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Categoría: Incestos

El amor después del Apocalipsis

Ya habían pasado cinco años del día en que los terroristas del ER25 esparcieron el virus, Y unos tres años de que los humanos no inmunes perecieron. La humanidad quedó reducida a una milésima parte, y encontrarse con otro ser vivo era casi imposible, porque por las calles, caminaban los cuerpos pútridos de los que una vez fueron nuestros amigos y familiares.

Yo vivía con mi primo Edu, y mi hermana Laura. Cuando todo ocurrió, mi hermana y yo éramos apenas adolescentes de catorce y quince años. Nuestros padres fueron unos de los primeros en morir, y Edu, que estaba en la misma situación que nosotros, se nos unió, y siendo ya un adulto, aunque muy joven, ocupó un rol similar al de un padre, guiándonos y protegiéndonos lo mejor que podía.

Los muertos vivos que deambulaban por las calles no representaban gran peligro. Eran extremadamente lentos, y salvo que estuvieran muchos de ellos juntos, no era difícil eludirlos. Sin embargo, creaban una barrera entre las personas, y al estar las calles atestadas de ellos, la gente no se desplazaba con libertad, y por ende, era difícil encontrarse con otros.

De hecho, nosotros, a lo largo de esos años, nos encontramos únicamente con tres o cuatro grupos de personas, y en parte, nos alegrábamos por eso. El desastre en que estaba envuelto el mundo convirtió a la mayoría de la gente en cínicas y maliciosas, ya que no había un orden legal que nos rija, y la moral, por su parte, también se había degradado, porque la dificultad para adquirir alimentos nos convertía en animales.

Los terroristas habían argüido, al lanzar el ataque, que el mundo no soportaría por mucho tiempo la superpoblación humana, y era necesario reducirla drásticamente para que los recursos naturales se puedan repartir equitativamente y la humanidad no se extinga. Sin embargo, parece que no contemplaron la posibilidad de que muchos volverían como zombis y les harían la vida difícil a los vivos, impidiéndonos acceder a esos recursos.

Así y todo, nosotros nos mantuvimos lo más civilizados posibles, y gracias a la decisión atinada de Edu, de no unirnos a otros grupos, pudimos sobrevivir sin perder nuestro carácter pacífico y cordial.

Cada semana realizábamos excursiones por las calles repletas de basura, y caminábamos frente a las casas y edificios deteriorados por los muertos vivos o por el simple paso del tiempo. Buscábamos comida, o cualquier cosa que nos sirviera de entretenimiento, y volvíamos a casa.

Habíamos usurpado el chalet más lujoso del barrio. El interior de este contradecía totalmente el paisaje caótico que veíamos a través de las ventanas. Los muebles lujosos se mantuvieron intactos, y siempre estaba limpio, porque para eso teníamos tiempo de sobra.

A falta de televisión, habíamos asaltado varias librerías, y pasábamos los días consumiendo historias de todo tipo. Nos gustó tanto la literatura, que los domingos nos reuníamos, a la luz de las velas, para inventar nuestras propias historias. Las leíamos en voz alta a los otros dos, nos hacíamos observaciones, y corregíamos los cuentos para que queden lo mejor posible. A Laura le gustaba escribir sobre adolescentes deprimidos en el fin del mundo, parecía olvidar que los adolescentes estaban deprimidos en cualquier contexto. Edu, en cambio, solía dar riendas sueltas a sus fantasías de héroe, y sus personajes siempre encontraban la manera de salvar a la humanidad, y de construir una comunidad justa y solidaria. Yo no era tan pretencioso, y en general escribía cuentos eróticos, esforzando a mi memoria para recordar todas las películas que había podido ver a escondidas de mis padres. Extrañamente, eran mis cuentos los más esperados, y los que más disfrutaban.

La relación entre Edu y Laura fue cambiando lentamente, a la par del desarrollo paulatino que sufría el cuerpo de mi hermana. Las miradas paternales que le dirigía Edu, se fueron convirtiendo, primero, en miradas desconcertantes, como si se preguntara si aquella era la niña que había acogido hace unos años, y luego, en miradas subrepticias y lujuriosas. La comunicación física se hizo más íntima. Parecía que cualquier situación era una buena excusa para acariciarse la cara o en el caso de ella, las piernas del primo.

Nunca cuestioné la relación filial que existía entre ellos, porque ya no era el mismo mundo que conocíamos, y ciertos prejuicios del pasado, hoy eran obsoletos. Ellos fueron relacionándose libremente a medida que veían que yo no perturbaba ni juzgaba su toqueteo o sus besos muy cerca de los labios, y un día, Laura dejó su cuarto y empezó a dormir con él.

Yo estaba celoso, pero no de mi hermana, sino del hecho de que tenían algo que posiblemente yo nunca tendría. Me gustaba pararme al lado de su puerta, y espiar mientras cogían, para después encerrarme en mi cuarto y masturbarme a mi gusto.

Yo también sentía atracción por Laura, y en este caso sí me recriminaba pensar en ella como mujer. Pero qué podía hacer. A sus veinte años su figura se había encurvado por todas partes. El pelo rojo, ese que yo no heredé, era fuerte como el fuego, y resaltaba la blancura de su piel. Las tetas paradas y la cola manzanita potenciaban la belleza de su rostro anguloso y angelical. De todas formas, sabía contenerme, y si bien ella me descubrió más de una vez mirándola con lujuria, nunca me recriminó nada, porque sabía que mi carne sufría la soledad.

Una noche alguien golpeó la puerta.

- ¡Ayuda, por favor! – se escuchó la voz de una mujer.

- No le abras. – dijo Laura, agarrándole el brazo a Edu. – Puede ir a cualquiera de las casas del barrio. -agregó. Tenía miedo de que sea una emboscada, y otras personas nos sacaran las casa, y las provisiones.

- Pero las otras casas no están bien cerradas como esta. Están destruidas. - Argumentó Edu.

- ¡Por favor, mi marido está muerto, necesito comida y un lugar donde dormir!

- Voy arriba a ver si veo algo raro. – dije. Subí al primer piso, corrí una madera que tapaba la ventana y miré en todas direcciones. No había nada raro, sólo los zombis caminando de un lado a otro. Así que bajé corriendo y le hice un gesto a Edu, como afirmando que no había peligro. – está todo bien. -dije después, dirigiéndome a Laura.

Edu abrió la puerta, agarró a la mujer del brazo, la hizo entrar, y cerró enseguida. Estaba toda sucia y parecía que no se había bañado hace días. Era joven, y a pesar de su aspecto, a través de la mugre y de la ropa deshilachada pude notar su gran atractivo.

- Hola, ¡gracias, me salvaron! - dijo, y se largó a llorar. – perdón, es que perdí a mi marido hace poco.

- No tenés que disculparte por llorar. – Le dijo Edu, siempre tan amable. Yo creí ver los celos reflejados en los ojos de mi hermana.

La invitamos a cenar, a pesar de que ya habíamos comido. Después fue a bañarse y se vistió con unas ropas que estaban en el placar de los ex dueños de casa, y que a Laura le quedaban grande.

Mi primera impresión no fue equivocada, era una mujer hermosa. En esas circunstancias cualquier hembra me hubiese atraído, por lo que tener frente a mí a una verdadera belleza me había dejado atónito. Se llamaba Isabel, era una salteña morocha, el pelo bien negro, con treinta y tres años muy bien llevados. Se había puesto un vestido negro que le quedaba perfecto. No llevaba corpiño, seguramente porque no tenía y en casa ya no había, por lo que el pezón se marcaba sobre la tela. El culo no estaba nada mal, se lo veía bien parado, y las piernas largas, muy sensuales.

Hace mucho que no teníamos visitas, y por eso, fue el centro de atención durante toda la noche. Nos contó que desde el ataque vivía con su marido en Dorrego, y que la última vez que salieron a buscar provisiones, había tropezado, y había caído en un pozo que estaba en una esquina, rompiéndose el cuello. La municipalidad estaba realizando, antes del ataque, una obra que nunca concluyó, y el precio fue la vida del marido de Isabel.

Me pareció una forma tonta de morir, pero lo cierto era que los muertosvivos eran el peligro menor. La escasez de alimentos, de electricidad, y la desconfianza que existía entre las personas, eran las que se llevaban más vidas.

También me asombró lo cerca que estaban de nosotros. Dorrego quedaba a apenas tres kilómetros de nuestro barrio, y aun así nunca nos cruzamos con ellos. Así de alejados estábamos las personas.

- Mientras lo lloraba a Ricardo, sin darme cuenta, se me hizo de noche. – dijo Isabel. – y vieron que está tan oscuro afuera. Pero quédense tranquilos que mañana me voy.

- No hace falta, te podés quedar todo el tiempo que quieras. – Dijo Edu, y Laura lo fulminó con la mirada.

Yo no culpaba a Edu. A pesar de acostarse con Laura, ver a una mujer como ella, después de tanto tiempo, era excitante. Y si él estaba medio embobado, yo estaba enamorado.

En realidad, estaba muy caliente, pero me hice creer a mí mismo que amaba a esa mujer desvalida que acababa de conocer.

- Bueno, no hay problema, podés dormir en el sofá. – Dijo Laura, a regañadientes.

- De ninguna manera. – contradije yo. - te quedás en mi cuarto. – y cuando vi el gesto de sorpresa de Isabel, agregué. – A mí no me hace nada dormir un día en el sofá.

Discutimos un rato. Ella se negaba, yo insistía, y así un buen rato, hasta que mi caballerosidad venció.

En el sofá empecé a fantasear con ella. Nunca había estado con una mujer, y ya era hora de que debutara. Pero, ¿qué debía hacer? El arte de la seducción era algo ajeno a mí, porque cuando era lo suficientemente grande como para empezar a tener mis primeras relaciones, ya no quedaba nadie a quien seducir. ¿y si simplemente subía y la poseía? No. Yo me enorgullecía de no comportarme como un animal, como muchas otras personas sí lo hacían desde la aparición del virus, así que no podía hacer eso. Me masturbé, imaginando que subía al cuarto, y ella me esperaba con las piernas abiertas, dispuesta a ofrecerme todo lo que se me antojara. Contuve la erección los más que pude y largué tres chorros abundantes de semen que cayeron en mi ombligo y se impregnaron en las sábanas.

Pero más tarde me desperté, con ganas de mear, y me costó hacerlo, porque tenía una terrible erección de nuevo, que me impedía apuntar al inodoro. Así que tuve que sentarme. Me empecé a tocar de nuevo, pensando otra vez en Isabel. Pero el estar medio dormido hizo que tomara una decisión que estando lúcido jamás tomaría. Salí del baño, me puse el pantalón, y subí a mi cuarto, donde estaba Isabel.

Isabel no estaba durmiendo. Golpeé la puerta dos veces, y sin esperar respuesta la abrí. De todas formas, estaba en mi casa, y podía hacer lo que quisiera en ella. Así de prepotente me sentía ese día.

Isabel estaba acostada sobre la cama, pero no se tapaba con el cubrecama, estaba encima de él, despierta, apoyando su torso sobre el almohadón que estaba acomodado en el respaldo de la cama. Todavía llevaba el vestido negro. Una pierna estaba flexionada, y eso permitía ver los muslos, y su sexo, y el pubis con bastante vello.

- Perdón, ya apago las velas, sabés. – dijo, cerrando las piernas. Me dio un vistazo al bulto, que estaba hinchado por la erección, pero desvió la mirada y fingió no darse cuenta.

- No te preocupes, dejalas encendidas todo lo que quieras. – le contesté. Me acerqué hasta el borde de la cama y me senté.

- Es que no puedo dormir pensando en mi marido. – Me dijo. Seguramente era cierto, pero también usó ese argumento como para recurrir a mi lado sensible, porque ya se imaginaba por qué fui a verla. En todo caso ya era tarde, la oscuridad se había adueñado de mi corazón.

- No te preocupes, no tenés que estar sola, quédate con nosotros. Te vamos a cuidar. – mientras decía esto apoyé mis dedos sobre su rodilla, apenas tocándola con las yemas, y los deslicé por los muslos.

- No, mañana me voy. – dijo, con la vista gacha, fingiendo que no sentía mi mano avanzar, hasta llegar a los aductores. Tenía las piernas fuertes, y su piel era muy eslastizada.

- Quedate acá, necesitamos otra mujer. – Le dije, sintiendo ya la humedad de su sexo.

- ¡No! – reaccionó ella al fin, haciendo mi mano a un lado, cerrando las piernas, flexionándolas, cruzando los brazos, acurrucándose contra la pared. Parecía una gatita asustada.

Yo sentía dolor en mi pija, que estaba muy apretada adentro de mi pantalón. Necesitaba liberarla. Me los bajé al mismo tiempo que el calzoncillo. Mi falo largaba olor por la paja que me había hecho, y ya estaba saliendo el líquido viscoso de nuevo. Me le fui al humo, como animal por su presa. Le separé las piernas con fuerza, la arrastré hacia mí, para que todo su cuerpo quede extendido sobre la cama, le tapé la boca cuando intentó gritar, levanté su vestido. El vello era abundante. Acaricié sus labios vaginales y le metí un dedo, y luego dos. Ella se debatía para liberarse, pero se ve que estaba débil por la mala alimentación, o por lo que fuera, porque con un solo brazo podía silenciarla y aquietarla. Le arranqué el vestido de un tirón, haciéndolo hilachas, dejándola completamente desnuda. Los restos de la prenda destruida colgaban de mi mano, como trofeo de guerra. La tiré a un costado, y entonces la penetré. Lo hice con violencia, sin miramientos ni contemplaciones. De una sola vez, se la metí hasta el fondo, sintiendo sus entrañas, y entonces bombeé y bombeé, una y otra vez. Mis movimientos pélvicos tenían una fuerza que yo desconocía en mí. La calentura me fortalecía de una manera bestial. Isabel llenaba de saliva mi mano. Lloraba. Oponía la resistencia que una hoja podría oponer a una tormenta. Su cuerpo me obedecía más a mí que a ella. La embestía haciéndole sacudir su cuerpo. Las piernas se estiraban, y la espalda se contorsionaba por el poder de mi miembro.

Por fin cedió, y ya no opuso resistencia. Liberé su boca de mi mano opresora, y le di un beso a sus labios empapados de su propia saliva. La agarré de las tetas, mientras mi tronco invasor seguía violándola. Los movimientos pélvicos seguían igual de enérgicos a cuando empecé a penetrarla.

Isabel me miraba a los ojos con apatía, parecía una muñeca muerta. Pero eso no disminuía mi deseo. Le mordí el pezón, le chupé el cuello, y luego la hice girar sobre sí misma, quedando ella boca abajo. Separé sus piernas y la penetré de nuevo, lamí su espalda, la agarré del pelo y se lo estiré, disfrutando de hacerla sufrir. Sentí el calor explosivo en mi miembro, pero me contuve un rato más. Seguí dándole duro. Los resortes del colchón advertían, con sus sonidos metálicos, lo que sucedía en el cuarto. Ya no pude soportar más, saqué mi pene de su interior y eyaculé sobre su trasero y su espalda.

Pero todavía no había terminado. Le mordí la nalga, y perdí un dedo en su ano. Cuando se me paró de nuevo le hice tragar mi pija sucia de semen. La agarré de las orejas y se la metí hasta tocar su garganta. Cuando se la saqué, ella tosió y escupió sobre las sábanas. Y entonces se la metí de nuevo hasta el fondo. Y así, una y otra vez, hasta que acabé en su cara.

Me quedé un rato más, jugando con ella, hasta que estuve tan agotado que ya no pude más.

Al otro día, apenas me desperté, la culpa y la vergüenza se hincaron en mí. Ya era tarde, Laura y Edu estaban en el living, leyendo.

- ¿Y Isabel dónde está? – Pregunté.

- Ya se fue. – contestó mi hermana, y agregó. – pobrecita, está sola en el mundo.

- ¿Y por qué no se quedó? – pregunté con miedo.

- Dijo que el precio del alquiler le parecía muy caro. - Laura me miró con reproche, y desaprobación. Sabía lo que había hecho. Edu, en cambio, sólo me miraba con lástima, como lamentando en lo que me había convertido.

En los días siguientes me hundí en la depresión. Estaba infinitamente desilusionado de mí mismo por haberme comportado como esas personas que siempre detestamos. Lloraba por las noches, y guardaba silencio durante el día.

Laura pareció entender lo atormentado que me sentía, y cambió su gesto, por uno muy parecido al de Edu, es decir, sentía lástima por mí.

Me iba a excursiones sólo, sin avisarles, esperando que los muertosvivos me agarren desprevenido y se coman mi cuerpo degenerado a mordiscones. Pero siempre volvía, llegando la noche, y luego de comer me encerraba en mi cuarto, como poniéndome en penitencia a mí mismo.

Pasaron meses y la culpa fue desapareciendo de a poco. Aquel animal que había violado a Isabel parecía ser otra persona, totalmente diferente a mí. Pero mi personalidad parca se mantuvo por más tiempo. Algo en mí se había muerto.

Laura y Edu se veían preocupados. Un domingo me insistieron para que volviésemos a la costumbre de leer nuestros relatos, y yo accedí. Aunque no había escrito nada.

- Que lástima que no trajiste uno de tus cuentos. – dijo Edu. – siempre nos inspiraban a hacer cosas diferentes en la cama. - confesó.

- ¡Edu, que decís. Dejá de contar nuestra intimidad! – lo retó mi hermana, pero en realidad le parecía divertida la situación.

- No te preocupes. Sabemos que sos buena persona. – largó Edu. – Después de tanto tiempo sin coger, cualquiera se vuelve loco.

- En realidad nunca había cogido. – dije.

- No importa, es lo mismo. – retrucó él.

Intercambiaron miradas cómplices.

- No te preocupes. – dijo mi hermana. – nunca más vas a sentir ganas de hacer esas cosas de nuevo.

- y vos qué sabés. - le dije. Y de repente noté que estaba especialmente linda ese día. Se había puesto un vestido largo, de fiesta, que sólo usaba en los cumpleaños o en las navidades.

- Lo sé, porque nunca más vas a necesitar obligar a nadie. – Dijo Laura acercándose a mí. Se arrodilló delante de donde estaba sentado, estiró la mano y acarició mi miembro por encima del pantalón.

- ¿Qué hacés? – me sorprendí. Miré a Edu, que me sonreía y asentía con la cabeza, como diciendo: está todo bien.

Laura seguía masajeándome. Su carita blanca sonreía. Bajó el cierre, luego el calzoncillo, y entonces me masturbó, ahora sí, tocando mi piel. Enseguida me puse al palo. Ella se metió la verga en la boca. Yo veía su cabellera roja subir y bajar mientras me mamaba. Le acaricié el pelo. Debía chupársela seguido a Edu, porque lo hacía muy bien. Se sacó la pija de la boca, se estiró un poco, y me estampó un beso en los labios. Mi primer beso. El beso más rico de la vida. Se agachó de nuevo y siguió con su felación. Edu se sumó y la penetró por atrás. Lo hacía con suavidad, para que ella pueda chupar sin sobresaltos. Yo sentí ese calor explosivo que ya conocía. Aguanté lo que pude. Mi miembro estaba colorado e hinchado, lleno de la saliva de mi hermana. Le tiré varios chorros de leche en la cara, y también ensucié un poco su vestido de fiesta.

Después me deleité viendo como copulaban entre ellos. Fuimos a su cuarto. Se desnudaron. Hicieron el sesenta y nueve. Él abajo y ella arriba, estimulaban sus sexos con tiernos lengüetazos. Ambos cuerpos parecían uno sólo, fundidos el uno con el otro. Yo me acerqué. Le di un beso en el culo a Laura, y luego lamí su ano, primero rozándola apenas, y después con mucha más intensidad, saboreándola. Cambiamos de posición, Laura le seguía chupando la verga a Edu, pero él dejó libre el sexo de mi hermana para que yo pueda penetrarla. Apunté mi lanza, y entré en ella, igual que lo había hecho con Isabel, pero esta vez no había violencia, ni posesión, sólo deseo y amor. Ella ayudó a mis movimientos pélvicos, moviéndose también. La sincronización era tan perfecta, que acabamos los dos casi al mismo tiempo. Ella gritó de placer, con la pija de Edu todavía en su boca, y llenó mi miembro de sus fluidos. E inmediatamente después yo saqué mi falo, y sin necesidad de más estímulos acabé sobre su clítoris.

El amor después del apocalipsis era chico e inmenso al mismo tiempo. Nuestro universo era tan pequeño, que yo sólo conocía a una mujer, y se trataba de mi hermana. La amaba más que a la vida. Y a Edu también. Ellos me salvaron de la oscuridad.

El tiempo pasaba lento, y sabíamos disfrutarlo. Fuimos tres por mucho tiempo, hasta que el ejército vino por nosotros para llevarnos a una comunidad que agrupaba a cientos de personas. Ahí todo era muy parecido al mundo que conocíamos antes del ataque terrorista: mucho trabajo, poco tiempo libre, personas maliciosas… era el infierno, pero al menos nos teníamos a nosotros.

Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
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