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Entre Venus y su espejo.
–¿Cuánto me quieres? –me preguntó un novio, hace años.
Estaba arrodillado ante mí, sobre mi cama, entre mis muslos abiertos.
Era la postura ideal para recibir sexo oral. Sin embargo, muy lejos de tan placentera situación, estaba a punto de tener mi primera depilación íntima ¡con cera! Le había pedido ayuda porque no me veía capaz de infligirme tanto daño. Pero jamás imaginé que él aprovecharía mi vulnerabilidad, para convertirlo en un juego…
–¡Mucho! ¡Te quiero mucho! ¡Un montón! –reafirmé, apretando los dientes.
–¿Segura? –insistió. Y antes de que reafirmase mi amor o protestara, arrancó, a traición, la primera banda de cera.
–¡¡¡Auch!!! –chillé, frunciendo el ceño y retorciéndome en la cama. Al dolor agudo, le siguió una sensación de intensa quemazón. Sabía que iba a doler, pero no hasta ese punto.
–¿De verdad me quieres? –preguntó de nuevo, disfrutando la situación.
–Sí… –susurré, antes de poner mi cuerpo en tensión, anticipando el dolor inminente.
–No te creo.
–Sí que te quiero, ¡te lo juro! –exclamé. Inmediatamente, arrancó la segunda banda de cera, sin piedad alguna. Y la tortura continuó hasta que me dejó completamente tersa, suave como la seda.
Antes de que pudiera evaluar el resultado de su trabajo con mis propios ojos, recorrió mi piel con la punta de su dedo, observando mi entrepierna fijamente.
–¿Lo has hecho bien? –pregunté. Pero, en ese mismo instante, su cabeza se dirigió a mi sedosa vulva, y entonces supe que no necesitaba respuesta.
Súbitamente, me di cuenta de que todo el dolor y la incomodidad habían merecido la pena. En lugar de ir al grano, directo al clítoris, tomó su tiempo para explorar mi nuevo tacto con su lengua, sin olvidar ni un milímetro de piel de mi pubis y, finalmente, mi clítoris palpitante. Sin vello, aprendí que el cunnilingus era infinitamente más completo y placentero.
Pese a este nuevo descubrimiento, mantener aquel look requería mucho esfuerzo. Uno de esos que no estaba dispuesta a hacer de forma regular. Así que reservé esa penitencia para ocasiones muy, muy especiales. Ya sabía que no era muy bueno para la piel, pero aún más importante, aprendí que esa sensación de suavidad no iba a ser tan especial, si me depilaba de manera constante.
Ya no sufro por la belleza íntima. Al contrario, es un proceso que me excita enormemente. Esto es, en parte, porque desde que me hice la depilación láser, solo necesito afeitar, de vez en cuando, el poco vello que “me sobra”.
La única cosa que no ha cambiado desde aquel entonces, es que todavía necesito un muy buen motivo para hacerlo.
Una buena excusa para volver a depilarme fue el día en que recibí un vibrador de lujo adornado con un anillo, bañado en oro de 24 quilates, y con mando a distancia. Estaba convencida de que el vello púbico estorbaría cuando usara esa joya.
Esta vez, yo tengo todo el control de la depilación y del juego.
En lugar de estar a merced de un hombre, me depilo yo misma, un par de horas antes de quedar con mi rollo actual en mi casa. Se supone que vamos a cenar, pero él no tiene ni idea qué tipo de “cena” tengo preparada; cosa que solo aumenta mi sensación de poder.
Después de ducharme, me siento frente al espejo y abro las piernas. Esparzo un poco de gel sobre mi pubis, y mientras sostengo la cuchilla de afeitar, no paro de imaginar cómo será el gran momento de la “revelación”; el instante en que descubra el vibrador y su dije, en el anhelado tesoro de raso…
Solo cuando estoy delante de un espejo me doy cuenta de que, realmente, soy una narcisista. Me excito con el reflejo de mis carnosos y suaves labios vaginales. Al pasar mis dedos sobre la piel, para comprobar que no he olvidado ningún pelito rebelde, los noto hinchados, pesados y ardientes. Si fuera hombre, pienso, sería el equivalente a tener una erección permanente.
Vuelvo a la ducha para aclarar los restos de gel. El agua tibia alivia la sensación de pesadez, pero solo temporalmente. Acto seguido, vuelvo a sentarme frente al espejo, lista para la próxima fase del proceso. Me pongo aloe vera puro para evitar posibles irritaciones y, al tiempo y sin querer, se va mezclando con mi néctar venusiano. La excitación es extrema.
Mi cuerpo ya está preparado para mi vibrador de lujo. Lo introduzco muy poco a poco, sin dejar de mirarme en el espejo… Sin perder detalle alguno del proceso. Me siento traviesa, como si fuera una delincuente planeando mi próxima fechoría.
Una vez dentro, compruebo los modos de vibración con el mando a distancia. La tentación de dejarlo encendido es abrumadora, pero me sacrifico, y decido esperar para compartirlo. Quiero saber cómo se siente durante la penetración; la publicidad prometía que era un juguete exquisito para usarlo en pareja… Y no solo para las que practican el narcisismo sexual como yo. Además, a la hora de tener un orgasmo y gemir, me convierto en exhibicionista: el ansia por ser vista es más poderosa que la excitación de mi reflejo.
Justo cuando estoy absorta en mi estética, posando y admirando cómo el círculo dorado oculta mi hambriento clítoris y realza mis suaves labios, suena el portero automático. Vuelvo a la realidad de modo repentino. Pienso en ponerme un kimono, pero al final decido que con una joya en la entrepierna, no necesito nada más.
Me dirijo a la puerta con una sonrisa en la cara y el mando a distancia en la mano, a punto de vivir mi gran momento de poderío total. Soy consciente de que será un momento intenso, pero fugaz, porque en cuanto le ceda el mando a distancia, volveré a estar a merced de un hombre.
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