La Virginia estaba tras el mostrador de la confitería. Podía ver la aureola angelical que irradiaban su hermoso rostro y sus rizos claros. Hacía cinco minutos que me paseaba, cruzando una y otra vez el frontis del negocio sin atreverme a entrar. En el bolsillo derecho del pantalón mi mano empuñaba una moneda, caliente ya, que me serviría de infantil pretexto para hablar con ella, como un cliente cualquiera que endulza la vida.
En el bolsillo izquierdo de la camisa, doblada en cuatro, latía mi primera carta de amor.
La noche anterior había trazado en una hoja de papel blanca e inmaculada, unos dibujos primorosos que fui copiando de mis revistas disneylandia. Esperaba conquistarla con mi arte. Cuando pinté a Tribilín, Donald y Mickey tuve especial cuidado en copiar el tono de color justo del original, untando la punta del lápiz en mi lengua para dar mayor realce y efecto a la figura. Concluida la obra me sentí más que satisfecho. Pero faltaba la rubrica del cuadro, así que fui al lustrín y saque una lata de betún Virginia para el calzado y la dibuje en honor de su nombre en un ángulo de la hoja, cual naturaleza muerta. Me dormí esa noche orgulloso, contento y enamorado, pensando en ella.
El plan que concebí fue el siguiente: con la moneda que robe a mamá, entraría resueltamente a la confitería, después de cerciorarme que lo atendía Virginia, la saludaría y le compraría algunos caramelos, ofreciéndole gentilmente uno de ellos, luego le preguntaría si iba a ir a catecismo el sábado y después le entregaría mi carta doblada con mis dibujos primorosos a la que, en un destello de inspiración y audacia, había agregado un corazón que decía : Iván y Virginia se aman, con una flecha oblicua atravesándolo.
Nunca preví que en esa instancia suprema los nervios me traicionarían y que fuera tan difícil dar el primer paso en el amor. A los diez minutos de paseo infructuoso, solté la moneda fundida de mi mano, descartando definitivamente esa fase del plan. A falta de una estrategia más aguerrida y directa, desesperadamente decidí, usando más el instinto que la razón, enfrentar la situación lo más dignamente posible. Entonces en un acto postrer y heroico, corriendo a la velocidad del rayo cruce por ultima vez el frontis del negocio y arroje la hoja al interior, sin siquiera mirar a la mujer de mis sueños y aceleré al máximo mi loca huida, con el corazón a punto de estallar y sin voltear a mirar ni una vez.
Detrás de un árbol y a una cuadra de distancia, casi a punto de desmayar, jadeante, temblando de pies a cabeza y los ojos nublados, vi a Virginia salir a la calle mirando la hoja de papel.
Por la distancia, agitación y emoción descontrolada, no pude verificar fehacientemente si mis dibujos habían causado en ella alguna impresión, pero creí morir cuando me descubrió escondido detrás del árbol y comenzó a llamarme.
En ese instante sublime y decisivo en que pudo haber cambiado mi vida de personaje solitario y extraño por la del protagonista de la mas tierna historia de amor, me eché a correr como alma que se lleva el diablo, dando un gran rodeo y sin disminuir por un segundo la velocidad vertiginosa que imprimí a mis alados pies, hasta llegar a mi casa y me encerré en mi pieza y lloré de pena porque sentí lástima de mi mismo y de mi fracaso y rogué a Dios entre sollozos para que pudiera olvidar pronto a la Virginia, que era tan linda y crespita y que quería tanto.