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Supe que era una cerda el día que al pasar mi pierna sobre la almohada antes de dormirme, tuve la sensación de hacerme pis encima. Restregarme con el tejido rígido de la funda de la almohada fue el principio de largos experimentos con mi vagina. Aquella vez el orgasmo me propinó un buen susto, era el primero, y, aunque había oído hablar de él, no pensé que aquellas contracciones fueran otra cosa distinta a mearme en la cama. Me llamé cerda en voz alta, tal y como imaginaba que lo haría mi maestra si me hubiera visto, pero sonreí inmensamente para mis adentros. Mucho más que la primera vez que me vino la regla, apenas un par de meses antes.
Soy una cerda, sí, pero una cerda monísima. Ojos grandes, nariz fina, labios redondeados, pelo castaño claro... lo que se dice un bombón. Lo era cuando aquel primer orgasmo y lo sigo siendo ahora, algunos años después. Al pasear por la calle parezco una mujer normal, discreta, pero nadie puede adivinar que mi problema, un problema con mayúsculas me haga ser tan cerda como resulto ser.
Yo tenía una granja en Cáceres, como Meryl Streep pero bastante más pobre. En la mía no se educaba a negros ni nada de eso, bastante que llegué a ir yo al colegio, y en ella los días transcurrían sin pena ni gloria entre gallinas, polvo, sequía y novelas de Jazmín. Cumplí los trece años sin saber qué coño era eso que provocaba los bufidos que mi padre emitía en la habitación de al lado dos noches al mes y tampoco sabía por qué mi madre callaba y no le reprochaba eso como hacía a diario con los ronquidos.
Yo volvía por las tardes a las seis después de pasar el día entre los muros del colegio de monjas más deprimente que existía en el mundo entero y hacía los deberes con la parsimonia del que no quiere acabar lo que está haciendo pues de sobra sabe que no hay mucho más que hacer después.
Pero eso acabó prácticamente después de que descubriera el orgasmo... nada me divertía tanto como juguetear todo el día con la entrepierna hasta que me escocía. Cuando conocí a Valentín, con quince años, yo estaba harta de tener orgasmos y quise experimentar con él, conocer cuál era la diferencia entre hacerlo sola o acompañada. Nos tocamos hasta la saciedad durante muchas tardes seguidas escondiéndonos de la mula de mi madre y, si bien es cierto que aquello me divertía horrores, nunca sentí lo mismo que a solas. Pero no estaba mal provocar en Valentín esos sudores y esa sustancia pegajosa mientras yo restregaba mis muslos contra sus pantalones.
Cuando decidí marcharme a Madrid a trabajar en una fábrica, Valentín lloró durante semanas y juró no volver a hablarme nunca más. Según su madre, que además de sorda cortaba el mal de ojo y era medio bruja, yo había "malvado" a su pequeño para toda la vida y escupiéndome con precisión en la nuca me espetó " Que la savia de la vida nunca te llene ni llueva jamás entre tus piernas viva savia".
Trabajaba muchas horas, pero no me iba mal. Salía los sábados por la noche y volvía locos a todos los hombres a los que conocía, sin embargo, después de acostarme con más de quince sin haber tenido ni un solo orgasmo con ninguno de ellos perdí todo el interés por esos ligues de media noche pensando firmemente que el alcohol los hacía totalmente inútiles para satisfacerme. Así que comencé a masturbarme a diario varias veces como si volviera a los trece años. Tampoco conseguía siempre aquel placer que ya empezaba a echar tanto de menos, pero había descubierto un secreto: Justo cuando empezaba a notar la cercanía del orgasmo, si apretaba con fuerza un punto exacto de la nuca, obtenía unos orgasmos increíbles. Empecé a acostarme con tíos dándoles buenas instrucciones de lo que debían hacer. Algunos me pasaban la yema de los dedos como si fuera a quebrarme, otros pellizcaban como pellizcan a sus secretarias en el culo y la inmensa mayoría se olvidaba hasta que ellos acababan y daban por terminada la chorrada de mi nuca. Harta de no correrme nunca, empecé a leer anuncios de hombres que se prostituían. Pensaba que igual pagando conseguía exactamente lo que quería. Una estupenda lluvia de leche justo en el centro de la nuca, dónde desde hacía un tiempo me había empezado a crecer una mancha oscura, que si bien al principio fue una imperceptible peca, se convirtió en poco tiempo en un lunar más grande que la uña del dedo pulgar. Pagué a muchos tíos que afirmaban poder satisfacer mi "capricho" y que acababan derramándose en la columna, en los hombros o donde les venía en gana y que encima, si me negaba a pagarles me llamaban puta viciosa o tía rara y casi acaban hinchándome a palos una vez por morosa... pero es que llevaba ya tres polvos con tíos del mismo club y no me había corrido ni una vez después de haber pagado casi trescientas mil pesetas. Pues vaya mierda de putos.
Un día conocí a Martín, un cuarentón que tenía un bar de mala muerte en Lavapiés y trapicheaba prácticamente con todo. No era mala persona. La pobreza, que ya se sabe, es muy mala. Yo desayunaba allí todas las mañanas y nos contábamos cosillas... él me pasaba algo de farlopa los días que tenía que echar horas extras en la fábrica y no podía con mi alma y yo escuchaba los problemas que tenía con la obesa de su mujer. Hasta que una mañana, llegué con unas ojeras que asustaban al demonio. Hacía como quince días que no pegaba ojo venga a darle que te pego con chusma de todas las calañas, venga a contratar tíos para que se corrieran en aquella mancha de mi nuca y poder acordarme de una vez de lo que era un orgasmo como los de mi infancia... venga a cagarme en la puta madre que parió a la sorda bruja que me había echado semejante maldición. Martín me preguntó si me encontraba mal, mira que no te paso ni medio gramo más como sigas sin comer... me decía el pobre. Y yo me eché a llorar. Me dí mucha pena, joder, tan monísima como siempre, tan joven todavía, tantos tíos para mí sola pagando o sin pagar... ¡ y sin correrme una puñetera vez desde hacía meses! ¡con lo viciosa que yo soy, Martín!. Y Martín se solidarizó con mi problema y se prestó a intentar resolverlo mandándome a un amiguete suyo que por lo visto sabía mucho de sexo y también se gastaba un pastón en putas todas las semanas. Así, me dijo, matamos dos pájaros de un tiro.
Su amigo resultó ser muy atractivo, cosa que hacía tiempo, la verdad sea dicha, que me daba lo mismo, pero no puedo negar que me alegró verle esa cara de tío rico recién afeitado y descubrir que todo lo tenía igual de aseado. Llevaba visto ya de todo. Me llevó a un hotel después de invitarme a cenar. Me agarró por la cintura y me apretó contra él mientras me susurraba al oído todo lo que pensaba hacerme. Una serie de cosas que a mí me hacían mucha gracia, porque para qué quería yo que me pasara la lengua por el clítoris si yo no podía correrme hasta que me restregara el semen por la nuca. Se lo dije así mismo, pero no me hacía mucho caso. Lo dejé hacer porque al fin y al cabo, a éste no le estaba pagando ni un duro y tendría que disfrutar también. Me mareó durante quince minutos, me puso del derecho y del revés, yo, de vez en cuando lo avisaba para que no se le fuera el santo al cielo y se me lo hiciera todo en cualquier sitio... hasta que por fin, me puso boca abajo sobre la cama, se sentó a horcajadas en mi espalda y con la mano me retiró el pelo de la nuca. Me dijo entonces, joder, pues sí que hay que tener buena puntería, sí, y tiene que ser justo en el centro, centro...Que sí, hostia, que sí, en el mismo centro o no hacemos nada....y gimió, noté una pequeña gota caer en el lado derecho de la gran mancha maldita, le grité ¡más al centro, más al centro!. Y un chorro de aquella savia bendita se derramó sobre la gran mancha de la nuca. Grité hasta que me tapó la boca por miedo a llamar la atención de todo el hotel. Me arañé la cara para hacer más llevadera aquella sensación de circulación obstruida, me palpitaron las paredes de la vagina como si fueran una bomba de aire de bicicleta y empecé a derramar flujo por todos lados de la cama. Aquel agua salada manaba desde dentro de mí mojando sábana, colchón y suelo. Salpicaba las paredes, las mesitas de noche, mi ropa mal doblada en el sillón. Inundaba la moqueta verde y amenazaba con escurrirse a través de la puerta de la habitación.
Aquel hombre salió sin pantalones del hotel con la cara desencajada de terror mientras yo me duchaba con tranquilidad sin poder parar de reirme. ¡Por fin!. Me miré en el espejo del baño apartando el pelo de la nuca. La mancha había desaparecido por completo.
Al día siguiente, la televisión local recogió los testimonios de las señoras de la limpieza. Al parecer habían entrado pensando que alguien se había dejado un grifo abierto: ¡ Les juro a ustedes, que mojé mi mano en aquel agua para probarla y estaba salada!, decía la pobre señora.
Me reí hasta quedarme sin fuerzas, me masturbé de nuevo para comprobar que se había acabado la maldición y me encendí un Fortuna mentolado mientras pensaba: ¡qué cerda eres, hija! ¡qué cerda más monísima!.
PANDORA
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