(Los inevitables males de la guerra, o de cómo las mujeres siempre llevan la peor parte... ¿o no?)
El oficial alemán al que acababa de entregarme me condujo al campamento, ya vestida con ropas de Ana. Entre los soldados borrachos me llevó hasta una de las dos únicas tiendas de campaña, en la que yacían, semidesnudas y agotadas, Ana y Eugenia. La primera, como recordarán, tenía unos 40 años y era hija de un hidalgo de la zona. A pesar de su carácter mezquino y un poco vil, era una mujer guapa en su madurez, alta y rubia, de generosas formas y gracia aún juvenil. Eugenia, que tantas noches de placer me había dado, compartiendo a Godofredo, era unos 10 años menor, de grácil figura y pequeña estatura, morena y de ojos de fuego, ahora velados por el agotamiento. Me hicieron sitio entre ellas y Eugenia me contó lo que habían vivido en las horas anteriores.
“En el momento que te descabalgaron (me habló de tu desde el principio, ante el asombro inicial de Ana) Godofredo cayó muerto casi a nuestros pies, tras lo cual rindieron sus armas los cuatro o cinco hombres que aún resistían.
“Inmediatamente inició el saqueo y los soldados más cercanos se lanzaron sobre nosotras, pero un grito intimidante los detuvo: según Ana (que, ya lo sabrán, hablaba alemán), era el jefe, el coronel, que ordenaba a sus hombres no tocarnos. Nosotras habíamos bajado del carruaje y estábamos recargadas en él, rodeadas de villanos que tras el grito del coronel se dispersaron. El viejo coronel, seguido por cuatro oficiales, quedó frente a nosotras.
“Nos revisó de arriba abajo, con una lúbrica mirada, como si estuviera mercando ganado, y ladró otra orden. El más joven de los oficiales se acercó a nosotras y nos arrancó las capas de viaje y luego, cuchillo en mano, deshizo nuestros vestidos hasta dejarnos apenas cubiertas por retazos de tela. Ana intentó oponerse y protestar pero un violento bofetón le cerró la boca (Ana, aquí, dirigió una fiera mirada a Euge). Yo ya sabía que no había nada que hacer y que lo mejor era ponerse flojita y cooperar, como supongo que tu habrás hecho con el capitán que te tocó.
“Una vez que nos dejó semidesnudas, el joven oficial dio un paso atrás para dar paso al viejo coronel, que se acercó a mi. A su lado parecía yo una chiquilla. Me pellizco los pechos y los pezones hasta hacerme daño y luego me dio un suave golpe en el cachete con la mano abierta. Luego pasó junto a Ana, a quien tocó también, en los pechos y las caderas, y luego jaló hacia sí y la empujó dentro del carruaje, no sin antes ladrar otra orden.
“Entonces los cuatro oficiales me jalaron hacia el bosque. Hicieron un lecho con sus capas y me obligaron a acostarme. Se despojaron de sus arreos y me poseyeron uno detrás de otro, sin delicadeza ninguna. Yo los recibí acostada, acostada sentí cómo me penetraban y me cabalgaban hasta vaciarse... y repitieron, los cuatro.
“Tu sabes, Isa, que a mi me gusta el sexo, me fascinan los hombres y las nuevas sensaciones, así que procuré adaptarme y disfrutar, absorber lo que pudieran darme esos bruscos y apestosos guerreros, pero la verdad es que no pude, la verdad es que sólo fui el receptáculo de sus instintos y que cerca del final estaba muy triste y deseando que todo acabara.
“Cuando el último de ellos pasó sobre mi por segunda vez, llenándome hasta hacerme sentir sucia, muy sucia, me levantaron y me trajeron aquí, donde ya reposaba Ana”.
Así terminó Eugenia su narración y Ana empezó la suya:
“Mi señora (así se dirigió a mi durante los largos meses que siguieron: nunca dejé de ser para ella su señora, la condesita): a mi, el coronel me poseyó con salvaje violencia sobre las tablas del carruaje. Me usó, saciando sus más bajos instintos. Cuando yo creía que era todo hizo algo que nunca hubiera creído en un noble oficial: me dio vuelta y me sodomizó.
“Cuando se hubo vaciado por segunda voz sonó una trompeta y el coronel, apenas tapándose sus vergüenzas, salió del carruaje.
“Minutos después, mientras yo pedía perdón a Dios nuestro señor y rogaba a la virgen santísima que intercediera por mi, se introdujo nuevamente y jalándome por el pelo me sacó del carruaje, desnuda como estaba. Seis nuevos oficiales formaban un apretado semicírculo.
“Me gritó en su bárbara lengua, que yo en mala hora había mostrado comprender, que mi sexo era sólo suyo, pero que había que satisfacer a los valientes guerreros recién llegados, que acababan de batir una partida de campesinos insurrectos, así que debía satisfacerlos oralmente a menos que quisiera que los seis barbudos me sodomizaran. Todo eso, mi señora, lo dijo con palabras mucho más soeces.
“Las opciones no eran muchas, así que me hinqué ante el más cercano de los seis y empecé a venerar a Priapo. Chupé con asco hasta que terminó y pasé al segundo, al tercero... y cinco, cinco miembros tuve que chupar, cinco sucios guerreros a los que tuve que satisfacer. Cinco, porque el sexto, que es el que os tocó, mi señora, se fue desde el principio.”
Terminaron así su relación y yo, a mi vez, les conté cómo me había descubierto y utilizado mi capitán.
Al día siguiente salimos a la guerra, pero no al corazón de Francia, como yo temía y deseaba, sino hacia Italia. Las tres, más dos damas que se agregaron luego, cocinábamos para los oficiales y los atendíamos. Yo tuve que aprender muchas cosas para las que no había sido educada. Ana y yo éramos en exclusiva de nuestros señores, el jefe y el segundo jefe del regimiento, mientras que Eugenia y las otras tres tenían que atender a los otros oficiales, cuyo número osciló, en esa campaña, entre siete y once.
Miles de escenas lamentables viví en la guerra, algunas gratas y otras pocas chuscas. Mi capitán llegó a amarme, a estar colado por mí, y casi todos los días hacíamos algo muy parecido al amor.
Una vez presencié una orgía en un convento de hermanas clarisas, que muy alegre y voluntariamente departieron con los soldados del regimiento: desde una ventana mi capitán y yo los veíamos: yo desnuda, con las tetas al aire, acodada en la ventana, mientras recibía los dulces embates de mi capitán, cuya áspera barba descansaba en mi hombro. Así veíamos como unos treinta soldados, quizá más, se alternaban con la docena de hermanitas clarisas, desde la más vieja, una señora de más de medio siglo, seca como un huso y más fea que un pecado mortal, hasta la más joven, una chica regordeta y graciosa, no mucho mayor que yo.
Esta chiquilla parecía gozar probando cuatro vergas distintas, de diferentes tamaños y colores, mientras una quinta la penetraba por detrás. Sus gritos de gusto, la lujuria de sus ojos y los líquidos que escurrían los participantes, nos hacía excitarnos enormemente a mi y a mi hombre, que esa noche terminó tres veces.
Pero tanto va el cántaro al agua, que termina por romperse y, a pesar de todas las precauciones y de los cocimientos de Eugenia, quedé encinta. Nos casó el capellán del regimiento y mi capitán pidió un permiso para llevarme a su casa solariega, en la Selva Negra, del gran ducado de Baviera. Me casé con nombre falso, así que nadie supo después que era la legítima de un aventurero teutón... pero esa es otra historia.
pablotas72@yahoo.com.mx
(HASTA AQUÏ EL CUENTO).
storia –dijo-, porque Ari te ama y se que tu la quires y respetas como se debe. Te la contaré porque le debo un favor enorme que le autorizo a contarte (y me lo contó, tíos: ya lo veréis, si tenéis paciencia para seguir leyendo y yo para escribir).
Tengo que ponerte un poco en contexto –dijo, luego de un trago-. Cuando pasaron los hechos yo tenía 38 años y llevaba 18 de casada. Han pasado menos de dos años y puedes juzgarme
. Me casé virgen a los 20 años, aunque ya conocía el sabor del miembro, porque tuve sexo oral con un novio con el que terminé justo por eso, pues me sentí sucia y pecadora a la vez que traicionada.
Mi marido era ocho años mayor que yo, justo lo que aquí llamamos de buena familia y antiguo dirigente de las juventudes priistas. Cuando nos casamos era regidor y abogado litigante. Luego fue diputado local presidente del PRI municipal y, finalmente, cuando pasó lo que voy a contarte, diputado federal. Yo había aprendido a odiarlo, porque me ponía el cuerno y me tenía en casa.: yo era su trapo y la madre de sus hijos (una nena de 16 y un chico de 14) y ya. Pero cuando el chico entró a la secundaria yo logré, por fin, que me dejara trabajar, y entré a dar clases de dibujo, de 8 a 12 de la mañana, en una secundaria federal.
Justo entré cuando mi marido empezó su labor de diputado, y pasaba mucho tiempo en México. Las cosas terminaron en que tras debatirme con mis culpas y mis miedos, me hice amante de Ramiro, un compañero de trabajo, que me trataba como a una diosa. Él tenía 32 y yo 37 y llevábamos un año de amantes, buscando siempre espacio y tiempo para nosotros, siempre con pavor de mi marido. Uno de nuestros lugares más socorridos era mi oficinita en el taller de dibujo: sólo teníamos llave la maestra de la tarde, una vieja y buena señora, y yo, y como el taller de dibujo estaba retirado, Ramiro podía llegar e irse sin ser visto.
La noche de aquella tardeada, los profesores, como era obligado, teníamos que “cuidar” a los alumnos, pero tan pronto pudimos, Ramiro y yo nos escapamos. Nos desnudamos amorosamente y dejamos nuestras ropas dobladas sobre la silla. nos cachondeamos rico y me penetró, sentada en la orilla del escritorio.
Lo hacíamos a oscuras y estaba plenamente entregada a él, como siempre, cuando pasó algo inaudito: nos alumbró la luz de una linterna sorda y vi, detrás de la luz, tres siluetas: en medio un chico flaco de cosa de 1.65 de estatura, rodeado por otro, más robusto, de cerca de 1.70, y por uno más, eso pensé al principio, de 1.50 o así. Sin duda, tres alumnos. Me dio pavor, miedo pánico, y Ramiro se salió de mi volteando hacia ellos...
Ahí estaba yo alumbrada por la linterna, desnuda, sin acertar siquiera a cerrar las piernas, paralizada de terror, cuando de la silueta de la izquierda, la más pequeña, salió una voz de niña que decía que no tuviéramos miedo, que guardarían el secreto, “pero ahora invítennos”, según recuerdo. Y no acababa de decirlo cuando avanzó hacia Ramiro, le tomó el miembro y se agachó para hacerle sexo oral.
Yo estaba pasmada: era una chiquilla encapuchada: sólo la boca y la barbilla salían bajo un pasamontañas negro, una chiquilla delgadita, una Lolita seguramente alumna mía, y le estaba haciendo una fellatio mejor, mucho mejor que las tres o cuatro que yo, venciendo mi repugnancia cultural, le había hecho a Ramiro de poco tiempo atrás.
Yo estaba pasmada todavía pero el terror cedía y una nueva excitación, inesperada, se abría paso desde mi vientre. Entonces avanzó la figura de en medio, un chico flaco y correoso, embozado y cubierto con una gorra, el que empuñaba la linterna. Se acercó hasta mi, apagó la lámpara y, en la oscuridad, se agachó y sentí su cabeza entre mis muslos.
Y contra todo lo que me había contenido hasta entonces, decidí dejarme llevar, lo que no deja de ser bastante curioso, si consideramos que a mis 38 años sólo había tenido un amante y un marido y que seguía teniendo, más inconsciente que concientemente, toda la carga de mi formación. Antes de cerrar los ojos y perder la noción de la realidad alcancé a ver que la chica embozada y Ramiro salían de la oficinita.
Lo que sigue no puedo contártelo en estricto orden, a cuando sentí unas manos fuertes en mis pechos y otra boca en la mía. Esa segunda boca empezó a besarme y, como la de abajo, sabía hacerlo.
Cua cuando mi sexo escurría otra vez, el que estaba abajo, digámosle Uno, pasó a la posición que ocupaba antes de que todo iniciara. Para entonces yo me había recostado sobre los codos para ofrecerle bien mi boca y mis senos a Dos, y fue en esa posición como recibí a Uno, como empecé a sentir, a mis 38 años, el tercer pene de mi vida, que bombeaba en mi interior, vivía en mi interior.
Dos no estaba quieto y seguía besándome y fajándome. No se en qué momento, mientras Uno me seguía dando, Dos me recostó por completo y puso su miembro a la altura de mi boca, pues mi cabeza volaba fuera del escritorio. Yo no era muy sabia en eso del sexo oral, pero lo acepté e hice lo que pude. Sentí un cálido orgasmo, el primero en que no participaba activamente, que me llegó sin buscarlo mientras yo me concentraba en lo que hacían mis labios y mi lengua, dejándole a mi yo interno las sensaciones de la parte baja del cuerpo.
Supe que Uno terminó porque lo sentí salir, justo cuando el miembro de Dos empezaba a palpitar, duro, duro en mi boca. Ninguno de los tres había dicho palabra y yo, por fin, hablé, o no fui yo, no se, salió una voz rara y aguda de mi boca, diciendo “tu también ve allá abajo”.
Dos, obediente, me penetró y yo, antes de que Uno ocupara la posición que Dos había servido, me incorporé, abracé a Dos sin besarlo, ya sintiéndolo en mi, y envolví su torso con mis piernas, apretándolo contra mi sexo: “no te muevas”, le pedí en voz baja, muy baja, y él obedeció. Quería sentirlo así, dentro de mi, junto a mi. Quería bajarle un poco la excitación para que no descargara en segundos, quería tenerlo para mí, quería prolongar ese instante.
Uno se quedó aparte, quizá adivinó, hasta que fui yo, con el impulso de mi cadera, quien indicó a Dos que había llegado el momento. Me cogió con suavidad y ternura, como si no hubiera nadie, como si no llegara hasta nosotros el apagado ruido de la tardeada que a unos pasos de nosotros se celebraba, como si la otra guarrilla no hubiese gritado quien sabe qué cosa, como si no fuéramos concientes de que Uno observaba nuestras siluetas en la oscuridad. Cuando derramó sus ardientes líquidos dentro de mi volví a apretarlo y, ahora sí, lo besé.
No pude moverme antes de que Uno regresara a ocupar el lugar de honor. Les juro que me dolían las nalgas de estar sentada en el filo del escritorio, me dolía la vagina con el peno de Uno, quería parar ya. Le pedí “termina rápido, por favor”. Terminó y les pedí “paz, un poco de paz”.
se retiraron y me vieron desde lejos, aún en la oscurir algo que extrañara a Ramiro. Dije: “enmascárense otra vez, por favor”, y mientras lo hacían, saqué de un cajón las toallitas húmedas que guardaba para mis encuentros con Ramiro. Con ellas en la mano me acerqué a los dos chicos y a cada quien con una mano les limpié cuidadosamente sus miembros, tan cuidadosamente que no tardaron en tener sendas erecciones. Pregunté: “¿tienen a mano la lamparita?”, y cuando me la dieron me llegué hasta Ramiro: “¿dónde está la chica?”, le pregunté. “Se fue”, dijo.
En voz muy baja le dije: “mira bien: hoy termino de aprender. Mira bien y en el momento en que quieras cumple ese viejo deseo tuyo: sodomízame”.
No es que fuera yo virgen del ano, debo aclararles: mi marido me lo había hecho, al principio, antes de que yo me embarazara, cuando me lo hacía diario todos los días. Cuando estaba en mi periodo me penetraba por detrás y nunca, nunca me gustó. Tenía años, muchos años de no hacerlo por ahí y se lo había negado a Ramiro, pero el tiempo había llegado.
Me acerqué a los chicos y les pedí que se hincaran, uno junto al otro. Durante los siguientes minutos me dediqué a sus dos penes, comparé sus tamaños y sus texturas, los probé con la lengua, los labios y el paladar, los acaricié en todos sentidos, mientras mi amante me veía a la luz de la linterna sorda. Y tanto fue el cántaro al agua que se rompió: Dos se derramó, no abundantemente, pero lo hizo, y le siguió Uno poco después. Yo estaba extrañada de que Ramiro no hubiese hecho nada, pero cuando Uno terminó, se oyó su voz.
“Chicos: sigan el ejemplo de su amiga. Váyanse por donde vinieron y aunque ustedes saben quienes somos, nosotros no lo sabremos. Váyanse y no lo cuenten, por amor de Dios. Les doy las gracias y dénselas de mi parte a su chica”.
Se fueron, solo cuando se fueron Ramiro me puso otra vez a cuatro y me sodomizó. Yo sentía cada parte de mi y había olvidado todo, me gustó y me siguió gustando. Nunca quise saber quienes eran los dos chicos, aunque de uno sospecho. Dos meses después supe que la chica era Ariadna, aunque eso te lo contará ella.
Pero lo más importante es que fa a partir de ese día, no de haberme echado un amante, que decidí divorciarme.