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The lustful Queen 2

Stephen
Ante la confesión de esa nueva necesidad de su ama, Eleanor le señala la indiscutible virilidad del Regente pero, aunque es todavía joven y apuesto, hay algo en él que le hace tomar con cierta prevención la sugerencia de su amante.
Interiormente se ha sentido siempre atraída hacia Stephen y ahora que la muchacha ha despertado al animal sexual que vibra dentro suyo, su insinuación no ha caído en saco roto, pero está lejos de sentirse serena. ¿De qué sirve dar rienda suelta a sus sentimientos imprudentemente? Tiene que esperar el momento oportuno.
Y el momento se da cierta tarde del caluroso verano en que la muchacha ha acudido a ver a su padre enfermo y Stephen le comunica que necesita verla con respecto a las exigencias económicas que les hacen los secuestradores de Baldwin. La relación matinal que ha sostenido con Eleanor no sólo no consiguió aquietar las urgencias de su vientre sino que parece haberlas exacerbado, poniéndola en un estado de tensión nerviosa muy cercano a la histeria.
Con ánimo exaltado, no puede menos que admirar la apostura del normando: mucho más alto que el propio Rey, su largo cabello castaño resalta la contundencia varonil de sus facciones que, a pesar de su corpulencia no son pesadas, sino equilibradas y armónicas. Haciendo aun más critica la situación, Stephen le ha solicitado permiso para quitarse la chaqueta debido al intenso calor que los sofoca, dejando su poderoso torso casi al descubierto, con sólo una liviana blusa que se abre hasta la cintura, permitiéndole ver sus fuertes pectorales sudorosos.
Con su propio cuerpo cubierto de transpiración pero imposibilitada de quitarse el pesado vestido que es lo único que la cubre y mientras siente correr entre sus pechos y a lo largo de los muslos diminutos ríos incrementando el cosquillear que habita en sus riñones, accede al pedido, consciente de lo que provocará.
Fingiendo estar concentrada en la lectura del escrito que le trajera su Regente, se apoya con las dos manos en la gruesa tabla de la mesa ante la que está parada, aferrándose nerviosamente del borde hasta dejar ver como blanquean sus nudillos. El permanece en silencio a sus espaldas pero su fuerte magnetismo trasciende la distancia que los separa y ella siente que los ojos de él la recorren con la palpable consistencia de verdaderos dedos.
El momento de la tentación ha llegado. Si ella se vuelve hacia él, si él la toca, sucumbirá. Sabe que la de ellos será una pasión ruda y salvaje, no tierna como lo es con Eleanor ya que hay algo de inevitable en su amor apasionado por esa muchacha altanera, soberbia y concupiscente. Pero su pasión por él es distinta, ya que se mezcla el deseo primitivo con el odio ancestral de dos razas distintas. Está segura que él no la ama y también de su inequívoca pasión por ella y la de ella por él. Sabe que como hombre y guerrero es cruel e implacable y que ansía la muerte de su rey para encaramarse al poder pero no está dispuesta a convertirse en el vehículo indirecto de su ambición.
Ella tiene cabal conciencia de sus pretensiones y esa sensación de peligro latente hace todo más excitante. Siente un miedo tal que sólo el deseo irresistible que la posee puede superarlo. Pensará todo el tiempo, mientras estén haciéndolo, qué sucederá si los descubren y al mismo tiempo, está segura que él mismo, por la importancia de su cargo será el más interesado en no divulgarlo.
Tensa como la cuerda de un arco, se relaja totalmente cuando él deja que una de sus grandes manos se apoye sobre su hombro desnudo y como preveía, acepta mansamente cuando desliza hacia abajo los breteles del vestido, dejando que sus pechos caigan por el peso de su copa plena.
Las manos toman posesión de los senos, acariciándolos suavemente sobre la capa de transpiración que los cubre y mientras los dedos soban concienzudamente las carnes estremecidas que rápidamente aumentan en volumen y solidez, la boca de él se hunde en la nuca, allí donde nace la gruesa trenza de dorado cabello, besando con intensidad la suave piel y la lengua escarba tenuemente detrás de las orejas.
Casi instintivamente mueve sus piernas para que el vestido termine por desprenderse de sus caderas deslizándose hasta el suelo y con los pies se desembaraza de él, sintiendo contra sus nalgas la rigidez varonil de su miembro, contenido por las delgadas calzas. Mientras la boca de Stephen recorre ahora su cuello, una de sus manos abandona los senos para aventurarse por las canaletas de la ingle y desde allí, rascando delicadamente la mínima vellosidad del sexo, sus dedos excitan imperiosamente los labios de la vulva que se dilatan dócilmente a la caricia, permitiendo la intrusión de estos hasta la húmeda caverna de la vagina.
Temblando como azogada ante la poderosa presencia del hombre contra su cuerpo desnudo, deja escapar involuntarios roncos gemidos de deseo, cuando él, dejándose caer de rodillas y abriendo sus nalgas con ambas manos, hunde su boca en la hendidura y ella, en un acto reflejo, separa las piernas e inclina su cuerpo sobre la mesa, haciendo que el sexo se abra oferente a la boca del hombre.
Los gruesos labios y la lengua dura y áspera ni siquiera se asemejan a la delicadeza de Eleanor. Con urgente premura los labios separan a los de la vulva y la lengua fustiga con aviesas vibraciones los pliegues internos, tremolando sobre las carnosidades que rodean la entrada a la vagina y, finalmente a esta misma, penetrando sobre los caldeados humores que la tapizan, sorbiéndolos con singular deleite. En tanto que la boca se afana en la caverna fragante, sus dedos comienzan a restregar la delicada caperuza de tejidos que protegen al clítoris hasta lograr que Ingrid sienta removerse las brasas de su fogón y, con las cosquillas insoportables corriendo desde los riñones hasta la nuca, transforma a sus gemidos en verdaderos bramidos de satisfacción, olvidada totalmente de su rango y alcurnia, entregándose al sexo como la más barata de la meretrices.
La atracción física del hombre la excita mucho más de lo que ella ha imaginado y así se lo deja entender a este con los arrobadores gorgojeos de placer que deja escapar de su boca entreabierta a causa del intenso calor que brota de su pecho y la obliga a humedecer constantemente los labios resecos.
Con el simple trámite de bajar sus calzas hasta las rodillas, él deja al descubierto la turgente presencia de su virilidad y el miembro, librado de su encierro, deviene rápidamente en un falo de grandes dimensiones que él, tomándolo entre sus dedos, guía para restregarlo a lo largo de la transpirada hendidura, excitando fuertemente a los ardientes tejidos de la vulva.
Adquirida la rigidez necesaria, la ovalada y tersa cabeza del pene va introduciéndose lentamente por el dilatado agujero de la vagina que, a causa del nerviosismo de Ingrid por la tensión que le provoca el hecho de recibir una verga después de tanto tiempo, ha contraído sus músculos interiores, dificultando la penetración.
Stephen toma su pierna derecha y levantándola, coloca su rodilla sobre el tablero de la mesa. Y ahora sí, con la dilatación que esa posición le otorga, penetra lentamente y hasta que sus ingles golpean contra las nalgas de la germana, haciéndola gemir de dolor cuando su cabeza penetra más allá del cuello y golpea contra las paredes del pequeño útero.
El Rey no es precisamente un infradotado y justamente por eso y su desenfrenada violencia, Ingrid ha conocido y disfrutado tanto las relaciones sexuales con un hombre pero el tamaño descomunal del falo de Stephen supera largamente al de su esposo; de una rugosa superficie, su largo extraordinario no la sorprende, pero es su grosor el que parece llenar cada uno de los recovecos del sexo, provocándole un sufrimiento que sólo es superado por la inmensa sensación de placer que, contradictoriamente, lo acompaña.
Sollozando de goce, ha apoyado sus pechos sobre la pulida superficie de la mesa y sus manos se dirigen a separar los glúteos para favorecer aun más la dolorosa penetración. Stephen y como ella esperaba, parece dotado de una salvaje energía cuya rudeza la enloquece. Guiando con su mano la verga, él la introduce hasta que los oscilantes testículos golpean contra el clítoris y luego, la retira lentamente en su totalidad, dejando que sus esfínteres castigados se contraigan para volver a penetrarla con cierta violencia que no sólo no le disgusta, sino que la hacen prorrumpir en balbucientes frases de agradecido fervor.
Cada golpe de la verga contra sus entrañas repercute en su pecho y su boca se ha llenado lentamente de una saliva espesa que gorgotea en su garganta y fluye de sus labios en delgados hilos babosos. Cuando ella cree no poder soportar por mucho más tiempo esa alienante cópula, Stephen toma entre sus manos la pierna que tiene apoyada sobre la mesa y, estirándola la coloca sobre su hombro, obligándola a colocarse de costado, manteniendo el equilibrio con una sola pierna.
Desde ese ángulo, él inicia un lento hamacarse que la enloquece de placer y, apoyada sobre un codo, toma con su otra mano en cuello del hombre, acompasando el cuerpo a su vaivén. Las lágrimas ruedan por sus mejillas y, cuando Stephen ve como su pierna temblequeante flaquea, retira el miembro y, dándola vuelta, la acuesta sobre la mesa. Encogiendo sus piernas hasta que las rodillas están a la altura de las orejas e incitándola a sostenerlas así con sus manos, apoya el glande inflamado sobre la rojiza y fruncida apertura del ano, empapada por los jugos que escurren desde la vagina y, presionando fuertemente los fuerza a ceder, introduciéndose con aterradora lentitud hasta que todo el falo ocupa el recto.
En una sola oportunidad su marido la había forzado a hacerlo y fue tanta la escandalosa reacción que el dolor le había provocado, que nunca más había intentado sodomizarla. Ahora, la imponente verga de Stephen ha hecho lo que su marido no ha podido. El grueso tronco destroza sus intestinos y, sin embargo, junto con el agudo dolor que se disipa paulatinamente, una nueva fuente de placer irradia desde el ano y todos sus músculos comienzan a contraerse, orientados a llevar desde todos los rincones de su cuerpo la venturosa sensación de la satisfacción más completa y ríos de cálidos fluidos escurren por sus intersticios.
Una de sus manos se dirige instintivamente hacia el sexo y tres de sus dedos penetran a la vagina, masturbándose violentamente, sintiendo como la liberadora marejada del orgasmo la alcanza y, en medio de violentas contracciones del útero, eyacula los cálidos fluidos en su propia mano.
El deja de penetrarla y bajándola de la mesa, la hace arrodillar frente al chorreante falo, ordenándole que lo chupe. Sin medir el hecho de que esté cubierto por los amargos sabores de la tripa, deja que su lengua enjugue al palpitante glande al tiempo que sus labios succionan en apretados besos la cabeza del príapo mientras los dedos que no alcanzan a encerrarlo entre ellos, inician una suave rotación, deslizándose arriba y abajo sobre la capa de sus propias mucosas.
Esforzando las mandíbulas, trata de introducir el tronco de la verga en su boca pero le es imposible tanta dilatación y entonces, sus labios encierran el surco que rodea al glande en un suave menear de la cabeza, chupando hasta que sus mejillas se hunden por la fuerza de la succión, deja que las manos suplan a la boca, masturbándolo apretadamente.
Aunque no es la primera vez que lo hace, hay algo que la motiva especialmente y, alternando las fuertes succiones con golosos lengüetazos e incrementando la masturbación con las dos manos mientras gime por la angustiosa espera de la eyaculación masculina, siente como él va envarando lentamente su cuerpo. En medio de sus poderosos bramidos, recibe los fuertes chorros de semen que exceden la golosa expectativa de la boca abierta y, en tanto ella deglute con fruición el esperma fuertemente almendrado que llena el cuenco de la lengua, la impetuosa eyaculación corre por su cara y escurre hasta los pechos convulsos.
Derrumbada sobre las frías losas del piso, solloza quedamente, en parte como consecuencia de esa cópula infernal en que se han trenzado y en parte por la culpa que le provoca la conciencia de los actos terribles que ha cometido, justo con el hombre que menos debería haberlo hecho, desguarneciendo aquella capa de autoridad que aun tenía sobre él y que facilitará el logro de sus ambiciones. Con una delicadeza impropia de él, Stephen la alza en sus brazos, cruzando la sala para conducirla al dormitorio y depositarla en la cama. Ella observa el aquilino perfil del Duque y se da cuenta que su ruda belleza junto con esa esbelta, poderosa y galana apostura la hubieran seducido aun sin que su marido hubiese marchado a las Cruzadas.
Aceptando la situación como si se tratara de una consecuencia lógica, mientras enjuga tiernamente de su rostro el sudor y los restos de semen, él la hace recapacitar de sus intenciones de convertir aquello en algo cotidiano, haciéndole ver lo inconveniente de variar la rutina de sus visitas periódicas por asuntos de Estado, buscando en aquellas gestiones oficiales la evacuación de sus urgencias en circunstanciales y breves acoples.
Cuando Eleanor regresa, Ingrid le participa jubilosamente entusiasmada de la circunstancia que su ausencia ha posibilitado y es tal la alegría de la muchacha al comprobar que su ama ha recuperado la alegría de sentirse totalmente plena como mujer, que la envuelve en un fragoroso festejo del cual emergen las dos, ahítas y satisfechas de tanta expansión sexual.
Sospechando de la relación entre las dos mujeres, pero sabiendo que Ingrid no confía en otra persona que no sea su dama de compañía, el Duque le hace llegar por su conducto una misiva anunciándole su próxima visita nocturna.
Con las sensaciones de lo experimentado una semana atrás aun frescas en su memoria y los ojos llameantes, lo espera en su alcoba. Tras despedir a Eleanor que permanecerá oculta en su cuarto, espera ansiosamente que su amante llegue hasta ella a través de pasadizos y escaleras secretas y que, sin golpear a su puerta como hubiera sido el deber de un buen súbdito, entre directamente a su alcoba.
Cuando Stephen ingresa subrepticiamente al cuarto, Ingrid resplandece con una belleza que no ha mostrado antes. Lo mira a él y su pecho se ensancha como en un gran triunfo. Por fin va a dar rienda suelta a sus más viles fantasías que ni su marido ni la denodada pero inexperta voluntad de Eleanor han sabido contentar.
Totalmente desnuda bajo las sábanas, luego del refrescante baño en el que la muchacha se ha esmerado en extirpar de su cuerpo hasta la última huella de sudores y aromas íntimos no del todo gratos, reduciendo aun más su vello púbico hasta casi su desaparición para mostrar al prominente Monte de Venus en toda su abultada magnificencia, contempla con ansiosa lujuria el musculoso y esbelto cuerpo de Stephen mientras aquel se desembaraza de sus ropas.
Vibrando de angustiosa expectativa, ve como él se mete debajo de las sábanas y arrima su cuerpo al suyo. La potente fragancia a macho en celo impacta su olfato y los hollares se dilatan palpitantes mostrando la profundidad de su excitación. Sin poder evitar el temblor que la tensión nerviosa pone en su cuerpo, espera el contacto con él y, cuando este se produce, se relaja con un hondo suspiro recuperando la plasticidad de los músculos maleables a la acción de sus manos.
El acaricia suavemente la piel de los hombros y trepando por el cuello aferra su cabeza, dejando que los labios se posen levemente sobre su boca en un beso de infinita ternura. Aprisionando entre los suyos partes de sus labios los succiona tenuemente, macerándolos cada vez con un poco más de exigente premura hasta que ella misma comienza a jugar ese juego de alienante extravío y las bocas se sumen en un tiovivo alucinante en el que las succiones y lengüetazos se incrementan paulatinamente hasta dejarlos sin aliento, respirando afanosamente, sin control.
Sus manos aferran los fuertes músculos de su espalda y las uñas filosas extienden surcos rojizos sobre la piel del hombre que, a ese conjuro, ase entre los dedos la masa sólida de sus pechos contundentes sobándolos con cierta delicadeza para ir lentamente incrementando esta acción hasta convertirla en un doloroso estrujamiento que, a su pesar, la excita.
La boca de él abandona la suya y acude a completar la tarea iniciada por las manos. La áspera lengua refresca con su saliva las hinchadas colinas de los senos y lentamente va derivando hacia las aureolas, amplias y fuertemente rosadas, orladas por gruesos gránulos. Azotándolos con su punta, consigue que su volumen aumente y se eleven ahora como pequeños senos en la cúspide de los pechos. Disminuyendo la intensidad de la caricia, los labios van envolviendo porciones de la trémula carne que rodean a las coronas y, succionando apretadamente, producen pequeños círculos rojizos que rápidamente tornan al violeta.
La intensidad de la caricia a la que se han sumado los dedos pellizcando y retorciendo los pezones, la hacen boquear desesperadamente como si le faltara el aire y sus manos se hunden en el largo cabello del hombre, presionando la cabeza contra su pecho, como si quisiera evitar que él deje de someterla a semejante exquisitez.
Los labios se concentran sobre uno de sus gruesos pezones, chupándolo con aviesa dureza dejando lugar para que los dientes lo mordisqueen tenuemente en un delicioso raer que instala una horda de demonios en su zona lumbar. Los fuertes dedos de Stephen atrapan al otro pezón, estregándolo entre el pulgar e índice con una rotación que se acentúa a medida que aumenta la presión y, cuando los dientes se clavan con decisión sobre la mama tirando de ella como si quisieran arrancarla, las uñas adoptan el mismo temperamento, estirándola hasta lo imposible.
El goce que la tortura pone en el cuerpo de la germana es tan soberbio que esta, con los dientes apretados y el cuello tensionado por la fuerza con que clava su cabeza en las almohadas, dejando escapar hondos gemidos de alborozada alegría, comienza a ondular su cuerpo de forma involuntaria. El normando, experto en estas lides, se escurre a lo largo del vientre y su boca se encuentra ante la fragante superficie de la vulva, con escasos vestigios de la dorada vellosidad.
Acicateado por los aromas que la perfuman, externos e internos, azuza con la lengua los labios inflamados que a su contacto se dilatan complacientes como un capullo floreciente, dejando ver la intensidad rosada de su interior. Enardecido por la excitante abundancia de los pliegues que van transformándose en colgajos, él termina de separarlos con sus dedos y entonces sí, dos grandes pétalos carnosos dejan ver entre ellos el fondo del sexo con reflejos levemente nacarados, el agujero cerrado de la vagina rodeado por gruesas crestas carnosas e inmediatamente arriba del pequeño agujero de la uretra, el capuchón de suaves pieles que alberga al clítoris, cuya diminuta cabeza comienza a asomar.
La lengua ávida se dedica con ahínco a fustigarla y lentamente, el pequeño pene se yergue, tras lo cual él alterna los fuertes lengüetazos con apretadas succiones de los labios mientras el cuerpo ondulante de Ingrid hace del acople un perfecto ensamble. Cuando alcanzan un cierto ritmo y las piernas de Ingrid se sacuden espasmódicamente, sin abandonar su sexo para nada, gira hábilmente el cuerpo, colocándose invertido sobre la mujer. Practicante de esa posición con Eleanor, ella acomoda mejor su torso y asiendo entre sus dedos la poderosa verga, comienza a masturbarla mientras su boca se adueña del glande, succionándolo con vehemencia.
Estrechamente acoplados, succionándose mutuamente con apasionado rudeza, ruedan por el lecho en medio de rugientes bramidos hasta que Ingrid queda sobre él. Adaptando mejor las piernas, ella permite que él, sin dejar de succionarla, hunda dos de sus enormes dedos en la vagina iniciando un rítmico vaivén que la enardece y su boca aloja al miembro no del todo erecto que, bajo el efecto de sus manipulaciones y chupadas adquiere la rigidez y el tamaño que la sorprendieron la primera vez y, aunque casi dislocando sus quijadas, esta vez lo soporta.
Los dientes de Stephen raen al clítoris y los labios tiran de él, excitándola dolorosamente y la mano se desliza en su vagina como un émbolo que la ciega por la intensidad del roce. Embistiéndose como dos bestias en celo, se acometen como si quisieran destrozar al otro y, sintiendo un urgente llamado en sus entrañas, ella desliza su cuerpo hacia delante. Tomando al inmenso falo entre sus dedos, lo mantiene erecto y embocándolo en la apertura de la vagina, va bajando lentamente el cuerpo hasta que todo él se encuentra en su interior.
Asida a las rodillas elevadas de él, flexionando sus piernas con cierto vigor, va sintiendo como la brutal barra de carne la socava por entero, penetrando más allá del cuello de la matriz y castigando con el glande las mucosidades del seno. El dolor se le hace insoportable pero una sensación aun más poderosa de placer lo anula y así, debatiéndose entre el sufrimiento y el goce, inicia una cabalgata que, en la medida que la excitación crece se hace más violenta.
Las manos de Stephen que acompañaron el galope asiéndola por las caderas, se aventuran por la hendidura entre las nalgas y, mientras una excita al clítoris, la otra arrastra los jugos que manan a lo largo de la verga hasta la fruncida apertura del ano y estimulándola con esta lubricación, dos dedos penetran los ceñidos esfínteres en una intrusión que no por dolorosa le es menos placentera.
De su boca abierta manan delgados hilos de baba y la saliva acumulada en la garganta gorgoriteaba sonoramente por el aire que surge ardoroso desde sus agostados pulmones, cuando él la hace girar sobre sí misma embocando la punta del príapo en el ano y de un solo golpe de sus caderas, lo penetra totalmente.
El dolor la ciega por un momento y su cuerpo paralizado comienza a recibir los embates de la verga inmensa que, a medida que se desliza por su interior convierte el flagelante martirio en una dulce embriaguez de placer. Instintivamente acompaña el ritmo de la penetración con el flexionar de sus piernas y mientras él se solaza contemplando la loca competencia en que los pechos sacudidos se enzarzan, ella deja que sus manos acudan al sexo, estimulando al clítoris y deslizándose dentro de la vagina hasta que la angustia va cerrando su pecho y siente como sus carnes parecen separarse de los huesos para confluir hacia el caldero del sexo. El alivio de los ríos internos derramándose, la sume en el vacío alucinante del orgasmo al tiempo que siente como Stephen riega generosamente al recto con la abundancia de su esperma.
Lejos de haberlo debilitado, la eyaculación parece exacerbar la pasión del normando quien acompaña la relajación del cuerpo de Ingrid que se ha derrumbado sobre su pecho y la ayuda a acostarse solícitamente. Ahogada por la fatiga que la violenta actividad ha instalado en su pecho, trata de recuperar el aire y estremecida aun por el llanto de dolor y placer que baña su rostro de lágrimas, deja escapar profundos sollozos de satisfacción, cuando siente a Stephen abrazarla estrechamente desde atrás.
Sus manos vuelven a sobar suavemente los pechos inflamados e Ingrid, aun encaramada en la cima de la excitación, siente como él guía a la verga hacia la apertura de la vagina y, sin haber alcanzado todavía el máximo de su volumen, la introduce en ella. La posición hace que el falo se estrelle en un ángulo desusado contra las paredes del canal vaginal y su roce, de tan doloroso se va convirtiendo en placentero.
Levantando una pierna para darse envión, él la penetra con una lenta cadencia que va incrementando el volumen de la verga y, a medida que adquiere mayor rigidez, parece taladrar las carnes. Sin embargo, ella impulsa su cuerpo ondulante contra el del hombre, facilitando la desgarradora cópula. Sus manos asen las del hombre, compulsándolas a estrujar las oscilantes mamas y ella misma colabora, retorciendo sus pezones y clavando en ellos el filo de sus uñas.
Otra vez los gemidos vuelven a invadir el cuarto y es entonces que él, sin sacar el miembro de su cuerpo se incorpora y, encogiéndole la pierna derecha sobre sus pechos, incrementa el vigor y profundidad de la penetración, haciendo que la cabeza de la verga golpee duramente el interior del útero. Con las manos engarfiadas sobre las revueltas sábanas, se da maña para pujar con su cuerpo retorcido en una jubilosa bienvenida a tan magnífico tormento, mientras a voz en cuello le reclama que no ceje en su empeño.
Cuando él ve como ella blanquea sus ojos y los gemidos van adquiriendo cualidad de bramidos, la coloca boca arriba y haciéndole abrazar su cintura con las piernas, se incorpora en una muestra de vigor extraordinaria, y de esa forma la traslada hacia un regio sillón, muy parecido a un trono. Sentándola en él, le coloca las piernas enganchadas a los altos brazos del asiento y acuclillándose a su frente, la vuelve a penetrar con dureza. Echando sus brazos hacia atrás, Ingrid se aferra fuertemente con sus manos al alto respaldo y su cabeza presiona firmemente contra el regio tapizado hasta que él le pide que tome sus piernas por las corvas, sosteniéndola encogidas sobre los hombros y entonces, vuelve a introducir la fantástica verga en su ano, lenta e inexorablemente hasta que sus testículos golpean sobre las nalgas.
Clavando sus uñas en la suave piel detrás de las rodillas, hunde dolorosamente sus dientes en los labios, rugiendo entre los dientes apretados y, cuando ella cree que él va a acabar nuevamente, alzándola como a una muñeca ocupa su lugar y la ayuda para que, con los pies apoyados en el asiento frente a él, se penetre nuevamente por el sexo, en tanto que la sostiene por las espaldas y sus labios buscan los senos. Tomada de su nuca, ella inicia un leve ondular adelante y atrás sobre el pene y en tanto lo siente estregando las fatigadas carnes de su interior, se exalta más y más, convirtiendo la fricción en intensos remezones que acompaña con escandalosos gritos de satisfacción.
Luego de unos momentos de ese subyugante coito, Stephen la hace pararse, sentándose él sobre el borde del amplio asiento. Colocándola de espaldas, la conduce para que se siente sobre la verga que la penetra con una profundidad tal que arranca ayes a su garganta pero excitada por lo que parece no tener fin, flexiona sus piernas e inicia una demencial jineteada al falo con todo el peso de su cuerpo al servicio de la intrusión.
Stephen ha tomado entre sus manos la larga y gruesa trenza de su cabellera y usándola como una especie de rienda, tira de ella, forzándola a cabecear hacia delante como si fuese una cabalgadura para mantener el equilibrio, arqueando el cuerpo y alzando la grupa, con lo que la penetración se va haciendo intolerable pero ella, totalmente encendida y a la búsqueda frenética de mayor placer, obedece sus indicaciones y, colocando nuevamente sus pies sobre el asiento, uno a cada lado del cuerpo de Stephen, se acuclilla y él guía su cuerpo para que al bajar, su ano se encuentre con la rígida presencia del falo que, en esa posición se hunde totalmente en el intestino.
Con las manos aferradas a los mullidos brazos del sillón y sostenida de las caderas por sus poderosas manos, ella inicia un lento vaivén cuyo ritmo la lleva a emitir roncos gemidos que el sufrimiento inaguantable pone en su pecho pero cuya contrapartida placentera la hace reclamarle a Stephen por mayor energía.
Desde su privilegiada posición, casi horizontal, él ve como el ahora dilatado ano, tras la extracción del miembro, se muestra pulsante y aun más amplio que la apertura de la vagina, dejando ver el interior rosado que contrasta con los oscuros bordes externos. Luego de un momento, vuelve a contraerse en un apretado haz de frunces que laten con vida propia y que, al sentir nuevamente la cabeza del grueso príapo contra ellos, se distienden presintiendo el doloroso placer de la penetración.
Convirtiendo sus bramidos en auténticos alaridos en los que se mezclan el dolor con el placer y el agradecimiento con la rebeldía de verse humillada por esa gozosa agresión, abre desmesuradamente la boca y entre sus labios drenan líquidos hilos de una baba espesa que se derrama sobre los pechos doloridos que levitan bamboleantes. En medio de esta alborozada bienaventuranza, siente las fuertes contracciones de sus entrañas y con espasmódicas convulsiones, expulsa la riada de su satisfacción por el sexo, comprobando como la simiente caliente de él se derrama en el recto.
Sin olvidar que se trata de su soberana, él la alza en sus brazos y la deposita con delicadeza sobre la cama, advirtiendo como aun ella se sacude y gime quedamente, mientras aun sigue expulsando los fragantes jugos internos que manan por la vulva.
Cuando Stephen deja el cuarto, Eleanor, que no ha perdido un solo detalle del largo coito a través de la puerta entreabierta de su cuarto, penetra a la cámara. Acostándose junto a su ama la recorre por entero con su boca, sorbiendo la mezcla de sudor, flujo y semen que la cubre, refrescando los tejidos fatigados de los pechos con la suavidad de la lengua y, dejando que sus dedos acaricien con ternura las castigadas carnes de la vagina, beneficia al insaciable clítoris con la leve succión de los labios. Comprobando como su ama responde con relajada voluptuosidad a tales caricias, gimiendo quedamente entre hondos suspiros de ahíta complacencia, hunde su boca en el ano que, como en un acto reflejo, se dilata mansamente y su lengua lo penetra profundamente al tiempo que sus dedos juegan entre la excitación al clítoris y la penetración de la vagina.
En un digno colofón a tan maravillosa jornada y perdida en las nubes de la inconsciencia, Ingrid alcanza un nuevo y plácido orgasmo, bañando con la abundancia de sus fluidos las fauces de la muchacha, que los recibe alborozada como si de un elixir se tratara, saboreándolos con deleitada fruición.
A la mañana siguiente, Eleanor comprueba que su ama no recuerda haber sostenido el mínimo contacto con ella y, cuando la insta con prudencia a que se abra a la confesión, no tiene reparo alguno en contarle con cierta perversa complicidad hasta el más pequeño detalle de las magníficas penetraciones del Duque pero incurre en ciertas lagunas que confirman a la muchacha de que ciertos actos los ha cometido sin tener cabal conciencia de ello.
Poco a poco, como una mariposa emergiendo de la crisálida, Ingrid se deja ver en las calles de la aldea y comienza a acudir a actos y festejos a los que no asistiera desde la marcha del Rey. Los espesos bosques vuelven a escuchar el galope de su cabalgadura cuando se pierde entre los brezales en persecución de la presa en las muchas cacerías que ahora organiza. Radiante y espléndida con su larga cabellera rubia al viento cual una mítica Valkiria de la lejana Turingia, deja aflorar toda la bravura de sus ancestros germanos, jineteando con soltura algunos de los más bravos corceles de la cuadra real.
La exposición al aire libre va atezando su piel que ahora luce un saludable color levemente dorado y su cuerpo va perdiendo algunas de las adiposidades que la vida sedentaria había instalado en ciertas partes, antes ocultas por las pesadas ropas de castillo. Este renacimiento de la soberana no deja de extrañar al pueblo que, sin embargo, lo recibe con alegría, ya que en estos años la ominosa autoridad del Regente se ha manifestado por demás molesta.
En realidad, el cambio de actitud de Ingrid se debe a una combinación de factores; el saber que su esposo aun sigue vivo a pesar de permanecer prisionero de los musulmanes ha consolidado su auto estima como soberana, papel que ha decidido asumir con toda autoridad. También ha incidido el nuevo mundo de relaciones sexuales que tanto Eleanor como Stephen han abierto para ella, resignada ya a vegetar entre el protocolo y las virtuosas piezas de tapicería que ha realizado por años y, finalmente, el descubrirse soberana y mujer en toda su plenitud con el poder que ello implica, conociendo que existen hombres y mujeres a los que no les son indiferentes sus encantos y de cuyo favor podría disfrutar con sólo mover un dedo.
Sin el ardor de los primeros días de deslumbramiento, ha hecho de las relaciones con la muchacha una saludable gimnasia cotidiana que epiloga satisfactoriamente el ajetreo de su jornada. Metidas debajo de las frescas sábanas, pasan largas horas comentando las cosas de palacio y detalles de las nuevas diversiones de Ingrid, abandonadas a las caricias de sus manos u ocupando sus bocas en prolongados besos y profundas lamidas y succiones que, finalmente, resumen sus necesidades físicas en un acople tan placentero como edificante.
Sus relaciones con Stephen son tan esporádicas como sorpresivas; en una semana la ha visitado dos veces y en ocasiones pasan diez o quince días sin tener noticias de él, cosa que a Ingrid no le desagrada, ya que tras cada encuentro con el normando queda tan agotada y vapuleada que agradece el no ser su esposa, obligada a soportarlo todas las noches
Todos sus encuentros se convierten en una excitante aventura, porque jamás pueden olvidar el miedo a ser descubiertos y entonces sus pasiones los espolean a mayores osadías, sumando tal energía al feroz placer, que jamás eso podría haber sucedido en las relaciones normales de una alcoba matrimonial.
El parece animado por un espíritu maléfico y demencial, gozando al someterla a las más abyectas aberraciones sexuales, especialmente porque ella no sólo acepta de buen grado estas vejaciones, sino que las disfruta casi sin medida y se entrega a ellas con un entusiasmo que asusta. Ingrid sabe que él está proyectando en estas vilezas el odio que siente hacia su marido, convirtiéndola en el vehículo más apto para enlodar su honor y es justamente por eso que se enfrenta a cada cópula, cada sodomía, con la euforia de estar satisfaciendo sus necesidades más primitivas, pero al mismo tiempo le está demostrando al Regente que, en cualquier campo, en cualquier tipo de lid, el Rey es imbatible.
No obstante esa relación de amor-odio, Ingrid comienza a hacerse dependiente de ellas, especialmente al tremendo falo que los sucedáneos provistos por Eleanor no logran igualar y así se lo hace conocer a la joven quien, a la noche siguiente decide darle una sorpresa. Después de los deliciosos prolegómenos de sus juegos sexuales, en los que la muchacha va avivando los fuegos que hacen bullir el caldero de su deseo, aguardando con impaciencia que aquella inicie la ronda final que inevitablemente las sumirá en un mar de arrebatadoras emociones, Eleanor, en medio de subyugantes caricias y besos, toma una larga bufanda de seda y tapándole con ella los ojos, le pide que aguarde un instante.
En plena ascensión hacia la cima del placer, Ingrid aguarda la sorpresa con medrosa inquietud cuando siente el roce de unos labios desconocidos sobre los suyos. Estupefacta por esa presencia no deseada, trata de desasirse de la venda pero un par de manos sujetan vigorosamente sus muñecas a la espalda y los labios que cubren su boca, ante las fuertes dentelladas con que ella se resiste, se deslizan por su cuello para ascender la colina de sus pechos que se bambolean agitados por los sacudimientos de su cuerpo y finalmente, abrevan en la fuerte dureza de sus pezones, ya excitados por Eleanor.
Es esta la que, ante sus indignadas exclamaciones, posa sus labios sobre la boca rugiente susurrándole que se quede tranquila ya que no se trata de una violación sino una manera de paliar su urgente reclamo ante la necesidad de una verga y que la venda obedece a dos propósitos; uno, el preservar la identidad de sus nuevos amantes para que ella, como su Reina, no se vea obligada a bajar la vista en su presencia al recordar que sexualmente es sólo un ser humano. El otro propósito, es darle aun más expectativa al sexo, no sabiendo de qué forma ni cómo será sometida, permitiéndole ser aun más audaz e intrépida en sus manifestaciones físicas.
Acallando los insultos, Ingrid percibe como mientras la muchacha juguetea en su boca con la lengua y la suya se le enfrenta como en tantas batallas cotidianas, la boca del hombre sobrevuela los senos, con la lengua tremolante fustigando las inflamadas aureolas y los labios succionando apretadamente los pezones, complementando eso con fuertes apretujones de los dedos, retorciendo duramente al apéndice mamario.
Los labios y la lengua de su dama la van sedando y, dejando de forcejear, disfruta complacida de los besos, aceptando con cierta perplejidad la rudeza con que el hombre excita sus pechos,cuando siente otra presencia entre sus piernas separadas instintivamente. Las manos fuertes que la acarician no tienen la aspereza de un trabajador o un guerrero, por lo que colige debe de tratarse de gente de palacio. Los dedos del hombre recorren sus muslos con cierta delicadeza, despertando alguna inquietante cosquilla en sus riñones y, mientras besa apasionadamente a Eleanor, aguarda con impaciencia el momento en que su sexo sea intrusado.
Tal vez a causa de su rango, los dedos se muestran timoratos, como renuentes a ese contacto y cuando lo hacen, se deslizan tenuemente a lo largo de la vulva rascando suavemente sobre la devastada alfombrilla dorada de su vello púbico y, van separando los labios con tímida prolijidad, escarbando entre los pliegues ya abundantemente lubricados por sus jugos. Murmurando entre gemidos de complacencia, siente como sus tejidos se rinden mansamente a la caricia y los dedos recorren acuciantes el interior del sexo, manteniendo separados los dos rosados pétalos internos para que la punta afilada de una lengua traviesa los vaya excitando en tanto que recorre todo el fondo nacarado del óvalo, encontrando cobijo sobre la caperuza del clítoris que ya comienza a manifestarse.
Los labios, finos y tersos, encierran a la pequeña excrecencia sin dejar de azotarla con la lengua. La encierran y succionan con delicada rudeza, mientras que dos de los dedos se van introduciendo lentamente en la vagina, rebuscando sobre la plétora de mucosas. Hallando rápidamente esa callosidad que la enloquece, comienzan a frotarla tenuemente hasta que la exagerada expansión de sus gemidos los instan a incrementar el roce, en tanto que la boca abandona al clítoris a la acción sañuda del pulgar para raer con los dientes los carnosos pliegues que rodean la entrada a la vagina.
Abrumada por el goce excelso que entre los tres le están provocando, deja que su cuerpo manifieste su complacencia en un lento ondular que la agita desde los hombros hasta los pies, obligándole a encoger las piernas y elevar ansiosamente la pelvis. Sintiendo como intercambian posiciones, recibe con beneplácito la boca y las manos de la muchacha en sus senos y cuando su lengua inquieta se aventura a la búsqueda de lo que la joven le ha negado, encuentra la cálida redondez de un pene, aun no del todo rígido. Cuando el glande se frota contra sus labios abre la boca con gula, alojando la cabeza entre ellos y sus manos, ya libres, acarician el tronco el miembro. La lengua recorre como una sierpe el profundo surco y los labios succionan duramente la delicada y sensible piel del prepucio mientras que los dedos, cubiertos por una espesa capa de su saliva, se deslizan a lo largo del que ya es un verdadero falo en duro estregamiento.
Ya los dedos y la boca del otro hombre no someten al sexo y una verga de regular volumen se introduce en su vagina. Ninguno de los dos miembros alcanza el tamaño del de Stephen, pero al parecer, los hombres son lo suficientemente hábiles como para no hacerle notar la diferencia. Sintiendo profundamente como el cuello del útero es rozado por el falo y el duro movimiento rotativo con que el hombre lo hace estregarse placenteramente contra sus carnes, atrapa al miembro entre las manos y lo hunde en su boca hasta que le provoca pequeñas arcadas, iniciando un lento vaivén de la cabeza que acompaña con violentas succiones, arrancando sonoros rugidos al hombre.
La intensidad inédita, le hace envolver sus piernas a la cintura del otro hombre, impulsando su cuerpo aun con más fuerza, mientras redobla los esfuerzos de sus manos y boca, sintiendo la excitante ternura de Eleanor sobre sus pechos. Estremecida, como atacada por alguna enfermedad, todos sus músculos se contraen al ritmo de la cópula y cuando siente la familiar revolución que le anticipa la expansión de la satisfacción, con los dientecillos de la muchacha haciendo estragos en los senos, los hombres prorrumpen en roncos bramidos de placer y tanto su boca como la vagina son inundadas por una catarata seminal que riega con cálida abundancia sus entrañas y ella saborea con delectación la lechosa eyaculación.
Conociendo las reacciones de su ama; la tensión que hincha de manera exagerada las venas del cuello y los dientes fuertemente apretados, más el espasmódico rasguño de sus dedos a las sábanas, le indican a Eleanor que Ingrid se encuentra en la cúspide de su más exaltado deseo y, abalanzándose sobre su boca hunde en ella la lengua, degustando el almendrado jugo que aun resta en la de su ama, trenzándose en dura batalla de lengüetazos y chupones con el excitante trasiego de salivas y semen que se transfunden de una boca a la otra.
Una mano de la muchacha se desplaza hacia las húmedas regiones de la entrepierna y dos dedos diplomáticos inician un lento restregar rotativo sobre la delicada caperuza que se yergue en la entrada a la vulva, que ya dilatada por el intenso trajín a que la ha sometido la verga, muestra la profusión casi grosera de sus pliegues desplegados como una flor. Ingrid reacciona con conmocionada voluptuosidad y abrazando a la joven la hace rodar hasta que queda debajo de ella, escurriéndose en agradecida compensación hacia el vértice de las piernas a las que abre con imperioso gesto, dejando al sexo de la joven en oferente exposición. Guiándose por su instinto y por su olfato que no puede ignorar los aromáticos efluvios que emanan desde él, busca el contacto con la lengua tremolante y cuando lo hace, fustiga con tierna violencia las juveniles carnes de la muchacha que, abrasadoramente excitada, la recibe con exclamaciones de goce y guiando la cabeza con sus manos, hace que la boca toda se estrelle contra los delicados tejidos. Los dedos de la soberana, dúctiles y habilidosos en el bordado, van trazando verdaderas filigranas entre los pliegues que varían desde el rosado intenso del interior hasta el violeta casi negro de sus bordes, soflamados por la sangre que ha acudido a ellos.
Mientras la lengua escarba embebiéndose de los humores que los empapan, busca con insistencia el pequeño botón que se insinúa debajo del capuchón y los labios lo encierran entre ellos, sometiéndolo a intensas chupadas, rayéndolo tenuemente con el filo romo de los dientes. Los intensos gemidos complacidos de Eleanor parecen enajenar a la germana que, haciéndola alzar las nalgas, introduce dos de sus finos y largos dedos en la vagina de la joven que, ante ello, sacude espasmódicamente las caderas contribuyendo a que la penetración vaya ganando en profundidad y es en ese pico de magnífica exaltación que Ingrid siente como un par de manos separan las nalgas de su grupa alzada y una boca golosa rebusca en su sexo, refrescando con su saliva los tejidos ardientes, mientras la lengua poderosa se introduce vibrante en su vagina.
Lo insuperable de la excelsa caricia la lleva a incrementar la penetración de la muchacha y es ahora su mano entera la que, con la ayuda de las abundantes mucosas que la lubrican, se desliza ahusada dentro del sexo en un suave vaivén que la excita tanto como a Eleanor, quien recibe alborozada la presencia de la verga del otro hombre en su boca.
Quien zangolotea entre sus piernas ya no se limita a la succión y manipulación harto placenteras, sino que ha ido penetrándola lentamente con una verga que la estremece por su rigidez. Con exasperante lentitud, centímetro a centímetro, el falo va desgarrando los suaves tejidos de la piel a causa de los extraños ángulos con que el hombre lo dirige y que hacen de la intrusión un soberbio calvario. Bajando su torso hasta que los senos se aplastan contra las sábanas, consigue elevar al máximo la grupa, iniciando un fuerte ondular que facilita y ahonda la penetración.
Fascinada por el placer que le brinda la saña vesánica del hombre, intensifica el accionar de la mano en el interior de la joven que, empeñada en la succión al miembro ha colocado los pies sobre sus espaldas. Tomando impulso se eleva en violentas contracciones contra su boca que se hace un festín sometiendo las carnes del sexo, al tiempo que el hombre, tras excitar los esfínteres del ano con el dedo pulgar, dilatándolos ampliamente, extrae la verga de su vagina y la introduce en la oscura caverna de lábiles músculos.
En forma simultánea se superpone la ambivalencia del más tremendo dolor con la gloriosa sensación del goce más fulgurante y, olvidada ya del sexo de Eleanor, se dedica mover su cuerpo con la misma cansina cadencia con que él la penetra y de su boca mayestática brotan los insultos más soeces mezclados con los sollozos que le cierran el pecho. El hombre ve como la oscura apertura del ano ha cedido totalmente a sus vigorosas arremetidas y es cuando retira la verga que observa embelesado como este, semejando la dilatada boca negra de un volcán, palpita por unos instantes adoptando la dimensión que le otorgara el miembro mostrando el suave color rosado de la tripa para luego volver a contraerse en el consabido frunce que lo caracteriza. Esperando que ello suceda, presiona nuevamente contra él y la verga torna a invadirlo en toda su extensión, repitiéndose esto, una y otra vez, en medio de las estridentes exclamaciones de placer de Ingrid.
Aferrándola por los oscilantes pechos, el hombre va obligándola a levantar el torso dejándose caer lentamente hacia atrás y, en la medida en que ella acompaña este movimiento quedando recostada sobre su pecho, el ángulo de la penetración se le hace insufrible. De alguna manera instintiva sabe lo que tiene que hacer y buscando las piernas encogidas del hombre, apoya en sus muslos los pies, dándose impulso para el vaivén de sus caderas que se acompasan al ritmo de la penetración.
Con el cuerpo ladeado, su cabeza yace sobre los bíceps del hombre y es hasta allí que llega Eleanor abriéndose acuclillada de piernas, dejando que su sexo quede sobre la boca del ama, quien con golosa complacencia, pone toda la angurria de sus labios y lengua al exquisito solaz que le provoca el sexo, gotoso de fragantes fluidos.
Incrementa el balanceo de su cuerpo cuando siente que, tras fustigar su sexo, abierto y oferente con la sierpe de su lengua, el otro hombre filtra diestramente sus piernas entre el hueco que dejan las suyas apoyadas en los muslos y la verga se va hundiendo con toda su vigorosa rigidez en la vagina. Nunca hubiera imaginado el tremendo placer que está obteniendo con los dos príapos traqueteando en su interior, estrellándose uno contra el otro como si la delgada pared membranosa que los separa no existiera y, sabiéndola causante de tanta dicha, multiplica la acción sobre el sexo de la muchacha en un emocionado agradecimiento.
El regio aposento se ve invadido por los rugidos, suspiros, bramidos y maldiciones que tanto el dolor como el goce arranca en los denodados amantes, que durante largo rato se debaten en esa subyugante y fragorosa batalla de los sentidos hasta que es la misma Reina la que reaccionando, les suplica con imperativa urgencia que ya dejen de dañarla y los cuatro se desmadejan agotados sobre el lecho.
Cuando los rayos del sol se filtran a través de las estrechas aspilleras de la Torre, con el cuerpo derrengado, Ingrid recibe de manos de Eleanor un abundante desayuno que le ayudará a recuperar las fuerzas tan maravillosamente perdidas. Resplandeciente, ahíta de sexo y pletórica de una licenciosa incontinencia, tras consumir los alimentos, se deja estar lánguidamente en brazos de la muchacha, abierta a la confidencia de las perturbadoras emociones que alcanzara por primera vez en su vida de una manera tan cruelmente brutal y placentera.
Como para compensar esa lascivia que parece invadirla día a día, sabiendo en su fuero íntimo que no es conducta propia de una soberana, ordena repartir entre la gente de la aldea una generosa cantidad de alimentos y granos, ocupándose personalmente que nada de aquello quede en mano de los vasallos que ejecutan sus ordenes. El vulgo vitorea asombrado a aquella soberana que, aunque extranjera y poco querida, cabalga ahora sobre un brioso potro fiscalizando la tarea de los pajes, ignorando que esta a su vez se pregunta con curiosidad quienes de aquellos fornidos y bellos efebos han sido los que tanto la complacieran.
Cuando Stephen regresa cuatro días después, encuentra trastocado ese orden tan cuidadosamente elaborado desde la marcha del Rey, especulando con el resentimiento que el pueblo guardara hacia su reina a causa de su condición de extranjera y el altivo encierro en que se mantuviera siempre, fueran campo propicio para ejecutar las siniestras maniobras que lo llevarían finalmente al poder.
Enojado consigo mismo por haber confiado en la hermosa ligereza inconsciente de la germana, no se demora en cobrar venganza, acudiendo esa misma noche a los aposentos reales y sometiendo a la soberana a la más estrepitosa de las noches que los dos tuvieran memoria y que a ella, en vez de vindicativa, le parece tan deliciosa como la que sostuviera con los pajes y Eleanor. Luego de poseerla durante horas hasta que ella misma le pide clemencia ante la opresión desmedida, él se retira llevándose como botín subrepticio algunas prendas de ropa que, bordadas con las iniciales de la Reina no pueden menos que pertenecer a su ajuar íntimo.
Pretextando obligaciones de Estado, él vuelve a partir en una nueva gira en la que estrecha ciertos pactos preexistentes con algunos nobles del reino y que favorecerán su conjura al abrigo de las evidentes muestras físicas de la concupiscencia de la soberana y cuyo conocimiento comienza a esparcirse por las distintas comarcas, divulgados por las picarescas canciones y romanzas de los juglares, rapsodas y troveros.
En tanto se suceden estos hechos, con la alegría de sentirse una mujer completa por la feliz intensidad con que vive sus noches en las que la inefable Eleanor comparte los favores de los mancebos escuderos que la sensibilidad de su cuerpo le hace comprobar no son siempre los mismos, Ingrid consume la calmosa placidez de los días veraniegos alternando sus visitas a distintas aldeas con las fatigosas cacerías en las que da rienda suelta a su ancestral fiereza.
Repentinamente llega la noticia que los captores de su esposo, tras recibir la fortuna que se enviara para su rescate acaban de liberarlo y se encuentra a dos días de llegar a la costa que separa al reino del continente. Alarmado por la noticia, Stephen retorna prontamente, ya que él había movido ciertas conexiones con los musulmanes para que no cumplieran con el convenio y, en cambio, asesinaran al monarca.
Sin embargo, Ingrid demuestra ser tanto o más astuta que él y comprobando la sustracción de su ajuar, urde con Eleanor un plan no sólo para desenmascarar al Duque sino para eliminarlo. Seducidos hasta la admiración, los lacayos que la han disfrutado y aun lo hacen, difunden a un grupo de caballeros leales al Rey la sustracción de la prendas y la conjura del Duque, quien pretende asesinar a la soberana ante la vuelta del gobernante y esa noche, cuando Stephen irrumpe en su cuarto tras atravesar los laberínticos pasadizos secretos, es interceptado por los guerreros que creen estar defendiendo el honor y la vida de su soberana. Luego de un tumultuoso y feroz combate que se desarrolla en la oscuridad de la Torre Blanca donde supuestamente duerme Ingrid, el Regente cae mortalmente herido a causa de su desmedida ambición.

En la mañana, la noticia de que el Regente ha intentado violar y matar a la Reina se esparce rápidamente y son numerosos los caballeros que acuden al castillo para manifestarle su apoyo incondicional, especialmente ahora que el Rey se encuentra tan cercano. Es esa misma cercanía y la muerte del Regente la que impulsa a los conjurados a impedir la llegada del soberano a la isla, ya que su vuelta viene a trastocar la situación de numerosos nobles que han aprovechado su ausencia para cobrar mayor poder e incrementar sus riquezas despóticamente, medrando sobre los intereses del pueblo. Formando un ejército relativamente poderoso y confiando en lo menguado de las fuerzas reales después de tan largo y fatigoso camino, se embarcan para emboscarlo en tierras neutrales del continente.
Ignorantes de esa situación, los habitantes del castillo y la aldea, alegres por el inminente retorno del soberano y la nueva actitud de Ingrid, a quien ya no consideran una extranjera por la forma en que ha resuelto las asechanzas del Regente, organizan una serie de festejos populares con la participación de juglares, saltimbanquis, volatineros, acróbatas y bufones que hacen la delicia de los asistentes, festejos en que la Reina participa activamente, mezclándose con la chusma y repartiendo entre ella dulces y golosinas.

Mariana

Por las noches y ya sin la obligación del protocolo sino por propia convicción, asiste y no pasivamente, a las pantagruélicas cenas en las que la abundancia de alcohol exalta los ánimos de los presentes hasta un límite casi intolerable. Conservando la distancia que merece su posición, no desentona al momento de beber y festejar a carcajadas las groseras poesías metafóricas de los bufones y juglares que ponen un picaresco acento particular en las consecuencias físicas que el retorno de su esposo le deparará. Otras damas cuyos maridos participan de la Cruzada forman coro a su alrededor, festejando las ocurrencias y observando con pasiva tolerancia las desaforadas manifestaciones que el exceso de bebida provoca en los hombres y mujeres que las rodean y en tres o cuatro ocasiones, los ojos de Ingrid han sorprendido la mirada profundamente insistente de Mariana de Wilford.
Reflexionando, se da cuenta que esa situación se ha repetido en todas las ocasiones en que la Condesa ha estado en Dartmoor. También se da cuenta que no es la primera vez en que ella se encuentra pensando en la extraña situación de Mariana; siendo la hija mayor de un señor feudal y considerando que su aspecto físico no ha sido un impedimento, resulta extraño que a los treinta y tantos años permanezca soltera cuando sus tres hermanas menores hace tiempo que se han casado. No habiéndose dedicado a la vida religiosa ni conociéndosele pretendiente alguno, pareciera que su destino es terminar como dama de compañía de otras jóvenes de la nobleza.
Sin embargo, su aspecto se contradice con la imagen que de ese tipo de mujeres se tiene. Típicamente anglo-sajona, Mariana excede en estatura al común de las mujeres y su cuerpo parece estar en concordancia con ello a juzgar por la generosa porción de sus pechos que se ve por el amplio escote de su vestido. Su cara, un tanto larga, destaca el maravilloso cincel de la nariz y los labios perfectamente delineados, gordezuelos y fuertes, pero lo que verdaderamente hace atractivo al rostro son los ojos; de un gris claro que no los hace fríos sino traviesamente alegres, aparecen enmarcados por profusas y largas pestañas negras que contrastan con la curva dorada de sus cejas espesas y el rubio cabello trenzado en complicadas vueltas que dejan al descubierto la curva grácil del cuello.
Forzándose a abandonar sus pensamientos por el fragor de la fiesta, presta atención a un mensajero que con el rostro demudado se ha abierto camino entre el pandemonio y que, tartamudeante, le da la infausta noticia de que su esposo ha sido emboscado y muerto por un grupo de bandidos en Arrás, antes de poder embarcar hacia Hastings.
Haciéndose escuchar en medio de la baraúnda, comunica a los cortesanos del asesinato de su Rey y la fiesta entonces se convierte en un mar de sollozos, gritos de rabia y maldiciones vindicativas contra aquellos desconocidos. A pesar de sentir la angustia que toda muerte conlleva, Ingrid se da cuenta que en su fuero interno es como si hubiesen soltado una cuerda demasiado tensa y su definitiva ausencia la alivia. Con el pecho sacudido por una violenta emoción, cae en cuenta que, extranjera o no y sin hijos que sucedan al Rey, ella es legítimamente y por derecho la nueva soberana. La alegría y la emoción la hacen estallar en un convulsivo llanto que, por suerte mal interpretado por los súbditos, hace que tanto Eleanor como Mariana que se ha agregado al círculo íntimo, la conduzcan compasivamente hacia la Torre donde la obligan a guardar reposo.
Por la mañana y recién levantada, recibe al Arzobispo quien, en ausencia del Rey y el Regente, es la máxima autoridad del país. Por suerte, la larga noche sin dormir y el exceso de alcohol, dan a su rostro un aspecto abotagado propio de quien a estado llorando por horas y el religioso se conduele de la pena de la germana.
Haciéndole ver que el reino se encuentra acéfalo y que cualquier demora podría provocar la codicia de algunos nobles que tratarían de tomar el mando, le suplica que deje por unos momentos el dolor de lado y se prepare para ser proclamada Reina a la brevedad. También le informa con discreta circunspección que deberá cambiar algunas de sus costumbres, dedicándole más tiempo a los asuntos de Estado y, ateniéndose al protocolo, nombrar como su dama de compañía a una mujer virtuosa y de noble rango en lugar de la plebeya que ahora la atiende.
Como si hubiese sido mágicamente convocado, acude a sus labios el nombre de Mariana de Wilfort, a lo que el Arzobispo asiente entusiasmado por la prudencia de su nueva soberana al elegir a una mujer de tanto mérito como la Condesa, pero inmediatamente lo pone en un aprieto al pedirle que acceda en confirmar como Lady a Eleanor, que desde la niñez le ha sido siempre fiel. Dándose cuenta que la Reina será un hueso duro de roer a la hora de negociar por cosas del reino, el anciano accede y le dice que convoque inmediatamente a Lady Mariana que, conocedora del ceremonial del reino, le ayudará a prepararse para la asunción de mando al mediodía siguiente.
Cuando el Arzobispo se despide con una reverencia, la conciencia de ser ya la soberana única y absoluta de tan importante nación la conmueve y por primera vez estalla en sincero llanto. Más calmada y con la ayuda de Eleanor que, súbitamente recatada y tímida se mantiene prudentemente en un segundo plano propio de una plebeya, comienza a elegir algunas prendas de vestir que a su entender serán apropiadas para el magno acontecimiento mientras esperan la llegada de Lady Mariana que se aloja en otras dependencias del mismo castillo.
Cuando esta llega, para no hacer evidente la relación que las une, la muchacha se retira respetuosamente y las dos mujeres quedan solas en la privacidad del cuarto real. Intimidada por la fuerte personalidad de la inglesa y evitando expresamente que su mirada se cruce con la de los subyugantes ojos grises, revuelve nerviosamente las prendas escogidas y escucha con un poco de sorpresa como Mariana le dice que para comprobar si el corte y la caída de las telas son las que corresponden al espectáculo que supone la ceremonia, necesita vérselas puestas.
Cohibida como si fuera una niña y perturbada por poner en evidencia ante una extraña la desnudez de su cuerpo, se cambia el vestido de espaldas, sin poder evitar que aquella vea las elementales bragas cubren su cuerpo. Como Mariana parece hacer caso omiso de su desnudez, interesada sólo en elegir las prendas que por su riqueza se adapten mejor a la circunstancia, la agitación vergonzosa de su pecho se va aquietando y lentamente, con el roce de las telas y los ocasionales contactos de las manos de la Condesa mientras le prueba las distintas prendas, va dejando lugar a esa cosquillosa inquietud en su vientre que ella relaciona siempre con la excitación sexual.
Sin proponérselo conscientemente y con una fingida soberbia propia del rango que ya detenta, ordena a la respetuosa dama que, a falta de un espejo apropiado, se coloque ella el vestido escogido para comprobar como lucirá en la ceremonia. Obedientemente y sin demostrar el menor pudor, la inglesa se desnuda e Ingrid corrobora las sospechas sobre su cuerpo. Sin ser exuberantes, sus pechos son sólidos y plenos, con unas curiosas aureolas abultadas de gruesos pezones. Su vientre chato y liso no muestra adiposidades y las anchas caderas se apoyan sobre las torneadas columnas de sus piernas, en cuyo vértice luce espléndida una espesa y recortada mata de ensortijado vello rubio.
Cuando Mariana se ha colocado el vestido, Ingrid se aproxima a sus espaldas para terminar de ajustar los complicados pasa cintas que hacen de cierre. La nuca delicada y libre de cabello se yergue invitadora ante sus ojos y la dulce fragancia a mujer que emana del cuerpo de Mariana, mezcla de transpiración, alhucemas y acres perfumes íntimos, golpean como un mazazo sus sentidos y, con los hollares dilatados por el deseo, aferra por los hombros a Mariana para hundir su boca en la nuca, besándola con histérica urgencia.
Paralizada o complaciente, la Condesa se deja estar y ni siquiera protesta cuando la germana desliza con sus manos el vestido que cae a sus pies. Los dedos acarician tímidamente la piel rosada, casi blanca, de la inglesa y al paso de sus yemas es como si unas magnéticas vibraciones establecieran un extraño vínculo entre las dos pieles confundiéndolas en una sola. Tentando levemente sobre las carnes del vientre, exploran su tersa superficie apenas abultada por incipientes músculos y lentamente se van aproximando a su objetivo real.
Con infinita prudencia, sopesan la comba que el peso de la mama hace en la parte inferior de los senos y suavemente se introducen dentro de la arruga que forma la unión con el torso, resbalando sobre la transpiración acumulada. Mientras su boca se entretiene en besar, succionar y mordisquear la delicada piel del cuello de Mariana, los dedos bien lubricados ascienden palpando tenuemente las carnes conmovidas de los pechos hasta tomar contacto con los gruesos gránulos de las aureolas que se yerguen como pequeños senos y ahora son las uñas que raen delicadamente la áspera superficie, arrancado en la inglesa en primer gemido de excitación.
Ingrid se desprende facilmente del sayo que cubre provisoriamente su desnudez y aplasta su cuerpo ardiente contra el de la inglesa que, con una leve ondulación se restriega contra sus carnes, adaptándose casi miméticamente a ellas. Sus manos han vuelto a tomar posesión de los pechos, pero ahora acompañadas por las de Mariana que las guían e incitan para que sobe entre los dedos a los ahora endurecidos senos. Exhalando leves gemidos de excitación, Mariana echa hacia atrás su cabeza y, con los ojos cerrados deja que escape de entre sus labios la sierpe ondulante de su lengua en busca de la suya.
Aprovechándose de su mayor estatura y corpulencia, mientras una de sus manos ya estruja sin piedad alguna al seno, la otra aferra a la Condesa por su elaborado peinado y forzándola a ladear la cabeza, fustiga con su lengua la de ella. Lentamente, poco a poco, los labios van aproximándose, rozándose tenuemente hasta que en medio de un ronco y quedo ronquido, las bocas se unen, comenzando con un suave chupeteo que con el incremento de la excitación va convirtiéndose en una desesperada succión.
Sin desunir las bocas, han ido girando hasta quedar frente a frente, estrechándose en apretados abrazos en los que la alocada búsqueda de las manos recorre lúbricamente los cuerpos como manifestación física de la angustia histérica que se ha instalado en sus vientres. A los tropezones y sin decidirse a deshacer el abrazo, Ingrid la empuja hacia el lecho y ambas se derrumban sobre él.
A los remezones y ahorcajada sobre ella, conduce a Mariana hacia el centro de la cama. Murmurando palabras ininteligibles y gimoteando de felicidad por la concreción de esa unión tan largamente anhelada como ignorada aun para ellas mismas, se toman mutuamente de la cara y las bocas se prodigan en infinidad de besos menudos y tiernos, pareciendo querer absorber los hermosos rasgos de la otra en una especie de lasciva simbiosis.
Es finalmente Ingrid quien se decide, abandonando la boca golosa de Mariana y escurriéndose a lo largo del cuello hasta arribar a la gelatinosa pulposidad de los senos que siempre despertara su atención. Suavemente rosados, repentinamente cubiertos de un curioso rubor, los pechos reciben estremecidos la caricia con que labios y lengua se prodigan sobre ellos, especialmente sobre la arenosa superficie de las abultadas aureolas, azotando a los endurecidos pezones y encerrándolos entre los labios en apretados chupones.
Por la complaciente aquiescencia con que la mujer ha accedido a sus requerimientos, comprende que no es primeriza en esas lides y decide comprobar si es así. Mientras su boca se concentra en uno de los pechos, succionando fuertemente las carnes y dejando oscuros hematomas sobre la blanca piel, una de sus manos se dedica a pellizcar al pezón del otro seno y, cuando está lo suficientemente duro, lo encierra entre sus dedos índice y pulgar para retorcerlo cada vez con mayor intensidad, arrancando en Mariana ayes contenid
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