión.
Nos acoplamos en un frenético ritmo, en tanto yo tenía mis manos ocupadas, acariciando con furia los senos de mi abuela. Usaba mi verga con inaudita violencia y un torrente de placer me inundaba, en tanto ella gritaba desaforada ante el implacable ataque de mi espolón.
Al proyectarme hacia arriba, sentía la cabeza de mi verga rozar contra el fondo de aquella vagina, lo que me daba más potencia y más vigor.
Di otras cuantas embestidas y ella, por más que trató de contenerse, comenzó a sentir la proximidad de su clímax. Con lágrimas de gozo rodando por sus mejillas, con un fuerte grito, el orgasmo explotó dentro de su cuerpo sintiéndose arrebatada a un paraíso de éxtasis, lujuria y placer. Y mientras mi abuela se retorcía en su culminación, mi pene hizo también explosión, disparando sus chorros de esperma al rojo vivo, dentro de su vagina.
Mi abuela se desmoronó sobre mi cuerpo. Por un rato sólo se oyó nuestro respirar entrecortado. Un olor a semen, sudor y sexo, llenaba la habitación.
Nos besamos en la boca, le lamí los senos y, poco a poco, nos fuimos quedando dormidos nuevamente.
Cuando desperté, ya era de día y la lluvia había teminado. Ella dormía a pierna suelta. Le di un delicado beso para no despertarla, me vestí y me dispuse a irme. Al salir, vi en el patio delantero unas bellas flores que mi abuela acostumbraba cultivar con dedicación. Corté algunas y regresé a dejarlas sobre su almohada, como un homenaje a una noche maravillosa.
Mi abuela Carmen y yo, nunca hemos vuelto a hablar del asunto.
Autor: Amadeo
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