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Alejandro (IV)

- Sí, Alberto... - le acerca una bata blanca que había junto al colchón -. Alberto Ruiz Acosta; profesor de la falcultad de bellas artes, célebre pintor, reconocido escritor... y tu amante durante un tiempo, que ahora cría malvas bajo un mármol gris.



Por un instante, Eric contempla a Cazañas. Sus miradas se cruzan como dos manos en un pulso. La veteranía y ese aire del sargento, como de hombre que está ya de vuelta de todo, le proporcionan la victoria. El muchacho desvía con dignidad la mirada y la pierde en la mugrienta pared de la derecha.



- ¿Y...? - dice, arrogante, mientras tapa con la bata sus muslos -. ¿A qué viene ese numerito a lo Miami anti vicio? Si espera que diga algo, hágamelo saber.



Cazañas da unos pasos y el chico se asusta. Está tan cerca de él, que puede sentir su respiración: pequeñas y quedas inhalaciones, profundas y ruidosas exhalaciones... Está nervioso, lo sabe; eso es algo que los perros y los policías detectan muy bien.



 



- Mucha gente espera que tú digas algo. Es lo mínimo que se puede esperar de un sospechoso de asesinato, ¿no? Pero, tranquilo, no era eso lo que esperaba; mas bien un gesto: una señal de dolor, de sorpresa, de disgusto...o, quizás, de alegría.



- ¿Dolor? - ríe sarcásticamente mientras señala su pulgar y levantaba ya el índice-, ¿sorpresa?, ¿disgusto?... ¿alegría?... Lo lamento, sargento, pero eso es algo que no siento. Como ve, no me molesto en fingir que su muerte me importe más que el debate de la nación que, por otra parte, no he visto en mi puta vida... - la comisura de sus labios se tuerce hacia abajo en un claro gesto de indiferencia -. No me apena ni me alegra, sólo me da igual. Lo mismo que me daba igual él.



Si se ha sorprendido con la declaración, el sargento Cazañas no deja entrever nada. Su cara es la más opaca de las máscaras. Entonces, saca la mano del bolsillo y acerca una caja de Malboro a la cara del chico.



- No fumo, gracias.



En la sucia habitación, tan carente de muebles como de luz, el sonido de la piedra del mechero y el crepitar del cigarro en la primera calada se escuchan nítidamente.



 



- ¿Fue a raiz de que le gritaras que lo odiabas y que mejor estaría muerto, cuando empezó a darte igual... o fue después...?



- ¡¡Yo no lo maté!! - vocifera, dando un puñetazo en el mugriento colchón.



- Pero lo odiabas, eso sí lo sabemos. Una clase entera, la clase del señor Ruiz en la que usted posaba, es testigo de sus palabras. Dicen que estaba posando, como de costumbre, cuando se levantó y, antes de salir por la puerta, lo amenazó de muerte. Aseguran que estaba totalmente fuera de si, en un auténtico ataque de rabia.



- ¡Adónde quiere llegar, sargento?



El grueso y pasivo brazo de Cazañas se mueve para que la mano que reposa en el bolsillo izquierdo de sus pantalones, emerja y todo el peso de su índice acusador pueda recaer sobre el culpable:



- Tú lo mataste... - sentencia, moviéndose lentamente hacia él -. Aquel día, tal vez porque te había dicho que lo vuestro no podía ser, no pudiste controlar la rabia y estallaste; pero fuiste lo bastante astuto como para tejer un plan. Esperaste y esperaste hasta que una noche...



Las débiles y ensimismadas palabras del sabueso son inesperadamente ahogadas por el frenético aplaudir de Eric. Recostado sobre sus codos, mira a Cazañas de hito en hito, sin mostrar ningún titubeo.



- Eso es ridículo, sargento... o debo decir, doctor Watson. No tiene ni puta idea...



De pronto, el sosiego con que Cazañas se le había acercado, se transforma en una violencia incontrolable que lo levanta en volandas del colchón, tirándolo al suelo como quien tira la basura.



- ¡¡Mira, mocoso - grita -, no tienes ni idea del lío que se te viene encima!! Estás acusado de asesinato y más te vale cooperar si no quieres dar con tu culito en la cárcel...



El contacto visual resulta estremecedor. Cazañas mira al muchacho desde arriba; y lo hace aún rojo de rabia, secándose el sudor de la frente mientras sus dilatados ojos verdes se pierden por la anatomía de un mundo mil veces explorado y que la indiscreción de la bata abierta le permite ver: un cuerpo blanco, quizás un poco demacrado, sí, pero tan sedoso y brillante que le resulta seductor.



Una mirada cómplice y lo que parece ser una sonrisa emergente, saca al sargento de su ensoñación. Perturbado, se lleva las manos a los bolsillos y petrifica en el colchón su mirada.



- ¡Levántate, coño! - le ordena.



- ¿Qué es lo que me acusa? - inquiere, recuperando la verticalidad -. ¿Qué les hace pensar que lo hice yo?



Cazañas sigue de espalda, tratando de recobrar algo de la fría profesionalidad que había forjado en tantos años de duro trabajo y que ese chico había roto en un segundo.



- Todo. Ningún tribunal de este país te absolvería - su voz suena extraña, él parece notarlo y la hace aún más profunda y mecánica -; es lógico si tenemos en cuenta los hechos. Unas semanas después de esa escena de rabia, ante tanta gente, el señor Ruis es hallado muerto. ¿Adivinas a qué conclusiones llegó el forense?



Eric mira el ancho cuello de Cazañas y se rasca un testículo.



 



- ¿Por qué debería saberlo? - pregunta y se deja caer en el colchón.



El sargento, al fin, se da la vuelta y le clava la mirada, ya recompuesta, de nuevo sin transmitir el más mínimo resquicio de sentimiento. Entonces, comenta:



- Que se trataba de un asesinato: envenenamiento por estricnina - Cazañas sonríe al ver la cara de perplejidad que se le ha quedado a Eric. Satisfecho, continúa -. ¡Qué suerte de coincidencia¡ Porque resulta que tu padre es farmacéutico...



Se detuvo al notar cierta humedad en los ojos de Eric.



- Tranquilo, Eric - le dice con una voz sosegada, tranquilizadora, al tiempo que deja caer su mano sobre el tiritante hombro del chico -. Ahora que entiendes la gravedad del asunto, trata de calmarte y contarme todo lo que sepas, lo que te llevó a decirle aquello, a odiarle... cómo le conociste, cuál era vuestra relación y, tal vez así, me pongas sobre la verdadera pista del asesino.



Eric, que había permanecido con la cabeza gacha, sintiendo como las lágrimas resbalaban por su mejilla, dice:



- De acuerdo - pasa una mano por sus párpados -. ¿Podemos ir a otro lugar?



Cazañas se muestra de acuerdo:



- Conozco una cafetería en la que podremos hablar con tranquilidad - entonces, añade -. Te espero fuera...



 



Con las manos en los bolsillos, Cazaña cruza el umbral y se queda apoyado contra la pared del pasillo. Trata de cerrar los oídos, de ignorar que cada rincón de ese lugar está embriagado por el sexo; pero ese perfume le resulta demasiado seductor y termina entregándose a la eterna melodía de esas paredes; una música formada por acordes de gemidos y de jadeos, de respiraciones agitadas y de gritos.... gritos de dolor, gritos de placer...


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