A pesar de hacer sólo un año que vive en pareja con Jorge, las circunstancias no han sido favorables para que su vida diera el cambio de rumbo que ella esperaba. Los dos estudian y trabajan, pero todo ese sacrificio no alcanza como para pensar que puedan hacer otra cosa que sobrevivir. No es que pasen necesidades, sólo que a ese ritmo, nunca podrán ahorrar ni obtener un crédito para conseguir ese departamento que les dé la seguridad de un techo propio.
Si bien no se hace explícito, el desánimo cubre cada una de sus acciones cotidianas y ya no se embarcan en quijotescas ensoñaciones con respecto al futuro. El agotamiento mental y físico ha ido minando tanto sus fuerzas como su espíritu y las noches se han convertido en un catalizador de sus frustraciones, con lo que las fogosas relaciones sexuales conque al principio se saciaban hasta el hartazgo, han declinado a tal punto que pasan semanas si siquiera tocarse.
Y no es porque Alicia carezca de ganas o apetito pero aun no se anima a reclamarle abiertamente a su pareja sus necesidades más íntimas por temor a que aquel interprete mal esa angustia y la confunda con libidinosidad. Sin embargo, como la comezón de la abstinencia provoca en sus entrañas extraños desarreglos que se manifiestan en molestos cosquilleos vaginales en los momentos más inoportunos y tras los cuales el refuerzo de sus bombachas resultan empapados por las emanaciones de un fluido espeso y amarillo con el olor inconfundible de las eyaculaciones orgásmicas, ha decidido aprovechar que permanece sola por más de una hora antes de salir hacia el trabajo para ir calmando por sí misma aquellos ardores insoportables.
No obstante no ser virgen desde los diecinueve años, nunca se ha permitido una vida tan licenciosa como escandalizar ni escandalizarse. Nacida en la provincia de Santa Fe y con un bachillerato de dudoso prestigio en su haber, ha emigrado a Buenos Aires para estudiar arquitectura, una carrera que demanda mucho tiempo, esfuerzo y dinero. Con un novio con el que en dos años de relación había mantenido apenas unos tan espaciados como insatisfactorios revolcones, arribó a la gran ciudad y tan sólo conocer a Jorge, se deslumbró por la excelente compatibilidad que los convertía en alter- egos naturales y olvidó las promesas.
Uniendo sus recursos, alquilaron un pequeño departamento de un ambiente y desde los primeros días se desbocaron con esa promiscuidad propia de las parejas que acceden a lo más subterráneo del mundo estudiantil universitario. Fiestas y reuniones donde se mezclaban la política, el idealismo artístico y la liberalidad a que los conducía el consumo irrestricto de alcohol y drogas blandas les hicieron creer en la promesa de un mundo ideal, pero a los pocos meses, las cuentas acumuladas y los reveses en los estudios los confrontaron con la realidad más cruda.
Renegando de ese mundo ficticio, se compenetraron más en sus trabajos y estudios con la consecuencia de tener que vivir esquivando las deudas y contratiempos sin más tiempo para ellos que el que cada uno guardaba en su burbuja de soledad.
La primera mañana en que descubrió el contento de la autosatisfacción no lo hizo de intento sino como consecuencia de una larga semana de abstinencia. A pesar de gustarle el sexo oral y las manipulaciones que sus dos novios practicaran en ella, nunca se había animado a masturbarse por considerarlo como una cosa sucia. No obstante, esa mañana, cuando con los ojos cerrados recibía complacida las finas agujas del agua caliente contra la piel y su mano se deslizó por el vientre para enjabonar con cierta vehemencia el plumón del pequeño triangulito de vello púbico que presidía la vulva, un escozor desasosegante la estremeció al rozar el suave capuchón epidérmico que cubría al clítoris
Apartando prestamente la mano como si hubiera recibido un golpe eléctrico, suspiró hondamente y con las narinas dilatadas para llevar aire a su pecho conturbado, envió los dedos enjabonados a lavar los senos. Deslizándose sobre la piel humedecida, los dedos autónomamente lujuriosos jugaban ligeros con la carne y al influjo de fantasiosas imágenes que la bombardeaban desde el inconsciente, rascaron la pequeña aureola que rodeaba al pezón. Un cálido cosquilleo hartamente conocido se instalaba en su sexo y entonces permitió a los dedos envolver entre ellos la mama ya endurecida para luego restregarla con suavidad. Fue tan intensa la sensación de placer de ese roce, que se cruzó de brazos para que las manos contuvieran plenamente a los senos, manoseándolos como si algo imperioso la urgiera.
Pese a que ella no lo advirtiera, la excitación había cubierto la parte superior del pecho de un intenso rubor que se manifestaba en una arenosa urticaria y el vientre, habitualmente liso y levemente combado, se contraía fuertemente en una masa prieta de músculos abdominales. Con la cabeza apoyada firmemente contra los azulejos, el rostro de la muchacha resplandecía de goce mientras sus manos, estrujando apretadamente los senos endurecidos, atrapaban a los pezones y retorciéndolos con saña, tiraban de ellos como si pretendieran arrancarlos.
El recuerdo de los hombres cebándose en esos pechos era tan vívido como si sucediera en ese mismo momento y aquello hacía que su cuerpo conmocionado se retorciera ondulante mientras las piernas se abrían y cerraban espasmódicamente en forma involuntaria. Lascivas imágenes nublaban su entendimiento y en el extravío, hasta le parecía sentir el calor de los cuerpos que la condujeran por tan placenteros caminos. Ya los vapores del agua caliente no contenían solamente las fragancias del jabón sino portaban el almizcle natural que exudan las mujeres excitadas y que, hiriendo su olfato, contribuían a perturbarla aun más.
Algo instintivo obligó a una de sus manos a dejar los senos y escurrir por el vientre para merodear la entrepierna. Recorrió primero las suaves canaletas de las ingles con morosidad y luego se atrevió a escarbar entre los pelos recortados del vellón púbico. Una defensa atávica le oponía resistencia a la caricia haciendo que sus piernas se cerraran apretadamente como si quisieran proteger al sexo. Los dedos juguetearon por unos momentos en la delgada alfombra y después se aventuraron sobre la vulva que abultaba ostensiblemente inflamada. Reiterada y pausadamente, acariciaron la meseta carnea y luego, separando la raja, se introdujeron al óvalo.
La otra mano acudió en su auxilio y en tanto que los dedos de la una mantenían abiertos los labios del sexo, la otra merodeaba inquisitiva por su rosado interior rozando con las uñas el pequeño agujero de la uretra, rascando en los bordes de la entrada a la vagina o estrujando entre los dedos las crestas carneas que la sangre engrosaba hasta lo repugnante. El sexo dilatado lucía como la obscena corola de una flor siniestra de bordes violáceos, haciendo innecesaria la colaboración de la mano que lo había mantenido abierto y que se dirigió entonces a estregar en forma circular el bulto del clítoris que, ante ese estímulo fue cobrando volumen y el arrugado capuchón dejó entrever la blancuzca cabecita del pene femenino prisionero del tegumento.
Toda ella había ido escurriéndose contra los pulidos azulejos hasta quedar acuclillada. Asentada firmemente en sus pies y con las piernas encogidas, Alicia impulsaba la pelvis hacia delante al tiempo que se combaba como un arco tensado. La mano que martirizaba los pliegues rugosos se dirigió hacia la apertura vaginal, forzando los esfínteres para introducir en ella un dedo encorvado al que dio un movimiento de rascado. Gimiendo quedamente, la muchacha mordía sus labios y luego la lengua, empapada de saliva, aliviaba el ardor de aquel roce. Sus ojos ya no estaban cerrados y la mirada se perdía en la nada de la bruma vaporosa, alucinada por lo que las manos estaban realizando en el sexo; la una martirizando con las uñas al clítoris y la otra penetrando la vagina.
Acicateada por el goce, tomó el duchador portátil que colgaba junto a ella y abriendo las canillas al máximo para incrementar la fuerza del agua, exploró al óvalo que mantenía abierto con dos dedos y la fuerza de las agujas líquidas la hizo estremecer de satisfacción. Acercándolo aun más al sexo, lo aplicó contra la dilatada entrada a la vagina para comprobar que las punzantes flechas se clavaban inmisericordes en ella. Sacudiendo desesperadamente la pelvis, hundió dos dedos en el sexo y buscó allá, en la cara anterior de la vagina, aquellos tejidos que inflamaba la excitación de la uretra. El duro estregar fue tan satisfactorio que, en un momento dado, su cuerpo estremecido se agitó en violentas e incontenibles convulsiones. Cuando una afiebrada turbamulta de calor inflamó su pecho quitándole el aliento, cerrándole la garganta por la intensidad de la pasión, fue aquietándose lentamente mientras chupaba con fruición los dedos que extraían las mucosas del sexo.
Como casi todos los acontecimientos de esa joven esquiva hasta la misantropía, todo cuanto le sucedía era motivo de una acalorada introspección, en la que las costumbres, los hábitos, la conciencia y la moral, mantenían unilaterales discusiones que sólo conseguían confundirla aun más.
Tras examinar cuidadosamente lo que aquella masturbación inaugural había aportado a su bienestar, concluyó que, si bien las efusiones no alcanzaban la calidad de un verdadero orgasmo - de los que en realidad todavía desconocía la verdadera profundidad de su manifestación -, esas manipulaciones aliviaban las tensiones y le permitían encarar el día con otra predisposición, mejorándole el carácter.
Jorge seguía ensimismado entre su empleo y los difíciles trabajos prácticos de la facultad, lo que lo obligaba a pasar largas horas con el equipo del cual formaba parte, con lo que las manipulaciones de Alicia comenzaron a tomar un papel preponderante en su vida, pasando largas horas en la soledad del lecho junto al consuelo de sus dedos martirizando gratamente todas las regiones de un cuerpo que había ido sensibilizándose cotidianamente. Los dedos ya no sólo se contentaban en la oscura caverna de la vagina ni con la frotación alocada al clítoris sino que, temerosamente al principio y luego con deleitado vigor, se aventuraron en la exploración del ano, llegando a penetrarlo hasta con dos dedos.
Un algo perverso que parecía habitar su mente desdoblada por la excitación le hacían priorizar esas masturbaciones por sobre los aislados acoples con Jorge y, poco a poco, el habito se convirtió en adicción y aquella en vicio.
Pero algún resabio de cordura la hizo reaccionar y se dijo que la forma de soslayar esas tendencias de impúdica lascivia, era manteniendo ocupados al cuerpo y la mente. Buscando en la agenda mural de la facultad, encontró el aviso de un gimnasio cercano a su casa y, cuando lo comentó con una compañera, aquella le dijo que más que un gimnasio se trataba de una escuela de danza moderna de la cual ella era también alumna y cuyos estudios se basaban en la plástica de la destreza física,.
Esa misma tarde concurrió al instituto y rápidamente consiguió una plaza dentro de un grupo de principiantes. Asesorada por la recepcionista, compró un juego de mallas de lycra que se ajustaron a su cuerpo como una segunda piel y esa noche las probó frente a Jorge, colocándoselas tal como le habían indicado para proporcionar a sus movimientos la libertad exigida por la danza; esto es que, sin vestir ninguna prenda interior, eso le permitía observar como se destacaban hasta los mínimos detalles de su anatomía, especialmente la configuración especial de las aureolas que se alzaban como dos pequeños senos en el vértice de sus pechos y la prominencia de la vulva, donde la elástica tela se hundía en la raja vaginal a pesar del refuerzo.
Tal vez ella nunca hubiera cobrado conciencia sobre el proporcionado equilibrio de ese cuerpo que la blancura de aquella malla destacaba con tal intensidad, si no hubiera sido porque el mismo Jorge, impactado por semejante belleza y en un acto desacostumbrado de entusiasmo, la despojara de la prenda para someterla a una de las mejores cópulas que sostuvieran en ese tiempo.
Cuando a la tarde siguiente y luego de salir del trabajo concurrió a la clase, lo hizo con los nervios de una chiquilina. El grupo no era demasiado grande, apenas siete u ocho chicas que, vistiendo ropas similares a la suya, calmaron un poco la vergüenza que le daba el exhibir su cuerpo en esa forma.
La profesora les indicó que, como ninguna de ellas tenía experiencia alguna con la danza, comenzarían con series de movimientos gimnásticos que las elastizarían y, con la sucesión de las clases, esas flexiones y cabriolas concatenadas se transformarían en secuencias que formarían parte de una coreografía.
La facilidad de aquella primera lección entusiasmó a la joven provinciana y esa noche, mientras comía junto a Jorge, lo aturdió con la descripción de cada movimiento y se deshizo en alabanzas hacia la solicitud de la profesora, que había resultado ser una famosa ex bailarina de ballet.
Con el transcurso de los días, la práctica de esa danza gimnástica fue apoderándose de ella hasta el punto de descuidar su asistencia a la facultad para incrementar la frecuencia de las clases. No era tan tonta como para ignorar que estaba reemplazando una motivación por otra, pero también pensaba que algo extraño le hacía aferrarse a esa nueva disciplina para la que nunca había tenido vocación.
Su admiración por la antigua bailarina llegó a hacerse tan grande que, en las escasas veces en que ahora se reunía con Jorge, lo atosigaba ponderando tal o cual nueva coreografía que estaba practicando y en que forma el aliento de la profesora incidía para que ella incrementara de tal modo su entusiasmo. Sin darse cuenta, describía la belleza, la armonía y las virtudes de la bailarina con tal enfervorizado afán, que provocó a Jorge a preguntarle con zumbona ironía de marido celoso, si aquella mujer la ponía cachonda.
Incomodada, había desestimado esa apreciación de su pareja con indignada virtud herida, ya que nunca se había sentido atraída hacia otra mujer y esa noche no sólo no tuvieron sexo sino que se encerró en un mutismo disgustado. Sin embargo, tal vez a causa de ese mismo enojo que no la dejaba dormir con la tranquilidad habitual, como una secuencia interminable de fotos repetidas desfilaban ante sus ojos dilatados a la nada de la noche, escenas donde se deleitaba con la figura excelsa de la mujer que, desnuda, parecía danzar sólo para ella y en ese maremagnum de fantasmagóricas imágenes desasosegantes, se hundió en el marasmo de un sueño intranquilo.
La jornada laboral no le fue especialmente estimulante ni contribuyó a calmar esa turbadora sensación de que, como en un segundo plano, en otra dimensión, estaba sucediendo algo que ella no podía manejar y, por lo tanto, no acertaba a saber por qué le pasaba ni cómo solucionarlo. Más inquieta que contenta y más curiosa que feliz, encaró ese día de clase y, tan sólo con ver a Gloria, todas sus dudas e incertidumbres se vieron disipadas; como si fuera realmente la primera vez, contemplaba a la mujer como lo que realmente era.
La menuda bailarina semejaba un bibelot de fina porcelana que dejaba ver como dibujados cada uno de sus músculos y las copas perfectas de sus pechos transparentándose nítidamente a través de la delgada tela de la calza. De no más de treinta años, su rostro ovalado de madonna se veía iluminado por la profundidad de unos enormes ojos azules y por la cicatriz sangrante de una boca generosa de labios plenos y turgentes, todo ello espléndidamente realzado por la casi inexistente melena, recortada en sedosos mechones que imitaban una agresiva masculinidad.
Años y años de práctica, habían ido esculpiendo la magnificencia de aquel tórax y la grandiosidad de la zona pélvica, en la que se destacaban las profundas hendeduras de las ingles para realzar la comba atrayente de una vulva prominente mientras que las sólidas caderas sostenían la protuberancia perfecta de una nalgas prietas y, todo ese espectáculo, hallaba su culminación en los poderosos pilares de las piernas musculosamente estilizadas con perfección de columnas clásicas.
Tan absorta estaba en cobrar conciencia de como aquella magnífica belleza la había cautivado, que sólo cuando la misma Gloria la sacara de ese ensimismamiento susurrándole al oído que se calmara, respingó sorprendida para reincorporarse confundida a los ejercicios.
La evidencia de cuanto una mujer había conseguido influirla con su atracción, la mantuvo en pasmado suspenso por un par de días. Como para tratar de salir de ese círculo vicioso donde la imagen turbadora de Gloria ocupaba todos y cada uno de sus pensamientos, aceptó ir a cenar con Jorge a casa de Susana, aquella compañera de facultad que la asesorara sobre la escuela de danzas.
Al arribar al departamento de su condiscípula, esta les presentó a Javier y ellos, a juzgar por la intimidad con que se manejaban, interpretaron equivocadamente que era su novio o por lo menos su pareja. La comida transcurrió alrededor de una clásica mesa japonesa y los asistentes se ubicaron a cada lado, sentados en delgados almohadones chinos. La cálida atmósfera prestada por la suave luz de los fanales, propiciaba la confianza de las parejas y, cuando Jorge comentó jocosamente pero con sorna de que manera había influido en Alicia su nueva profesora, Susana le sugirió con socarrona picardía que se cuidara de que esa influencia no se transmitiera a lo personal, convirtiéndose en una de las tantas amantes circunstanciales de Gloria a quienes luego desechaba como a flores marchitas.
Eufórico porque su mentada intuición masculina le hubiera indicado que tal cosa podía suceder al ver el fanático entusiasmo de Alicia para con la nueva profesora y ya entrado en confianza con Susana, Jorge le devolvió la ironía, preguntándole abiertamente si ella no hablaba así por el desdén de haber sido una de las tantas “flores desechadas” por la mujer.
La estilizada rubia admitió que en algún momento había alentado el seductor asedio de la profesora pero sin haber llegado más allá de unas furtivas caricias y besuqueos por los rincones. No obstante, la prudencia y su afición a los hombres le puso una barrera y aquella aceptó su negativa sin presionarla en el futuro. Como para dar énfasis a sus preferencias y con un desenfado casi insultante que incomodó a Alicia, inició el relato de unas extrañas relaciones que poco antes sostuviera junto con Javier, envolviendo a la pareja en el sortilegio de una narración tan perversa como inquietante.
Pasaban una calurosa tarde de verano en una solitaria isla del Tigre y se habían perdido en la fronda que los ocultaba de miradas indiscretas. Acomodando la canasta donde llevaban comida y bebidas frescas sobre una manta que oficiaba de mantel, la circunstancia de saberse solos y aislados de cualquier persona los incitó a iniciar unos escarceos amorosos que los llevaron finalmente a abalanzarse el uno contra el otro.
El olor silvestre de la naturaleza y los propios deseos desbocados, hicieron que Susana arremetiera contra el hombre, buscando con su boca sedienta la suya para desmayarse en apasionados besos que, finalmente, la dejaron sin aliento. Aprovechando ese momento de quietud, Javier la recostó sobre la manta y, ahorcajándose sobre ella, asió su cabeza entre las manos para que la lengua vibrante escudriñara entre los labios abiertos buscando la servidumbre de su igual.
Ella sentía sobre el bajo vientre la sólida masculinidad de su compañero y, mientras se aferraba con los dos brazos cruzados a la nuca del hombre en medio del intercambio de salivas y besos chasqueantes, le pedía a aquel que le hiciera cuanto quisiese. Las manos del hombre habían ido despojándola de la blusa y tras quitarle el corpiño, se apoderaron de los carnosos senos, sobándolos al principio y estrujándolos luego con imperiosa demanda.
La boca de Javier hacía prodigios en la de la muchacha pero atendiendo a los gemidos que llenaban su pecho, los labios se apoderaron de la barbilla para succionarla con gula y mientras en la boca liberada los gimoteos se convertían en susurradas súplicas por mayor satisfacción, descendieron a lo largo del cuello y en colaboración con la lengua sojuzgaron a los tensionados músculos.
Con exasperante lentitud y como si demoraran expresamente su deambular para torturar a Susana, fueron deslizándose hasta la parte superior del pecho para descubrir como la excitación había cubierto a la piel de una ruborosa urticaria. Escurriéndose por el esternón hacia la hendedura que formaba la carnosidad de los senos, permitió que la lengua tremolante ascendiera la empinada colina de uno de ellos.
Sedosamente vibrante, recorrió en morosos espirales toda la comba hasta merodear la rosada aureola que, poblada por menudos gránulos, daba sustento a un respetable pezón, cuyo vértice aparecía hendido como los de las mujeres en lactancia. Al tiempo que la lengua fustigaba la excrecencia mamaria que reaccionaba elásticamente a los azotes, los dedos índice y pulgar de la mano aprisionaban al otro pezón para comenzar a restregarlo entre ellos.
En medio de los estremecimientos de Susana, dedos y boca fueron alternándose en los pechos y cuando los labios concurrieron en auxilio de la lengua succionando apretadamente la carne, los dedos incrementaron la presión de su accionar. Ya la suavidad de lengua y labios había sido suplantada por el raer de los dientes y el retorcimiento de los dedos incluía ahora el filo de las uñas clavándose despiadadamente en la mórbida carnosidad.
Las manos de Susana ahora hincaban sus uñas sobre la espalda del hombre en tanto que la pelvis se sacudía en espasmódicos empellones a imitación de un anhelado coito y de su boca surgía un quejumbroso gemido de angustia. Sin dejar de someter a los pechos, la otra mano de Javier se escurrió hacia la entrepierna y metiéndose por debajo de la pollera, buscó el sexo que estaba cubierto por la sedosa tela de la bombacha. El simple tacto externo le hizo comprender el grado de excitación de la mujer por la forma en que sus jugos habían humedecido el refuerzo.
Acomodándose mejor, el hombre recogió la pollera hasta la cintura y la mano se dedicó a restregar todo el sexo sobre la tela empapada. Javier conocía el grado del lujurioso masoquismo que habitaba a la muchacha y fue concentrando el accionar de los dedos sobre la vulva, comprobando como a su toque los labios cedían complacientes para que él empujara con dos dedos la tela, haciéndola penetrar rudamente en la vagina.
Sabía de su capacidad para gozar con cosas que a otra mujer le provocarían asco y desprecio y por eso, comprendía cuanto estaba disfrutando ella por la forma en que sus dos dedos recubiertos por la tela raspaban reciamente los delicados tejidos vaginales. El disfrute de la mujer era tan grande que, afirmada sólidamente en sus pies, elevaba las caderas en el aire para formar un arco que le permitía el meneo de la pelvis. Aquello favorecía la actividad de la mano y, dándole giros de ciento ochenta grados, los alternaba con vigorosos vaivenes.
Sus dientes se hincaban ya por toda la superficie de los senos y, cuando Susana sintió próximas las convulsivas contracciones de sus entrañas volcándose en el orgasmo, sus uñas rasgaron la piel del hombre. Fue entonces que la boca abandonó los lacerados senos para aprisionar la masa eréctil del clítoris y, acelerando los embates de la mano forrada por la tela dentro de la vagina, se acompasó a las cadencias de la muchacha hasta que, en medio de sus ayes y rugidos, sintió en los dedos el tibio baño del orgasmo.
Tras quitarle la sucia prenda, se ahorcajó sobre el pecho conmovido de Susana y mientras aquella aun permanecía meneando la cabeza con los ojos cerrados, sacudiendo la pelvis involuntariamente, tomó entre sus dedos la verga todavía tumefacta y con su punta, esparció sobre el mentón y labios de la muchacha gotas de jugos seminales que la excitación había hecho brotar. La agitada boca entreabierta favorecía aquel acto y el gusto del líquido debería haber despertado en Susana singulares sentimientos, ya su aliento fue aquietándose y los labios buscaron mantener aquel contacto.
Aun con los ojos cerrados, Susana envió una mano a apoderarse del fláccido miembro y la lengua salió traviesa para recorrer serpenteante la ovalada cabeza. El sabor del jugo pareció vivificarla y, abriendo los ojos, introdujo en la boca parte del pene para iniciar un moroso vaivén con la cabeza al tiempo que lo succionaba con gula. El placer hizo al hombre alzar satisfecho la cabeza y fue entonces que sus ojos tropezaron con la vista de un joven adolescente que los observaba alelado desde no más de tres metros.
Sabiendo de la incontinente sexualidad de Susana, invitó con una seña al muchacho y cuando esta comprendió de qué se trataba, intentó un instintivo gesto de huida que Javier anuló con todo el peso del cuerpo sobre su pecho. Dejando de chupar la verga, Susana le suplicó quejumbrosamente que no la violaran pero Javier la tranquilizó con socarrona bondad al decirle que no le pasaría nada que ya no le hubiera pasado y que violarla a ella ya era imposible.
Arrodillándose junto a la cabeza de la mujer para que, apoyada en sus muslos, esta disfrutara viendo como era sometida, observó como el joven se desvestía con premura y arrodillándose entre las piernas que la muchacha abría con desmesura, restregaba la verga sobre el sexo para conseguir una buena erección. Al contemplar el tamaño que adquiría al convertirse en un falo, Susana esbozó una lasciva sonrisa e, incorporándose de lado sobre un codo, atrapó entre los dedos al semi erecto miembro de Javier
Los dedos resbalaban sobre la capa de saliva que ella había depositado anteriormente y se cerraron aun con mayor fuerza cuando sintió como el falo del extraño penetraba los primeros centímetros del sexo y su grosor la hacía respingar. Diciéndole que fuera con cuidado, esperó con ansiedad hasta sentir como el tamaño del pene excedía con creces sus expectativas, destrozando como ninguno antes los delicados tejidos de su traqueteada vagina.
Ella presumía que el fornido campesino era un rústico falto de experiencia, pero la forma que aquel le encogió las piernas para hacer que el sexo quedara expuesto para una mejor penetración, le hizo comprobar lo apresurado de su suposición. Con los muslos apoyados en sus fuertes bíceps, inauguró un cadencioso vaivén que, luego del sufrimiento inicial, le proporcionaba sensaciones inéditas.
El tránsito del falo arrasaba a su paso con todo lo que se le opusiera y ella sentía como los músculos que se comprimían instintivamente eran avasallados y a pesar de las abundantes mucosas que el útero expelía para la lubricación, el ardor le resultaba tan doloroso como excelso, ya que su cuerpo respondía a aquella agresión con los más asombrosos sobrecogimientos de goce y placer. Era tanta la felicidad que la cópula le proporcionaba que, asiendo el miembro enhiesto de Javier entre sus dedos, fue introduciéndolo en la boca hasta que su curvada rigidez le provocara un principio de nausea, tras lo cual inició un rítmico ir y venir, acompasado al de los embates del desconocido.
En la silente quietud de la naturaleza, sólo se escucharon durante un rato los quejumbrosos gemidos que brotaban involuntariamente del pecho de la mujer y los sordos bramidos de los hombres. Susana sentía en las entrañas aquellos tironeos que precedían a su alivio y presumió que otro tanto estaría sucediéndole a los hombres, pero súbitamente, y como si se hubieran puesto de tácito acuerdo, el campesino salió de su sexo para reemplazar a Javier quien, haciéndola dar vuelta para que quedara de rodillas, la penetró con su verga en tanto que ella tomaba en su boca el falo del hombre que se había arrodillado frente s su cara.
Ciertamente, la verga del hombre escapaba a todo cuanto hubiera conocido hasta entonces y se estremeció al recordar con cuanta satisfacción había acogido la presencia de tal desmesura dentro de ella. Desproporcionada con respecto al resto, la cabeza era un óvalo que excedía el grosor del tronco y este mismo, cubierto de protuberancias y venas, superaba facilmente los cinco centímetros. El hombre no había sido circuncidado y alrededor del abismo del surco en la base del glande, el prepucio se agrupaba como una masa de elásticos tejidos.
Ese mismo aspecto monstruoso y los aromas combinados de sus propios jugos vaginales con los de la acre salvajina del muchachón sólo contribuyeron a excitarla más. Mientras sentía como Javier introducía la verga en el dilatado ámbito de su sexo, abrió las mandíbulas con una desmesura que a ella misma la asombró e introdujo aquella cabeza en su boca. Sus papilas predispuestas saborearon el pastiche del glande y, encerrándolo entre sus labios, comenzó un lento movimiento oscilante sobre el surco y aquellas membranas flexibles que la enloquecieron.
A pesar de sus hábitos licenciosos, nunca había sido promiscua y ella misma no daba crédito a la mansa complacencia con que había aceptado ese ménaje â tròis. Javier había encontrado un ritmo y su verga ahora se deslizaba cómodamente en la vagina mientras ella succionaba ávidamente el falo que la espantaba y atraía simultáneamente.
Con espasmódicos estallidos revolucionando sus entrañas, esperaba histéricamente la explosión final que la llevara al orgasmo, cuando de la verga del hombre, tan incontrolable como repentinamente, surgió un manantial de melosa consistencia que llenó su boca de un delicioso gusto a almendras dulces y, en tanto lo deglutía lentamente para saborear cada gota de ese elixir de vida, expelió su líquido alivio sobre la verga de Javier.
Recibiendo complacido aquel baño de untuosas mucosas, este no cesó en el sometimiento y, por el contrario, aquella expansión de la mujer parecía haberlo motivado aun más. En tanto que el aturdido muchacho descansaba sobre el mantel, ella se dejó conducir por Javier; luego de que este se acostara boca arriba, se acuclilló de espaldas a él mirando como el desconocido jugueteaba con su ahora flácido miembro. Apoyando las manos sobre las rodillas alzadas de Javier, fue haciendo descender el cuerpo para que el falo penetrara su sexo tan profundamente como nunca lo había hecho.
Susana sintió como los labios dilatados de la vulva se estregaban contra la áspera pelambre púbica e, instintivamente, emprendió un lento galope que, al chasquido de las carnes y los golpes imperiosos del falo contra su cuello uterino, fue transformándose en una alocada jineteada en la que los senos zangoloteaban desordenadamente contra su pecho.
Aturdida por su misma actitud desbocada, increpaba duramente a quien la poseía y, al tiempo que le reclamaba por mayor intensidad en la cópula, asió los pechos entre las manos para someterlos a furiosos estregamientos de sus dedos. Su clamor pareció incitar al muchacho quien, acuclillándose frente a ella, tomó con su boca los palpitantes senos mientras una mano descendía hacia el sexo para excitar con dos dedos al clítoris.
Viviendo sensaciones inéditas, la muchacha se debatía entre los hombres con breves pero intensas flexiones de sus piernas y experimentando el inicio de una nueva e intensa erupción de volcánico calor en sus entrañas, atenazó con sus manos la cabeza del desconocido al tiempo que lanzaba guturales gritos en los que los compelía a satisfacerla aun más.
Dando respuesta a su pedido, Javier la hizo darse vuelta para penetrarla tan profundamente como antes pero esta vez, ella fue quien encontró en esa posición un nuevo solaz. Regocijada, sentía la verga restregar su interior en un nuevo y placentero ángulo y, dando rienda suelta a su imaginación, comenzó un movimiento basculante que llevaba su cuerpo adelante y atrás, al que agregó un menear rotativo de las caderas para entonces sentir al falo socavarla en ángulos insospechadamente placenteros.
Javier fue aquietando la tremenda energía de la muchacha, asiéndola por los senos y, en tanto la atraía hacia él, su boca se esmeraba succionándolos golosamente. El extraño no permanecía ocioso y tras acariciar sus oscilantes nalgas, había alojado la boca en la hendedura para que su lengua tremolante la recorriera a la búsqueda del oscuro agujero del ano. A pesar de no ser virgen por ninguna de sus oquedades, el ano no era especialmente deseado como fuente de placer y, el sólo imaginar en él la soberbia carnadura del hombre, la estremeció.
Nunca pudo determinar si ese estremecimiento había sido de miedo o de oscura curiosidad, porque el muchacho estimuló de tal manera sus esfínteres con la lengua que estos cedieron dócilmente cuando un dedo se introdujo entre ellos. Como siempre, en las pocas oportunidades en que había consentido ser sodomizada, la penetración se vinculaba con un imperioso menester de evacuar sus heces pero esa sensación formaba parte del mismo placer.
El dedo exploró cautelosamente el interior del recto y viendo la complacencia de Susana, se movió en un cansino vaivén que llevó a la muchacha a prorrumpir en angustiosos suspiros. Entretanto, Javier movía sus caderas en ascendentes empellones para profundizar la penetración, cosa que se vio reforzada por la introducción de dos dedos del joven en la tripa. Curvándolos como una garra, comprimió con sus yemas la delgada membrana que separaba ambos órganos para conseguir rascar a través de ella el tronco del falo, lo que conllevó una desconocida sensación al pecho de Susana, estrujando el abdomen espasmódicamente.
El martirizante acto había anulado todo movimiento en la joven quien, disfrutando y sufriendo a la vez, dejó en manos de los hombres esa cópula demoníaca. Tenía la certeza de que aquello sólo era el comienzo de algo que no por nunca experimentado podía llegar a resultarle ingrato y, cuando el musculoso muchacho apoyó el enorme glande de la verga monstruosa contra los esfínteres que habían dilatado los dedos, esperó con inquietud lo que pudiera venir.
Sin dejar de sobar y chupetear sus senos, Javier detuvo sus impetuosos embates como para darle un momento de respiro, cosa que aprovecho el desconocido para asirla por las caderas y poniendo todo el peso de su cuerpo, empujar para que el falo se introdujera lentamente al ano, anulando la natural resistencia muscular al resbalar sobre la abundante saliva que había dejado caer en la hendedura.
Su imaginación se había quedado corta y el moroso tránsito de la verga por el recto se le hizo tan inaguantable que no pudo reprimir el estridente aullido que acudió a su garganta. Un velo rojizo la encegueció por un momento y boqueando a la búsqueda de aire, agradeció a Javier que la consolara mimosamente mientras cubría su rostro contraído por el dolor con amorosos besos.
Estupefacta y medrosa, sintió como el príapo de Javier avasallaba el cuello uterino para raspar contra el delicado endometrio y esperó con expectante inquietud el paso inverso del majestuoso órgano masculino en el ano. Un repentino alivio se produjo cuando el hombre lo retiró completamente pero su consuelo duró poco, ya que la verga embistió nuevamente contra los esfínteres que aun permanecían dilatados pero el tránsito en la tripa ya no le fue tan doloroso.
Gimiendo quedamente, respondió con embeleso los besos de Javier y aquel, comprendiendo que la mujer comenzaba a disfrutar con la invasión del soberbio falo, acomodó su pelvis para, lentamente, volver a penetrarla por el sexo. La doble presencia fálica en sus entrañas se le hacía insoportable y, sin embargo, no podía dejar de maravillarse por las excelsas sensaciones que aquello ponía hasta en el último rincón de su cuerpo.
Obnubilada por las encontradas sensaciones en las que prevalecían las restallantes oleadas de placer, se abandonó a la salvaje cópula hasta que los hombres cesaron a una con sus empellones y, tras un momento de calma pero con la tensión de las que preceden a las tormentas, el muchacho embocó la punta del ovalado glande en la parte inferior de su sexo, ya ocupado por el falo de Javier. El peso del extraño y la vigorosa manera con que Javier la estrechaba contra él le impidieron todo movimiento y, con un espanto que jamás había experimentado, sintió como el falo animal dilataba dolorosamente los esfínteres vaginales para, poco a poco, penetrarla por entero.
Nunca había imaginado que su vagina pudiera llegar a ser ocupada por dos vergas simultáneamente y la masa que lentamente comenzaba a moverse al unísono le confirmaba la elasticidad de esos músculos y tejidos, pero no era la ambicionada corporeidad de un hijo la que se deslizaba en su interior. Los sollozos ahogaban la intensidad de los gritos con que recibía esa aberrante penetración en los que maldecía a los hombres mientras les suplicaba que no la torturasen más pero en un momento determinado, como si en su cuerpo se hubiera gatillado algo que la convertía en una bestia, el dolor fue suplantado por una resplandeciente sensación de euforia y la dicha comenzó a estremecer su cuerpo en tanto que en su mente se producía el estallido de miríadas de luces multicolores.
Murmurando frases de amorosa complacencia, hamacó su cuerpo ondulante para recibir aun más hondamente a los dos falos mientras besaba desesperadamente a Javier. Junto con la expulsión de sus jugos más íntimos, sintió la descarga de la carga espermática de ambos hombres casi directamente en el útero y, con el rescoldo de un fuego desconocido ardiendo en sus entrañas, se abandonó a la dulce modorra de la satisfacción.
Tanto Alicia como Jorge estaban alelados, sorprendidos por la desfachata y vulgar admisión de su perversa sexualidad pero al mismo tiempo convencidos de que si era capaz de cometer aquellas aberraciones con hombres, no podía evitar subalternizarse a una relación casi idílica con otra mujer.
Disimulando su incomodidad por el vehemente relato de la muchacha, se manejaron como pudieron el resto de la velada y pasada la medianoche, abandonaron el departamento. Curiosamente, la crudeza de esos acoples no instaló en la pareja un ánimo jocundo y, arribados a su casa, como ensimismados por una hipnótica influencia, se acostaron lado a lado para arribar a un delicado coito carente de malicia y violencia.
La certeza del conocimiento sobre la sexualidad de la profesora, actuó sobre Alicia contradictoriamente y en las sucesivas clases no sólo no pudo ignorar la presencia de ella sino que sus ojos la perseguían famélicos como si quisiera atesorar su imagen. Comprendió que ya no se trataba solamente de admiración; nomás entrar al estudio, se instalaban en su vientre unos angustiosos aleteos de pícaras mariposas nunca provocados por persona alguna y allá, en el fondo de sus entrañas y su mente, cosquilleos hartamente conocidos acompañaban a las imágenes eróticamente obscenas que bombardeaban su inconsciente.
Inversa e involuntariamente, con distintas excusas, rechazaba los escasos avances de Jorge y a favor de esa aparente abstinencia, potenció la agresión de sus masturbaciones con imaginativas fantasías en las que poseía y era poseída por Gloria.
A pesar de sus esfuerzos, esa actitud debería de haberse manifestado externamente de alguna manera. Cierta tarde, al momento de retirarse, la mujer le pidió que esperara un momento y la invitó a cenar esa noche en su departamento. Alegremente aliviada, le faltó tiempo para volver a su casa y prepararse para lo que para ella era todo un acontecimiento.
El hecho fue que, a su regreso, Jorge la encontró vestida y arreglada como para una cita amorosa y no para visitar una profesora a la que no la unía más que el ocasional momento de las clases y, conociendo el lesbianismo de la bailarina, él puso legítimamente en duda el carácter de la reunión, con lo que provocó una pelea que terminó de desasosegar a la muchacha.
Trémula como si en realidad aquella fuera su primera cita amorosa, fue recibida por Gloria quien la condujo a un living tenuemente iluminado e indicándole que tomara asiento en un mullido sillón de fina tela, sirvió dos copas de champán y se acomodó junto a ella.
Ante la turbada inquietud de la joven y, sin prolegómeno alguno, le manifestó que desde el primer momento había percibido su franco interés por ella y conociendo que Alicia vive en pareja con un hombre, se preguntaba si todo aquello no era sólo el deslumbramiento que le producía una mujer famosa que sí, era abiertamente homosexual.
Tranquilizada de pronto por la espontánea sinceridad con que la mujer encaraba la conversación, le relató con embarazo de sus experiencias sexuales y de cómo, ella había irrumpido en el mundo secreto de su intimidad. Nunca había confiado a persona alguna las circunstancias en que se convirtiera en mujer y mucho menos, la descripción de sus actos más íntimos. Sin embargo, y con el mismo desprejuicio de Susana días antes, encontró alivio al relatarle a esa mujer todas y cada una de sus relaciones sin entrar en la procacidad pero sin escatimar detalles de los más vergonzosos actos sexuales con Javier y, un poco a los trompicones, la satisfacción que encontraba en sus masturbaciones recientes de las que ella era protagonista central.
Tras escucharla atentamente y sin interrumpir la balbuciente verborrea de la muchacha, Gloria le confesó que no siempre había sido lesbiana y que aquello no le impedía gozar con el sexo masculino. Casada tan tempranamente como accediera al estrellato en la danza, no tardó en comprobar que junto a su avasallante sexualidad, su marido se complacía con el sadomasoquismo y como ella no accedía fácilmente a ser martirizada para gozar, la golpeaba brutalmente.
Separada y de vuelta a su arte, la abstinencia, la continua y exclusiva relación con mujeres más una insoslayable necesidad de amor, la llevaron a aceptar el acoso de mujeres mayores que ella y así, lo que comenzara sólo por placer se convirtió en una costumbre de la que no estaba dispuesta a renegar a favor de ningún hombre, aunque lo hubiera ensayado reiteradamente.
Al terminar su relato, comprobó que la joven que la escuchaba embelesada estaba en la nerviosa espera de concretar una relación con ella. Compadecida, se aproximó a Alicia y tras acariciar suavemente cada uno de los rasgos de ese rostro estremecido por la expectativa y el deseo, acercó sus labios a los de la joven y, casi sin tocarlos, los rozó tenuemente. La inexperiencia y la pasión de la muchacha se evidenciaban en la electrizante convulsión que la sacudía y el hondo suspiro que dejó escapar el vaho perfumado de su aliento cálido.
Alicia descubrió deslumbrada que eso es lo que había estado esperando sentir desde que despertara a la sexualidad y que todo lo hecho hasta el presente era sido una ridícula parodia del amor. Las manos de Gloria comenzaron a recorrer sus hombros, incursionaron en el escote del vestido para acariciar tiernamente los temblorosos pechos y, definitivamente, su boca había hecho nido en la suya en una serie inacabable de besos largos y profundos en los que las lenguas se convertían en traviesos protagonistas.
Abrazando estrechamente a la bailarina, sus manos no permanecieron ociosas y, cuando en un arrebato de pasión se dejó caer contra el respaldo pretendiendo arrastrar con ella a la mujer mientras la incitaba a hacerla suya, aquella se desprendió súbitamente de su abrazo, diciéndole que aun era muy pronto y que no estando segura de lo que sentía por ella, no pretendía involucrarla en una relación de la luego tendrían que arrepentirse. Desoyendo los ruegos de la muchacha, se desprendió de sus desesperados intentos por abrazarla, diciéndole que la casi cotidiana convivencia les haría comprender cuando estarían totalmente seguras de quererlo; recién entonces tendrían un sexo fuerte, seguro y permanente.
Alicia comprendió como lógica la determinación de la mujer y, un tanto entristecida, emprendió su regreso a casa.
Desilusionada, porque se había preparado tan especialmente para la ocasión que se realizara una depilación total y, debajo del estrecho vestido no usaba ninguna ropa interior, llegó a su casa para encontrarse con la furia de su marido, al que no pudo convencer de que no había sucedido nada. La discusión subió de tono, hasta que él descubrió su desnudez e indignado por lo que consideraba una vergonzosa entrega, no sólo la abofeteó repetidamente sino que la arrastró por los cabellos hasta la cama para arrojarla sobre ella boca abajo.
Con los pies sobre la alfombra y la cara pegada al cobertor, sostenía precariamente el equilibrio apoyando las rodillas sobre el borde del colchón. Haciendo caso omiso de sus intentos por librarse de esa incómoda posición, él le aferró las manos a la espalda y, levantándole la corta falda, trató de penetrarla violentamente por el sexo al tiempo que la insultaba groseramente. Tal vez fuera por la ira motivada en ese comportamiento insólito de Jorge que le recordaba lo que recientemente le relatara Gloria de su marido o por el temor a desconocer los límites de su pareja, los músculos de su vagina se habían contraído como si padeciera de vaginismo, resistiendo prietamente la introducción del falo.
Furioso por la resistencia intuitiva que le ofrecía el cuerpo de su mujer, apoyó vigorosamente la ovalada cabeza de la verga contra los esfínteres vaginales y, lentamente, estos fueron cediendo para permitir una gradual penetración. La contracción muscular hacía que el miembro raspara rudamente contra la delicada piel del canal vaginal y ella sintió que a su paso, laceraba y lastimaba sus carnes como si fuera la primera vez.
Cuando todo el tronco del falo ocupó su interior, Jorge inició un moroso vaivén que fue relajándola. Con todo el peso del hombre sobre la mano que sostenía las suyas, no pudo hacer otra cosa que soportar los embates iracundos del falo pero, a su vez, no pudo reprimir la respuesta natural de su cuerpo que, quizá por la frustrada cópula con la mujer, no solo mantenía viva su excitación sino que esta se había incrementado a pesar del maltrato de Javier.
Paulatinamente, fue encontrando placer con el tránsito de la verga e inconscientemente, su cuerpo comenzó a ondular para acompañar la cadencia conque él la penetraba. Javier comprendió como la satisfacía ser sometida de esa forma y, soltándole las manos, la aferró por las caderas para incrementar aun más el ritmo y profundidad de la cópula. Apoyando el peso de su cuerpo sobre los brazos encogidos, ella colaboró hamacándose mientras sentía fluir en su interior los jugos lubricantes que emanaba el útero.
Aunque en su mente todavía subsistía el resentimiento de haber sido violada como una vulgar prostituta, esa respuesta animal la complació y, disimulándolo, se entregó voluntariamente al placer de coito salvaje pero, cuando ya comenzaba a experimentar los primeros síntomas que precedían a sus orgasmos, fue nuevamente la iracunda brutalidad de Jorge lo que la volvió a la realidad.
Este sacó el miembro de su sexo para, mojado por espesas mucosas apoyarlo contra los frunces del ano. Ella tardó un instante en reaccionar para tratar de oponerse a esa sodomización que, desde su primera vez, le había negado tan fervientemente. Pero esta vez él parecía no sentir por ella lástima o amor sino enojo y, tras pegarle con el dorso de la mano en la cabeza que alzara para expresar su protesta, empujó vigorosamente. Aunque sus dedos se habían aventurado repetidamente en el recto, no era lo mismo su delicada delgadez y el manejo del dolor cuando es uno mismo el que lo provoca, que aquella gruesa barra de carne que precedida por la tersura del glande, iba dilatando progresivamente los músculos anulares.
El dolor la invadió, paralizándola y poniendo en su boca quejumbrosos lamentos que no le impedían descubrir que ese sufrimiento conllevaba otra calidad de sufrimiento; era tan intenso como ninguno que hubiera sufrido en su vida y, sin embargo, iba despertando las regiones más recónditas del goce, poniendo en su columna vertebral el cosquilleo eléctrico del placer más hondo. Si el deslizarse de una verga en su sexo la llevaba al más inefable de los goces, esta nueva penetración no sólo no le iba en zaga sino que lo superaba ampliamente y, oscilando lentamente, se acompasó a los empellones sintiendo en la boca esa plétora de saliva que acompañaba a su excitación más profunda y se abandonó al coito.
Torciendo un poco el torso, se apoyó en un hombro y la cabeza quedó afirmada en la mejilla, lo que le permitió llevar la mano derecha hacia su propio sexo para restregar con dureza el erecto clítoris. Jorge estaba tan obnubilado como ella y para ponerle un sello de oro a esa cópula animal, sacó el falo del ano para introducirlo en su sexo y luego retornar a la sodomía, iniciando una enloquecedora alternancia que pronto llenó el cuarto de rugidos y bramidos que ambos amantes no podían reprimir. Cuando Alicia sintió romperse los diques de la satisfacción poniendo en su vientre convulsivas contracciones, la calidez del baño seminal inundó por primera vez su tripa en una eyaculación sin antecedentes por lo abundante.
A pesar de haber sido una violación consentida, el disgusto y la incomodidad se instalaron en la pareja. Sólo se cruzaban ocasionalmente y, cuando lo hacían, sólo conversaban estrictamente lo necesario. Ninguno de los dos había vuelto a hacer referencia alguna a la supuesta relación homosexual con Gloria y mucho menos al tempestuoso acople de aquella noche, pero Alicia se encerró en un mutismo terco y dejó pasar los días encerrada en el departamento, hundida en una profunda depresión sin siquiera ocurrírsele volver al Estudio.
Ella sentía que las huellas de esa violencia sexual y la inocultable atracción que ejercía en ella no pasarían desapercibidas para Gloria, pero ese voluntario retiro actuó en sentido opuesto a sus deseos y la soledad le marcó la diferencia absoluta entre la brutalidad de su pareja y la extraordinaria dulzura de los besos de la profesora. El día domingo, Jorge le anunció que su empresa lo mandaba en viaje de inspección al interior, por lo que faltaría varios días.
Efectivamente, el lunes muy temprano en la mañana, su marido partió y aquella ausencia imprevista colocó una inquietud en las entrañas de Alicia quien vio la ocasión casi como un mandato del destino. Durante todo el día fue rumiando la situación hasta que al atardecer, tras darse un prolongado baño de inmersión con perfumadas sales y eliminar de su cuerpo la molesta vellosidad que descuidara durante días, vistió una liviano solera de algodón para dirigirse al departamento de Gloria.