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ABRETE SESAMO

Ella se puso de pie y su zona pelviana quedó a la altura de la boca de Jorge que continuó sentado a la pequeña mesa de café que los separaba. Es humillante el aire desafiante de las mujeres cuando pueden exhibir, con la complicidad de los atavíos, sus plétoras sexuales.

Jorge resistió la fuerza de la gravedad y la del instinto, y levantó la mirada buscando la de ella pero sin dejar de pensar el lo acertado de patear esa mesa y ladear la cabeza como los futbolista cuando van a cabecear para que su boca fuera vertical y simétrica con los orondos labios genitales que abultan los ajustados pantalones de Enriqueta Mendoza.

No es cuestión de elegir una frase, o de analizar la oración para que sea precisa y desencadene el diluvio. Es cuestión de vomitar las palabras cuando queman la lengua. Es caer en la provocación. Además, es tan fácil ser provocado.

Ella consideró necesario explicarse: voy al baño, dijo.
Y Jorge, inexplicablemente, replicó: ¿Pupú o pipí?

Jorge jamás pudo explicarse que produjo aquella expresión escatológica en su boca, tan ajena a sus buenos modales y educación. Su estado de ánimo para ese momento era de total fracaso. Por fin había convencido a Enriqueta de que fueran juntos a cenar, después de ¨Los Monólogos de la Vagina¨. Y desde las puertas del teatro, para ingresar al mismo, él ya tuvo la sensación de que aquella mujer por la que él se moría, no iba a corresponderle. Esto no fue óbice para él, disfrutar del halo de sensualidad que envolvía a esta talentosa mujer.

El pantalón que ella vestía, se incrustaba glotón en la división de sus nalgas redondas y atléticas. Lo sabroso que sería abrirle esos hemisferios gemelos, agarrando cada uno con cada mano y pasearle por todo el medio de su cálido canal abierto, de abajo hacia arriba y viceversa, la erección desnuda.

A ella le encanta ensayar ese movimiento tan femenino y depredador del sosiego masculino, de erguir las nalgas, tensarlas como una gimnasta, cuando se siente escrutada en su anatomía posterior.

Su peinado, esa noche, era el más informal de la Barbie cuando va de paseo con Ken, en el descapotable de este, todo su pelo castaño claro, limpiamente recogido hacia atrás en una abundante colita de caballo saltarina.

Enriqueta en muchas ocasiones ha disertado sobre el poder de las palabras. Ha reforzado sus argumentos con ejemplos bíblicos, como en el Génesis, o de Historia Política como la fascinación ejercida, en mala hora, por Hitler sobre el pueblo alemán, o en el psicoanálisis, sobre las instrucciones del padre, etc. Pero lo más interesante han sido sus posturas, intentando convencernos que toda nuestra cotidianidad es el producto de la palabra que se nos dice y de la que decimos en un infinito ejercicio de retroalimentación cósmica.

Ingresó al baño de exquisita grifería y resplandecientes espejos y ella misma con asombro, como frente a una desconocida, se vio reflejada en uno de aquellos espejos de cuerpo entero. Su propia imagen le trasmitió una excitación inédita. Disfrutó, con media vuelta de su torso, la redondez perfecta de sus glúteos firmes y con la suavidad de sus manos les regaló una rápida caricia. Algo nuevo había despertado en ella.

Cuando se levantó de la mesa lo hizo para orinar y refrescar su maquillaje. Ella no reconoce, todavía, en la insolencia de Jorge el origen de esta turbación profunda que la arrastra a una espontánea auto gratificación lasciva. Además, se siente urgida por defecar, alterando su cronométrica disciplina intestinal: 6 a 7 de la mañana, pastoso y abundante.

Elige uno de los cubículos con inodoro. Baja los pantalones hasta más abajo de sus rodillas, se sienta y comienza a tocarse, con sus dedos, delicadamente, su área vaginal, mientras descarga intestinos y vejiga.

Ligera, grácil, como levitando, regresa a la mesa donde Jorge la espera. Este inmediatamente descubre en ella una belleza más intensa y más reciente. De ella emana, como de un extraño psicotrópico, un poderoso afrodisíaco que lo aturde.

Atónito, maravillado, el intenta explicar algo pero el brillo resuelto de esta mujer lo enmudece y solo ella,irresistible y contundente, desde el fondo de sus entrañas, en tono visceral, le dice: pronunciaste las palabras exactas para mi liberación. Rompiste el sortilegio que me ataba. Fundiste con fuego mis cadenas y con fuego me entrego a ti. Ahora, clávame, cógeme sin piedad, como Dios y el diablo mandan.

José Lagardera
Santa Ana de Coro
Datos del Relato
  • Categoría: Flechazos
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