Mi imaginación elaboró imágenes de su mujer siendo sometida a similar castigo, experimentando en mí como si fuera ella la azotada y reviviendo los castigos sadomasoquistas de Gloria, totalmente fuera de mí, me abalancé sobre él y abrazándolo, me deje caer en la cama arrastrándolo conmigo. Besándolo con desesperación, fui escurriéndome a lo largo de su pecho, buscando con avidez la gruesa verga que aun no había tenido contacto conmigo.
Estrujándola duramente entre los dedos, mi boca buscó sus testículos y comencé a lamerlos con golosa voracidad al tiempo que degustaba el acre sabor de sus sudores. Lentamente, los labios comenzaron a sorber el nacimiento del tronco mientras comprobaba como iba adquiriendo un tamaño desusado. Gimiendo angustiosamente por la ansiedad, dejé que mi lengua tremolara esparciendo su saliva sobre la ardiente piel y mis labios la chuparan con angurria.
La mano casi no podía contener al grueso príapo y en tanto que se deslizaba subiendo y bajando por él, la boca subió presurosa al encuentro del prepucio y terminando de descorrerlo, se hundió en el surco que rodea al glande azuzándolo con violencia. Escuchando sus rugidos de satisfacción, la dejé subir hasta la cabeza monstruosa del óvalo de pulida piel y, encerrándola entre los labios, fui succionándola hasta que mi propia angustia hizo que abriera la boca y diera cobijo a la verga. Conteniendo las arcadas que su tamaño me provocaba, chupaba al falo con intensidad, haciendo que mis mejillas se hundieran en la fuerza de la succión; sabiendo por sus exclamaciones que ya estaba a punto de eyacular e intensificando la fricción de las manos, la boca se concentró exclusivamente en el glande y a poco sentí derramarse sobre mi lengua los fuertes chorros de oloroso esperma.
Tragando con verdadero deleite la fragante crema del semen, seguí masturbándolo hasta que no quedaron vestigios de él en la uretra e incorporándome sobre la verga todavía rígida, me penetré con ella para iniciar un suave galope que lo enloqueció.
Agradecida a las clases de gimnasia que me mantenían elástica, intensifiqué la jineteada al falo mientras él estrujaba casi con saña mis senos oscilantes y durante un rato nos hamacamos en una sincrónica danza que iba elevando nuestros niveles sensoriales.
Sumando su alienación a la mía, él hizo que me diera vuelta sin salir de mí y con habilidad fue acomodando su cuerpo hasta quedar acuclillado detrás de mi grupa. El falo desmesurado parecía aun más grande en esta posición y su cabeza se estrellaba duramente en el útero, provocándome intensos dolores que incrementaban mi calentura.
Apoyada en brazos y rodillas, me balanceaba al ritmo de su penetración y la misma cadencia me llevaba a perder noción de cuanto hacíamos, sumergida en una neblina de vaporosa complacencia. Durante un rato nos mecimos al unísono y entonces él, incrementando aun más el goce, hundió un consolador flexible en mi ano que se dilató mansamente complacido a la penetración al tiempo que yo prorrumpía en fuertes exclamaciones en las que se mezclaban súplicas con insultos groseros, compeliéndolo a que me hiciera gozar todavía más.
Obedientemente, él hizo que el accionar de las dos vergas tomara un rítmico vaivén y yo creí morir de goce con los rígidos falos entrechocándose dentro de mí, separados sólo por una elástica membrana. Luego de un tiempo de esa deliciosa penetración y mientras yo azotaba las sábanas con mis puños sintiendo en mi interior que la mezcla de sufrimiento y placer me llevaba ineludiblemente a la histérica región del orgasmo, él sacó la verga de mi vagina y sin más trámite penetró al expectante ano. Aunque se hacía insoportable sentir como esa enorme barra de carne laceraba mi recto, el placer era tan inmenso que no sabía otra cosa que gemir con broncos rugidos y mis manos se dirigieron a complacer al sexo.
Aferrándome por los senos, fue dejándose caer hacia atrás y yo quedé formando un arco sobre él. En este ángulo, el roce del miembro en el intestino era magnífico y apoyando las manos a su costado, me alcé para favorecer la penetración que se hizo más intensa y entonces, insólitamente, sus manos buscaron mi cuello para estrecharlo en un fuerte estrangulamiento. Yo había escuchado que esa practica lleva a obtener orgasmos extraordinarios pero no supe como desasirme y con la desesperada búsqueda de aire sentí crecer impetuosa mi eyaculación, que se intensificó al sentir los dos las urgencias del orgasmo y cuando él acabó en mi recto al tiempo que me soltaba abruptamente, yo sentí como el inmenso caudal de mis fluidos manaba a través de sus dedos mientras boqueaba desesperadamente a la búsqueda de aire.
Ahora comprendía cuando mi amiga se refería a las violentas virtudes de su esposo y, una vez satisfecha mi imperiosa necesidad de sexo, pretextando que mi marido me llamaría a la medianoche, me despedí de él con la promesa de combinar un nuevo encuentro pero yo ya estaba convencida de que nunca, de ningún modo, volvería a soportar semejante humillación.
La vuelta de mi marido me dio la excusa para no acceder a sus insistentes invitaciones de “pasar” un rato juntos y luego de algunos llamados a los que ni siquiera respondí, pareció entender la sutileza de mis ausencias y me dejó en paz.
Pasó un lapso en el que me dediqué a hacer nada y, a pesar que mi marido estaba en el país, perdía el tiempo en cosas tan mundanas como ir a sesiones de gimnasia, hacerme masajes, aprender cosmetología y recorrer tiendas. Lo fútil se adueñaba de mí y realmente me estaba convirtiendo en una “señora gorda”, a pesar de que mi cuerpo daba ejemplo físico de todo lo contrario; tenía cuarenta y seis años pero lucía como de treinta y siete o treinta y ocho.
Ocupada en esas naderías, fui a una exposición de cuadros aun sin entender nada ni tener una motivación especial para hacerlo; estoy segura de que el destino fue quien condujo mis pasos. Pasaba mi mirada desinteresada por las telas valorando más los marcos que a las piezas, cuando me vi sorprendida por un par de manos que, desde atrás, me tapaban los ojos.
Una voz baja, oscura y melodiosa, me dio la pista para saber de quien se trataba y dándome vuelta con una expresión de felicidad infinita, me encontré con el bellísimo rostro de Gloria. Como si hubiera rejuvenecido durante los años que pasara sin verla, me abracé a ella, resistiendo a duras penas la tentación de besar esa boca que extrañara tanto.
La apartaba para observarla mejor y volvía a estrecharla entre mis brazos al tiempo que la bombardeaba con preguntas sobre cuándo había vuelto de Italia, por qué no me había llamado y esas preguntas tontas que no tienen respuesta inmediata. Llamándome a sosiego, me llevó hasta un rincón y allí me dijo que hacía una semana que estaba en Buenos Aires, que no se había comunicado conmigo por la organización de la muestra y, además, porque no estaba sola. Ante mi expresión cariacontecida, me dijo que aun seguía amándome pero que sus necesidades la habían conducido a buscar pareja y la había encontrado en Alessandra, la pintora que exponía.
Cuando le recriminé su infidelidad en tanto que yo había respetado nuestra relación a la espera de su vuelta, me pidió que no la juzgara y que confiara en ella, ya que la pareja constituida con la italiana era abierta; cualquiera de las dos podía mantener relaciones con cualquiera y, en ocasiones, compartían a quien se acostaba con ellas.
Mientras me guiaba por la sala hacia donde su amante firmaba autógrafos, me explicó que Alessandra conocía hasta el mínimo detalle de nuestra relación, ya que había sido el desconsuelo de no tenerme lo que la acercara a ella. Gloria hacia honor a su nombre y lucía espléndida, tanto en lo físico cuanto en la hermosura de su rostro incomparable. Todavía aturdida por la sorpresivo del reencuentro, la miraba subyugada cuando descubrí que me esperaba otra sorpresa.
Ella se me adelantó y la vi apoyar cariñosamente una mano en el hombro de la mujer que me daba la espalda mientras le susurraba algo al oído. Dando por terminada la sesión de autógrafos, la esbelta mujer se dio vuelta con esa expresión maravillada de quien se reencuentra con alguien a quien no ve desde hace mucho tiempo. Por lo extendido de su fama y nuestra propia edad, había supuesto que se trataría de alguien rondando la cincuentena pero su belleza clásicamente italiana se daba en un rostro juvenil que no alcanzaría los treinta años.
Tomándome de las manos, las apretó con calor en tanto me decía en un castellano casi perfecto, la felicidad que le daba conocerme después de años de conocer todo de mí por Gloria. Advirtiéndome picaresca y admonitoriamente con un dedo que esa noche no fuera a tomar otro compromiso, se alejó para atender a la prensa mientras yo le preguntaba a mi amante recuperada que significaba la exhortación de la muchacha. Con un relumbrón de lujuria en sus claros ojos, Gloria me explicó que Alessandra acababa de adoptarme como compañera de la pareja y que estaba en su mente “agasajarme” como yo merecía.
Afortunadamente, mi marido estaba en el país pero no en Buenos Aires y, dejando un mensaje a la mucama para que no se alarmara por mi ausencia, le dije que volvería por la mañana. Terminada la exposición, nos dirigimos en el coche de Gloria a su departamento que, insólitamente, estaba a sólo dos cuadras del mío.
A pesar de mis años y experiencia, me confundía un poco la espontaneidad con que la italiana no sólo se había alegrado al conocerme personalmente sino que, además, estuviera dispuesta a acostarse conmigo para compartirme con Gloria. Se notaba esa liberación europea en cada uno de sus gestos y encaraban la circunstancia con una naturalidad que me pasmaba.
Por la suntuosidad del departamento, se conocía que la fortuna heredada por mi amiga había sido realmente importante y, aunque nosotros no éramos precisamente pobres, me apabullaba la riqueza casi arrogante del mobiliario. Llevándome de la mano, Gloría me condujo a un juego de sillones espectacularmente grandes y allí me hizo sentar junto a ella.
Tomando mis manos temblorosas por la emoción entre las suyas, las llevó a sus labios para cubrirlas de pequeños besos en los que dejaba explícita la pasión que aun sentía por mí. La revolución zoológica que no se producía en mi vientre desde hacía tanto tiempo pareció explotar con tal virulencia que cerré los ojos y de mi boca escapó un suspiro tan hondo como angustiado.
Por el calor que emanaba, supe que ella aproximaba su rostro al mío y mientras me preparaba para ese contacto tan largamente soñado, sentí las manos de Alessandra quitándome la chaqueta del traje sastre que vestía. Los labios de Gloria buscaban establecer un leve roce con los míos que, trémulos, se abrían oferentes al beso. El vaho perfumado de ese aliento anhelado saturó mi pituitaria y ya no supe más que extender las manos para aferrar su cara y buscar la boca con mi lengua.
Ya no me importaba nada; los años transcurridos eran borrados de un manotazo y volvíamos a ser las amantes lascivamente concupiscentes de antaño. En tanto nuestras lenguas y labios se enzarzaban en un silenciosa e incruenta batalla, las delicadas manos de Alessandra terminaron de despojarme de la blusa y el corpiño para dirigirse al cierre de la falda.
Gloria fue recostándose sobre los almohadones y yo acompañé ese movimiento para quedar arrodillada sobre el asiento. En tanto nuestras bocas se unían y desunían con cualidad y fuerza de ventosas, mi mano fue buscando desprender la larga botonadura del vestido. Conseguido ese objetivo, dejé al descubierto sus pechos que, sin sostén, se erguían tan opulentos como yo los añorara. Sin necesidad de que ella me incitara, dejé que la lengua se deslizara serpenteante a lo largo del cuello para recorrer la ruborosa epidermis cubierta de un menudo salpullido.
Entretanto, sentí como Alessandra se enseñoreaba con su lengua sobre el tejido de la bombacha que cubría la hendidura en tanto que sus finos dedos exploraban la superficie como para comprobar la riqueza del intrincado bordado que cubría el frente de la prenda.
Mi boca trepaba las colinas temblorosas de los senos, sondeando como reaccionaban al contacto de la lengua. Los dedos de la italiana amagaban filtrarse por debajo de los elásticos para luego retirarse como si hubiesen sido pescados en falta, acrecentando el cosquilleo que colocaban en mis riñones. Mi lengua avariciosa buscó la superficie de las amadas aureolas y se regodeó verificando el incremento de los gránulos glandulares para después rodear la carnosidad de la mama y fustigarla rudamente, comprobando que aun mantenían esa elasticidad que las hacía plegarse flexibles a los azotes.
Lábiles y erectos, tal como los recordaba, los pezones obnubilaron mis sentidos y mis labios los rodearon para succionarlos con tierna premura mientras los dientes roían su superficie con aviesa delicadeza. Los dedos de Alesandra se ubicaron definitivamente sobre la entrepierna, investigando desde atrás la sedosidad del diminuto triángulo velludo que presidía mi Monte de Venus y en tanto que la lengua se adentraba en la hendidura para excitar los esfínteres anales luego de haber apartado la húmeda tela de la prenda, se deslizaron sobre los labios mayores en calmoso periplo que los hizo aflojarse en suave dilatación.
Sensaciones largamente olvidadas volvían a transitar cada fibra de mi ser y la boca multiplicó su hostigamiento al seno en tanto que mi mano se adueñaba del otro para retorcer entre índice y pulgar al pezón. Mientras encogía un poco más las piernas para acentuar la elevación de mi grupa, la otra mano se dirigió a la entrepierna de Gloria y allí, como yo sabía que le gustaba a ella, inició un lento restregar a la masa sólida del clítoris poniendo en su boca jadeos y gemidos que expresaban toda la satisfacción que estaba obteniendo.
La lengua de la italiana estaba realizando un trabajo maravilloso en mi ano, ya que no se reducía a estimularlo con su punta sino que los labios lo succionaban apretadamente y, en la medida en que la dilatación avanzaba, el afilado extremo carnoso iba introduciéndose en el recto. Hacía años que no experimentaba aquello y mi mano no se contentó con excitar al clítoris sino que se dirigió apresuradamente a la entrada a la vagina y dos dedos se introdujeron hasta encontrar en la parte superior, a pocos centímetros de ella, esa hinchazón que aumentaría conforme yo la estimulara con las yemas.
Alessandra había pasado una mano alrededor del muslo para alcanzar mi clítoris y en tanto lo restregaba entre sus dedos, dos de la otra mano realizaban una tarea similar a la mía con Gloria, escarbando dentro de mi vagina mientras que boca y lengua extremaban las succiones y penetraciones al ano. Nunca había estado con dos mujeres y, a pesar de mi edad, una savia vivificadora parecía volver a correr por mis venas. Poniendo un rugido de avaricia en mi boca, me abalancé sobre el sexo de mi vieja y nunca olvidada amante.
La solidez que los años habían puesto a su anatomía, se evidenciaba en el crecimiento de la zona genital. Toda ella se había consolidado y a la media luna del bajo vientre seguía la depresión en la que se alzaba la elevación del ahora totalmente depilado Monte de Venus. En su ladera inferior, crecía un miembro que el ejercicio contumaz de los años había convertido en un verdadero pene femenino y, envolviéndolo, la capucha carnea no alcanzaba a cubrir al pequeño glande que surgía blanquecino con forma de bala.
Los gruesos labios mayores se revelaban como un costurón con apariencia de repulgue pero la pujanza de los menores hacía que se entreabrieran para dejar ver sus pliegues arrepollados. Por primera vez cobré conciencia de lo que significaba el famoso dicho de que, “la boca se hace agua”. La contundencia de los aromas no hacía sino incrementar la evocación de sus sabores, tan dulcemente particulares. Imitando a la italiana, pasé un brazo alrededor del muslo y mis dedos índice y mayor confluyeron desde arriba para entreabrir ese telón que ya mostraba tintes morados.
La vista de aquel cuenco intensamente rosado, llenó de golosa saliva mi boca y la lengua se estiró para rozar apenas su interior. Y sí, allí estaba. Ese sabor que con su peculiar dulzura llenaba de reminiscencias mi memoria gustativa, se me ofrecía intacto, tal como lo recordara y extrañara por años.
Tremolante como la de un reptil la punta recorrió cada rincón, deteniéndose ocasionalmente para picar incisiva en la grosera abertura de la uretra o entre los frunces que se enroscaban en sí mismos como bastos colgajos que semejaban opulentas barbas de gallo. Ese periplo culminaba en el fisgoneo a la corona que orlaba la entrada a la vagina para sorber con fruición los melosos jugos que manaban del interior. Saciada mí sed de tan delicioso elixir de vida, ascendí hacia la cima en la que me esperaba el centro del placer; en tanto levantaba el capuchón con la punta de los dedos, la lengua escarbaba por debajo de la cúspide ovalada en morosos círculos para luego rodearla con los labios y sorber hasta tenerla toda entre ellos. Ejerciendo una fuerte succión, la aplastaba con la lengua contra los dientes, moviendo cadenciosamente la cabeza hacia ambos lados.
Yo sabía que aquello enloquecía de placer a Gloria y, al parecer por la forma en que sacudía la pelvis, todavía lo disfrutaba tan intensamente. Volviendo a penetrarla con los dedos, combiné la acción de la boca a ese ritmo y en ese momento me di cuenta del lugar que ocupaba en la pareja la italiana; dejando de sojuzgar mi sexo con los dedos, me quitó la empapada bombacha y embocó contra la vagina la cabeza de un consolador que yo ni siquiera había supuesto que existiera.
Y existir, existía. Dejando de chupar el sexo de Gloria por un momento, incliné la cabeza para ver entre mis piernas separadas como ella se preparaba para la cópula. Arrodillada detrás de mí, llevaba calzado en la entrepierna un arnés charolado del cual surgía un falo artificial que, a simple vista, se me antojó enorme. Tomándolo entre sus dedos, deslizó la tersa punta a lo largo de mi sexo como si fuera un pincel resbalando sobre la capa de flujo y saliva que lo cubría.
En las escasas oportunidades en que teníamos sexo, a mi marido ya ni siquiera se le ocurría recurrir a esas sutilezas para excitarme. Ahora, ese suave restregar a mis carnes se me antojaba delicioso y en tanto me complacía en su disfrute, volví al sexo de Gloria aun con más ansias. En tanto me afanaba con dedos y lengua en ayudar a mi amante a producir más y mejores fluidos, comencé a experimentar una de las sensaciones más excelsas de mi vida; la cabeza del falo era de una lisura incomparable y su elasticidad hacía que no me lastimara en tanto penetraba mi vagina, dilatándola con su progresivo ensanche.
Lo que yo no sabía era que, detrás de ella, el tronco comenzaba a cubrirse de pellejos, venas y protuberancias siliconadas. Tras la entrada de la tersa cabeza que hizo brotar un ronco gemido de placer en el pecho, esa sublime sensación fue reemplazada por el roce insoportable de aquellas anfractuosidades trazando verdaderos surcos en mi interior pero, cuando rozaron la carnosidad de mi punto G, no pude sino estallar en exclamaciones de contento y, alentándola a que siguiera penetrándome, me esmeré con la boca en el sexo de Gloria hundiendo simultáneamente dos dedos en su ano y el pulgar en la vagina.
Sin ser inmensa, esa verga era lo más grande que había alojado mi sexo después de la viejas botellas de Coca Cola y cuando su punta empujó para dilatar las aletas cervicales y transitar por el cuello uterino, clavé mis uñas involuntariamente en las carnes de Gloria y entonces, Alessandra se acuclilló para darse mayor impulso mientras se inclinaba para aferrar mis senos con sus manos. La infernal cabalgata me hacía experimentar uno de los acoples mas satisfactorios de mi vida y cuando mi amiga comenzó a farfullar estentórea su aproximación al orgasmo, ahusé cuatro dedos de la mano para penetrarla hasta que los nudillos me impidieron profundizar la invasión.
Conociendo por sus gritos que Gloría estaba eyaculando, la italiana acentuó el ímpetu con que me penetraba y cuando terminé de saborear con delectación los fluidos del orgasmo, puso sus manos en mis hombros y, sin retirar el falo del sexo, me obligó a acompañarla en su descenso hacia atrás. Cuando estuvo acostada de espaldas, quedé ahorcajada sobre ella con los pies afirmados en el asiento. En esa posición la verga entraba por entero en la vagina e, incitándome a asirme de sus rodillas, me instó a penetrarme yo misma con el falo.
Siempre me había gustado esa posición y, aferrándome en las rodillas de sus piernas encogidas, flexioné las mías para iniciar un lerdo galope en el que lo sentía golpear contra el fondo de mis entrañas y al comenzar ella un fuerte bascular de sus pelvis para acentuar la penetración, creí enloquecer por tanto goce junto. En la medida en que el acople se hacía perfecto y ambas rugíamos por el placer que nos daba, fue haciéndome girar hasta quedar apuntando a su cara. Con una rodilla a cada lado suyo y, entretanto ella sobaba y chupeteaba mis senos, fui haciendo que el movimiento de adelante hacia atrás se combinara con el de arriba abajo y un amplio menear de las caderas para hacer que la verga portentosa raspara cada rincón de mí.
Un primer orgasmo me había aliviado poco antes pero la misma intensidad del coito hacía que inmediatamente retrepara la cuesta de la excitación para disfrutar nuevamente las incomparables sensaciones de la calentura pre-orgásmica. Yo también estaba encendida y clavando mis dedos en esos senos jóvenes que oscilaban gelatinosos ante mí, me acuclillé sobre el asiento para lograr que el arco de la cópula se hiciera perfecto.
Ambas rugíamos como bestias, prometiéndonos mutuos placeres desconocidos, cuando ella, en un esfuerzo que demostraba el vigor de su fortaleza, me empujó para que cayera de espaldas y apoyando mis piernas contra sus hombros, sacó la verga de la vagina para apoyarla contra mi ano. A pesar de que la sodomización me gustaba casi tanto como el sexo oral, el tamaño de la verga que transitara dolorosamente mi sexo me asustaba al momento de imaginarla en el recto.
Sólo se que musité una especie de maullada súplica que pareció envalentonar a la morocha y, tras dejar caer sobre mi ano una gran cantidad de saliva, apoyó nuevamente el glande plástico y empujó. Posiblemente fuera por mi excitación, la tarea previa que había realizado con su boca, la saliva o porque, definitivamente, ansiaba esa sodomía, mis esfínteres cedieron mansamente y la testa aterciopelada se deslizó gratamente en la tripa. El bramido de placer de aquel inicio, fue convirtiéndose en un alarido reprimido cuando las anfractuosidades del tronco inmenso laceraron la suavidad del recto.
El martirio no tenía parangón y sin embargo, el sufrimiento fue cediendo paso a un goce tan inefable que me obnubiló totalmente. El tránsito se me hizo larguísimo y cuando sentí la resbaladiza superficie charolada estrellarse contra las nalgas, me aferré a los antebrazos de Alessandra que estaban apoyados en mis hombros para iniciar un ondular del cuerpo que, naciendo de mi pecho, enviaba la pelvis al encuentro de aquel príapo que me socavaba.
Mis exclamaciones de alegría y goce estaban matizadas por las más groseras maldiciones que recordara haber conocido, exhortándola a clavarme aun más hondo y con mayor intensidad, cuando vi como la figura querida de Gloria se arrodillaba sobre mí y descendía el cuerpo hasta que los colgajos de su sexo tocaron mi boca.
No dando crédito a tanta fortuna, así entre las manos sus muslos para acercar a mis labios ese sexo tan amado. Tremolante como la de una serpiente, mi lengua exploró concienzudamente la vulva, introduciéndose en el ovalo para recorrer cada centímetro mientras los labios se apoderaban de los crecidos pliegues succionándolos con angurria. Apenas conseguía entreverlas pero ellas no cesaban de besarse y acariciarse, liberando el placer que encontraban en aquel sexo triple y así, sometiéndonos recíprocamente, alcanzamos un orgasmo tan violento que nos hizo caer en la inconciencia por un largo rato.
Los años de experiencia no habían conseguido desalojar de mí el agotamiento por tan vehemente sesión y, en tanto que aun jadeaba estremecida por mis eyaculaciones saboreando los jugos íntimos de mi amada, sentí como entre las dos me transportaban hacia el centro del sillón hasta colocarme recostada en su respaldo. Yacía con la cabeza laxamente apoyada en el borde acolchado y mis ojos nublados por las lágrimas de alegre satisfacción se perdían en la nada del cielo raso cuando ellas se acomodaron una a cada lado mío y sus voces susurrantes colmaron de alabanzas mis oídos.
Las lenguas juguetearon en las circunvoluciones de mis orejas, explorando inquisidoras en el hueco que las unía con la cabeza y provocando en mí escalofríos de anhelosa lujuria. Mis brazos escurrieron alrededor de sus cuerpos, acercándolos aun más mientras mi boca se abría estertorosa a la búsqueda de sus besos. Entonces fue que ambas bocas iniciaron erráticos periplos en los que descendían a lo largo de cuello o estimulaban cariñosamente los párpados acariciando con su tersura mis mejillas.
Mis manos recorrieron sus espaldas en tanto que alcanzaban a rozar en huidizos roces los senos que ocasionalmente se estregaban contra los míos. Si aquello fuera posible, mí excitación superaba la de los primeros momentos y en tanto las alentaba a seguir poseyéndome, mi lengua tremolaba autónomamente procurando atraer sus bocas a la soledad de la mía. Alternativa y solidariamente, aquellas se regodeaban al provocar mi ansiedad con la levedad de sus roces que, en menudos besos, recorrieron sutilmente mis ardorosos labios. Poco a poco, sin urgencias, labios y lenguas confluyeron para entablar una lucha incruenta en la que las salivas y los alientos conformaban un todo de placer y, en tanto mis uñas trazaban surcos de exasperación en sus pieles, ellas dejaron a sus manos comenzar con un suave sobamiento a mis pechos que el calor de la pasión fue transformando en recios estrujones.
Poco a poco, casi imperceptiblemente, Alessandra fue cobrando protagonismo para desalojar de mi boca a Gloria. La italiana me seducía por la dualidad con que se manifestaba, ora prevaleciendo lo femenino o siendo bruscamente desplazado por lo masculino; tan alta como una modelo, sus formas eran equilibradamente suaves como las de aquellas pero las carnes evidenciaban la fuerte musculatura que se escondía debajo de la epidermis y tanto sus pechos como sus glúteos se mostraban contundentes. De no ser por esas rotundas redondeces, el cuerpo semejaba al nervudo y delgado de un joven atleta en tanto que su rostro imitaba con ventaja las facciones típicamente itálicas de la Loren o la Cuccinota; todo en ella era hermosamente exagerado, desde la amplias aletas de la nariz que vibraban membranosas expresando su excitación, hasta los ojos, increíblemente rasgados y orlados por espesas pestañas negras hasta hallar la culminación en los generosos labios que se abrían dúctiles para dejar ver la esplendidez de su picarescamente lasciva sonrisa. El cabello renegrido y cortado en desparejos mechones salvajes, le otorgaba esa cuota de vigorosa masculinidad que brotaba de ese cuerpo deliciosamente membrudo y que ella manifestaba en cada uno de sus gestos, cariñosamente autoritarios.
Tomando entre sus manos mi cabeza, la boca se posesionó totalmente de la mía explorando cada rincón de su interior y sojuzgando a su par que estimulada de esa manera le presentó combate. Aunque ducha en esas lides, mi lengua semejaba la de una púber ante su primer beso, avasallada por la solidez de esa barra carnea que, consistentemente gruesa, se proyectaba largamente dentro de la boca con la elasticidad de una víbora. Su flexible punta escarbó en cada rincón de las encías, atacó la base de mi lengua a la que finalmente fustigó en delicioso castigo y ante su tímida respuesta, la encerró entre los labios para sorberla apretadamente como si se tratara de un falo.
Gloria había trasladado su cabeza hacia mi axila para estimularla con la lengua tremolante en una caricia que me descubría la altísima sensibilidad de ese hueco. Luego de unos momentos de ese inquietante lamer y chupar, escurrió hasta mi pecho y sumando a la actividad de las manos en los senos la de su boca, sorbió con delectación la fina capa de sudor que los cubría para luego refrescarlos con su serpenteante deambular. Ascendió la colina en forma de espiral y cuando arribó a las aureolas, escarbó en la granulación glandular que las cubría esquivando todo contacto con los pezones. Los labios tomaron la forma de una ventosa y succionando lenta pero firmemente, provocaron en la piel que rodeaba las aureolas una serie de rojizos círculos que luego devendrían en oscuros hematomas.
La batalla bucal que sostenía con Alessandra no me hacía ignorar las exquisitas sensaciones que me estaba provocando Gloria y farfullando entrecortadamente entre chupón y chupón, le rogaba que me hiciera gozar aun más. Ella recordaba cuáles cosas me excitaban y haciendo tremolar la lengua contra la elástica masa de mis endurecidos pezones, los fustigó violentamente para luego encerrarlos en el anillo prensil de los labios y succionar con la misma intensidad que le hiciera hundir las mejillas anteriormente. Alternó esa embriagadora actividad en ambos senos para luego circunscribirse a uno y en tanto lo chupaba con verdadera saña añadiendo el delicado raer de los dientes, sus dedos índice y pulgar se posesionaron del otro pezón para iniciar un lento retorcimiento que colocó un cosquilleo dolorido en mis riñones.
El reencuentro con esas maravillosas sensaciones me hizo redoblar el entusiasmo en el hipnótico besar y cuando Gloría reemplazó la suave piel de los dedos por el filo de sus cortas uñas clavándolas en alocado girar en la inflamada excrecencia carnosa del pezón al tiempo que los dientes hacía similar trabajo en el otro tirando de él como si quisiera arrancarlo, sentí romperse por enésima vez los diques de mis entrañas y rugiendo fieramente entre los labios de la italiana, alcancé un nuevo y satisfactorio orgasmo.
Mis soberbios verdugos parecían no haberse percatado de mi alivio y yo misma aun seguía tan excitada como antes. Sin embargo, algo les debe haber dicho que yo ya estaba lista para cosas mayores y en forma misteriosamente imperceptible para mí, aparecí acostada sobre la mullida alfombra. Colocándome de costado, Gloría me hizo abrir las piernas de manera que ella pudiera colocarse de lado entre ellas y, terminando por convertirse en otro vértice de un triángulo humano, Alessandra hizo lo propio con ella. En tanto yo sentía deslizarse por las ingles la lengua de Gloria que se aferraba tiernamente a mis nalgas, la italiana me incitó a que le practicara sexo oral de la misma manera mientras ella lo hacía con mi amiga.
Costó unos momentos que los cuerpos se acomodaran a la posición, pero cuando al fin calzaron casi como un mecanismo, alentadas por nuestra pasión emprendimos un sexo oral múltiple que no por desconocido me fue menos placentero. El sexo de Alessandra me resultó deslumbrante, no sólo por su tamaño sino por su conformación; como las dos piezas de un alfajor, los labios mayores de la vulva se alzaban duros y prietos ciñendo una delgada raja, pero lo que me subyugó fue el tamaño del clítoris. Tal como si la mujer fuera verdaderamente hermafrodita, se erguía a manera de un verdadero falo cuya consistencia era similar a la de un dedo pulgar.
Aun en medio de mi calentura, la curiosidad pudo más y abriendo con mis dedos los violáceos tejidos, me hallé ante el estupendo espectáculo del óvalo; delicado como el interior nacarado de una ostra, mostraba una prodigiosa filigrana epitelial que se extendía por todo el derredor, acentuándose en largos colgajos conforme se acercaba a la boca de la vagina y, en la parte superior, formaba la capucha membranosa protectora del miembro. Fascinada por el largo y grosor del clítoris, lo exploré superficialmente con la punta de la lengua y la dulzura que emanaba de él me enajenó, ya que si bien los jugos femeninos se caracterizan por esa agridulce contradicción, este parecía un almíbar almizclado.
En tanto que mis dedos rascaban delicadamente los frunces de los pliegues, la lengua tremoló fuertemente contra el pene femenino y en respuesta obtuve una erección inimaginable. Como pretendiendo exceder el tegumento que lo mantenía prisionero bajo el capuchón, se erguía tan duro como un falo masculino y, sin poder evitar la tentación, lo encerré entre mis labios para chuparlo ávidamente en un lento vaivén similar a una felación. Ocupada ella misma en someter a Gloria a similar delicia, se hizo el tiempo necesario para alentar mi decisión y pedirme que la penetrara con los dedos.
Lo que sucedió a continuación fue como si un hilo mágico enlazara nuestras mentes y cuerpos en un solo pensamiento. Apoyando la planta de los pies de la pierna alzada y encogida sobre la rodilla de la inferior, hicimos lugar para que las cabezas tuvieran comodidad para el acople bucal. Nuevamente sentí la delicia de ser sometida oralmente por la mujer a la que aun amaba y, como obedeciendo a un mandato tácito, uní dos de mis dedos en forma de gancho para que, tal como Gloria estaba haciéndolo conmigo, penetraran la vagina extrañamente estrecha de la italiana a la búsqueda de la callosidad interna.
Un silencio casi siniestro envolvía nuestras acciones y sólo era posible escuchar el sonido de los húmedos chupeteos que nos dábamos con sádica lentitud. Mi boca entera estaba dedicada con exclusividad a satisfacerse en la diminuta verga acompañando su ritmo con la cadencia de la penetración y, obedeciendo a un impulso que fue premonitorio, ya que inmediatamente Gloria hizo lo mismo conmigo, pasé el brazo alrededor del muslo para acceder a la hendidura entre las nalgas y buscando a tientas el orificio del ano, lo estimulé suavemente para luego ir penetrándolo con el dedo entero.
Alessandra comenzó a mostrar su contento, imprimiendo un tenue ondular a las caderas que optimizó la acción de mis manos y boca, actuando a la vez como un disparador, ya que prontamente inicié ese movimiento y percibí que Gloria me imitaba de inmediato. Nuestra excitación ya estaba llegando al paroxismo y en tanto que sentía como mi amiga penetraba en la vagina con tres dedos e intrusaba mi ano con índice y mayor unidos, hice lo propio con su amante y minutos después nos sacudíamos en frenéticas convulsiones.
Como nunca, los colmillos que desgarraban mis carnes para conducirlas hacia el volcán del sexo ponían un frenesí histérico en mi vientre y deseosa de alcanzar la máxima exaltación del orgasmo, multipliqué la voracidad de la boca en aquel sexo maravilloso y entonces sí, como epítome de aquella cópula monstruosamente salvaje, las tres unimos nuestras voces para alentarnos mutuamente y anunciar la obtención compartida de nuestra satisfacción.
Aun así, el resultado no fue el de otros acoples; a pesar de sentir como los ríos de jugos escurrían de mi sexo para ser absorbidos por la boca golosa de Gloria mientras yo hacía otro tanto con Alessandra, nuestro entusiasmo no decayó bruscamente sino que nos sumergimos en un vórtice de sensaciones placenteras que nos hacían regodearnos en lamer, sorber y deglutir el producto de nuestras entrañas sin apuro alguno.
Mis labios y lengua recorrieron en lento periplo desde el ano hasta la vagina, se esmeraron en estregar las crestas carneas y luego se entretuvieron en la degustación de la mucosas anales y vaginales que extraían los dedos y que yo trasegaba como a verdaderos elíxires. Por un largo rato nos mantuvimos entrelazadas en aquel triángulo de inconmensurable goce hasta que el agotamiento de la satisfacción nos venció y nos hundimos en un sueño del que despertaríamos horas más tarde.
El regreso de mi marido marcó un impaciente compás de espera en nuestras relaciones, pero aun así, me las arreglé para sostener unas tan furtivas como fugaces relaciones con ellas, especialmente con Alessandra, la que me había subyugado por su apariencia y actitudes, en las que conseguía amalgamar toda la belleza y ternura de una mujer con la reciedumbre y modales perentorios de un hombre. Me alucinaba ese cuerpo de tersa morbidez que me satisfacía acariciando y haciéndolo campo propicio para el accionar de mis labios y lengua al tiempo que recibía la recompensa de su cuerpo vigoroso penetrándome con la misma reciedumbre con que no lo había hecho hombre alguno.
A pesar de su juventud, la italiana también parecía haberse prendado de mí y, aunque ninguna de las dos esquivaba la presencia de Gloria como parte de esas relaciones, nuestro vínculo de sometida y dominadora se profundizo de tal manera que, asumiendo la misma actitud de un matrimonio heterosexual, hizo que Alessandra decidiera radicarse en el país para no disolver la pareja.
Aquello redundó en un incremento en el reconocimiento de la crítica y el consecuente éxito trajo aparejada una bonanza económica que nos benefició. Aunque mi marido tenía conocimiento del reinicio de mis relaciones con Gloria aunque no de la italiana, esta vez no quiso formar parte de ellas y, aliviado porque ya no le exigiera cumplir con sus deberes de macho, se dedicó casi exclusivamente a su trabajo como principal ejecutivo de la empresa, lo que, junto a la mudanza de Gloria y Alessandra a un departamento en nuestro mismo edificio, me hizo vivir en el mejor de los mundos.
Ya no necesitaba inventar excusas para explicarles a mis hijos cuando se extrañaban de mis “ausencias” al llamarme por teléfono y, sin evadirme de mi hogar, con tener un par de horas a solas, servía para que mis amigas se escurrieran desde el piso superior. Nuestras relaciones yo no eran tempestuosas pero sí cuidadosamente planeadas. Paulatinamente, nos habíamos convertido en diletantes en la utilización de “juguetes” sexuales con los que penetrarnos en una verdadera competencia de resistencia y capacidad. Las dobles penetraciones ya no eran excepcionales y pronto el sometimiento a un sólo órgano por dos dildos se convirtió en habitual, abriendo la puerta a mínimas torturas de sadomasoquismo.
Liberada de las obligaciones conyugales y con mis hijos casados próximos a hacerme abuela, me dejé ganar por la complacencia que ese sexo oscuro y secreto me brindaba. Y todo pareció darse para que disfrutara sabiamente de esa vida hasta que se produjo la debacle; la nostalgia de la tierra y su creciente fama internacional, llevaron a Alessandra a aceptar un contrato para exhibir en algunas de las más prestigiosas galerías de arte italianas y londinenses. La renovación de vínculos familiares y el alocado mundo de la bohemia europea terminaron por seducirla definitivamente y estableciendo públicamente una pareja formal con Gloria, decidió no retornar a la Argentina.
A mis cuarenta y nueve años, con los sofocones propios de la menopausia arrebatándome el cuerpo y el espíritu y mi marido dando signos de una prematura senilidad, recibí la noticia como un mazazo. Angustiada, me veía sola en este mundo, sin afectos, amor ni futuro. Abrumada por esa situación, traté inútilmente de resucitar viejas relaciones pero el umbral de los cincuenta parece despertar en las personas una especie de egoísmo emocional que los retrae para vivir encerradas en su propia burbuja.
Transité ese año a los trompicones y, confirmada ya mi calidad de ex mujer fértil, lo que por un lado era satisfactorio al dejar de lado los inconvenientes de la menstruación suponiendo una liberación en la práctica del sexo sin secuelas, por el otro me hacía sentir incompleta, como si me hubieran cercenado un órgano.
A decir verdad, todo era subjetivo, ya que desde la partida de las chicas, ya hacía más de un año, no había buscado sostener relaciones homosexuales con otra mujer y con mi marido sosteníamos una tolerante convivencia en la que el sexo no sólo no era prioritario sino que era ignorado totalmente.
En medio del período más insatisfactorio y frustrante de mi vida, la aparente senilidad progresiva de mi esposo hizo eclosión en un ataque fulminante al corazón y, cuando apenas cobré conciencia de ello, me encontré viuda y sola.
Tal vez la inestabilidad de mi mente que se había manifestado en mi ciclotímica ambigüedad sexual y permitiera mostrar al mundo mi apariencia de una proba y dedicada ama de casa, amantísima esposa y celosa madre, en tanto que en la intimidad me comportaba como una bestia animal que sólo buscaba satisfacer sus urgencias sin importarle género ni cantidad de amantes, se manifestaba en una profunda depresión, hundiéndome en la conmiseración por mí misma como si el abandono de las dos mujeres y la muerte de mi marido hubiera constituido un alevoso plan para castigarme por el desenfreno de mi comportamiento.
Sola en el enorme departamento y bajo la influencia de los recuerdos y reminiscencias con que cada mueble o rincón parecía enrostrarme mi conducta, se hicieron carne en mi los severos preceptos que en mi subconsciente sembraran las monjas en mi lejana niñez, convirtiéndome, poco a poco, en una ermitaña. No sólo abominaba de mi lujuriosa sexualidad sino que hasta llegué a castigarme físicamente con improvisados silicios, fruto no de los remordimientos sino del alcohol y las pastillas con que me sedaba para permanecer en un estado de aturdimiento permanente.
En los breves períodos de conciencia, el tiempo parecía incrementar mis necesidades físicas que no por ignoradas eran menos acuciantes y, para resistir a sus demandas, recaía en un círculo vicioso de martirio y drogas. Casi con malévola satisfacción, contemplaba en el espejo el deterioro que se evidenciaba en mi aspecto; consumida y macilenta, delgada hasta lo imposible, veía como mi otrora brillante cabellera se cubría de canas para darme la apariencia de una verdadera bruja.
Hasta que un día, seguramente el instinto de conservación me hizo reconocer el daño que me estaba infligiendo inútilmente; reaccionando, salí de mi encierro y luego de recuperar parte de mi aspecto en un salón de belleza, concurrí al consultorio de una analista especialista en mujeres con desarreglos sexuales. No hubo por mi parte intencionalidad alguna al elegir a una mujer pero algo secreto me decía que para poder sincerarme totalmente de mis más profundas angustias, volcando con franqueza mi oscuro pasado, sólo una mujer podría comprender por qué había descendido a los más bajos niveles de la degradación sexual.
En la primera cita desconfié en que aquella pudiera cumplir cabalmente con esa función, ya que se trataba de una joven que no llegaría a los treinta años y yo suponía que para mi problema se requeriría de una persona de mayor edad que hubiese vivido lo suficiente como para conocer cabalmente el sexo, bien por experiencia personal o por la acumulación de parecidos trastornos de otros pacientes.
Sin embargo, ya fuera por sus modales o la serenidad que trascendía el hermoso envoltorio de su dueña, una balsámica tranquilidad me envolvió y desde ese primer día dejé fluir sin obstáculos cada incidente de mi vida. Ella sólo se limitó a conducirme por los caminos correctos y, tal como los he ordenado en este relato, sin vergüenza alguna y hasta ufanándome por mis hazañas sexuales, volqué mis experiencias con tal fidedignos detalles que a mí misma me asombraron.
Susana debió contener la vertiginosidad de mi verborrágica elocuencia para que mi consciente pudiera captar la profundidad de esos actos a fin de que luego los analizáramos conjuntamente. Así y lo largo de tres meses, dos veces por semana, iba obteniendo la paz necesaria que el manar de las confesiones hacía afluir en el reposado estuario de la calma.
Por primera vez, asumía la profundidad de mi bisexualidad y de la predisposición especial que tenía para las perversidades más abyectas sin remordimiento ni sentido de culpa alguna, admitiendo sin ambages que, de ser obligada a elegir, prefería y, especialmente a mi edad, la compañía sexual de una mujer.
Susana alentaba esas elucubraciones y hacía insistencia en mi bipolaridad o desdoblamiento de la personalidad que me hacía acometer las mayores vilezas a despecho de la imagen de casta ama de casa de la que hacía orgullo. Definitivamente, a mí me enloquecían las mujeres pero tenía serias dificultades para distinguir al verdadero lesbianismo de una aventura pasajera; comprendía que cuando un hombre se hace homosexual toma para sí el papel de la mujer, accediendo a ser penetrado como una de ellas con lo que pierde irremisiblemente su masculinidad. También entendí que, insólitamente y como una verdadera contradicción, las mujeres demandan de la otra que realice en ellas lo mismo que desprecian en un hombre, convirtiendo la penetración en el epítome de esa concreción sexual sin perder un ápice de su feminidad.
Aprendí que, a excepción de la igualdad de género, las lesbianas practican las mismas cosas que las parejas heterosexuales y sin embargo, cada una de ellas encuentra en ese sexo antinatural mayor satisfacción que si lo hicieran con un hombre. Susana me explicó que no todas las que se acuestan con mujeres son lesbianas, gays u homosexuales. Muchas más de las que lo admiten, especialmente las jóvenes, lo hacen como una alternativa, moda o un escape para no tener relaciones con hombres que luego quisieran comprometerlas en una relación estable, otros porque tal vez pretendieran casarse y, finalmente, porque no todos los hombres son lo higiénicos que tendrían y, muy posiblemente, sean portadores de infecciones o enfermedades venéreas.
Las verdaderas lesbianas, difícilmente admitan tener relaciones con hombres y no sólo el sexo las atrae en otras mujeres sino que se enamoran y tienen berretines pasionales igual que una jovencita quinceañera. Son las que buscan constituir una pareja consistente y hasta alimentan la ilusión de ser madres por medio de la fertilización asistida de su compañera o de ella misma.
Ya habíamos desarrollado la confianza suficiente como para que le manifestara sin tapujos que a mí me parecía haber entrado en ese último estadio y que, o bien porque los hombres que frecuentaba ya estaban en edad de avanzada madurez y no me imaginaba compartiendo con ellos fogosas situaciones o porque sí, porque realmente lo deseaba, cada día más me autosatisfacía con el recuerdo nostálgico de aquellas mujeres a las que había amado.
Con cuidadosa meticulosidad, la analista me aclaró que, para ella, yo había realmente transpuesto la delgada línea de la indefinición y sí, verdaderamente, tenía todos los síntomas del lesbianismo evidenciado en la masculinización de mis modales y gestos, la elección espartana de la vestimenta y hasta mi aspecto, adoptando un cortísimo cabello y prescindiendo tanto de maquillaje como de ropa interior, evidenciado por la soltura con que mis pechos zangoloteaban debajo de la ropa.
Susana me dijo que tenía dos opciones; abandonar la terapia que evidentemente ya no necesitaba o realizar una última prueba para confirmar mi identidad sexual antes de meterme en un mundo del cual pudiera salir lastimada. Esta prueba consistía en tener sexo con un hombre y luego con una mujer en una habitación trasformada en cámara Gessell, detrás de cuyos espejos ella seguiría atentamente mis reacciones para verificar mi conducta en ambas instancias, registrándolo en video para que yo misma pudiera corroborarlo.
Al ver mi incómoda inquietud, ella me dijo que tuviera confianza, ya que esas personas eran estudiantes de la profesión que ignorarían quien era pero sabían como motivar a los pacientes para que expresaran su verdadera personalidad sin que sus reacciones trascendieran absolutamente fuera del cuarto.
Tardé dos días en decidirme, evaluando cada uno de los actos que había realizado en mi vida y concluyendo que no me había privado de incursionar en las variantes más deliciosas o espantosas con el mismo denuedo y que sí, verdaderamente y en perspectiva, las situaciones que me otorgaran momentos maravillosos y sublimes las había protagonizado con mujeres.
Tomada la determinación, Susana me dijo que lo haríamos en dos sesiones, la primera el lunes, con un hombre y la segunda con una chica al día siguiente. Todo el fin de semana lo pasé en un estado de nerviosismo tal que no podía contener mis arrebatos y, aun a riesgo de perjudicar la sesión del día siguiente, me masturbé vehementemente hasta alcanzar la calma por medio del agotamiento.
Cuando Susana me condujo a la pieza, una desazón temerosa casi me hizo desistir pero ella me tranquilizó con un cariñoso abrazo y entré a la habitación como si fuera un cuarto de torturas. Contra lo esperado, no había señales del hombre y, siguiendo un presentimiento, fui hasta la mesa de noche donde encontré una nota de mi analista. Con sucinta crudeza, Susana me indicaba que debería desvestirme totalmente y esperar acostada en la cama la llegada del hombre que, para mí, se llamaría Daniel. Una vez iniciada la relación, no habría vuelta atrás y aunque mis reacciones fueran adversas, debería soportar hasta el fin todo cuanto él quisiera hacerme sin intentar resistirme.
Más asustada que convencida y sabiendo que ella estaría siguiendo mi comportamiento a través del gran espejo en la pared, me desvestí con lentitud y prolijidad dejando las prendas acomodadas sobre una butaca. La cama sólo estaba cubierta por una sedosa sábana de satén azul oscuro y un par de grandes almohadas. Verificando lo muelle del colchón, me acosté en el centro y esperé. Lentamente, las luces fueron bajando hasta dar una rosásea penumbra que permitía ver sin la crudeza anterior y desde un cortinado cercano, se materializó la figura de un hombre.
La apariencia musculosa me hacía presumir su juventud y un ramalazo de vergüenza cruzó por mi mente. Súbitamente cobraba conciencia de que, a pesar de mis recuperadas formas de antaño, era una vieja de cincuenta años que buscaba ser satisfecha sexualmente por un joven y me sentí como si fuera una de aquellas arañas que consumen al macho luego del acople.
No obstante, hacía mucho tiempo que no mantenía una verdadera relación sexual con un hombre y sintiendo como si las carnes exteriores e interiores de mi sexo estuvieran resecas como cartón corrugado, experimenté el fogonazo de la excitación creciendo en mis entrañas esperando ansiosamente que se concretara aquel contacto, deseando con mi característica ambigüedad volver a recuperar el deseo por los hombres.
Como un depredador acechando su presa, él rodeó lentamente el lecho para, finalmente, subir a él y arrodillarse junto a mí. Era tan poderosa su atracción que yo sentía como una fina película de transpiración iba cubriéndome al tiempo que mis glándulas exudaban fuertes aromas venéreos.
Daniel extendió una de sus manos y los largos dedos tomaron contacto con la punta del pie. Con levedad de pájaro, recorrió lentamente el empeine, provocándome un estremecimiento irrefrenable. Sonriendo lascivamente, se inclinó sobre mí en tanto que la mano continuaba en su deambular perezoso ascendiendo por la pierna. El clavó la mirada en mis ojos con mesmérica fijeza y acercó su boca a la mía que, entreabierta, dejaba escapar el vaho ardiente de mi pecho en cortos jadeos temblorosos.
El deseo me hacía desdoblar mi atención, atenta al progresivo ascenso de la mano por los muslos y a observar con angurria la fortaleza de los labios masculinos. Involuntariamente, la cabeza se alzaba para acelerar el encuentra con la suya percibiendo como la mano se demoraba en acariciar parsimoniosamente el interior de los muslos. A tan sólo centímetros de la mía, su boca se abrió para dar paso a la lengua que, como un cauteloso rastreador, afiló su punta para deslizarse curiosa entre los labios y explorar la encía por debajo de ellos.
Cosquillas largamente olvidadas recorrieron mi espina dorsal haciéndome recuperar el movimiento y, acariciando cariñosamente su nuca, empeñé mi lengua en una desigual batalla que ansiaba perder. Casi instintivamente había abierto las piernas encogidas para permitir que la mano accediera a mi entrepierna. La delicadeza del contacto no le impidió verificar la sequedad de mis carnes y con tanta suavidad como me estaba besando, introdujo dos dedos por la ahora apretada entrada a la vagina para buscar en la cara anterior, con destreza de experto, aquella callosidad que gatillaría el frenesí de la pasión.
La mayoría de las mujeres ignoran su existencia a pesar de obtener buenos orgasmos gracias a su existencia y las que conocen del dichoso Punto G que las revistas ubican difusamente en distintos sitios, no saben explicarle a los hombres como hacerlas gozar con él. Afortunadamente y casualmente, mucho antes de que se hiciera públicamente conocido su existir, yo había descubierto manualmente como, en la cara anterior de la vagina a tan sólo unos centímetros de la apertura y al mero restregar de las yemas, aquel buboncito devenía en una prominencia del tamaño de una almendra que transmitía a todo mí ser las más exquisitas sensaciones eróticas. El sabio manejo de él y de mi clítoris me había confortado satisfactoriamente durante ese tiempo de abstinencia.
Mi boca se enzarzaba en denodados chupones para disfrutar de la experiencia de esa boca varonil y pronto Daniel obtuvo la lubricación necesaria del canal vaginal para poder sacar los dedos de su interior y extender sobre los tejidos de la vulva una tibia capa de mucosas. Resbalando sobre ella, recorrieron todos y cada rincón de la vulva, aventurándose dentro del óvalo para refregar la uretra, someter a los pliegues carnosos a soberbios apretujones y finalmente, recalar en la erguida dureza del clítoris al cual comprimieron en una exquisita molienda.
Su boca abandonó la mía para escurrir hacia los senos y en tanto los dedos multiplicaban su accionar en el sexo, labios y lengua se adueñaron de los pechos para lamerlos y succionarlos apretadamente. A despecho de que fuera él quien lo hiciera, yo necesitaba tanto ese tipo de sexo que dejé a mi cuerpo expresarse libremente y pronto me hallaba sacudiéndome en ondulantes movimientos que manifestaban mi excitación.
Estaba a punto de obtener mi mejor orgasmo en mucho tiempo y esas acaloradas expresiones de satisfacción debieron confundirlo. De pronto, me encontré conque él estaba metido entre mis piernas y, terminando de separarlas, introducía una verga no desmedida pero si importante en mi vagina.
Ni yo estaba preparada para la reacción que provocaría su penetración y mientras sentía como el falo se metía hondamente en mí, experimente una especie de nausea mezclada con un profundo asco. Saliendo del ensueño de placer a que me llevaran sus caricias, intenté rechazarlo y no solamente de palabra sino que manos y piernas intentaron una tan débil como inútil resistencia.
Aplastándome con todo su cuerpo y en tanto me recordaba que debía cumplir las reglas del juego hasta el final, extrajo de debajo de los almohadones unas finas cintas de seda y, a pesar de mi forcejeo, me ató las manos a la espalda. Yo sentía como una turbamulta de pasiones y sensaciones encontradas se removían en mí y despreciando las condiciones por las que debía aceptar y consentir todas y cada una de las perversiones a que el hombre quisiera someterme sin poder negarme ni siquiera de palabra, estallé en una serie de vociferaciones exaltadas en las que maldecía a Susana y a su tratamiento sin cobrar conciencia de que, justamente, este estaba dando los resultados que aquella esperaba y yo misma había requerido.
Daniel no era un hombre corpulento pero si de fibrosa musculatura y mientras reía en voz baja por la ineficacia de mis sacudones, encogiéndome las piernas hasta que las rodillas flanquearon mis orejas, inició un lerdo bamboleo que llevaba su cuerpo a estrellarse rudamente contra mi sexo.
En otro tiempo, semejante cópula se hubiera convertido en una fuente de placer para mí pero ahora, fuera a causa del modo en que estaba siendo sometida o porque realmente había desarrollado un rechazo mental hacia todo lo que fuera masculino, no sólo me asqueaba ser penetrada de esa manera sino que regüeldos ácidos acudían a mi garganta.
Paradójicamente, ese cuerpo que lo había conocido todo sexualmente, por condicionamiento natural recibía al príapo con la misma avidez de mis años jóvenes. En tanto que en mi mente rebullía la ira de sentirme violada por un ser que me causaba repulsa, la plétora de sensaciones que mi memoria muscular guardaba se regocijaba por aquel tránsito infernal. Autónomamente, ondulaba para ir al encuentro de la verga y experimentar la gloria del coito.
Todo lo físico en mí festejaba aquel reencuentro con el goce después de tanto tiempo y, a pesar mío, sentía como los diques internos se abrían para dar paso a los jugos que fluirían por la vagina a su debido tiempo. Esa traición del cuerpo incrementaba mi furia, pero en tanto que insultaba soezmente al hombre con voz enronquecida por la ira, sentía en cada órgano, en cada músculo y fibra de mí ser, como el placer iba superando a la conciencia y en medio de jadeos entrecortados por la cólera, la eyaculación de los líquidos explotó en mi sexo para escurrir en chasquidos sonoros a través del falo que aun socavaba la vagina.
Mentalmente aun seguía negándome a la penetración y aunque mis glándulas respondieran a los estímulos atávicamente animales, no había estado ni cerca de experimentar los síntomas del orgasmo. Pero, así como yo había acabado, Daniel no, y sacando la verga empapada de mucosas, la hizo pincelear en la hendidura para terminar apoyándola en los esfínteres anales.
Espantada por lo que aquello suponía, incrementé mis insultos al tiempo que lo advertía que no se atreviera a hacerlo y que, en definitiva, quien pagaba su “trabajo”, era yo. Como si mi voz careciera de fuerza, él la ignoró al tiempo que ponía todo el peso de su cuerpo en el empujón. Como un ariete carneo, la verga transpuso dolorosamente los esfínteres desacostumbrados y pronto todo el largo del falo ocupaba el recto.
En su momento, yo había hecho un culto de la sodomía y obtenido mis mejores orgasmos con ella. Nuevamente la oleada de placer avasalló la resistencia mental y comencé disfrutar como hacía tiempo no lo hacía. Mi cara debía de expresar mis emociones encontradas y Daniel supo interpretarlas. Poniéndome de costado, aun con las piernas encogidas, continuó penetrándome hondamente pero alternando la penetración al ano con la de la vagina.
La combinación era tan dolorosa como satisfactoria y mientras, aun maldiciéndolo, lo alentaba para que acrecentara el vigor, él fue empujándome para que quedara apoyada solamente en mis hombros, con la cara restregándose contra las sábanas. Ahora era yo quien ansiaba llegar al orgasmo pero encontraba la dificultad contradictoria de no sentir más que el placer de las carnes estregándose, sin transmitir absolutamente nada a mi mente.
Y así, soporté durante un rato los remezones del hombre saciándose del ano pero, en un momento determinado, él me volteó para que quedara boca arriba y sentándose sobre mi pecho, me ordenó que abriera la boca mientras lo veía masturbarse con celeridad. Negándome a satisfacer a quien me había violado como nunca nadie lo hiciera, cerré la boca obstinadamente pero él puso una de sus manos en mi cuello y, apretándolo progresivamente, comenzó a asfixiarme.
No creí que llegaría a tal extremo, pero cuando el aire comenzó a faltarme y él incrementó el vigor del apretón, abrí la boca para buscarlo con ansias. Sin dejar de acogotarme, aceleró la fricción de su mano sobre el pene y luego de un momento, acercó la cabeza de la verga a mis labios para descargar entre ellos la cremosidad de su esperma. Soltándome de golpe, hizo que yo deglutiera totalmente el semen al tiempo que aspiraba el aire con angustia. Ahogada por esa mezcla de esperma y oxígeno, vomité sobre la sedosidad de la sábana mientras escuchaba como él se retiraba de la habitación.
Al cabo de un momento, Susana entró al cuarto y, acercándose con una bata de toalla, me desató las manos y tras ponérmela con ternura, me condujo a un baño vecino en el que me ayudó a meterme en una bañera llena de agua caliente, suavemente perfumada. Una hora después, ya vestida y repuesta físicamente, ella me dijo que era casi innecesaria la segunda prueba pero que, tanto para mi confirmación como la comprobación de su aserto, era mejor no soslayarla.
Pasé la noche dificultosamente, confundida por la hondura de mis sentimientos de repulsa hacia el hombre y la confirmación de que, de una relación ocasional, mi psiquis se había modificado en tal forma que solamente gozaba sexualmente con otra mujer.
Anhelando la llegada del momento de ir al consultorio y sabiendo cual sería la prueba que me esperaba, casi como un homenaje de iniciación hacia la desconocida que me haría entrar oficialmente al mundo de la homosexualidad, pasé horas en la bañera tonificando mis carnes con sales y cremas dérmicas luego de haber exterminado de la piel hasta el último trazo de vellosidad.
Siguiendo el consejo de Susana, vestí para la ocasión el más delicadamente lujoso conjunto de lencería, enfundándome en un sencillo traje sastre, sin blusa. Desde la relación con Gloria y Alessandra, había comprendido cuanta obviedad suelen manifestar las mujeres homosexuales con esa torpe insistencia rebelde de aparentar como varones. Aunque para mí, admitía y deseaba ser lesbiana, cuidaba que esa tendencia no se trasluciera en mi exterior, tratando de que mis ropas fueran lo más femeninas posibles y manteniendo el cabello en una discreta melena que, ocasionalmente, para hacer más cómodas las relaciones sexuales, anudaba en una larga “cola de caballo”. En esta oportunidad, estiré cuanto pude el pelo y no sólo lo anudé, sino que con la extensa prolongación hice un elaborado rodete sobre la nuca.
Así preparada y ansiosa como una colegiala en su primera cita, me dirigí al departamento de Susana quien, tras aprobar mi elección y anunciarme que el nombre de mi compañera sería el de Julieta, me llevó al cuarto donde ya se encontraba la mujer. Luciendo un juvenil vestido, estaba de espaldas a mí y, cuando se dio vuelta, me sorprendió la analogía entre la vestimenta y la realidad.
Suponía que por ser estudiante universitaria se trataría de alguien adulto, pero la muchacha que me enfrentó difícilmente excedería la veintena de años. El rostro candoroso impresionaba por sus rasgos de muñeca y la cinta que ajustaba la corta melenita ondulada le otorgaba aun más un aspecto escolar. La pequeña nariz respingona estaba flanqueada por un luminoso par de ojos que, grises como los de un lobo, estaban rodeados por espesas pestañas negras y un par de cejas perfectamente dibujadas. La ingenuidad infantil se desvanecía ante la fuerte sensualidad de su brillo y la promesa de las gordezuelos labios que se separaban, dejando ver una dentadura perfecta entreabriéndose para permitir el paso de una pícara lengua rosada.
En la suave penumbra de la habitación, no era fácil distinguir su cuerpo en detalle pero debajo de ese anticuado vestido que la hacía semejar una rediviva Doris Day, aunque pequeño, aparentaba estar distribuido armoniosamente. Deslizándose sobre los zapatos sin tacón que parecían zapatillas de baile, se aproximó a mí sin dejar que sus claros ojos se apartaran de los míos ni por un instante. Comparada conmigo, que nunca fui excepcionalmente alta, era realmente pequeña y su frente quedaba a nivel de mi boca.
Anhelosa por saber su comportamiento, aguardé dubitativa a ver que hacía y en esa temblorosa espera ella llegó frente a mí y extendió una de sus frágiles manos para que los dedos acariciaran suavemente mi rostro. La turbación me invadió y por un momento sentí la culpa de que, siendo una mujer ya entrando en la vejez que podía ser su madre con holgura, iba a aprovecharme de su juventud para satisfacer la perversidad de mi desviación pero al instante caí en la cuenta de que la muchacha no evaluaba mi edad y que le interesaba sólo mi comportamiento para establecer pautas de un estudio científico.
Aparentemente, Julieta presintió esa especulación y acercándose despaciosamente, se paró en puntas de pies para acercar su rostro al mío haciendo que sus labios tentadores rozaran levemente mi boca. Allí comprendí la hondura de mi sexualidad, ya que, en contraposición al rechazo que experimentara por Daniel, un jubiloso alboroto llenó mi pecho de alegría.
La rosada lengua que acechaba entre los dientes, surgió para deslizarse delicadamente entre mis labios en tanto que sus manos exploraban despaciosamente el frente de la chaqueta a la búsqueda de los botones. La dicha que empezaba a invadirme me impedía realizar movimiento alguno y comencé a disfrutar de aquella situación sin darme cuenta que mi comportamiento era muy similar al de los hombres en similares circunstancias.
La muchacha terminó de quitarme la prenda y, tras dejarla caer al suelo, contempló arrobada la prominencia de mis senos. A pesar de mi edad, el ejercicio y los masajes les hacía mantener una relativa lozanía que evitaba su caída y aun conservaban en su parte superior esa gelatinosa consistencia que enloqueciera a otras mujeres.
Las yemas de los juveniles dedos iniciaron un lento recorrido por los meandros del intrincado bordado y los labios que succionaban dulcemente los míos, abandonaron la boca para emular a los dedos. La textura y apariencia parecían obn