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Mi cuerpo tremaba. El abdomen se alzaba por encima del tórax mientras las caderas empujaban anárquicas mi sexo contra su boca. Me coloqué estilo perrito. Un calor interno extremo preludiaba ríos de gozo constante que desembocaban en su lengua, labios y mejillas cuando me percaté de que varios dedos estaban dentro de mí…
Tenía 25 años y mi ardiente vulva pedía, clamaba, exigía el mejor sexo oral. Tenía 25 años y estaba a punto de descubrir las mieles de un cunnilingus total.
Siempre me gustó vestir lencería fina. Es algo que aún me excita. Siento que mi cuerpo merece ser mínimamente cubierto con un sujetador y medias de encaje sujetadas por ligueros… ¡Y nada más! Ponerse braguitas cuando llevas un conjunto así, es una pérdida de tiempo.
Por aquel entonces, era una chica guerrera sin ataduras morales ni prejuicios y desenfrenadamente buscaba todo aquello que me hiciera sonreír y sentirme feliz. Era tan positiva que estaba convencida de haber experimentado los mejores orgasmos, hasta que conocí a Raúl. Él me hizo despegar desde el frío e insulso suelo de las calles de la normalidad, a los cielos del placer más intenso que jamás había visitado. Ahora, ya no busco desenfrenadamente nada porque lo tengo en casa, y la única restricción moral que albergo se debe al prejuicio de creer que nadie más hace el sexo oral como él.
Su cuerpo irradiaba ese tipo de confianza que se tiene cuando te encuentras con una belleza sutil, de esas que no llaman la atención, pero que te acaban ensimismando. Su mente se hacía eco implícito de una vasta experiencia sexual que pronto iba a formar parte de mi conocimiento. Nos habíamos conocido esa misma noche y habíamos regresado a mi apartamento con un par de gin-tonic en la mano…
–¿Te excitaría que me pusiera unos bonitos ligueros? –le pregunté con tono inocente y coqueto.
–Me excitaría, me encantaría y te suplicaría de rodillas que lo hicieras, si me lo pidieses.
–Está bien, ponte de rodillas y suplica mientras me cambio… –respondí completamente en serio y con media sonrisa para no perder el encanto de la tensión sexual.
Le dejé en el salón y me fui a cambiar a la habitación, donde estratégicamente encendí una lamparita de noche. Era nuestra primera cita, pero él era un hombre distinto, no me hacía sentir intimidada sino ¡hermanada! Era una sensación muy extraña que nunca he terminado de entender: no me explicaba cómo podía haberle invitado a mi casa y empezar aquellos juegos tan íntimos en la primera noche. Y, al tiempo, no tenía ningún temor… salvo a disfrutar demasiado.
Entré al salón dispuesta a deslumbrarle, con la autoridad que otorgan los encajes y el liguero, y el sometimiento al que inducen unos pechos redondos y el pubis rasurado.
Raúl estaba sentado en una silla, apurando el gin-tonic que me había dejado. Vi su expresión de dulce sorpresa contenida en la comisura de sus labios y en la ralentizada forma en la que posaba el vaso, de nuevo sobre la mesa. Me acerqué a él mirándole fijamente y separé un poco las piernas, dejando caer mis muñecas sobre la cintura…
–¿Sabes qué hacer con esto? –inquirí desafiante, mientras guiaba sus ojos inclinando la cabeza hacia mi entrepierna.
–Creo que sí, o al menos intentaré dar lo mejor de mí –respondió con cierta seguridad al reto.
Escogí uno de sus muslos, para posar mi vulva con suavidad sobre su pantalón y moverme encima lentamente.
–¿Notas el calor?
–Claro que lo siento… –dijo con un ligero tartamudeo–. Pero, vamos a ir a tu habitación –repuso con firmeza mientras me apartaba con exquisito tacto, para poder incorporarse.
Agarró mi mano y me condujo al dormitorio como si fuera su casa. Me sentó a los pies de la cama, se quitó la camisa y terminó por desnudarse en un abrir y cerrar de ojos. Me miró durante unos segundos. Sus movimientos se pausaron. Deslizó sus rodillas entre mis piernas y las separó elevando mis nalgas desde las caderas, conectando sus labios con mi vulva…
–He notado como mi barriguita se elevaba por encima de mi pecho. No podía controlarlo. También notaba tus dedos… En todos lados. ¿Qué me has hecho? –le pregunté exhausta luego de haber perdido la cuenta de los orgasmos.
–¿Quieres saber qué te he hecho con detalles? –me preguntó con una satisfactoria sonrisa y gesto altivo.
–¡Quiero que me cuentes todo! –le exhorté.
Se tumbó a mi lado posando su pene rocosamente erecto sobre mi muslo y comenzó a describir todo con lujo de detalle.
–Al principio, deslicé suavemente la punta de mi lengua en tus labios, sobre los que hacía círculos rozando tu clítoris… Cuando noté que se endurecía, aumenté la presión y cubrí tu vulva con mi boca, aportando también el calor de mi aliento.
Me estaba poniendo a cien otra vez, pero tenía que dejarle terminar la historia.
–Me centré en tu clítoris, agitándolo con más fuerza conforme te mojabas. Después, metí un poco mi índice en tu vagina, balanceándolo mientras mi lengua adquiría un ritmo frenético. Cuando noté que empezabas a empaparte, introduje dos dedos y suavicé la presión con la lengua, pero sin perder el contacto…
–Sí, en ese momento te aparté y me puse a cuatro porque quería que me penetraras –le interrumpí.
–Bueno, te penetré… Pero con mis dedos y la lengua. Lamí tu monte de Venus y dejé saliva sobre tu ano. La usé para lubricar mis dedos mientras regresaba la lengua a tu clítoris aunque, esta vez, también rozaba el resto de tu vulva que estaba completamente mojada. Gemías de placer; el segundo dedo no se hizo esperar mucho. A la vez, metí el pulgar en la vagina, presionando desde dentro y masajeando al encuentro con el tacto de los dedos que se movían en tu trasero. Creo que no pasó mucho tiempo hasta que me pidieras que parase.
–¡Me has hecho un cunnilingus porno! –exclamé como si de algo malo se tratase.
–Es que este juego de lencería se merece una dedicación total… –se excusó graciosa e instantáneamente.
–Pues ya que estás al servicio del sexo oral, vuelve a hacerlo por favor –reclamé, sin imaginar que hoy día seguiríamos juntos.
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