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Juana
Hacía muchos años, cinco antes de su nacimiento, el padre de Juana se había peleado con su hermana a causa de un problema familiar y la profundidad de esa discusión irreconciliable los llevó a un plano tal de distanciamiento que obligó a que su padre emigrara a Buenos Aires.
Esa desgraciada desavenencia terminó siendo afortunada para Andrés, ya que eso le posibilitó conocer a la madre de Juana y en consecuencia el nacimiento de esta.
A pesar de que en la casa no se hablara de aquella familia provinciana, a lo largo de los años, ella pudo enterarse fragmentadamente de aquel suceso y que tenía tíos y primos que vivían en Ayacucho, un pueblo en el oeste de la provincia.
Después de cumplir catorce años y cuando cursaba el segundo año de la secundaría, por esas cosas del destino, Andrés se encontró accidentalmente con su hermana y con esa tolerancia que otorgan los años, comprendieron que su distanciamiento había nacido de un nimio detalle por la herencia de sus padres fallecidos e hicieron las paces.
De esta manera y oficialmente, la muchachita tomó contacto con su tía para enterarse que aquella era madre de una jovencita un año mayor que ella y de su hermano mayor que, de veinte años, estudiaba agronomía en La Plata. También se enteró que no vivían en el pueblo, sino que explotaban una de las chacras heredadas de sus padres y ante el entusiasmo que demostró Juanita no sólo por conocer a sus primos sino por saber como era la verdadera vida campesina, embarcados en la euforia del reencuentro, convinieron que en el verano que ya se aproximaba, Juana viajara a la chacra y como en esos intercambios estudiantiles, ella y su marido vivirían un mes en su casa.
Los dos meses que faltaban para el término de las clases se le hicieron eternos y en ese tiempo volvió locos a sus padres y especialmente a su madre, seleccionando y comprando ropa nueva para ese guardarropa que no sería necesariamente glamorosa sino eminentemente práctica.

Terminado el curso, viajó a ese pueblo que se le hacía miticamente lejano para encontrar que Ayacucho era una pequeña ciudad que se movía a un ritmo similar al de su barrio. Su tía Carmen estaba esperándola en la terminal de ómnibus y ante sus ojos alucinados por el conocimiento bis a bis con la naturaleza, la condujo casi quince kilómetros por caminos de tierra hasta arribar a la chacra.
Todavía bizqueando por el resplandor de ese sol que en pleno mediodía pera ya a mediados de diciembre, caí como plomo derretido para esa chiquilina que no conociera más sol que el de Buenos Aires, mezquinamente filtrado por el smog, recibió el emocionado abrazo de su tío Antonio y de sus primos, Valeria y Martín.
A pesar de la prosperidad que les proporcionaban ambos establecimientos, vivían con esa espartana sencillez de la gente del interior y aunque la casa era confortable, mantenían ciertas costumbres que representaban una dicotomía en sí mismos, pero de eso se enteraría más tarde, ya que, después de acomodar el equipaje en el cuarto de su prima, la tía Carmen subió al auto junto a su marido y se despidió hasta las próximas fiestas navideñas en las que volverían junto con Andrés y su madre.
La casa era relativamente nueva pero pequeña. Es decir, tenía las comodidades mínimas necesarias y se notaba que no era costumbre recibir huéspedes. Sencilla y hospitalaria, constaba de tres dormitorios, un living comedor, cocina y baño. Mientras abría sus valijas y le ayudaba a acomodar la ropa en su propio placard, Valeria le comentó que tendrían que compartir la cama porque sus padres se negaban enfáticamente a que nadie que no fueran ellos ocupara la suya.
Restándole importancia al hecho aunque jamás en su vida durmiera con persona alguna, la acompañó a conocer el resto de la casa y al término del breve periplo, Martín les anunció que el almuerzo estaba listo. Después de la sencilla comida y siguiendo con sus costumbres, la invitaron a dormir la siesta.
Ese hábito era desconocido para Juana, pero la diferencia de temperatura entre el bochornoso calor de la tarde y el fresco interior de las habitaciones terminó por convencerla; diciéndose que tendría que acostumbrarse a esas usanzas, aceptó encantada cuando su prima le dijo que tomaran una ducha antes de acostarse.
Valeria lo hizo primero y en tanto ella se desvestía para dirigirse al baño, se ruborizó como una niña cuando la joven se deshizo desfachatadamente del toallón que la envolvía para secar con mimosa minuciosidad sus pechos y mientras continuaba con su calmosa charla, se abrió de piernas para secar al ano y sexo con aparatoso regodeo. Aparte de ella misma, jamás había contemplado a otra mujer desnuda y menos de esa manera tan groseramente desinhibida. Contrariamente a lo que los pantalones y la basta camisa habían sugerido, el cuerpo de Valeria estaba maravillosamente formado y sus pechos plenos caían como dos grandes peras oscilantes mientras que el vientre, chato y musculoso como el de una atleta, se hundía entre las largas y torneadas piernas, mostrando que en su vértice no existía la menor huella de vello publico.
Nerviosamente turbada por haberse detenido ante la fascinación de ese inusual examen, se apresuró a encerrarse en el baño para reaparecer luego, vistiendo nuevamente el corpiño y la bombacha que traía puesto al llegar. Sonriente, Valeria meneo la cabeza con cómica desaprobación como quien está frente a una criatura y abriendo un cajón de la cómoda, le dijo que las costumbres en ese lugar las imponía el clima. Alcanzándole un holgado camisón, le indicó que, como ella, se lo pusiera sin ninguna ropa interior para soportar el intenso calor de la tarde. Avergonzada pero no deseando resultarle ingrata a esa nueva parienta que le brindaba sus cosas personales con total desprendimiento, se puso decorosamente de espaldas para colocarse la delgada prenda por encima de la cabeza y recién cuando estuvo cubierta, se quitó el corpiño y la bombacha.
Riendo de su pacatería citadina, su prima la invitó a ocupar el otro lado de la cama para luego acostarse sobre las frescas sábanas. El lecho no era chico y las dos cabían cómodamente en él sin siquiera rozarse. Colocándose de lado, se dispuso a vivir esa nueva experiencia campesina y pronto, a pesar del umbrío frescor de la casa, tuvo que darle la razón a Valeria porque la temperatura puso una delgada capa de transpiración en todo su cuerpo.
Cerrando los ojos y en tanto sentía finas gotas de sudor escurriéndose entre sus senos y entrepierna, adoptó su postura favorita para dormir; semi boca abajo, encogió una pierna y el aire que entró por debajo de la falda alzada refrescó su entrepierna tan gratamente que agradeció la previsión de su prima. Lentamente, fue cayendo en un pesado sopor que atribuyó a la fatiga por el largo viaje sin saber que Valeria había colocado pastillas de Rohypnol disueltas en su comida.
Obviamente, desconociendo ese hecho y la forma en que actúa esa droga, fue cayendo rápidamente en un abismo de rojiza nebulosa, durmiendo profundamente hasta que su efecto la hizo responder cabalmente al hipnótico. Un leve susurro fue perforando su inconsciente pero un algo desconocido colocaba un peso terrible en sus párpados, impidiéndole abrir los ojos y en ese momento comprobó como una parálisis que no podía controlar la inmovilizaba pero a su vez exacerbaba sus sentidos. Era terrible sentir como su cuerpo permanecía laxamente relajado en tanto su inconsciente le permitía apreciar cualquier cosa que sucediera sobre su cuerpo.
Unos roces imperceptibles, como si mosquitos o mínimas arañitas se deslizaran tenuemente sobre su piel, le provocaban unos cosquilleos lumbares que tampoco le eran familiares pero pronto se dio cuenta de que algo extraño estaba sucediendo; lo que era indudablemente una lengua, se deslizó viboreante por sus pantorrillas y eso colocó un desconocido temblor en sus nalgas para convertirse en ardiente escozor que invadió al sexo.
A sus catorce años largamente cumplidos, no ignoraba las cosas que del sexo debe saber una mujer y hasta encontraba placer en la masturbación superficial cuando secretos llamados de su vientre la acosaban ocasionalmente en la noche. También conocía aquello de las “tortilleras”, pero suponía que eran hábitos perversos que practicaban mujeres de vida disipada o con serias desviaciones psicológicas; nunca hubiera supuesta que su prima, una joven y hermosa campesina con apariencia de límpida doncella, tuviera esas inclinaciones, especialmente si consideraba el ostracismo de esa vida recoleta.
Envalentonada por lo que ella sabía provocaba la famosa “pastilla de la violación” en la jovencita, levantando la falda del corto camisón, Valeria hacía que la lengua, en compañía de los labios y ocasionalmente por los filos de las uñas, subyugaran el sensible hueco detrás de la rodillas y comprobando que esos contactos sacudían a su prima, ascendió por el interior del muslo para arribar a la leve arruga que formaba su unión con la nalga.
Mientras la lengua hurgaba en la suave piel, las manos se habían apoderado de los rotundos glúteos, amasándolos con una mezcla de ternura y ansiedad. Como la de un lascivo reptil, trepó por la prominencia hasta llegar al nacimiento de la hendidura y, saciándose por unos momentos en los hoyuelos que adornaban la zona lumbar, tremoló para inspeccionar el abismo entre las nalgas.
Separándolas con las manos, hizo lugar para que sus labios asistieran a la lengua exploratoria que hurgó deslizándose hacia abajo hasta encontrar los prietos y oscuros frunces del ano. Allí verificó cuanto conmovían a Juana los roces de la punta de la lengua y por un momento se entretuvo estimulándolos hasta que, gruñendo por la ansiedad de poseerla, acompañó los embates de la lengua con delicados toques de la yema de sus dedos al concéntrico haz de tejidos que, contra la voluntad de la aterrada Juana, se dilataban sumisos a la caricia y en un momento dado, sin hacerle experimentar sufrimiento alguno por la abundante lubricación de la saliva, el dedo mayor fue introduciéndose en el recto hasta que sintió a los nudillos estrellarse contra la piel.
Virgen absoluta de toda penetración, ella esperaba que, si alguna vez tuviera la desgracia de ser penetrada por esa vía, el dolor se le haría insoportable y tampoco creía que la tripa fuera un vehículo para el placer. Destruyendo la falsedad de sus creencias, el dedo no sólo no le producía daño alguno, sino que al traspasar los esfínteres le provocaba una deliciosa sensación urticante que debía de emparentarse con el goce, dado el placer que experimentaba mientras el dedo encorvado recorría el recto en un lento y exquisito vaivén.
El efecto paralizante del hipnótico le imposibilitaba gritar o hablar correctamente a la vez que exacerbaba su sensorialidad pero no impedía que de su boca brotaran farfulladas palabras incomprensibles o ayes y gemidos que, en ese momento, expresaban su contento por el placer inédito que su prima le estaba proporcionando.
Mientras la sodomizaba con el dedo, la boca de Valeria se prodigaba en las sólidas nalgas, lamiendo, besando y chupeteando febrilmente las carnes de la muchacha. Atenta a los quejidos complacidos de la jovencita, fue haciéndole encoger aun más la otra pierna para, luego de un momento en el que la penetró frenéticamente, su boca volvió a satisfacerse en el ano y desde allí, atravesando en pequeño espacio del perineo cuya sensibilidad Juana desconocía, alojarse en la cerrada abertura de la vagina.
Luchando con su incredulidad, Juanita no sólo admitía cuanto placer le producía aquel sexo desviado sino que dentro de ella sentía brotar emociones que ni siquiera hubiera imaginado experimentar y que la hacían desear saber cuantas maravillas llegaría a conocer.
Poniéndola un poco más de costado, Valeria enterró la cabeza debajo de la entrepierna y entonces Juana sintió que todo lo experimentado hasta ese momento había sido una ínfima parte de lo que le quedaba por disfrutar. La lengua avariciosa se abatía sobre los labios cerrados de la vulva, pretendiendo separarlos y a poco de ese nervioso fustigamiento, estos cedieron para dejar entrever el tesoro oculto del interior.
A pesar de haber sostenido relaciones sexuales con otras mujeres desde los trece años, era la primera vez que se invertían los papeles, ya que Valeria siempre se había dejado “seducir” por mujeres mayores y Juanita se convertía en la primera virgen que desfloraría según sus propósitos, de manera absoluta y total.
Contrariamente al suyo, largamente baqueteado, el de la niña era cabalmente tal. Aparte de ese vellón inculto pero aun no desarrollado del todo en su pelvis, la vulva de Juana apenas si abultaba y los recién descubiertos labios menores, delicadamente fruncidos, no tenían ese aspecto habitual de colgajo de las mujeres adultas y bien servidas.
La lengua serpenteante recorrió suavemente el festón carneo del óvalo, degustando esos sabores que no emanaban tufos agrios sino exudaban un dulce fluido y ese descubrimiento la cegó, poniendo en marcha la maquinaria sexual en que se convertía su boca toda.
Separando con los índices los labios de la vulva, accedió al nacarado fondo del óvalo para inspeccionar la entraba de una uretra curiosamente dilatada y luego de recorrer toda la meseta, rebuscó debajo de ese pequeño capuchón de piel que protegía al clítoris para apenas avizorar la punta del glande escondido detrás de una delgada membrana.
Ayudándose con un dedo, levantó esa especie de prepucio femenino y la lengua castigó con verdadera saña la cabecita que, muy lentamente, fue incrementando su volumen hasta que la sintió oponerse rígidamente al azote de la lengua. Presionando con un pulgar la zona superior inmediata a su nacimiento, envolvió con los labios al pequeño pene femenino y se enfrascó en una serie de largas y profundas succiones a las que matizaba con tiernos mordisqueos de sus dientes menudos a la carne.
Muy lentamente, Juan sentía que recuperaba algún dominio muscular y, aun sin poder moverse, expresaba el contento de lo que estaba haciéndole su prima con un angustioso ronquido que alternaba con balbucientes asentimientos de su lengua entorpecida por el entumecimiento.
Saber que en lo sensorial la muchachita estaba a pleno, exacerbada por los mismos efectos alucinógenos de la droga, excitó más a Valeria y, en tanto incrementaba la fortaleza de los chupones y mordiscos al clítoris al que, de vez en cuando asía entre los dientes y estiraba como si quisiera comprobar sus límites, con sumo cuidado, casi subrepticiamente, fue metiendo un dedo al interior de la vagina.
No obstante su inexperiencia en ese sentido, no le fue difícil presuponer que esa especie de telilla que como un fino polietileno se oponía elásticamente al dedo era el famoso himen y, emocionada por ser ella quien desvirgaría a su prima, empujó con una delicadeza que desconocía poseer.
Juanita también sentía y en carne propia lo que Valeria estaba practicándole y emocionada, tanto o más que su prima, soportaba la intrusión del dedo pero no como un sufrimiento. Crispada, aun sin poder abrir los ojos, esperó el momento del rompimiento pero, contra todo lo supuesto, la telilla se rasgó como un papel sin dolor alguno para permitir el ingreso del visitante.
Al sentir el camino expedito, Valeria hizo penetrar totalmente al dedo para luego encorvarlo y moverlo despaciosamente hacia los costados explorando la rugosa superficie del canal vaginal. La combinación de aquello con lo que boca realizaba en el clítoris, había sacado de quicio a la chiquilina y buscando desesperadamente obtener los mismos alivios que cuando se masturbaba, con un torpe murmullo que revelaba su goce, indicó a Valeria que la penetrara.
Tomando al clítoris entre pulgar e índice, les imprimió en lerdo pero fuerte restregar que suplantaba a la boca y esta se dedicó entonces a someter con lengua, labios y dientes a los pliegues que habían devenido en ennegrecidas barbas de gallo. Conmocionada por ser ella quien hiciera experimentar su primer orgasmo a esa muchacha que, aunque sólo poco más de un año menor, carecía absolutamente de experiencia sexual, la llevó al paroxismo e introduciendo dos dedos más en la vagina, inició el clásico vaivén copulatorio.
El volumen de la cuña que la penetraba llevaba sensaciones extraordinarias a Juanita, sumándose a las que experimentaba cuando se auto complacía, pero ahora no se limitaba a fuertes cosquilleos en el fondo de sus entrañas que luego se convertían en las calidas mucosas que humedecerían sus dedos; moviéndose como un ariete, el brazo de Valeria no se limitaba a entrar y salir sino que también giraba en ciento ochenta grados, con lo que las puntas de los dedos barrían todo el interior de la vagina. Eso no se parecía a nada que la jovencita hubiera experimentado y una verdadera revolución se produjo dentro de ella; una especie de estilete subía por su espina dorsal para clavarse en la nuca mientras que en vientre y pecho se producían estallidos ardientes que parecían colmarla y en su mente, un festival de fuegos de artificio colocó una pantalla de sensibilidad lumínica que la cegaba; con el pecho a punto de estallar por la falta de aire y en medio de agónicos gemidos, alcanzó la obtención del orgasmo que manaría fluidamente entre los dedos de su prima mientras la jovencita caía en la “pequeña muerte” de su primer y verdadero orgasmo.

No supo a ciencia cierta cuanto había durado esa modorra soporífera, pero poco a poco, a medida que parecía ir recobrando el dominio de ciertos músculos, sentía que ya no estaba en la misma posición y que su prima la había dado vuelta boca arriba.
Ciertamente, Valeria la había despojado del etéreo camisón y junto con el frescor de una suave brisa que entraba por la ventana entornada, su prima imponía su presencia porque, acostada a su lado y apoyada en un codo, jugueteaba con sus pechos. Juana había experimentado las sensaciones más fantásticamente placenteras de toda su vida y la obtención de ese orgasmo que le decía que sus eyaculaciones anteriores habían sido un pobre remedo de la satisfacción, la predisponía a ir más allá, pero todavía su pacata educación o un rechazo natural a que su primera experiencia sexual total fuera con una mujer, la colocaban en guardia.
Sin embargo, el dominio muscular no era tanto como para permitirle ni siquiera esbozar una mínima resistencia; aun paralizada, ni siquiera podía sostener los párpados abiertos y sí, conseguía articular palabras de una manera razonablemente inteligible.
Con perversa lascivia, la otra muchacha se aprovechó de esa circunstancia para ir sometiéndola a un lúbrico interrogatorio, sabiendo que una de las virtudes de la droga era condicionar a las personas como un “suero de la verdad”, haciéndoseles imposible mentir y no revelar absolutamente todo lo que experimentaban, aunque luego no recordaran nada de lo sucedido. Así, se regodeó escuchando a la chiquilina responder sin pudores ni prejuicios todo cuanto había disfrutado de sus manipuleos y mamadas hasta la sensación inefable de ese, su primer orgasmo verdadero
Las manos de Valeria recorrían suavemente su pecho, acariciando y palpando tiernamente las carnes de los senos. Por su edad y aunque generosos, los pechos de Juana estaban en pleno desarrollo y prometían convertir a esas peras de pujante firmeza en los senos que los hombres codician no por su tamaño desmesurado sino por su consistencia y ese estremecer gelatinoso que los conmovía en su parte superior.
Capitulo aparte eran sus vértices, donde las aureolas, lisas y libres de gránulo alguno, se alzaban para formar un pulido cono que imitaba a otro diminuto seno en cuyo centro se erguía un grueso pezón cubierto de finas arrugas y en cuyo centro se destacaba la depresión de una hendidura mamaria propia de una mujer adulta y parida.
Su aspecto alucinaba a Valeria quien, con los ojos fijos en ellos como un depredador ante su presa indefensa, casi babeaba por la excitación que experimentaba. Decidida a trabajar sobre la psique de la muchacha, incrementó ese interrogatorio avieso y grosero, incitándola a revelarle como manejaba su sexualidad, si ya había tenido algún tipo de contacto con hombres o mujeres e invitándola a contarle sobre sus fantasías sexualmente más íntimamente anheladas.
Evidentemente la droga trabajaba sobre ese particular, ya que la niña y como si hubieran abierto un grifo, convirtió sus balbuceos en claro relato para, sin propósito voluntario alguno, revelarle a Valeria su absoluta falta de cualquier tipo de contacto sexual y sí, regocijarse en relatarle como satisfacía esos llamados primitivos de sus hormonas con cada vez más intensos manipuleos a sus senos y sexo, sin atreverse aun a penetrarse a sí misma, tras lo cual y ateniéndose a libros que había leído, expresar sus preferencias imaginarias a todo aquello que consideraba anormal, cómo sería el sexo anal, qué tipo de placer obtendría con otras mujeres, qué se sentiría hacerlo con dos hombres a la vez o exagerando las referencias de aquella princesa rusa que leyera furtivamente, consumarlo con algún tipo de animal.
Sorprendida por la riqueza de información de la chiquilina y proponiéndose hacer realidad sus fantasías, fue inclinando la cabeza para llevar la lengua a recorrer lentamente toda la extensión de un seno en tanto la mano se esmeraba en sobar tiernamente las carnes del otro.
Semejante caricia le parecía embriagadora a quien la recibía y ese pequeño reptil que dejaba hilos de tibia saliva sobre la piel, fue encaminándose paulatinamente hacia el centro. Al llegar a la bruñida superficie de la aureola que con la excitación cobraba mayor volumen, la recorrió despaciosamente en círculos para luego concentrarse en la arrugada excrecencia de la mama.
Fustigándola con la punta, hacía que esta cediera blandamente al castigo y, cuando pulgar e índice se apoderaron del otro pezón para ir retorciéndolo al tiempo que lo apretaban ceñidamente, la muchachita creyó enloquecer por la impotencia de no poder responder a tan maravilloso goce. Silabeando roncamente, expresaba su complacencia en mimosos gruñidos en los que proclamaba la necesidad de que su prima se prodigara aun más en hacerla gozar.
Ante su repetido asentimiento que ella se encargaba de exacerbar, preguntándole con perversa malicia si esos susurros sibilantes significaban un sí, Valeria decidió recompensarla y en tanto sumaba al trabajo de labios, lengua y dedos el de sus dientes, bajó la otra mano a lo largo del vientre para hurgar en la motosa alfombrita de renegrido vello enrulado, buscando con dos dedos al ahora distendido triángulo carnoso del clítoris y tras frotarlo por un momento, se dedicaron a restregar los fruncidos pliegues del interior.
Como al conjuro de un toque mágico, los músculos de Juana volvían a recuperar parte de su elasticidad y aunque los movimientos eran lánguidos y desmañados, sus manos acudieron a acariciar la sedosa cabellera de quien la hacía nacer sexualmente.
Ya los dientes se hincaban sañudamente en el inflamado pezón y las uñas de los dedos martirizaban con fiereza al otro, cuando los dedos que socavaban su sexo se hundieron impiadosamente en la vagina. Abandonando los senos, Valeria trepó a lo largo del cuello para finalmente arribar a esa boca que, reseca por la fiebre, resollaba quedamente el goce de su prima.
Juana esperaba ansiosamente ese primer beso de amor pero en la otra muchacha no existía el menor atisbo de tal; encerrando entre los suyos esos labios vírgenes, inició una serie de besos en los cuales descargaba toda su fiereza de hembra y en tanto succionaba firme y profundamente, los dedos que socavaban la vagina no se daban descanso, sometiendo violentamente a la chiquilina.
Encantada por lo que su prima estaba haciéndole, consiguió despegar los párpados y entre una niebla legañosa, alargó languidamente los brazos hacia la figura difusa para estrecharla por los hombros mientras sus piernas se encogían para abrirse complacientes a la masturbación. Advirtiendo que Juana estaba físicamente dispuesta, Valeria fue modificando la posición de su cuerpo para quedar invertida sobre ella y al tiempo que seguía sometiéndola a esa deliciosa sesión de besos en la que ambas bocas se entregaban sin reservas, las manos volvieron a sobar y estrujar entre los dedos las sonrojadas carnes de los senos.
Juana no tenía certezas, pero presentía que algo importante se estaba acercando y siguiendo el ejemplo de la otra joven, buscó torpemente con manos y boca esos senos que se le ofrecían bamboleantes sobre el rostro y cuando sintió otra vez a la boca solazándose en aureolas y pezones, no pudo evitar introducir en su boca el agudo vértice de esos senos morbidamente plenos.
Esa sensación inédita le provocó una especie de mazazo sensorial en el vientre y aferrándolos con ambas manos, cobijó los largos pezones entre sus labios para esmerarse en un mamar infantil que fue creciendo en ferocidad. Era indescriptiblemente dulce chupar un seno femenino y esa sensación se incrementaba con las maravillas que estaba haciendo su prima en los suyos.
Por unos momentos se dejaron estar en esa enajenante tarea pero Valeria siempre parecía proyectar una ambición sexual que se anticipaba a los deseos naturales de la jovencita. En tanto la boca con la colaboración de una mano multiplicaba los dones de su virtuosismo en los pechos, la otra mano volvía a incursionar en su entrepierna. Sin saber cómo ni por qué, Juana se encontró suplicándole a su prima que volviera a satisfacerla con la boca en el sexo y entonces, cuando aquella se hubo acomodado con la cabeza entre sus piernas, comprendió la desmesura que ese sexo antinatural no sólo le proponía sino que ella misma se exigía.
Sobre su cara sudorosa, se alzaban las columnas de los largos, delgados muslos de Valeria en cuyo vértice se mostraba el espectáculo del sexo. Mucho más grande de lo que ella suponía, quizás a causa de su depilación total, la vulva se mostraba hinchada y cubierta de un intenso rubor que, conforme se acercaba a la raja, iba oscureciéndose hasta un negrusco violáceo, pero lo más sorprendente era el tamaño del clítoris que asomaba erecto; grueso como un dedo meñique, el tubito carnoso retraía el arrugado capuchón para dejar ver la contundencia de su glande que, aunque protegido por una membrana traslúcida, semejaba la ovalada cabeza de una bala.
Ya la boca de su prima estaba realizando prodigios en el suyo y, como un mandato ancestral, envolvió los brazos alrededor de las piernas y con los dedos engarfiados a las nalgas pulposas, fue al encuentro de ese sexo que, contrariamente a lo que supusiera, no sólo no le provocaba repulsa alguna y sí en cambio la atraía irremisiblemente. Ella conocía los olores de un sexo femenino pero no imaginaba que esas delicadas flatulencias vaginales que expelía su prima fueran portadoras de mensajes tan imperiosos para su pituitaria.
Esa pátina de fluidos y mucosas que cubría a la vulva y al parecer a los fruncidos pliegues que asomaban desde dentro de la raja, emanaba fragancias ignoradas que golpeaban fuertemente su olfato y no precisamente para mal; la tufarada ponía un goloso apetito sexual en su vientre y respondiendo a lo que la lengua de Valeria realizaba en su óvalo, hizo tremolar su lengua de manera instintiva para que esta tomara contacto con los tejidos y el resultado fue devastador.
El sabor superaba a la fragancia y prendiéndose reciamente a los glúteos, hizo que la víbora descontrolada de la lengua escarbara a todo lo largo de la rendija, provocando que su prima convirtiera al chupeteo a su sexo en algo de inefable placer al tiempo que dos dedos buscaban la vagina para horadarla profundamente en cadencioso vaivén.
Valeria había ido abriendo las piernas para que su cuerpo descendiera y el sexo, ampliamente dilatado, quedara expuesto a las caricias de Juana. Esta estaba sorprendida por la gula voraz que la vista del sexo femenino le imponía y envolviendo las caderas para que sus manos aferraran las nalgas, las separó aun más y la boca toda se alojó en la vulva.
Sabios de una sapiencia que ignoraba poseyeran, sus labios asían los gruesos pliegues fruncidos que poblaban en abundancia el interior en ribeteada corona al óvalo para succionarlos intensamente y luego dejar a la lengua tremolante la tarea de refrescarlos.
Encastradas casi simbióticamente y satisfaciéndose con bocas y dedos, se hamacaron lánguidamente durante un tiempo sin tiempo, hasta que ya casi en el paroxismo de la desesperación, Valeria dio una habilidosa voltereta para quedar debajo de su prima y desde esa nueva posición, rebuscó debajo de la almohada por algo que Juana ni siquiera podía imaginar.
La que hasta una hora antes fuera una doncella virginal, gozaba intensamente con esa nueva postura arrodillada y totalmente desmadrada por la pasión y el deseo, poniendo en ello un fanático énfasis más propio de una mujer madura que de una jovencita, aprovechó que su prima había alzado las piernas abiertas encogidas para acomodarse entre ellas y en tanto la boca ahora se solazaba en la estimulación al poderoso clítoris, hizo que los dedos de ambas manos revolotearan apremiantes sobre la hendidura y la vagina.
Valeria había reanudado su experta succión a todo el sexo y ya Juana ronroneaba mimosamente por lo variado e intenso de la mamada, cuando sintió como su prima apoyaba en la entrada a la vagina algo que no era la punta de sus finos dedos sino algo más contundente.
Exhortándola a no cesara con lo que estaba haciéndole, la otra jovencita le murmuró que no se inquietara, al tiempo que lo que presionaba la vagina iba introduciéndose en ella muy lentamente. Indudablemente se trataba de algún tipo de sucedáneo fálico y con las uñas clavadas en las nalgas de su prima, comprobó como aquello iba penetrando la vagina sin más molestia que su grosor. Viendo como ella aceptaba mansamente la introducción del falo, Valeria meneó su pelvis al tiempo que la incitaba a continuar chupándole el sexo.
Saliendo de su estado de estupefacción, volvió a hundir la cabeza en la entrepierna para que lengua y labios se regodearan chupeteando las carnes y sorbiendo golosa los jugos vaginales que rezumaba el sexo de Valeria, mientras sentía como aquel magnífico falo se movía morosamente dentro de ella en un alucinante vaivén que no sólo la complacía sino que parecía ir conduciéndola al paroxismo.
La lengua de Valeria hacía estragos en el inflamado clítoris como estimulante compañera del consolador con que penetraba a esa criatura maravillosa que se le entregaba tan sumisamente, hasta que vio complacida como su hermano se acomodaba arrodillado detrás de la chiquilina y, extrayendo el miembro artificial, bajó su cabeza de la entrepierna.
Absorta en la frenética tarea de saborear esas carnes de primorosa textura, advirtió que su prima la privaba de la magnífica penetración, pero, cuando se disponía a reclamarle su reanudación, sintió como dos fuertes manos la asían por las caderas y algo absolutamente diferente al liso y delgado tubo presionaba la entrada a la vagina.
La verga, que indudablemente lo era, pertenecía a su primo Martín quien, mientras le susurraba que no tuviera miedo, lentamente pero sin pausa, iba introduciéndola en la vagina pero su consistencia y tamaño no se parecían en nada al aparato con que la penetrara Valeria; espantosamente gruesa, iba destrozando y desgarrando los tejidos vírgenes que, instintivamente, se ceñían para evitarle el paso, con lo que la intrusión se volvía dolorosamente sufrida.
Inevitable, sordo pero estentóreo y demostrando la atrocidad de ese dolor inesperado, el bramido se elevó en el cuarto caldeado como un reclamo de piedad pero a la vez evidenciando la satisfacción que predominaba en sus emociones. Es que, verdaderamente, junto a ese martirio de sentirse penetrada tan salvajemente, se producían sentimientos tan encontrados que le era imposible determinar el límite entre la terrible y lo sublime; las laceraciones le provocaban un ardor que irradiaba en escozores placenteros a lo largo de las terminales nerviosas del cuerpo y el goce se esparcía melosamente entre los intersticios musculares, relajando los tendones de su anterior paralización pero dotándolos de renovados bríos.
Valeria colaboraba de una manera un tanto primitiva, permaneciendo con su boca en el clítoris y escupiendo abundante saliva sobre el falo de su hermano, al tiempo que con los índices le separaba los labios de la vulva. Instintivamente y sin intención, Juana había clavado las uñas en los glúteos de su prima y en tanto la boca, roncando sordamente encontraba refugio en el calido sexo en desesperadas succiones, sin poder creer que el miembro fuera lo terriblemente largo que a ella le parecía, rasgaba las mórbidas nalgas de la otra muchacha sin consideración.
La enorme verga parecía haber llegado finalmente a ocupar por entero el canal vaginal y más allá, pero en ese momento Martín demostró tener la sensibilidad necesaria como para desflorar a una niña como ella sin provocarle no sólo daño físico ni confundir su mente con la brutalidad innecesaria de una violación cruenta.
Cuando toda la barra de carne se instaló, cubriendo cada rincón de la vagina, él se inclinó sobre la muchacha para asir con sus manos los senos palpitantes y con una suavidad infinita, comenzar a acariciarlos en delicados sobamientos en tanto su boca se arrastraba a lo largo de la espalda con tenues chupeteos y húmedas lamidas.
Su prima había salida de debajo de ella y colocándose enfrente de manera que la boca de Juana quedara directamente en contacto con su sexo, le envolvió el cuerpo con las piernas e instintivamente, las manos de la chiquilina rodearon los largos muslos de Valeria para que de esa manera, el acople de verga, vaginas y boca se hiciera perfecto.
Juana jamás había pensado que esa unión bestial y perversa pudiera concretarse y agradecía a Dios el haberla conducido a casa de sus tíos. Abrazada las ingles de Valeria, su boca golosa ya no se contentaba con el sexo y remedando a su prima que arqueaba el cuerpo intensificando el contacto, descendía sobre el perineo para buscar ávidamente su primera unión con un ano. Contrariamente a lo esperado, la hendedura no estaba teñida de ese tono oscuro característico y el ano, intensamente rosado, sin vestigio alguno de negrura, se alzaba como un diminuto volcán por cuyas laderas ascendían los frunces de los esfínteres hasta un cerrado cráter.
Como un adelantado, la nariz exploró rápidamente el lugar y se alegró de no sentir el menor vestigio a heces ni a humor escatológico alguno. Entre temerosamente asqueada pero sexualmente excitada por lo que su primo estaba haciendo en su sexo, estiró tímidamente la lengua para rozar aquel haz de tejidos que, a ese contacto, se dilataron para permitirle observar su pálido interior.
Con los pies apoyados en su espalda, Valeria se tensaba como un arco y de esa manera toda su entrepierna quedaba totalmente expuesta. Meneando las caderas, estrellaba el cuerpo contra la boca de la inexperta jovencita al tiempo que le ordenaba con indecente crudeza que le chupara el ano en tanto se masturbaba con índice y mayor.
Aquello y las maravillas del coito parecieron hacer reaccionar a la muchacha, quien hundió el pulgar en la vagina mientras sus otros dedos escarbaban sobre el clítoris al tiempo que su boca se aplicaba a succionar ávidamente en la protuberancia, alternándolo con veloces y acuciantes lengüetazos.
Eso pareció encantar a Valeria quien, mientras sacudía fervorosamente las caderas en remedo a una cópula, le rogó que metiera dos dedos dentro de la tripa. Llevando sin hesitar la boca a que continuara su trabajo en el sexo de su prima, Juana hundió dos dedos en el recto, iniciando un paulatino y profundo ir y venir que arrancó ayes de satisfacción en la otra muchacha. Pero nada en esa orgiástica relación era casual; sacando la verga del sexo y aun mojada por sus humores vaginales, Martín la apoyó contra el ano y empujó.
A ella le había encantado la labor delicada que realizara su prima allí, pero ahora, la ovalada punta de carne iba separando sus esfínteres tan lenta como inmisericorde y eso le provocaba un sufrimiento como jamás experimentara en su vida. Olvidada ya de darle placer a Valeria, intentó incorporarse en una vana resistencia. Rápidamente comprendió la inutilidad de su esfuerzo por la forma con que Martín presionó su torso para impedirle todo movimiento y, junto con el alarido que le provocaba el paso de la verga en el recto, comprobó como Valeria se escurría por debajo suyo para volver a colocarse invertida y, tomando posesión de sus muslos, instalaba la boca golosa sobre el sexo recientemente abandonado por su hermano y que aun chorreaba cálidos jugos vaginales.
Transida por el dolor, Juana se debatía en una singular alternativa; el sufrimiento infernal le imponía resistir con todas sus fuerzas a la sodomía del hombre, pero por otro lado y como una dicotomía de sus sensaciones físicas y sensoriales, el paso del enorme falo comenzaba a procurarle una clase de goce distinto, como si el placer asociado al dolor adquiriera una dimensión especial, pavorosamente deliciosa, combinando lo espantoso con lo sublime y además, a todo aquello se agregaba la actividad casi desaforada de Valentina en su sexo, prodigándose en sinnúmero de lengüetazos y chupones a los que agregaba la penetración del consolador a la vagina.
Seguramente a causa de la droga que aun dominaba su psique, un turbión de deseo y pasión nubló sus sentidos y distendiendo la boca crispada por los bramidos de dolor en una espléndida sonrisa, proclamó a voz en grito el placer que encontraba en aquel doble sometimiento. Aquello pareció complacer a sus primos, quienes redoblaron el virtuosismo del miembro, la boca y manos manejando con prodigiosa habilidad el consolador, tanto que ella misma no podía resistirse al influjo desaforado de esa apasionada perversión y hundía su boca en la entrepierna de Valeria, donde se extasió chupeteando y lamiendo la generosidad de colgajos y clítoris en tanto enviaba su dedo pulgar a introducirse sádicamente en el ardoroso interior del ano.
Despaciosamente y como un mecanismo bien aceitado, imbricados como ajustados engranajes, casi con renuencia, se movieran acompasados en una exquisita danza de placer, encontrando cada uno de manera singularmente personal, un goce distinto en sojuzgar o someterse recíprocamente. Por un largo lapso, se convirtieron en una máquina de placer y luego de que ambas mujeres experimentaran con escandalosos gemidos la satisfacción del orgasmo, rápidamente Valeria salió de debajo de ella y ayudándola a incorporarse arrodillada junto a ella, la condujo a sostener entre sus manos el falo chorreante de Martín.
Aun estremecida por la intensidad del orgasmo y con el vientre todavía sacudido por convulsivos espasmos, siguiendo las sugerencias de su prima, acercó la boca al miembro para saborear por primera vez el gusto de sus propias mucosas intestinales. Todavía sentía en su boca la dulzura de los jugos de Valeria y el contraste con el sabor ácido de la tripa, provocó en ella, no como suponía alguna náusea, sino que dilató ampliamente sus narinas como los hollares de alguna bestia salvaje y un placer inmenso le inundó el pecho para luego extenderse a todo su cuerpo.
Acoplada detrás de ella, Valeria sobaba sus senos oscilantes con una mano, en tanto que la otra se hundía en la entrepierna para fustigar recia e insistentemente al clítoris. Totalmente enceguecida por la pasión, sostuvo entre sus dedos el tronco del prodigioso falo en apretada masturbación, en tanto que introducía en la boca al ovalado glande para chuparlo con vehemente gula.
Martín bramaba por la satisfacción que le estaba proporcionando aquella chiquilina de catorce años que hasta una hora antes era infantilmente virgen y, ante una indicación de él, Valeria a apareó a su lado para reclamar ella también su participación en la felación.
Con las mejillas pegadas, ambas bocas se alternaban para cobijar a la verga y mientras ella masturbaba con frenesí al tronco, su prima sobaba los testículos de su hermano pero, en un momento determinado y en tanto presionaba la cabeza de la muchacha para que esta profundizara la chupada a la verga, ella introdujo su dedo mayor en el ano de Martín. Profiriendo maldiciones en las que las alentaba a que recibieran su simiente como buenas putas que eran, eyaculó una inmensa cantidad de semen en la boca de Juana quien, impedida de retirar la cabeza por Valeria, tuvo que tragar todo para no ahogarse.
El sabor ignorado de esa melosa cremosidad no sólo no le desagradó, sino que su agridulce gusto a almendras pareció incitarla a multiplicar su esfuerzo, hasta que aferrándola por el pelo, Valeria le hizo separar la boca del falo para ser ella quien recibiera los últimos remezones espermáticos de su hermano. Luego que aquel se agotara en la acabada, su prima hundió la boca en la de Juana para que las lenguas iniciaran un intercambio delicioso de salivas y semen hasta que, exhaustas por la fuerza de sus orgasmos y agotamiento físico, se dejaron caer en la cama donde la muchachita cayó en un profundo letargo mientras Valeria aun se solazaba con angurrientos chupones a sus pezones en tanto que tres dedos la penetraban con suave meticulosidad en la vagina
Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
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