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Categoría: Voyerismo

\"¡Alas, Concubinas!,... ¡Alas!\"

"¡Alas, Concubinas!,... ¡Alas!"
Aquí continuamos con el relato de Donna, La Sirena Atrapada....
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En un harén tal como el norafricano de mi dueño, si bien las concubinas debemos tratar con ocio prolongado por las tardes, uno puede imaginarse que cuando por fin llegamos a las veladas y vemos nuestro dueño ya instalado de nuevo en los aposentos que sobreven nuestro Gran Salón de Desnudas, que las horas enfrente ya serían llenos de nuestro bailar y cantar ante los balcones de él, y con dancistas selectas y esclavitas ansiosas corriendo por aquí y por acá por satisfacer para él un sinnúmero de antojos reales, tanto los menores y sencillos como los mayúsculos y los muy muy agradables.

Y sí,... hay veladas en el harén que sí pasan así, y digo que con tales noches las cincuenta (cincuenta este verano) sacamos un placer verdadero con reproducir con primor ante a nuestro macho los desnudos pasos que las torvas instrúctrices nos habrán puesto a la mañana. Así, con la largura de las tardes en el Salón me da poca molestia a irrumpir cinco breves veces mi perseguir de desnudos antojos aburridos para practicarme de los pasos del día.

(Cinco practiquitos - cinco y nada más - harrá una concubina con el rato libre. Es que el Harén quiere que nos enfoquemos y empeñemos tanto con las clases de la mañana que ya no nos sea necesario a practicar sino muy poco con las horas de la tarde. La tarde es por libertad desnuda. Libertad. De hecho, si yo me levantaría aburrida y desnuda y pondría las brazos en el aire para bailar un practiquito más que los cinco permitidos de una tarde, una esclava cuentaprácticos se me acudiría corriendo y dando palmadas aguditas y cantándome, "¡No, No, Concubina!,...- como si yo fuera una niña de dos años, -¡Sino siéntate, cielito, que ya has practicado tus cinco. Ahora si quieres bailar debes bailar solo de estilo libre. ¿Quieres que yo pida a unas otras para que bailen contigo de estilo libre?...-

De todos modos, si bien hay noches en el harén que van llenas del bailar primoroso de nosotras ante al dueño, y con concubinas favoritas (y concubinas menos favoritas) subiendo apijamadas a sus aposentos para sorbar champanita con él y rozar chocolate (y bailar y besar, y besar y bailar, mujeres con macho y mujeres con mujeres) y todo tanto dentro de las pijamas exquisitas como afuera de ellas y con todas dejando las sedas suyas para probar el sentir de las sedas de la otra y por supuesto cambiando las unas en frente de las otras y todo ante el dueño y el bicho erguido y mamado una e otra vez y con toda risa tanto de mujer como del macho... si bien todo eso, es igualmente verdad que hay muchas veladas cuando el dueño no llama por nada, o por mucho menos, y nosotras nos encontramos pasando las horas de la velada de manera igual que ya pasamos la larga tarde: desnudas, aburridas, libres para hacer todo o nada dentro del cautivario del salón limpio.

(Esa clase de velada - una velada de mucho aburrido desnudo de parte de nosotras, y de poco interes de parte del dueño - es una clase de velada que las concubinas no hubiéramos permitido si nos hubiésen consultado los dibujantes de antaño de los harenes mediterraneos; pero claro que siempre era cosa de harén que no consultan nada a las meras concubinas!)

De vez en cuando, ya cuando se nos parecía que fueramos a sufrir una velada de nada bajo los inocupados balcones del dueño, ¡una sorpresa mixta! Una esclavita se asomaría llevando en las manos un balón de playa - un estúpido y comunal balón de playa - grande, plástico, llena de aire, muy estimulador con sus rajas de color amarillo, y rojo, y azúl - un juguete de niños, que digamos, un juguete moderno y ligera tal como las desnudas concubinas de siglos pasados nunca vieron a uno, ni tampoco se lo imaginaron.

Como con toda desinteres, la esclavita echaría el balón al agua de la piscina, y sale del escena. Se puede imaginar que la aparencia de tal juguete, raro en el salón donde por gusto jugábamos de pintar las veinte uñas y contar de día en día los meros pelitos de nuestros cuerpos, que la aparencia de tal juguete estimularía a las cincuenta para comenzar con un juego deleitoso. Pero de hecho, solo habrían cinco o seis desnudas que se pondrían al instante a jugar con la pelota en el agua.

Yo no, que el asomar del balón de playa en nuestro salón siempre significaba que el dueño había estado pensando en el video sigiloso que la reina del club yatero hizo grabado de mí jugando desnudita, magnífica, e incomodísima con ella en una piscina de vadear en vida libre; y que el dueño, teniéndome ya muy cautiva y obediente en su haren personal (obediente yo tanto por amor de él como por temor de las varillas de las ayas), ya deseaba volver a verme recrear los momentos tan bonitos de mi incomodez selvática y acuática, viva ya, y en cuero vivo, y esto una e otra vez con el transcurso de las horas en frente.

-¡Alas, Concubinas!- ya llamarían las ayas, siempre con las agudas palmadas de mando, -¡Todas haciendo alas a la verja de la piscina!-

Con esto, todas sí reuniríamos a la verja de la piscina donde unas esclavas ya estaban colocando un gran aclolchada divan de playa, para que el dueño podría ver de cerca, más allá de sus pies reales, el juego desnudo por venir en el agua. Nosotros formamos dos grupos desnudos, con una media de las concubinas a un lado del divan, y la otra media al otro lado. Estos grupos los estrechamos hasta parecer dos alas abriéndose desde el divan ("¡Alas, Concubinas!") con las mujeres más cerca del divan apiñandonos por ser más cerca del dueño, y ellas más lejos esparciendo hacía los dos extremos de la piscina. De esta manera, que tuvieramos interes o que no, el total de las concubinas ibamos a ver el teatro en el agua que el dueño estaba para otorgar.

Naturalmente, teníamos que esperar durante quince o veinte minutos la llegada del dueño desde sus piezas, y así, como harán mujeres agrupadas con nada por hacer sino observar la deriva quieta de un balón en una piscina de vadear, pasamos el rato platicando dentro de nuestras "alas" en susuros reverentes acerca de nada de nada y no-sé-qué.

-Dónde están.- dirría el dueño al acomodarse sobre el divan. Eso no era una pregunta, sino un mando para que se acostaran con él las dos delgadas concubinas que solían acompañarlo sobre el divan en tales momentos. (Hablando de aquellas delgadas,... eran muy raras las veces que ellas subían apijamadas para la hora de champanita; tampoco llamaba el dueño para ellas en otros momentos. Se nos parecía que él las tenía aguardadas en su harén solo por sus momentos de divan, cuando él se colocaba entre nosotras ya en alas en el salón.)

Con parecer de gusto estas delgadas desnudas se acurucarían a los lados del dueño sobre el divan. De momento en momento lo besarían con cariño de la cara, de los hombros, de los músculos de su pecho y estómago, y con ternura lujuriosa lo acariciarían brevemente de su barriga, y de vez en cuando de su bicho erguido, tal vez jugueteándole momentariamente con las yemas de los muchos pelitos reales. Igualmente, ellas estrecharían una brazo libre y calurosa a travez del cuerpo del dueño para tocar el cuerpo desnudo de la otra mujer, tal vez acariciándola de las caderas, o cosquillándola con ternura de las costillas o del ingle o pinchándole simpaticamente de un pezón bermejo hast que haga una mueca cómica, o tal vez ponían de vez en cuando uno o unos dedos en la boca de la otra, para que los chupara como un bebé, o una amante, pero siempre pensando los dos en el otro toco y el otro besito al dueño, y gimiendo quedito con el parecer de gusto cuando él las besara, pinchara, o osara.

Así, las inteligentes (o bien entrenadas) compañeras de divan del dueño mostrarían solo la menor interes en la pelota que flotaba encima del agua de la piscina, ni despues, con lo que sucedería allí, sino mantenían sus ojos más en la cara y cuerpo del macho, y casi tanto en la cara y cuerpo de la otra, pero casi nada en el mundo afuera del divan. Se quedaron con riéndose con el dueño cuando él encontraba por reir, y estudiaban con cuidado los menores cambios de su cara cuando una le pasaría las yemas ligeramente sobre su pene, o mientras la otra le molería ligerísimamente la pudenda y el nido mujeríl contra el múslo de una pierna macho, una mano de él palpando el trasero de ella y guiandole en las flexiones queditas, esto cuando no jugueteaba de las piernas y nalgas desnudas de las mujeres parradas y apiñadas a su lado que hacíamos las alas cautivas.

De tal manera, las delagadas del divan no miraron sino muy poco de lo sucedido cuando el dueño, por fin muy cómodo ante al piscina, llamó lo de siempre,...

-¡Pinguina!... ¡Al agua pinguina!-

... momento que yo, fingiendo gusto, entraría desnuda y al instante en la piscina, y con la pelota estupidísima en las manos, escogería a tres otras de para entre las alas desnudas, diciéndoles como con gusto, -¡Tú, María!-, y, -¡Tú, Sofía!- , y, -A ver,... ¡Tú, Fatíma!... ¡Sí, tú, Fatima! ¡Tú misma! ¡Ven! ¡Juegan conmiga, desnuditas en el agua por la risa de nuestro magnífico dueño!

A continuar.
Busca, -¿"Alas"?- dijo el pirata,...
Datos del Relato
  • Categoría: Voyerismo
  • Media: 6.02
  • Votos: 59
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