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A flor de piel 2

La intensidad de mi propio disfrute y el entusiasmo que él había puesto en esta sodomía asfixiante, terminaron por decidirme. Una semana antes del regreso de Nicole y cuando ya veía esfumarse esa posibilidad, Michel se ausentó para cumplir con algunas conferencias pendientes y esos días de libertad me dieron la oportunidad de escapar. Cortándome el cabello a la garçón y modificando mi maquillaje, encontré en el espejo a la cuasi gemela de Nicole. Vistiendo sus ropas y con el dinero de los gastos mensuales de la casa, más mis ahorros y con el pasaporte en ristre, huí hacia París.
Una vez arribada a la ciudad soñada por todos, no perdí tiempo en distraerme con el espectáculo y con un objetivo en mente, saqué un pasaje para Buenos Aires.
Tres días después, recorría fascinada la ciudad de la que mi padre hiciera orgullo, pero fue precisamente ella, con su monumentalismo, su vertiginoso y cacofónico ambiente y sus costumbres, exóticas para mí, quien me fijó una nueva meta más consubstanciada con mis raíces.
Esta vez elegí la lentitud del micro, que me permitiría conocer los paisajes de una tierra que, en definitiva, era la mía. Antes de emprender el viaje, hice una drástica selección de mi vestuario, eliminando lo superfluo e impráctico y lo complementé con varios vaqueros y zapatillas, reduciéndolo a la capacidad de una mochila; grande pero mochila al fin. Realizando esas compras, la ciudad me tentó con algo que puede parecer descabellado, pero que no lo era para una mujer con mis compulsivas necesidades sexuales. Sin ninguna relación familiar o amistosa, con un español que a mí me parecía perfecto pero que me resultaba casi inútil al momento de una conversación seria y sin ganas de complicarme la vida con extraños amoríos, no resistí el guiño cómplice de un pícaro consolador desde la vidriera de un oscuro porno-shop en una ignota galería comercial.
Sólo aquel que ha vivido toda su vida en regiones montañosas, con horizontes acotados y mezquinos, puede comprender lo deslumbrante que resulta el paisaje que propone esta tierra; paisajes sin límite que se extienden en un infinito inalcanzable y una sensación de libertad que margina con la inseguridad del peregrino perdido colman el corazón del viajero de gratitud por la vida y la posibilidad cierta de haberla alcanzado.
Una vez en Bariloche, busqué un hotel de acuerdo a mis posibilidades económicas y encontré que en esa ciudad acostumbrada a recibir turistas de todo el mundo, me era más fácil comunicarme y pronto trabe relación con gente del lugar. Como estaban en plena temporada invernal, a los dos días estaba trabajando como instructora de esquí.
El paisaje no me resultaba extraño, pero el de Meussy resultaba inhóspito y duro comparado con la belleza menos áspera de las montañas y los hermosísimos lagos, rodeados por extensos e imponentes bosques de increíble variedad. Con todo, había algo que me ponía incómoda y descubrí que era la bullanguera alegría que derramaban por todos los rincones del lugar los visitantes, especialmente los jóvenes que estaban en viaje de egresados, cosa desconocida para mí y que me molestaba bastante dada la parquedad que tenemos los europeos, especialmente en lugares públicos.
No obstante eso, el lugar me parecía maravilloso y recorriendo las pistas me sentía más cercana de mi padre y emprendía el trajín diario de entrenar a personas que jamás habían visto nieve con el mismo entusiasmo que si de profesionales se tratara. Pasada la tensión de los primeros días, me fui adaptando y en tanto me aflojaba, en mi cuerpo resurgieron las urgencias. Al principio traté de hacer caso omiso a mis histéricas necesidades, agotándome en el trabajo y volviendo a retomar la costumbre de beber un poco por las noches, pero la contundencia de la realidad me hizo ver la inutilidad de ignorar lo evidente.
Echando una mirada al ambiente que me rodeaba, aumenté mi decepción ante la mediocridad y torpe machismo que los hombres manifestaban ante cualquier atisbo de acercamiento y entonces, aquel adminículo que había comprado en Buenos Aires salió de su estuche para iluminar mis noches, corporizando a todos aquellos que habían pasado por mi cuerpo y a otros personajes que mis fantasías rescataban entre recuerdos olvidados.
Aun con ese auxilio de mis alivios nocturnos, me sentía desasosegada, como fuera de lugar y esa inquietud me llevó a no ser indiferente a las conversaciones para prestar atención a los comentarios sobre las ventajas o bondades de ciertos lugares en la creencia de que alguno de ellos sería el que me estaba destinado. Como si tuviera alguna cualidad mágica, además de las descripciones paradisíacas que se hacían de él, el sonido de San Martín de los Andes me cautivó, al punto que juntando todas mis cosas, me despedí apresuradamente de mis ocasionales patrones y decidí llegar al lugar haciendo dedo como la mayoría de los jóvenes.
El primer tramo lo hice a bordo de una camioneta de dos jóvenes parejas que estaban regresando a Buenos Aires de su luna de miel, pero a los pocos kilómetros me dejaron en una bifurcación a la vera del camino, ya que ellos se dirigían a Piedra del Aguila. Mi impaciente ignorancia hacía aun más frustrante la indiferencia que los conductores tenían de mis gestos, hasta que un gigantesco camión se detuvo pocos metros más adelante en medio de un aparatoso despliegue de silbidos de los frenos de aire. Aturdida por tanta suerte, tardé un momento en darme cuenta de que me estaba esperando y entonces corrí hacia él, riendo alocadamente.
Recibiendo la mochila que le había arrojado, el ayudante del conductor me tendió la mano para que pudiera trepar la breve escalerita que llevaba a la cabina y, acomodándome entre los dos, acepté el mate que me tendía y al que me había acostumbrado en este breve mes que llevaba en el lugar. Al cabo de una hora, ya habíamos agotado los temas comunes de conversación sobre nuestras edades, familia, nacionalidades - ellos eran chilenos -, gustos musicales y literatura, ya que leían bastante en la comodidad de la amplia cabina calefaccionada.
Tratando de impresionarlos y como si fuera una pícara travesura, les conté del acoso de Michel, la obtención del pasaporte que me había permitido llegar al país de mi padre y lo que estaba buscando en San Martín. A los pocos minutos me arrepentí de mi pueril sinceridad y tuve un oscuro presentimiento, ya que la conversación iba tomando un giro personal e íntimo sobre hábitos sexuales y traté de desviarla pero Patricio, el copiloto, era aviesamente insistente y me pedía con simpática insidia que le diera detalles de cómo lo hacíamos los franceses.
Absorbida en la conversación que se iba convirtiendo en enojosa discusión, no advertí el hecho de que el camión hubiera salido de la ruta principal y ahora transitaba por un camino de ripio hasta que, con el consabido concierto de bufidos y silbidos se detuvo en el medio de un espeso bosque. Restregándose las manos, el chofer me dijo que había llegado la hora de la verdad y de comprobar si los chilenos eran más machos que los franceses, abriendo la portezuela e invitándome a descender con él. Ante mi negativa y como yo seguía pegada al asiento, extendió su manaza y asiéndome por el corto cabello me arrastró hasta el borde del asiento. Asiéndome a la carrocería, evité estrellarme contra el suelo y descendí a los trompicones.
Tironeando de mi pelo y retorciéndome el brazo, me llevó hacia la parte posterior del largo furgón y Patricio, que había abierto la puerta y ascendido a él, me aferró por los cabellos mientras Manuel empujaba hacia arriba clavando sus manos en mis nalgas alzándome literalmente en el aire. Cuando cerró el portón, dentro del acoplado reinó la oscuridad más absoluta que se desvaneció cuando accionó un interruptor y tres luces rectangulares iluminaron con reflejos azulados todo el interior. Sobre cada lado se veían dos grandes cajones de madera que presumí contenían maquinaria, de acuerdo a los sellos estampados en ellos, dejando entre ambos un estrecho pasillo por el que Patricio me arrastró hasta el fondo.
Este era un amplio espacio en el que se veían ciertas cosas que evidenciaban era utilizado como improvisado dormitorio. Mientras Patricio, me estrechaba contra su pecho palpando con rudeza la solidez de mis carnes a través de la gruesa ropa, Manuel desenrrolló un colchón de goma espuma que se encontraba en un rincón y, tendiendo una mantas sobre él, le indicó a su compañero que me soltara.
Este lo hizo de un empellón y cayendo sobre las mantas, repté hacia atrás hasta quedar sentada, con la espalda apoyada en la pared y las piernas estrechadas entre mis brazos en un inútil gesto de impotente defensa, mirándolos con una mezcla de rabia, miedo y ansiedad ante lo que suponía que seguramente pasaría.
Mientras observaba como Patricio, calmosamente encendía una estufa infrarroja instalada en una garrafa de gas y comenzaba a desnudarse, Manuel se sentó a mi frente y con una pasmosa tranquilidad, como si fuera una historia que no me incumbía, empezó a detallarme mi situación; de acuerdo a lo que yo inocentemente les había contado, en Migraciones sólo quedaría constancia del ingreso al país de alguien que no era yo. Tampoco tenía parientes ni conocía gente, no había hecho amigos en Bariloche y en la soledad del agreste paisaje, nadie me había visto ascender al camión, el cual era absolutamente hermético y por más que me desgañitara gritando, ni un solo sonido se escucharía desde el exterior.
En consecuencia, yo no existía y sólo podría convertirme en otro misterio policial si, eventualmente, mi cuerpo desnudo era encontrado por alguien en el medio de ese bosque apartado kilómetros de cualquier zona habitada o transitada. También me dijo que ellos no eran delincuentes ni violadores sino hombres a los que les gustaban las mujeres. Comprendían mi terror a ser violada y, si practicábamos el sexo sin violencia, todos íbamos a sentirnos mejor.
Sin agregar nada más, se unió a su compañero junto a la estufa, desnudándose. Tras reprimir el bullir de los sollozos que agitaban descontroladamente mi pecho, analicé cuánta razón tenía Manuel y qué desprotegida estaba en este país extraño. Dispuesta a sacar provecho de la situación, a regañadientes, fui quitándome lentamente la ropa, tanto para poder asimilar lo que me esperaba como para no darles la sensación de ser una mujer fácil.
Ellos miraban fascinados como de debajo de esa ropa acolchada; camperas, suéteres, camisas y camisetas, pantalones y borceguíes que desaparecía como las capas de una cebolla, surgía una mujer espléndida de pechos sólidos, piernas largas, caderas amplias y nalgas abultadas. Mientras me desnudaba y de refilón, yo también iba sopesando su aspecto. No más altos que yo, eran musculosamente robustos sin llegar a ser gordos. Su edad debía de oscilar entre los treinta y cinco o los cuarenta años y, sin estar excitados, sus penes no debían de provocarles un complejo de inferioridad.
Haciendo pesar la superioridad de la edad y cargo, el chofer fue aproximándose a mí e indicándome que abriera y encogiera las piernas, se acostó frente a mi sexo y la boca comenzó a lamer la rendija de la vulva, sorbiendo la mezcla de sudor y flujo que, a mi pesar, rezumaba permanentemente de la vagina.
Entusiasmado por lo que él suponía una reacción mía a su estímulo y mientras se lo comentaba jocosamente a su amigo, diciéndole como había calentado a la putita francesa, abrió golosamente la boca y los gruesos labios se hundieron en la vulva que él ya había abierto con los dedos y se enfrascaron en un vigoroso chupeteo a los pliegues carnosos, ahora sí excitados, congratulándose con el tamaño desusado de mi clítoris al que comenzó a restregar apretadamente con dos dedos. La boca sorbía sedienta mis jugos internos y tres dedos de la otra mano fueron introduciéndose dentro de la vagina en un coito manual que me llevó a la desesperación y en mi ansiedad por llegar al orgasmo largamente reprimido, le suplicaba que me penetrara aun más profundamente con ellos.
Tras tan larga abstinencia, en mi cuerpo volvían a florecer aquellas sensaciones de exquisita dulzura y, en oleadas de cálidas mareas, por mis venas se expandía la urgente necesidad de la satisfacción. Me semi incorporé y apoyándome en los codos para darme impulso contra la boca del hombre, lo urgí a multiplicar la acción de boca y dedos. Entretanto, Patricio se había arrodillado junto a mí para buscar con su verga la boca entreabierta y ese contacto terminó de enloquecerme. Manteniéndome erguida sobre un codo, aferré su muslo peludo dando cobijo en la boca al falo que buscaba satisfacción. Succionándolo con avidez, inicié un frenético vaivén de la cabeza que, alienándome, me sumergía en una vorágine de vertiginoso desfallecimiento.
Con las entrañas a punto de estallar, ansiaba la satisfacción a la que el afanoso traquetear de la boca y dedos de Manuel me llevaría y, asiendo casi con crueldad entre mis dedos al miembro de Patricio, lo masturbé apretadamente hasta que, junto con el manar caudaloso de mis jugos vaginales, él eyaculó poderosos chorros de un esperma blanco y meloso en mi boca que me apresuré a sorber evitando que se derramara, degustando con deleite el añorado y almendrado sabor del semen.
Cuando me derrumbé momentáneamente ahíta de sexo, con mi cuerpo cubierto por la sana sensación húmeda del sudor conseguido gracias al empeño puesto en el disfrute, los hombres siguieron gozando de mí. Haciéndome arrodillar, Manuel se acostó invertido debajo de mi cuerpo y, mientras yo chupaba vorazmente la verga fláccida introduciéndola casi totalmente en mi boca, él se enseñoreó de mi sexo con su lengua y Patricio, arrodillado detrás, me penetró violentamente con su falo todavía endurecido.
Perdido totalmente el control ante la embestida brutal, al cabo de un rato me desprendí de ellos y tomando la iniciativa, me monté sobre la verga de Manuel penetrándome profundamente, jineteándolo en un violento galope que nos dejó exhaustos a los dos y fue entonces que Patricio, empujando mi torso contra el pecho de Manuel, me penetró por el ano. En tanto Manuel me estrujada los senos, crecieron en mi interior esas ganas tremendas de orinar que torturan mi vejiga precediendo al orgasmo. En medio de una barahúnda de gemidos y bramidos, alcanzamos el clímax y caímos entrelazados en el dulce sopor de la satisfacción total.
Si yo pensaba que los hombres se habían conformado con eso, estaba totalmente equivocada. Aquello fue sólo el prólogo de una jornada despiadada de sometimiento físico y moral. Su fortaleza les permitió encontrar un ritmo en el que, cuando uno acababa, el otro recién se excitaba y yo calculo que cada uno de ellos debe haber eyaculado no menos de cuatro o cinco veces en las horas que duró ese martirio que, no por serme placentero y gozarlo, resultaba menos doloroso. Revisando mis cosas, habían encontrado aquel objeto sexual y, alternándolo con el hábil uso de las manos, escarbaron con furia contumaz mis entrañas en sus momentos de agotamiento físico.
No voy a negar que yo estaba tan enloquecida como ellos pero a pesar del goce indecible que me provocaban, había momentos en que lo forzado de las posiciones o el intenso roce a mis tejidos hacía que les suplicara por un momento de descanso o la posibilidad de poder refrescar y asear mis carnes, desgarradas por los colgajos de piel que las ampollas reventadas desprendían, pero ellos, en su demoníaca posesión, parecían acicateados por mis ruegos, lágrimas y lamentos.
Perdida la noción del tiempo, me sentía manipulada como un muñeco con sus resortes rotos e incapaz de reaccionar como un ser humano racional, respondí instintivamente a los reclamos del cuerpo y mi inconsciente, para sumarme al tiovivo inacabable del placer, abandonándome complacida a lo que quisieran hacerme.
Con las primeras luces del alba, me hicieron vestir y subimos a la cabina del camión, retrocediendo por el mismo camino por el que habíamos llegado pero, al poco rato de recorrer ese rústico sendero que descendía de los montes, tan sólo aminorando la marcha, me empujaron sobre la nieve que flanqueaba el camino y pocos metros más allá, vi caer mi mochila.
Además del dolor que torturaba mi cuerpo, tanto interna como externamente, sentí como el viento helado de la madrugada me azotaba como si fuera una simple ramita y comprendí que si no hallaba rápidamente refugio mi vida corría peligro. Haciéndome de la mochila y rebuscando en procura de una pastilla de chocolate que recordaba vagamente haber guardado, encontré irónica la prolijidad con que ellos habían guardado en su estuche el adminículo sexual con el que me habían penetrado repetidamente.
Masticando con avidez el chocolate, única comida en más de diez horas, busqué en un recodo del camino un hueco en el cual refugiarme a la espera de algún vehículo que me rescatara de la situación. Portador de una leve nevisca, el viento me enceguecía y la intensidad del frío, sumada a las largas horas sin sueño, fueron haciéndome caer en una pesada modorra de la que reaccioné tardíamente cuando el fuerte ruido de los escapes de una camioneta que se alejaba me despertó, sobresaltada y furiosa por la idiotez de haberme descuidado hasta ese punto.
La decisión de mantenerme alerta y presta, pareció no coincidir con las órdenes que dictaban el hambre, el agotamiento y el sueño a mi cerebro. Lentamente me hundí en un intenso sopor del que salí extraviada, sin tener clara conciencia de tiempo y lugar para comenzar a vislumbrar a través de mis pestañas mojadas al conductor de la camioneta en cuyo asiento delantero descansaba. Sólo alcanzaba a ver a contraluz el perfil de su rostro, apenas sobresaliendo entre una gruesa bufanda que envolvía el cuello y el amplio sombrero tejano que cubría su cabeza. Recién y cuando al percatarse que estaba despierta se dio vuelta con una amplia sonrisa, me di cuenta que era una mujer.
Quitándose el sombrero que dejó en el asiento entre las dos, sacudió la cabeza, liberando la masa espesa de una melena de negro cabello que cayó sobre sus hombros y con ese marco, el rostro pareció adquirir de repente la seducción de la feminidad; la nariz, larga y levemente respingona, se embellecía con la sensualidad de las grandes y elásticas narinas que aleteaban con la respiración. Los ojos claros, gélidamente grises con una orla negra en las pupilas semejantes a los de los perros siberianos, mutaban a una simpática calidez por el negro encaje de las pestañas y las gruesas, sensiblemente arqueadas pestañas. Pero su rasgo más notable era la boca, grande, delicadamente delineada y poseedora de gruesos, mórbidos y maleables labios, tras los que relucía la blancura de sus dientes pequeños y la rosada lengua que apenas se entreveía.
Interesándose por mi estado físico y sin inútiles rodeos, me preguntó con una voz ronca y levemente ruda que me había pasado para aparecer en ese lugar, desmayada y con signos evidentes de violencia. Cargaba con mucho tiempo de angustia reprimida pero, de una manera insólita, confié en aquella desconocida con el mismo alivio que si de mi madre se tratara y, aliviando las tensiones acumuladas, le relate pormenorizadamente toda mi vida y él por qué me encontraba en el país. El monólogo de mis cuitas se prolongó durante todo el largo camino hasta Maquinchao, donde vivía Camila. Salvo con ocasionales preguntas, sólo interrumpió mi historia para abrir un recipiente donde había varios sándwiches de milanesa y un termo con café caliente.
Por primera vez en mi vida tenía la oportunidad de hacer un recuento de las alegrías y vicisitudes que se habían alternado en tan corto tiempo. De manera irrefrenable, los recuerdos se iban hilvanando con la misma incontenible fluidez de un grifo y, durante horas, mi boca no se cansaba de confiar secretos sólo por mí conocidos a esa extraña a la que, en definitiva, le debía la vida.
Tras atravesar el pueblo, seguimos por un solitario y rectilíneo camino en la dilatada estepa en la que, en azorado descubrimiento, vi a guanacos, ñandúes y hasta el majestuoso planeo de un gigantesco cóndor. Finalmente, arribamos a la casa de Camila y nos recibió la parca alegría de Cantalicio, el mapuche que hacía las veces de capataz al cuidado de las majadas de ovejas, quien se hizo cargo de la camioneta y de las mercaderías que Camila había comprado.
Conduciéndome dentro de la casa, mi nueva protectora fue despojándose de las gruesas prendas que la cubrían y descubrí que su estatura, mayor que la mía, se hacía longilínea por la esbeltez de sus formas escuetas que, sin llegar a la delgadez, eran prietas y sólidas. Quedando sólo con un ajustado vaquero y libre ya de las pesadas botas varoniles, me guío hasta una habitación femeninamente decorada y ante mi sorpresa, me explicó que había sido su cuarto de niña y que ella vivía en lo que fuera el dormitorio de sus padres.
Sin permitirme acomodar mis cosas, un poco autoritariamente, me ordenó que me metiera en la cama y esperara unos minutos a que ella reuniera los elementos necesarios para curar mis heridas, de las que volví a cobrar conciencia mientras me desvestía y comprobaba los extensos hematomas y la profundidad de los rasguños que cubrían mi cuerpo, contemplando con horror y desagrado la sanguinolenta mucosa que empapaba mi entrepierna.
Desnuda pero tapada vergonzosamente hasta la barbilla, esperé impaciente la llegada de Camila quien, sin ningún tipo de ambages, sacó de un tirón las ropas de cama que me cubrían para precipitarse sobre mis heridas con algodones empapados en el agua casi hirviente que humeaba desde un profundo balde. Este contacto hacía que me estremeciera ante el ardor de los arañazos, pero en tanto ella profundizaba la curación desprendiendo delicadamente trocitos de piel reseca y sangre coagulada, una sensación de bienestar y confiado agradecimiento me fue invadiendo y relajándome, me abandoné a sus cuidados.
Con un suspiro de alivio y lejana ya mi inicial y natural vergüenza, abrí obedientemente las piernas cuando ella me lo pidió mientras colocaba un grueso almohadón bajo mis nalgas. Con mucha más delicadeza que aquellos médicos de mi adolescencia pero con un ligero temblor turbado, fue curando las heridas del sexo; primero las externas, visiblemente expuestas y luego, con finos hisopos, fue bañando mi canal vaginal con substancias medicinales que, si bien me hacían bramar de dolor, curaban las laceraciones internas. Apenas terminó y me tapó cariñosamente, me hundí exhausta en un sueño reparador del que ella me sacó a la hora de la cena.
Al otro día y mientras me acompañaba en un tardío desayuno, me pidió que confiara en ella, quedándome tanto tiempo como quisiera y sin crearme obligaciones como compensación. Estaba tan dolorida que durante unos días obedecí su consejo, quedándome al abrigo del hogar a leños que calefaccionaba la casa, dejando que el tiempo reparara los estragos de mi cuerpo pero pasada una semana me atreví a enfrentar al viento gélido del exterior y días después me animé a subir a un caballo y acompañar a Cantalicio a recorrer las majadas más próximas.
En el ínterin fui conociendo la vieja casa de madera y techos de chapa a la que Camila, para paliar la soledad y la inclemencia del clima, se había encargado de proveer de ciertas comodidades que, en esas latitudes, se consideran un lujo. Primero había sido la instalación de gas envasado para la cocina y el baño, a los que instaló con los artefactos propios de una ciudad. Luego había sido un generador de electricidad y un televisor adecuado para funcionar con ese voltaje y, últimamente, una video casetera que le permitía distraer su soledad con películas que alquilaba cada quince días en la ciudad.
Como consecuencia de largas sobremesas a las que no estaba acostumbrada, me fue narrando la historia familiar y él por qué de su presencia en tan inhóspito lugar.
Su bisabuelo, un ingeniero irlandés terco y trabajador que vino al país contratado por el Estado para la construcción de un ferrocarril, recibió las tierras como premio a su eficiente labor. Casado con una galesa de Trevelin, compró la primera majada y convertido en ganadero, se asentó definitivamente. Después vendrían los hijos, los nietos y los bisnietos. En realidad, ella era la única bisnieta y el fornido irlandés no alcanzó a conocerla.
Mientras vivieron sus padres, pudo estudiar y hasta cursar un par de años en la Facultad de veterinaria en Bahía Blanca, pero su muerte en un extraño accidente la obligó a dejar todo y con veinticinco años, hacerse cargo de las, por entonces, numerosas majadas. Aun sin terminar formalmente la carrera, esos estudios le permitieron hacerse ducha en aquello de servir a las hembras, organizar los cuadros de corderos y carneros, regularizar la esquila y la posterior comercialización de la lana o animales para la exportación.
Ante mi atrevida pregunta sobre relaciones masculinas, se mostró reacia a sincerarse y luego, moviendo la cabeza con dubitativo escepticismo, me confió que cuando iba a la Facultad, viviendo sola en una ciudad grande como Bahía, se había excedido con ciertas libertades sexuales que le habían causado más problemas, que satisfacciones, incluido un temporal arresto por consumo de drogas y que luego, dedicada por entero a manejar el establecimiento, tratando de que ese pasado no la alcanzara, no se había permitido claudicaciones. Solitaria, sin problemas sentimentales, había transcurrido estos diez años y ahora ya no le importaba.
La explotación no era la ni la sombra de lo que fuera, reduciéndose día a día por la falta de mano de obra y de los precios internacionales que la obligaban a liquidar majadas enteras y convertir las potenciales ganancias en pérdida total. En los últimos tres años, había surgido un problema legal que la confinaba prácticamente a no dejar la propiedad.
El nuevo intendente del pueblo, político ambicioso y marrullero, había estado escarbando en los antiguos archivos y descubriendo que las tierras entregadas por el Estado a su bisabuelo, extranjero como su mujer, pertenecían ahora la provincia y que, habiendo una ley provincial que prohibía la enajenación de más de cincuenta mil hectáreas a favor de ciudadanos o empresas extranjeras, resultaba que su ocupación era ilegal. Con todo y apelando al hecho de que sus abuelos, sus padres y ella misma eran nativos del lugar y por lo tanto, indiscutiblemente, ciudadanos argentinos, habían aceptado la sentencia judicial que permitía su residencia en el establecimiento pero, recurriendo a una argucia técnica, indicaban que si permanecía más de cuarenta y ocho horas fuera de la propiedad se la consideraría abandonada y por ende, volvería al Estado provincial.
Insólita picardía que la obligaba a permanecer en eterna vigilia y a alejarse nada más que lo necesario para realizar trámites o compras que requerían de su presencia. También tenía que estar atenta a la manifestación de presiones con que, por el pago de nuevas ordenanzas o impuestos de los que no le mandaban aviso, permisos de importación para ganado en pie o la exportación de carnes y lana, contratación de personal temporario para la esquila u otras ocurrencias legales, el municipio la mantenía en vilo.
Desde menos de un año atrás, la presión se había hecho insoportable, ya que un turista geólogo, había encontrado por casualidad pepitas de oro en las estribaciones de los acantilados de Somuncurá, dentro de sus tierras. Esa meseta inmensa, tan grande como la provincia de Tucumán, corta el horizonte hacia el Este y es visitada frecuentemente por turistas, atraídos por el hecho de haber sido una isla estructuralmente lávica que surgiera en épocas antediluvianas del mar, quien talló los caprichos de las costas en abrigadas rías, caletas y ensenadas que hoy configuran sus escarpados farallones, ricos en fauna autóctona, pinturas rupestres y fósiles marinos.
La noticia de las extrañas como desconocidas riquezas de la Patagonia se habían esparcido rápidamente y ella, temerosa de caer en alguna trampa legal ignota que la despojara de las tierras, se había negado sistemáticamente a sostener negociaciones de explotación minera o turística con las numerosas empresas que se habían interesado en el lugar. Todo eso también había contribuido a su auto exclusión, a evitar relacionarse con personas extrañas y a desechar algunos acercamientos sentimentales por temor a que el interés fuera el causante de ellos.
Día a día fuimos haciéndonos más amigas, confiando la una en la otra pero respetándonos mutuamente en nuestras intimidades; si la confesión de alguna cosa de nuestro pasado no surgía espontáneamente, la otra no hurgaba en demanda de secretos tal vez inconfesables.
A pesar de que Camila me doblaba en edad, tal vez por su soltería, se comportaba como una muchacha y hasta en su aspecto físico desorientaba al no avisado, por la agilidad y plasticidad de su cuerpo esbelto, fuerte y endurecido por la actividad que desarrollaba. Alegre y dicharachera de ordinario, caía a veces en pozos depresivos de hosco silencio que no me atrevía a invadir, dejando que la silente soledad la consolara. Dos o tres días después y como si regresara de un largo viaje, volvía a ser la juvenil solterona de siempre.
Sin embargo, algo raro que no era una cuestión generacional flotaba desde un primer momento entre las dos. A pesar de las confidencias y secretos que compartíamos, sabiéndolo todo o casi todo de la otra, había un acuerdo tácito, una voluntad no expresada de evitar todo contacto físico; ni palmadas afectuosas, ni abrazos y mucho menos caricias.
En mi caso, se trataba de un instintivo retraimiento voluntario, ya que, tras al trauma inicial que acompañó a mi convalecencia, mi cuerpo volvía lentamente a manifestarse y exigir a la mente con sus reclamos, cada día más imperiosos. En mi fuero interno, me preguntaba si a Camila le sucedía lo mismo y cómo hallaba solución a lo que forzosamente la naturaleza le demandaría, teniendo en cuenta que no era virgen y en su juventud no había sido recatada en su comportamiento sexual.
Ninguna de las dos lo hizo evidente pero inconscientemente y a medida que transcurría el tiempo, evitábamos estar cerca más allá de lo imprescindible. Yo me perdía en largos galopes por la inmensa llanura, haciendo que el viento lavara las angustias que se acumulaban en mí, dejándome extenuada y al regresar sólo deseaba algo de comer y dormir profundamente. Por lo que me contaba Cantalicio mientras aperaba mi caballo por las mañanas, Camila también se dejaba absorber por los trabajos más rudos, agotándose en largas jornadas sin descanso y yo creí presentir por qué.
Algunos fines de semana nos dábamos una tregua y acompañadas por el indio como guía, galopábamos hasta los altos farallones de la meseta y allí, recorríamos incansables las profundas hendiduras que, como inmensos fiordos, el mar había esculpido con caprichosas formas millones de años antes. En esos días de libre expansión, la felicidad era total y las urgencias del cuerpo amainaban en su, cada día más, punzante necesidad.
Con la llegada de la primavera, animal al fin, las hormonas revolucionadas ponían cosquillas en rincones de mi cuerpo hasta ahora inertes, canalizando, otra vez tácitamente, nuestras inquietudes secretas hacia el cine y por las noches terminábamos de agotarnos con un par de películas de las "de llorar” en la video.
Entrado el verano, Camila fue a Ingeniero Jacobacci y volvió con un variado surtido de nuevas películas. Esa misma noche y después de la cena, refrescadas por la ducha nocturna, nos sentamos en el amplio sillón a mirar una película que ya no hubiéramos visto cinco veces. La elegida al azar no era en esencia una película pornográfica, ni siquiera erótica, sino que tenía el crudo realismo de lo cotidiano. Se trataba de dos compañeras de trabajo, una de ellas lesbiana no asumida pero enamorada de la otra, infelizmente casada. El tema era ya de por sí urticante y el desarrollo de la trama mostraba implícitamente pero sin dejar ver órganos sexuales, con una banda sonora demasiado veraz, las manipulaciones solitarias de la primera, en la ducha, la bañera y la cama, mientras el montaje paralelo señalaba las perversidades que ejercía el marido sobre la otra, contraponiéndose a las ternuras con que fantaseaba su amiga masturbándose.
Ninguna de las dos hizo el menor intento por detener a la máquina, pero evitábamos mirarnos y en un silencio incómodo fingíamos estar absortas por la trama sin poder quitar la vista de la pantalla. Además de la crudeza de las escenas, el torbellino de gemidos, gritos, jadeos, maldiciones y súplicas parecía penetrar a través de todos los poros de la piel, afiebrándola. Sintiendo como la transpiración generada por algo más que el clima inundaba mi cuerpo recién bañado, acezando involuntaria pero quedamente, iba alzando la fina tela del camisón para descubrir mis piernas, permitiendo que la brisa del traqueteante ventilador que estaba en el suelo refrescara los muslos.
En un momento dado desvié la mirada y encontré que Camila, con los ojos dilatados, estaba prisionera del maremágnum sexual y de su boca entreabierta también escapaba un susurrado jadeo. De manera espontánea e irresistible, mi mano tomó contacto con su muslo y junto con un estremecimiento, fijó sus ojos en los míos y las dos supimos que ya era imposible negar la evidencia de nuestros sentimientos, soterrados durante tantos meses. Mi mano subió por la piel transpirada y fui acercando lentamente el rostro al suyo. De sus ojos cerrados por la emoción deslizaban finos hilos de lágrimas y nuestros alientos hirvientes se juntaron. Mientras los labios se rozaban con levedad de mariposas, exhalamos simultáneamente un hondo quejido de alivio y ansiedad insatisfecha.
Mi mano inquieta y trémula tomó ocasional contacto con la espesa y motuda pelambre púbica a través de la húmeda bombacha, provocando la expresión sollozante de su pecho. Los labios ensayaban acercarse pero, tras fugaces roces, se retiraban medrosos y resecos por la fiebre que nos invadía, tornando luego a intentarlo nuevamente.
Sabía que ya era imposible retroceder y dejé que mi otra mano deslizara el fino bretel del camisón para tomar contacto con su seno. Maduro y pequeño como el de una adolescente virgen, temblaba agitado como si tuviera vida propia y al mero contacto con la palma de mi mano comprobé lo hinchado y erecto que estaba el pezón. Mis uñas rascaron tenuemente la casi inexistente aureola, provocando que sus labios se unieran a los míos en un húmedo y dulce beso superficial.
Diligente y delicada, mi lengua los humedeció con espesa saliva, succionándolos suavemente con los míos hasta que ya sin ningún pudor, enlazadas por el vaho ardoroso de nuestros alientos, las bocas encajaron en un ensamble perfecto para iniciar una lánguida y mareante batalla entre las lenguas. Mis manos no permanecieron ociosas y en tanto que el dedo mayor, penetrando dentro de la bombacha, estregaba entre la mata mojada del encrespado vello hasta tomar contacto con el capuchón de piel sensible del clítoris, excitándolo con suavidad, los dedos índice y pulgar de la otra se habían apoderado del largo pezón endurecido, restregándolo apenas entre ellos.
Desacostumbrada a cualquier tipo de caricia, Camila intentaba responder a las mías pasando sus manos torpemente sobre la tela del camisón hasta que ya enardecida, me desprendí de sus brazos y, desnudándome, hice lo propio con ella. Empujándola sobre el diván y acostándome sobre ella, rocé sus pechos prietos con el vértice de los míos, oscilantes y pesados, mientras mi boca buscaba ansiosamente la suya e iniciaba una profunda succión de su lengua envarada, cubierta de tibia y fragante saliva
Gimiendo queda y mimosamente, tomó mis senos entre sus manos, acariciándolos con ternura. Viendo que su inexperiencia la paralizaba, tomé la iniciativa y desprendiéndome de su boca, me escurrí hacia la masa musculosa de sus pechitos. Lamiéndolos con ansias, fui deslizando mi lengua tremolante sobre las aureolas y pezones para, finalmente, encerrarlos entre mis labios, mamándolos reciamente y mordisqueándolos entre sus estremecimientos de placer mientras mi mano volvía a ensañarse en la maceración del clítoris, ya duro y enhiesto.
Durante largo rato permanecimos así, yo, masturbándola y solazándome con sus pechos y ella, enloquecidamente arqueada por el goce, hasta que mi boca fue deslizándose a lo largo del vientre chato y musculoso hasta tropezar, naciendo apenas debajo del ombligo, con un velludo e inculto sendero que me llevaría hasta las profundidades del ensortijado vello púbico.
Mis dedos separaron esa densa maraña negra y húmeda para encontrarme con la vulva que, tal y como la de una muchacha, lucía tiernamente apretados sus labios exteriores. Cediendo plácidamente a la presión de los dedos, se separaron y nuevamente tuve ante mis ojos el espectáculo maravilloso de un sexo femenino. Dentro del óvalo intensamente rosado e iridiscente, una multitud de plieguecillos que iban desde el casi blanco hasta el gris morado de sus bordes, poblaban en abundancia los labios menores y el capuchón que rodeaba estrechamente al clítoris era especialmente espeso. Mi lengua vibró ávida sobre esos tejidos, recorriendo tremolante la olorosa superficie del sexo, barnizándola con los fluidos que rezumaba la vagina y mis labios succionaron esos jugos íntimos que me supieron deliciosos.
El cuerpo de Camila comenzó a ondular al ritmo de la succión y entonces mi boca se aplicó a chupar con intensidad al pequeño pene que ya había adquirido un tamaño respetable, mordisqueándolo leve y tiernamente. Observando como ella clavaba su cabeza contra los almohadones, acezando fuertemente y sacudiendo espasmódicamente las piernas encogidas, dos dedos se introdujeron en la vagina, sintiendo como los músculos tensos se resistían a la penetración. Recorriendo suavemente todo el canal, consiguieron que, poco a poco, se fueran relajando y permitiendo que buscaran cuidadosamente esa áspera excrecencia, esa leve callosidad que, por lo menos en mí, gatilla los más oscuros demonios. Sutiles y gentiles al principio y en tanto ella se enardecía con la caricia, fueron incrementando lentamente la fricción hasta que, en medio de grititos de alegría y sollozos de satisfacción, el manantial ardoroso de sus fluidos se derramó impetuoso a través de los dedos que siguieron activos tanto como mi boca hasta sentir que su relajamiento se correspondía con la intensidad del orgasmo obtenido.
Mientras que Camila, agitada por las sacudidas de sus espasmos y con una espléndida sonrisa de plenitud se hundía en la profunda somnolencia, como una bestia insatisfecha, con los fogones del vientre encendidos a pleno y nuevamente ávidos de placer, corrí a mi dormitorio y rebuscando en un cajón de la cómoda, saque de su escondite al falo artificial para volver a su lado. Aquel juguete sexual me había seducido por lo insólito de su aspecto; de treinta centímetros de largo y unos cinco de grosor, reproducía con fotográfica semejanza cada una de las arrugas, venas, prepucio y glande de un pene real. Elaborado con siliconas, tenía una elasticidad sorprendente y en su interior una especie de columna vertebral que le permitía articularse en raros ángulos y, su rasgo más extraordinario era que, poseyendo dos cabezas, hacía posible la penetración simultánea de dos personas.
Dejándolo sobre la mesa baja junto al sillón, me arrodillé sobre la espesa piel de guanaco que hacía las veces de alfombra contemplando arrobada los serenos rasgos de su rostro. Más la miraba y más me convencía de que aquello no se basaba sólo en la necesidad de satisfacer la urgencia primaria de nuestros cuerpos, como en aquella relación con Elena y que, una vez saciada con una temperatura volcánica que nos había abrasado a las dos, terminó como cualquier aventura sexual de adolescentes.
Durante esos meses, había ido creciendo el amor dentro de mí, alimentándose con cada gesto cortés o amable de esa mujer que me doblaba en edad y bien podía ser mi madre. Con prudencia, sabía comprender mis silencios y ausencias nostálgicas en las cuales me encerraba durante días mirándome hacia dentro y maldiciéndome por haber sido tan ingenua en mis respuestas sin concesiones a las exigencias de los hombres, aunque eso, tal vez, debería achacárselo a mi deformidad genital.
Recorriendo su piel con las yemas de los dedos, casi sin tocarla, como si entre ellas se alojara un minúsculo e invisible grano de arena separándolas y creando en ese espacio una corriente de electricidad estática que progresivamente se acumulaba, amenazando con estallar como un relámpago de alto voltaje, sentía que junto con los inconscientes movimientos evasivos de su piel erizada por la caricia crecía desde el fondo de mis entrañas la necesidad imperiosa de poseerla y entregarme a ella para que me hiciera suya en cuerpo y alma.
Jugueteando con las largas guedejas en la húmeda tibieza del negro laberinto inguinal, acerqué mis labios a los suyos y aquella energía acumulada se manifestó en una poderosa descarga que atravesó mi columna y se clavó en los riñones. Con una picazón intolerable en el tibio interior de los labios, rozándolos apenas, conseguí que el vaho de mi aliento cálido los obligara a separarse con un profundo y sonoro gemido de ansiedad.
Mi lengua salió intrépida de la oscura caverna y pletórica de espesas salivas, escarbó cuidadosamente el espacio entre las encías y los labios para después atraparlos entre los míos y succionarlos con ternura. Saliendo de su somnolencia con un mimoso ronroneo y los ojos aun cerrados, rodeó mi cuello con sus brazos y la boca golosa se abrió desmesuradamente para dar cabida a la lengua traviesa y comenzar a succionar mi boca con un apetito feroz. Resollando fuertemente por nuestras narices y entremezclando cariñosas palabras de amor con quejumbrosos gemidos de placer, nos perdimos nuevamente en ese mundo flotante del goce total, confundiendo nuestras salivas y las fragancias de los alientos en una interminable cabalgata de besos, chupones y lambidas.
Lentamente fuimos cambiando de posiciones y mi boca, invertida con respecto a ella, se escurrió por la ruborosa y tensionada cuesta de su cuello, ascendiendo sin premura las colinas de los pechos y picoteando sobre ellos en tiernos besos y voraces lengüetazos. Las manos acudieron en su auxilio y, mientras la boca se dedicaba con ahínco a someter al inflamado pezón, las uñas fueron rascando la arena de las aureolas para luego clavarse sádicamente en la punta de los pezones. Saliendo del torpor que el goce le producía, se aferró con ambas manos a mis pechos bamboleantes que oscilaban sobre su cara.
Manoseándolos con denodada impericia, fue sobando y estrujándolos apretadamente hasta que la boca timorata tomó contacto con ellos y allí, como una niña golosamente hambrienta se extasió mamando fuertemente los pezones. Una de mis manos bajó por su vientre palpando el velludo camino que conducía al Monte de Venus, donde se hacía más espeso para convertirse en una maraña peluda que obstruía el acceso al sexo. Con ímpetu de conquistador, mis dedos se abrieron paso en el negro y ensortijado pelambre, introduciéndose prepotentes entre los pliegues que protegían al clítoris y asiéndolo entre el pulgar e índice fueron retorciéndolo y estirando hasta lo imposible con exasperante lentitud.
En su desesperación, Camila se aferraba a mis pechos engarfiando los dedos sobre las pulposas carnes y clavando sus dientes en mis grandes aureolas, atacaba con saña a los pezones. Fue entonces que mi boca se deslizó a lo largo de su cuerpo y sustituyendo a los dedos, absorbió entre los labios al maltratado clítoris, mordisqueándolo y tirando de él como si fuera elástico.
Incapaz de soportar tanto placer, Camila sacudía ciegamente la cabeza de lado a lado mientras los bramidos gorgoteaban en la saliva acumulada en su garganta y azotaba con los puños cerrados el cuero de los almohadones. Creí llegado el momento y tomando el inmenso artefacto, restregué su tersa y ovalada cabeza como si fuera un pincel sobre el sexo mojado por los fluidos que manaban de él y mi saliva. De casi insignificante surco, la vulva había cobrado volumen y todo su entorno abultaba enrojecido, en tanto que los pliegues internos afloraban groseramente inflamados, dilatándose en dos rojas aletas que dejaban al descubierto la pulsante superficie del interior.
Mientras con los dedos separaba esas dos crestas permitiendo que la suavidad plástica del glande tomara contacto con el interior, Camila se había aferrado a mis muslos y la boca mordisqueaba férreamente las nalgas, demorando el momento en que boca tomaría contacto con mi sexo que, dilatado y oferente, goteaba fluidos y sudor sobre su barbilla pero, remisa tal vez por un atávico asco cultural, la boca parecía negarse al encuentro.
Notando su indecisión, fui introduciendo el falo muy, pero muy lentamente dentro de esa vagina cuyos esfínteres parecían negarse a la penetración y ofrecían dura resistencia. Centímetro a centímetro, con el empuje de un ariete o como un pistón elástico, el pene fue entrando con todo su imponente continente y yo sentía como el cuerpo se iba envarando por la tensión. Por haberlo probado repetidamente en mí misma, conocía la tortura inicial que imponía su grosor desmedido lacerando los suaves tejidos del canal, pero también conocía la intensidad de las mieles placenteras a que su fricción llevaba una vez adaptada la dilatación muscular.
Cuando sentí como golpeaba en el fondo de la vagina y ella se estremecía quejumbrosamente, lo saqué rápidamente, escuchando la aspiración aliviada de Camila y observando alucinada el rosado interior que, casi inmediatamente desapareció por el cierre de los esfínteres. Con un sádico afán destructivo, volví a hundirlo violenta y profundamente para luego repetir el proceso de la espera e iniciando un cadencioso vaivén que nos enloqueció a las dos.
Mi boca se ensaño con el clítoris, a la sazón de un tamaño importante y, esta vez sin excusas, la boca de ella se hundió con ansias en mi sexo inexplicablemente hábil en aquello de lamer y succionar. Obnubilada por el goce conjunto de someterla y saberme en camino a un verdadero orgasmo en mucho tiempo, dejé que mi mano izquierda, tras acariciar sus nalgas, se perdiera en la hendidura y buscando con el dedo mayor la fruncida apertura del ano, la excitara suavemente. A medida en que el falo se deslizaba con mayor facilidad en la vagina saturada de mucosas lubricantes que rezumaban entre chasquidos sonoros, esos jugos fueron corriendo a lo largo de la raja y empapando al negro orificio que, lentamente fue cediendo a la premura de mis dedos.
Nuestros gritos y sollozos llenaron el caldeado cuarto, entremezclados con frases incoherentes de amor, agradecimiento y satisfacción. Yo sentí alborozada como aquellos demonios volvían a rasgar mis músculos entre fuertes cosquillas renales y la presión de mi vejiga parecía explotar en el alivio. Por su frenético entusiasmo, tuve por cierto que Camila disfrutaba por primera vez los acres jugos vaginales del orgasmo de una mujer.
Aun insatisfecha, retiré el miembro del sexo y doblándolo en una fuerte curva, volví a penetrarla, pero esta vez me acuclillé sobre su cuerpo y fui penetrándome con el falo. Después de unos momentos en que mis carnes asimilaron la dureza de la agresión, bajé hasta que mi sexo rozó con el suyo y, alzándole el torso para poder envolver mis piernas a su cintura, comencé con un lento bamboleo que nos llevó a lanzar gruesas exclamaciones ante la rispidez del tránsito.
Manteniéndola asida por la nuca y un brazo, fui dejándome caer hacia atrás, cada vez un poco más. Cuando ella comprendió mi intención, iniciamos un lento y profundo vaivén que incrementaba el roce y el consecuente placer mientras las carnes de nuestros sexos se estregaban fuertemente unas contra las otras.
Una vez adquirido un ritmo y sintiendo que por primera vez teníamos una cópula con otra mujer, nos entregamos a una mareante refriega oral hasta que sentimos como nos escurríamos en el manantial del orgasmo. Riendo y llorando, estrechamente abrazadas, seguimos hamacándonos embelesadas durante un tiempo.
Esa noche fue larga y dulcemente agotadora. Imbuidas de la ternura y delicadeza que se manifestaba en la devoción de la entrega, cada una quería descubrir en la otra las cosas que ella misma experimentaba y se entregaba con denodado afán no sólo a satisfacerse sino a satisfacer. Esa doble entrega-sometimiento, convertida en un catalizador de la retroalimentación sexual, hacía que, cuando una alcanzaba la plenitud del goce, la otra estuviera en la mitad de ese proceso y todo se conjugaba para instalar un interminable círculo virtuoso de placer.
Satisfactoriamente extenuadas, plenas de satisfacción, nos sorprendió la madrugada pero ese día acometimos el trabajo como si hubiéramos descansado diez horas y una nueva energía dinamizara nuestros cuerpos. Me mudé a su cuarto y comenzó para las dos un tiempo nuevo. Aunque para todo el mundo yo seguía siendo “la chica que vive en lo de Camila”, ya era “la chica de Camila”. Las dos y por distintas razones, tuvimos por seguro que lo que sentíamos era el primer y único amor de nuestras vidas y, aunque ni siquiera nos tocábamos durante el día, nos contentábamos con estar cerca y experimentar el milagro de ese amor que fluía a torrentes.
En las noches, ese sentimiento se sublimaba y yo comprobaba que el amor de Camila conseguía hacerme concebir el sexo como una deslumbrante entrega y, sin las agresiones a que me habían aficionado, conseguía por primera vez alcanzar la satisfacción total, espantando de mis entrañas aquellas salvajes urgencias que me desasosegaban y mantenían en vilo. En las largas siestas, desnudas y estrechamente abrazadas, discurríamos sobre nuestros sueños y esperanzas mientras aprendíamos a satisfacernos sólo con delicadas caricias o la profundidad de nuestros besos.
Transcurrieron días y meses en los que nuestro amor se consolidó y la vida, de tan dichosa y aun en esas soledades, llegó a parecernos deliciosamente bucólica.
Menudearon nuestras expediciones a la meseta y también a la ciudad, ya que el intendente había vuelto a la carga a causa del interés demostrado por una firma minera internacional. A fines de aquel verano, habían intentado una primera aproximación con nosotros, pero Camila rechazó de plano esa oferta que implicaba de hecho la cesión de derechos que sólo pertenecían a la familia.
Cuando los sudafricanos se vincularon con las autoridades, recomenzaron con sus citaciones, exhortos y ordenanzas de expropiación, que Camila iba capeando con una integridad y tozudez impropias de una mujer.
Así transcurrieron dos años en los que la felicidad dejó de estar velada por lo subrepticio llenando nuestros corazones y nuestros cuerpos alcanzaron una serena y madura plenitud. Como si fuéramos un matrimonio consolidado, ya no nos importaba lo que la gente pudiera llegar a decir y, tal vez perversamente, no ocultábamos nuestra relación con gestos, miradas y hasta besos públicos que escandalizaron a todo el mundo, salvo al hermético Cantalicio, quien haciéndose el disimulado, asistía desde siempre a las expansiones sexuales que nos dábamos en las cristalinas aguas de un pequeño manantial en la meseta, jugando desnudas en las aguas.
En una de esas lujuriosas tardes de verano con en sol que alargaba nuestras sombras en el atardecer de la estepa, volvíamos galopando de cara al viento y, apreciando ya la cercanía de las casas, Camila parloteaba alegremente de la jornada cabalgando con esa naturalidad que da el haberse criado “a campo”. Con ojos de enamorada adolescente, yo no podía dejar de admirar la prestancia de ese cuerpo longilíneo, ágil y esbelto, de cuyos pechos sin sostén que levitaban bajo la camisa me sentía orgullosamente culpable por su nueva contundencia, cuando de súbito, desapareció de mi vista.
Junto a Cantalicio tardamos unos segundos en reaccionar y cuando sofrenamos nuestras cabalgaduras, vimos su cuerpo inerte sobre el polvo del sendero. Volteando los caballos corrimos a su lado para ver como en el centro del cuerpo desmadejado, brotaba y se extendía una roja flor de sangre. Azorada y sin saber que hacer, vi como el indio se arrodillaba junto al cuerpo y luego, con esa impertérrita serenidad de los hombres de campo y especialmente de los de su raza, me miraba fijamente a los ojos, sacudiendo apesadumbrado la cabeza.
Reaccionando, desmonté y abrazándome al cuerpo de Camila dejé que el llanto diera suelta al dolor y apenas escuché como el indio me decía que no debíamos mover el cadáver del lugar hasta que llegara la policía, ya que se trataba de un homicidio. Negándome a volver con él, decidí quedarme protegiendo el cuerpo hasta que llegara la ambulancia.
Sentada en el suelo, con mi amada muerta entre los brazos y hamacándola como si durmiera, dejé que el dolor me aturdiera como un designio cruel, revolviendo en mi mente los recuerdos más ingratos y dramáticos que parecía marcarme el destino, desde la muerte prematura de mi padre hasta esta pérdida irrazonable. Comprobaba dolorosamente la fragilidad de la existencia, la inutilidad de proyectar nuestras aspiraciones cuando en realidad no depende de nosotros. En fracciones de segundo, acababa de perder definitivamente aquello que más quería en la vida y no me era dado hacer nada por recuperarlo.
Cuarenta minutos más tarde, cuando Cantalicio llegó con la policía, me aferraba al endurecido cadáver y sólo a la fuerza consiguieron desprenderme de él. Protegida por el indio, volví a la casa y luego nos dirigimos al pueblo a realizar los trámites necesarios para el funeral. Después de prestar declaración y explicar como habían sucedido los hechos, nos dijeron que recién al otro día nos entregarían el cuerpo ya que eran necesarias la pericias forenses.
Esa noche fue angustiosamente larga y dormité de a ratos, ya que la fragancia de Camila en las sábanas despertaba recuerdos y la certeza de su ausencia definitiva, con lo que recurrentemente, volvía a estallar en un llanto desgarrador y silencioso.
Junto con el cuerpo dentro del cajón cerrado, el juzgado nos entregó la partida de defunción y copia del informe pericial en el que constaba que la muerte se había producido a causa de un disparo de arma larga de alta precisión y, por la trayectoria de la bala, disparada desde la misma casa hacia donde nos dirigíamos. La figura de Camila, con su característico sombrero Stetson y nítidamente recortada por el sol, había sido el blanco perfecto para un tirador experto.
Durante el velatorio, al que concurrió sólo un puñado de personas, además de las condolencias como si en realidad fuera su viuda, recibí tres noticias aparentemente sin relación pero que respondían a una misma causa. La primera estuvo a cargo de un abogado del pueblo, notificándome que Camila me había hecho heredera de todos sus bienes muebles, incluyendo el vehículo y las majadas. Cantalicio fue el portador de la segunda; en un sobre lacrado de papel madera, había una breve esquela de Camila en la que me decía que si estaba leyéndola era porque alguien la había matado y yo sabía quiénes eran y por qué. También estaban los datos de una cuenta corriente a mi nombre por cincuenta mil dólares en un banco de General Roca y la recomendación de que convirtiera en dinero lo que me había dejado para desaparecer del lugar.
Asombrada por esta herencia inesperada que certificaba la magnitud de sus miedos secretos y el amor que me tenía, acogí a la noticia más temida y esperada, el exhorto de mí desalojo y la toma de posesión por el municipio, casi con júbilo. Dos días después cargaba todo lo que me interesaba conservar en la 4x4 y premiaba la fidelidad de Cantalicio con todo el mobiliario, ropas, enseres y máquinas, convirtiéndolo en un hombre rico con la cesión de las majadas que, aunque raleadas, eran todavía importantes. Luego de hacer una transferencia del dinero a una sucursal del mismo banco en Buenos Aires, emprendí en sentido inverso el camino que tres años antes recorriera en autobus.
Buenos Aires todavía me apabullaba, pero el tiempo y las circunstancias me habían endurecido, haciéndome más responsable y menos vergonzante de ser extranjera, explotando ese hecho al ver lo cholulos que eran los porteños ante cualquier europeo, especialmente franceses e ingleses.
A pesar del aplomo que tenía para sacar ventaja de la contundencia de mi cuerpo y el buen español que ahora hablaba fluidamente, era consciente de que no estaba preparada para ningún trabajo. Aconsejada por una empleada del consulado francés, me presenté espontáneamente en un gran hotel internacional y, por el dominio de mis cuatro idiomas, conseguí un puesto de telefonista. Cuando le tomé la mano, especialmente al conmutador digital, el trabajo se me hizo cómodo y hasta divertido. La comida formaba parte del sueldo y dormía en un hotel barato acorde con mis ingresos, ya que la cuenta bancaria era intocable y la conservaba para un futuro próximo.
Suponía que por mi edad pronto haría amistades entre mis compañeros de trabajo pero, salvo un ocasional café o compartir una mesa, todos parecían ansiosos por escapar al lujoso pero claustrofóbico ambiente del enorme edificio y volver con su familia o amistades particulares.
Como en Estrasburgo, agotaba mis horas libres recorriendo la ciudad pero pasado un mes e instalada la rutina, dos viejos fantasmas comenzaron a acosarme; uno era el de la soledad y el desarraigo, la nostalgia de olores, sonidos y hasta las cadencias del idioma. El otro, más acuciante e insoslayable, era mi incontinencia sexual.
Dispuesta a no bastardear al único y verdadero amor que todavía me hacía lagrimear, rechacé de plano todas las aproximaciones, algunas veladas y otras descaradamente crudas de algunos superiores y compañeros para volver a encerrarme bajo el oscuro caparazón de la indiferencia y el orgullo, con la complicidad nocturna del viejo amigo que convocaba a todos mis antiguos amantes.
Me costaba acostumbrarme a la indiferencia de la gente, a su falta de compañerismo o amistad como no fuera para tratar de llevarme a una cama y, noche tras noche, buscaba en la soledad de mi cuarto una justificación al hecho de seguir viviendo una vida tan sin sentido como la mía, comparable a la de un vegetal. En las mañanas, el sol parecía hacerme olvidar de todo eso, pero tan pronto me encerraba en el mínimo cubículo donde trabajaba y obligada a repetir hasta el hartazgo las fórmulas de cortesía a miles de seres anónimos, comprendía la actitud de mis compañeros, ansiosos por liberarse de esa rutina asfixiante.
El encierro en un sitio donde me era imposible saber a simple vista la hora del día o el estado del tiempo en el exterior, atosigada por los llamados a menudo descorteses de los huéspedes o de sus admiradoras, en el caso frecuente de artistas internacionales que se alojaban en el hotel, iba conduciéndome imperceptiblemente a una enajenación física y mental. Todo mi mundo se reducía a esa cápsula en la cual pasaba hasta doce horas diarias y a las cuatro paredes de mi cuarto, cómodo y limpio pero tan impersonal como un ascensor en cuya oscuridad me sumergía para resucitar mentalmente a todos aquellos que me habían hecho feliz.
Yo sabía que quizás por esta exclusión voluntaria, por mis maneras y gestos campechanamente bruscos o alimentados por aquellos a quienes había rechazado, corrían rumores que cuestionaban mi sexualidad. La confirmación de eso la tuve por casualidad mientras estaba encerrada en el retrete del toilette femenino, escuchando la discusión con que distraían su tiempo algunas mujeres del personal sobre si mis actitudes y forma de vestir obedecían a pura misoginia feminista o a una manifestación de mi homosexualidad. Considerándome insignificante, descubrir que estaba en boca de la mayoría de los mil quinientos empleados provocó un shock que me hizo encerrarme aun más en mí misma, modificando mis costumbres para escurrirme furtivamente al restaurante cuando menos gente había y evitando avergonzada todo tipo de contactos amistosos.
Durante un descanso entre dos turnos y ensimismada en mis pensamientos que casi nunca eran gratos, miraba como hipnotizada el remolino que producía en mi taza de café el lento girar de la cucharita, cuando un tocesita discreta me sacó de mi marasmo para volverme a la realidad. Ante mí se encontraba una mujer de largo cabello rubio y lacio recogido en la nuca, que tomó asiento. Aparentaba unos cuarenta años y sus fuertes rasgos nórdicos se suavizaron cuando una espléndida sonrisa iluminó su cara.
Excusándose por su atrevimiento, se acomodó en la silla al tiempo que se presentaba como la jefa de Recepción. Clavando intensamente en mis ojos una mirada que destilaba deseo, sin ningún tipo de protocolo o explicación, me dijo que hacía tiempo que me venía observando y le gustaría que esa noche asistiera a un fiesta privada que hacía un grupo de amigas, dándole un intencionado énfasis a la palabra “amigas”. Dejándome una tarjeta donde figuraba su nombre, la hora y la dirección, se despidió hasta la noche con un intencionado apretón de manos y un sugestivo mohín.
Anonadada por su desvergonzada propuesta, corrí a encerrarme en el toilette, preguntándome qué en mi aspecto exterior dejaba en evidencia mis preferencias sexuales. Después de asumir el turno y todavía confundida, di vueltas al asunto durante horas.
Cuando llegué a mi cuarto y mientras me duchaba para desalojar del cuerpo el cansancio muscular, su voz baja y gutural parecía repiquetear la invitación con la insistencia de un tambor y la profundidad lujuriosa de sus ojos verdes horadaba mi frente. Boqueando ante la fuerza de la lluvia y en un rebelde desafío a mí misma, me pregunté por qué no, si en definitiva no tenía ningún tipo de compromiso sentimental con nadie y las entrañas me torturaban noche tras noche con sus reclamos insatisfechos. Nadie me reconocería en esa fiesta que ninguna de las asistentes tendría interés en divulgar.
Vistiendo la única ropa decente que tenía, un sencillo traje sastre negro que había comprado cuando buscaba trabajo, con zapatos de taco alto, peinada de forma distinta y como era de costumbre, sin ninguna prenda debajo, a la hora señalada en la tarjeta hacía mi entrada a un elegante piso de Avenida del Libertador. Mientras esperaba que mi circunstancial anfitriona acudiera a recibirme, pude entrever a través de un cortinado entreabierto como no menos de veinte mujeres, elegantemente vestidas y cuidadosamente maquilladas, mantenían animadas conversaciones mientras comían delicados canapés y apuraban finas copas de champán.
Yo había esperado que esa singular “fiestita” se redujera a cuatro o cinco mujeres. Temerosa de haberme equivocado en mi apreciación y sintiéndome fuera de lugar en ese ambiente tan refinado, estaba a punto de huir cuando la mujer se hizo presente. Enfundada en un elegante vestido que la hacía más femenina, se acercó con una sonrisa radiante en su rostro bellamente maduro y cuando yo ofrecí la mejilla para saludarla, su boca buscó rápidamente mis labios y me abrazó tiernamente. La sorpresa inicial fue inmediatamente superada por el instinto y con el violento renacimiento del fuego en el bajo vientre mis labios se abrieron generosos mientras la lengua la invitaba al duelo.
Cuando nuestras bocas se separaron a la búsqueda de aire, pellizcó cariñosamente mi mejilla y dándome otro beso juguetón, tomó mi mano para introducirme al enorme living. Mientras recorríamos la sala saludando a sus “amigas”, casi todas aparentado ser de su misma edad y algunas bastante mayores, yo sentía el examen casi palpable que con sus miradas hacían de mí, sopesando la solidez de mis carnes y presintiendo quizás los placeres que encontrarían en mi cuerpo joven y fresco.
Con el correr de los minutos, el clima fue haciéndose cada vez más alegre y al ritmo de una música suave, algunas fueron formando parejas que se mecían estrechamente enlazadas. Era la primera vez que veía a mujeres asumiendo desembozadamente su condición de lesbianas y estaba absorta en la contemplación de ese espectáculo excitante, cuando Sonja, mi anfitriona noruega a la que creía germana, me enlazó por la cintura y aunque yo no sabía bailar, en realidad no era importante. Mi cuerpo tenso fue relajándose y colgándome de su cuello, estregaba voluptuosamente mi pelvis contra la suya y dejaba que ella besuqueara suavemente mi cuello mientras que una de sus manos, introduciéndose por la chaqueta desabrochada acariciaba con angurria la opulencia de mis senos excitados.
Con el rabillo del ojo miraba a mí alrededor y ahora, ya no sólo las bailarinas se estrechaban en sensuales abrazos sino que se habían formado parejas y, mientras algunas desaparecían de la escena hacia ignotos dormitorios, los sillones se fueron poblando de mujeres gimientes que, poco a poco, se desprendían mutuamente de la ropa. Quitándome la chaqueta que desabrochara poco antes, Sonja puso su boca a juguetear con mis senos al tiempo que alzaba mi falda y gruñendo de satisfacción al comprobar la desnudez de la entrepierna, fue empujándome suavemente sobre el sillón hacia donde nos había conducido la danza. Cayendo de rodillas, me separó las piernas para hundir su boca en mi sexo e iniciar una de las succiones más maravillosas que jamás hubiera experimentado.
Enloquecida por la gratitud, alcé la falda hasta la cintura y abrí las piernas generosamente. Extas
Datos del Relato
  • Categoría: Juegos
  • Media: 4.68
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