Virgen y Mártir
Por César du Saint-Simon.
I
Cuando Iracema estaba frente al altar, vestida de blanco, para desposarse en santas nupcias, los amigos de la novia que estaban en la Iglesia le miraban su deseable culo, por el cual todos habían pasado, despidiéndose de él en silencio y evocando aquellos sicalípticos días en que lo calaban groseramente con vicio y depravación. Aquella concurrencia de hombres sabía que su futuro esposo sería “el afortunado” porque había decidido llevarla a la cama como su marido.
Iracema es una mujer bajita de estatura, con pechos del tamaño de unas naranjas y con los pezones tan negros como la nariz de un perro. Tiene poca cintura pero con sus anchas caderas y unas turgentes nalgas se torna deseable. Su personalidad gozosa, lasciva y cosmopolita, resultado de su experimentada conducta sexual, le permite obtener muchas cosas que, a pesar de no ser muy brillante con el intelecto, la pone en ventaja respecto de otras mujeres “normales”, logrando metas a fuerza de dar y de negar intimidades a los hombres indicados en el momento adecuado, exacerbándoles así los instintos obscenos y arrancándoles de sus voluntades y de sus cuentas bancarias casi todo a cambio de casi todo, menos una cosa.
Desde muy joven descubrió cómo la estrategia de “no darlo todo” le funcionaba mejor que la técnica de las otras chicas que ella conocía, que consistía en, o bien entregarse total, romántica y amorosamente, desde el Norte hasta el Sur, desde el Este hasta el Oeste, inclusive dejándose preñar, para procurar enganchar a un hombre que luego se desinteresaría de ellas, y quedar así solitarias, manchadas y con el futuro incierto, o bien, en no dar absolutamente nada, para quedar solitarias, inmaculadas y con el futuro incierto. La masiva asistencia de Caballeros a su acto matrimonial así lo confirmaba, y cuando un sobresalto y una expectativa generalizada se apoderaron de al menos tres docenas de hombres al ella voltear hacia atrás y mirar a todos los presentes antes de dar el “Si”, lo ratificaba.
En las escalinatas de La Iglesia, sus amigos, formando varios pequeños grupos de conocidos entre sí según la época, el sitio o la condición en que la gozaron, esperábamos por la salida de la novia, ya desposada, camino a la consumación marital. En uno de esos grupitos estaban sacando las cuentas a ver quien fue el primero de ellos que le injertó el ano y opinaban acerca de la fuerza que tenía en el sieso para estrangularles el palo; en otro, más atrás (el de “Los Ibéricos”), hacían un comentario escabroso acerca de la capacidad de dilatación de su esfínter anal y de algunos extraños objetos que, aseguraban, haberle metido sin compasión; Los más jóvenes, apostados en el umbral de entrada al Templo, algo muy indecente debieron haber dicho y el cura lo escuchó, ya que el beato sacerdote perdió la compostura y, arrancando las hojas del misal, empezó a arrojarles los papeles mientras él recibía, a su vez, una superabundancia del ceremonial arroz de la felicidad. En el grupito de los Gays estaba uno que parecía asistir a un funeral ya que, vestido de negro, lloraba desconsoladamente y, después de limpiarse los mocos con un pañuelito de encaje, se lamentaba diciendo que ya nada volvería a ser igual sin su consejera. Los de mi grupo hacían conjeturas acerca del espesor del himen de Iracema y de cómo sería de difícil desvirgarla a estas alturas de su ya no tan tierna edad cuando la cuca no es tan flexible y su “músculo del amor” lo debía tener atrofiado y yo les aposté que al feliz desposado le iba a doler más que a Iracema, que su recurso ésta ya tendría para disfrutar muy bien del momento.
Cuando aparecieron los novios en la puerta del Santuario estalló una ovación dirigida especialmente a ella, puesto que se lo merecía, porque, siendo tan reputa, se le admiraba por no ser totalmente puta y haber guardado “el honor” para su marido, dando el ejemplo para muchas de las siguientes generaciones de mujeres desprevenidas en como manejar los atributos femeninos.
Mientras caminaban, bajo la lluvia del arroz providencial, hacia el vehículo en que partirían, muchos de sus amigos se llevaron las manos a su zona venérea y, masturbándose por encima del pantalón, lanzaban silbidos, aullidos y ladridos cargados de morbo. Al entrar en el carro protocolar, metió primero el torso, para luego mover el trasero en forma lujuriosa y erótica, como a todos alguna vez nos hizo en la intimidad, para terminar de entrar y sentarse lanzándonos besitos cargados de cómplice picardía, con lo cual se incrementó el griterío de los presentes, convirtiéndose en una alborotada cacofonía de indecencias y otras verdeces. Los Gays estaban histéricamente furiosos, pidiendo más respeto “para una señora ca-sa-da” y el marica vestido de luto se desmayó cuando, en medio del bochinche, alguien (dicen que fue el gallego) le agarró el culo y se lo zarandeó para que se callase la boca. Al mismo tiempo, la madre de la novia y otras dos señoras le echaban aire al virtuoso sacerdote que, sentado en las escalinatas de la Capilla, estaba visiblemente emocionado besando su crucifijo.
II
Llegamos al salón de aquel lujoso hotel donde celebraríamos, con ricos manjares y buenas bebidas, la decisión de Iracema de ir al altar, y ya el clan de los Gays se había instalado alrededor de la mesa de los quesos y, cual marabunta, devoraron hasta las flores de la decoración. Las amigas de la novia tenían una enorme mesa redonda reservada para ellas solas en donde había un cartel que decía: “Solo Para Las Vírgenes”, el que horas después desapareció, mostrando en su lugar uno que rezaba: “Las Vírgenes Solo Para... Mártires”. Los de mi liga nos instalamos, estratégicamente, en una mesa de la esquina, en diagonal a la enorme pantalla de televisión en la cual se veían detalles del festejo que un camarógrafo, caminando entre los presentes tomaba y trasmitía, y desde donde podíamos observar toda la panorámica del ambiente.
Los mesoneros trabajaban arduamente para servir la gran cantidad de tragos demandada por los concelebradores, que ya nos empezábamos a animar y a subir el tono de las conversaciones que tímidamente iniciamos durante el acto solemne en La Iglesia. La orquesta daba también lo mejor de sí, incrementando el estruendo de sus instrumentos mientras que “El Baile De La Colita” era ejecutado por todas las amigas de Iracema, y los amigos hacían “El Baile Del Perrito” apostándose detrás de sus colitas, para ir luego organizándose tal baile en un trencito circular en donde todos se restregaban el trasero con el de atrás y las manos agarraban caderas, cinturas, tetas y cojones sin recato ni discreción.
Los padres de la novia llegaron al recinto de la fiesta mucho después, cuando ya estábamos en nuestro apogeo etílico y licencioso, y un rumor se comenzó a esparcir por entre los invitados de que el sacerdote que casó a Iracema había fallecido en el hospital a donde fue llevado de urgencia en medio de convulsiones, luego de recibir los últimos sacramentos, puesto que no se pudo recuperar de toda la emoción que le transmitimos.
Hubo un momento singular cuando una de las mesas con postres y dulces de manufactura casera, ricamente decorada con un cisne de hielo y varios buqués de margaritas, empezó a sacudirse catastróficamente, bamboleándolo todo, hasta que el bloque de hielo cayó con gran estruendo, llamando la atención a casi todos y vimos, primero con asombro, como surgía de entre las flores el hermanito de Iracema abrochándose el pantalón y, de seguido, la primita de Iracema acomodándose el busto y la cabellera, luego, estallando un aplauso y una vocinglería de aprobación, varios de los concurrentes pusieron a resguardo a los adolescentes de las tías, que iban hacia ellos en plan de punición.
Cuando tuve necesidad de ir a desaguar, había dos cartelitos en cada una de las puertas, los baños no estaban diferenciados, eran unisex, y los usuarios, damas con caballeros, se encerraban en todos los cubículos de retretes de donde salían risitas, gemidos, suspiros y voces entrecortadas por el placer, haciéndose muy difícil el cumplir con la misión de orinar, sobretodo a las damas. Yo saqué mi instrumento urinario, algo ya exaltado por los golpes contra los tabiques y los resoplidos y respiraciones silbantes que estaba escuchando, y me dispuse a descargar en el lavamanos. Una alta, flaca y llamativa mujer, que no llegaba a los cuarenta ni en edad ni en peso, con un vestido de seda rojo y zapatos rojos de tacón alto, me miró y se llevó las manos a su ingle, apretándose allí al tiempo que sacaba el culo para atrás. Yo pensé que se había conmovido al verme la verga, pero no, solo se estaba orinando y, al observar mi micción, se estremeció con un escalofrío y me dijo con apuro: “Estoy que me meo”. Como todo un Caballero, le señalé el desaguadero en el centro de piso: “¿Le ayudo?”, Pregunté, dándole a entender que allí estaba la solución a su apremiante asunto. La mujer no lo pensó dos veces, se dirigió a la rejilla en el suelo, se subió el vestido y se quitó la impúdica pantaleta negra que desaparecía entre sus sólidas nalguitas, dejando expuesto un Monte de Venus totalmente “coco liso”. Me coloqué frente a ella y se agachó aferrándose a las palmas de mis manos para asegurarse de no perder el equilibrio y, no pudiendo yo ver el valle de sus senos porqué se guardó allí la desvergonzada prenda, soltó una complaciente sonrisa de satisfacción y alivio cuando ya se escuchaba una catarata de orines golpear con presión el sumidero.
- Creo que te estoy salpicando los zapatos, me dijo desde allá abajo, algo sonrojada, sin mirarme y sin quitar aquella sonrisa de complacencia de su rostro.
- No te preocupes, toma esto para que te seques tú. Le dije extendiéndole mi pañuelo auxiliar.
Ella me miró con una cara de interrogación y extrañeza. “Un Caballero siempre debe llevar dos pañuelos: uno para su uso personal y otro para ofrecer, sobre todo a una dama en apuros”, le aclaré. Ella dirigió su mirada al lavabo, donde había papel, tratando de entender aquel ofrecimiento, me volvió a ver mirándome a los ojos con extrañeza, y le dije: “Es que me quiero quedar con tu olor”.
Su vista cambió de inmediato para lúdica e indecente, asintió con la cabeza mordiéndose el labio inferior aceptando la propuesta, tomó el pañuelo y, ayudándose con los dientes, lo desplegó, llevándoselo a su, ahora, zona erógena. Empezó a masturbarse ahí agachada en forma rítmica y sensual, con mirada licenciosa y atrevida, respirando por la boca y exhalando placer. Liberé mi lanza, que ya no cabía en el pantalón, con la veterana agilidad de mi mano derecha y, al darle varios manotazos cerca de su cara, ella sacó su lengua, lamiéndome el glande, como una serpiente en pos de su presa, lanzándose en seguida a la captura de mi miembro, el cual engulló, succionándolo con su garganta profunda.
Sus movimientos de masturbación se acompasaban con los de su cabeza cuya cabellera yo agarraba con la diestra que le brindó el pañuelo. La delgada mano con que ella mantenía el equilibrio fue a acariciarme el trasero y la mujer quedó sostenida por mi falo en su faringe. Me aruñó las nalgas y luego clavó, mas bien enterró sus uñas entre ambas y yo apreté el culo, lanzando mi pelvis hacia delante trancándole la respiración, haciéndola gruñir de gozo, estremeciéndole sus hormonas y su instinto de entrega.
Con un fuerte estertor se extrajo mi méntula desde más allá de las agallas, cayó de rodillas, lanzó la cabeza para atrás y, jadeando y jadeando, moviéndose frenéticamente en su autosatisfacción e invocando al Creador de todas las cosas y de la libido también (para despecho de los moralistas), en medio del silencio de todos en el tocador, estalló en un violento orgasmo, salvaje, femenino y apasionado, al cual di la bienvenida restregándole mi virilidad enardecida por su rostro, el cual ella empuñó, besó y relamió con extenuada pasión.
Me ofrendó, con elegancia y devoción, el pañuelo totalmente mojado con sus orines y los humores de su vagina, levantándolo hacia mí con las dos manos, el cual tomé y, haciendo un gesto galante, lo pasé por mi nariz y luego lo guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta.
La agarré por la cabeza y le presioné los labios con mi sobreexcitado tizón, incitándola a que se volviese a tragar mi grandeza fálica y se estimuló, agarrando mi vara para pasarla con lujuria por su delgado cuello adornado con un collar de esmeraldas.
- ¡Aquí y aquí! Ponme tu leche aquí y aquí. Me dijo, tal cual, con libertina confianza, quitándose la pantaleta de entre sus pechos y, levantándolos impúdicamente, mirándome con delirante fanatismo, sacó su larga y rosada lengua ofidia y la pasó por mi glande con viciosa desenvoltura.
La halé por los antebrazos para que se levantase y, haciéndola girar, quedó con la espalda pegada a mi pecho y le indiqué que fuese hasta el lavabo donde antes yo había desocupado mi vejiga, yendo yo pegado detrás de ella para restregarme en su culo durante el corto trayecto hasta llegar allí. Desde atrás le volví a agarrar los antebrazos, mostrándole como poner las manos en el borde de la cerámica.
- Eres del círculo de Iracema ¿no? Le pregunté al oído mientras le restregaba la cara del Lobo Feroz entre sus nalguitas, afianzándome en sus puntiagudas tetas.
- Si, pero yo ni soy virgen ni soy mártir. Respondió batiendo el trasero de manera incitante. ¡Pero aquí no, agregó, volvamos a la fiesta! ¡Luego haces conmigo lo que quieras! Me propuso, con voz casi imperceptible, mirándome en el espejo de forma pecaminosa, mientras se lamía los labios y meneaba las caderas con ritmo afrodisíaco al compás de la samba que interpretaba la orquesta.
Sin dejar de vernos en el espejo, lancé mi mano al dispensador de jabón líquido, le di tres bombazos al aparato y le puse frente a su cara mi palma mostrándole el nacarado lubricante. Con sus brazos firmes contra la pieza sanitaria, me empujó con su trasero, bajando su torso hasta el nivel del lavabo, ofreciéndome su grupa provocativamente exhibida, abriendo más las piernas que, gracias a la altura de su calzado, se elevaban más hasta poner sus partes sensibles frente a frente con mi Lobo Feroz, ansioso por comer carne cruda. Accedió así a mis intenciones y, levantando la cabeza para buscarme en el espejo, arrugó el entrecejo con cara de suplica mientras sentía la jabonosa restregada inicial de mi glande por todo su valle anal.
Agrandó los ojos y apretó los dientes cuando sintió que el Lobo Feroz presionaba con decisión en su puerta escatológica. Y el Lobo sopló y sopló y su culo reventó. La profusa lubricación había funcionado mejor de lo que me supuse y quedó calada “hasta la patica”, casi que tan fácil como si hubiese sido con la experimentada Iracema. No se movía, solo pestañeaba. La tenía asida por la Cresta Iliaca de su poco carnosa pelvis mientras lentamente movía en círculos mi cadera, ajustando así mi méntula en su oquedad y consumando la penetración total.
Dobló las rodillas y las volvió a erguir, dándome la sensación de que se me escapaba y volvía a mí, lo cual enardeció, aún más, mis instintos pervertidos y, dándole fin a la breve tregua después de la inserción, le lancé dos empellones contra sus interioridades y empecé a darle julepe con todo lo largo y grueso de mi hombría. Su cara de gozo reflejada en el espejo fue inmediata y de observación generalizada por parte de todos los presentes, “orinadores y orinadoras”, que se habían agolpado para ver el desarrollo de nuestro acto carnal, de donde surgió un murmullo y otros sonidos de solidario hedonismo para con nosotros. Estaba decidida a aguantar la rudeza de mis embates, su postura se afianzó y mantenía su cabeza erguida, con su expresiva mirada de voluptuoso placer fija en el espejo para que todos se la viesen y la disfrutasen.
- ¡Eso es lo que yo llamo un culo partí’o!. Exclamó de pronto, con acento Andaluz, muy castizo, un español amigo mío, del grupo de “Los Ibéricos”, que conoce a Iracema desde hace muchos años, mientras alzaba el brazo y me saludaba a través del reflejo en el espejo con el puño en alto.
- ¡Ay! ¡Qué cochino!, Chilló desgañitándose, perturbado, un Gay que entraba en se momento llevando una flor en el cabello, llevándose las manos a la cara como para no ver más y salió del baño con una alborotada carrerita.
- ¡Aguanta Jazmín, aguanta que tu puedes con él! Arengó una mujer alta y gruesa que se puso a su lado dándole ánimos, adoptando su misma postura.
Jazmín bufaba, gemía o jadeaba con cada embestida pero se mantenía incólume en su puesto. Desde la puerta de entrada al baño se escucho el excitado anuncio de alguien que grito: “¡Epa, Vengan! ¡Iracema está en la televisión!”, Y un tropel empezó a salir apresuradamente dejándonos casi solos, a excepción de la mujer gruesa que aupaba Jazmín.
Nuestro calor iba en aumento y la martirizada mujer me pidió más y más duro y así llevó.
- ¡Ay, QUE RICO! ¡Con razón Iracema pudo todos estos años! Comentó, soltando todo su aliento mientras volteaba los ojos para atrás con un parpadear moribundo.
- ¡Te voy a llenar el culo de leche! Le dije con precipitación mientras mi eyaculación se verificaba en su vía estercórea.
Apretó débilmente las nalgas para recibir mi descarga y sus codos ya se doblaban cuando la gorda auxiliar de fornicaciones la agarró por la cintura mientras yo le desencajaba el embuchado Lobo Feroz, harto de tanta carne humana, disponiéndose a dormir una siesta.
III
Cuando salí al salón principal, estaba la cara de Iracema ocupando toda la pantalla y todos estaban mirándola, hasta músicos y mesoneros, como si se tratase de la final del mundial de fútbol. La fiesta no se había detenido, mucho menos terminado ya que algo grande estaba por acontecer.
- “...ahora acompáñenme en el paso que voy a dar para satisfacer a mi maridito que con tantas ansias me espera aquí atrás de nosotros.”
La cámara de televisión abrió el plano, mostrando el Tálamo Nupcial con el desposado a un lado del camastro, masturbándose calmadamente la enhiesta verga. Varias expresiones de asombro salieron de entre los presentes, desde incredulidad hasta aprobación y unas ruidosas carcajadas estallaron en la mesa de “Los Ibéricos”, debido a un comentario ocurrente que no escuchamos muy bien.
El sitio se parecía al de un consultorio ginecológico, puesto que la cama en donde se estaba postrando Iracema para entregarse, era una igual a la que tienen estos especialistas para hacer su trabajo de exploración en las interioridades femeninas.
Los amigos del novio, reunidos en otra mesa, relinchaban, Kikirikiaban, silbaban y hasta un dio el grito de Tarzán de la jungla. En la mesa de “Las Vírgenes” estaban todas abrazadas entre ellas y, vibrando de emoción, encendieron velas y agitaban pañuelos blancos. Y la recién estrenada Jazmín, recostada en una columna, me guiñó un ojo, se dio una nalgada y me hizo la señal internacional de Ok.
Con una franca sonrisa Iracema miró a su esposo y luego miró a la cámara, mirándonos a todos, para dirigirnos nuevamente la palabra:
- “No se preocupen amigas, no hay de qué alarmarse. Él ya me ha visitado varias veces por de costumbre y siempre me ha gustado... hoy no tiene porque ser diferente, solo que por aquí es ahora la cosa.” Dijo, regocijada, palmeándose el bajo vientre.
Iracema asumió la posición, colocando los pies en los estribos de la mesa ginecológica, y echó su cabellera para atrás, tal y como era su costumbre antes de iniciar un coito anal cara a cara. El esposo se puso frente a su objetivo, blandiendo su instrumento cual macana de policía en medio de una manifestación de ciudadanos en contra de la globalización y lo fue acercando a la postrada mujer que, mirando hacia el techo, movía los labios como mascullando algo y respiraba aceleradamente esperando el momento sacrificio. Al sentir los primeros roces que le dio entre sus carnosidades, Iracema apretó los puños y cerró los ojos para luego abrirlos y levantar la cabeza cuando su consorte se retiró y, agachándose para lamer su vulva, clavó su cabeza entre las piernas de la virgen, causándole un sobresalto que le hizo levantar sus caderas, separando el mártir trasero del aparato médico. Lanzó un gritito de placer y todos en el salón se revolvieron en sus asientos. Se agarró sus pechos y la cámara subió el plano para mostrar como se acariciaba los negrísimos pezones, bajando lentamente por el escenario del abdomen hasta detenerse en la cabeza del hombre que con una sólida y carnosa lengua le revolvía el clítoris.
- ¡Empurra-le ou caralho é fodela de úma veis! (Empújale la verga y cogela de una vez) Exclamó, de pie, el gallego de la mesa de “Los Ibéricos”, alzando su vaso de güisqui.
- ¡Ay, cállate bru-to! ¡No ves que está sufriendo! Le contestó el marica que no parecía marica hasta que habló. Y una lluvia de papeles y otros objetos sólidos le cayeron encima.
Iracema culeaba y degustaba, llevando lengua y lengua en la cuca mientras el marido le metía tres dedos por el ano. La cámara abrió la toma en el momento en que el hombre se ponía otra vez de pie y la empujaba hacia abajo, presionándola en el Monte de Venus con una mano, al mismo tiempo que con la otra sostenía su virilidad a punto de salírsele de control, cual manguera contra-incendio a su máxima presión.
Estaban en posición de batalla y el recién-casado tomó impulso desde y con sus caderas y empujó y empujó -La cámara cerró el lente en el área de acción- y empujó y empujó. No la penetró ni con la puntita. Le rodeó ambos muslos con los brazos y empujó y empujó. Iracema se estremecía. Nada. Se veía ahora la cara de Iracema mirando, con ansiedad y angustia, como su pareja arrugaba la cara y apretaba los dientes con otro envión. Silencio sepulcral en la audiencia.
El dueño del frustrado garrote desvirgador sacó un tarro de vaselina de los gabinetes inferiores el mueble, tomo un puño de aquel petrolato y lo untó frenéticamente en su enardecida méntula y, con la misma, le restregó el coño. Asaltó nuevamente, e Iracema, para ayudarle en la embestida, movió en círculo sus caderas, imprimiéndole una rotación a su vagina. Seguía afuera y la audiencia se conmovió. Ya la gorda auxiliar de fornicaciones se había puesto de pie sobre una silla mirando fijamente a la pantalla, con los puños cerrados sobre sus pechos. Algo estaba saliendo mal. Notándose el nerviosismo de ambos por cumplir con sus deberes maritales, se hablaron en voz baja y procedieron a cambiar de posición.
- ¡Segundo de tiempo... cambio de cancha! Gritó el español amigo mío y sus compañeros Iberos empezaron a corear: “Que-re-mos-gol”, golpeando la mesa: tan-tan-tan...
“Que-re-mos-gol”... tan-tan-tan.
El hombre se acostó ahora en la cama ginecológica e Iracema, haciendo de equilibrista, se ahorcajó encima de él y, sin más, se dejó caer sobre la afilada estaca. La pareja gritó de dolor al unísono. Voces de espanto, dolor y consternación primero, de decepción, desconsuelo y amargura después, se escucharon por doquier y los amigos del novio empezaron a pagar sus apuestas perdidas. El prepucio había llevado la peor parte e Iracema lo acariciaba y besaba pidiéndole perdón.
Ahora el novio se dirigió a nosotros a través de la cámara y con voz entrecortada dijo afirmando con vehemencia:
- Tranquilos amigos... tranquilos, dije que hoy Iracema perdería su virginidad y así será.
La cámara abrió la toma y giró hacia donde el novio le indicó y apareció en la pantalla “El Negro”, un fornido y gigantesco ejemplar masculino de casi dos metros de altura y de verga, que venía entrando al sitio donde se encontraban, decidido y completamente desnudo, con su báculo listo para el combate, pudiéndose deducir que se iba a perpetrar un “virgocidio”, ya que su pene parecía una anaconda, de cabeza roja-azulada del tamaño de un puño, y con muchos centímetros de dotación adicional. Y yo recordé la descripción que mi siempre fiel Ama de Llaves hacía de las desagradables dimensiones de la virilidad de su marido, que con cada cogida que aquel le daba, le robaba más y más la salud. ¡Pobre Iracema, lo que le esperaba!
- ¡No!... ¡El Negro NO! ¡No quiero, NO! Gritó destemplada la asustada Iracema, girando bruscamente para buscar una salida de emergencia.
En el salón había un caos. Mientras la cámara seguía la escena de las correrías de Iracema por toda la habitación para no dejarse coger por “El Negro”, los Gays no ocultaban su envidia; Los amigos del novio voceaban nuevas apuestas francamente desfavorables a la virginidad; Las Vírgenes se tapan el rostro con horror; Los músicos, aportando lo suyo, tocaron unos acordes fúnebres y la gorda auxiliar de fornicaciones se cayó estruendosamente de la silla.
- ¡El-Ne-gro!... ¡El-Ne-gro!... ¡El-Ne-gro!... coreaban “Los Ibéricos” golpeando la mesa con las manos y zapateando, en animada juerga dicharachera.
- ¡Iso é ou que eu chamo um CARALHO! (Eso es lo que yo llamo una VERGA) Gritó, con su vozarrón, el gallego, lanzando al aire su boina negra.
Luego que lograron atraparla, la llevaron entre los dos al mesón de los sacrificios, mientras Iracema se defendía como una gata patas para arriba, batiéndose, coceando y lanzando sus afiladas uñas en peligrosos zarpazos que cortaban el aire. La acostaron boca arriba y el marido se le sentó en el pecho dándole la espalda a la victima. Iracema no se rendía, le clavó las uñas y le rasgó la espalda a su esposo, mientras que “El Negro” la agarraba por los tobillos, levantándolos y empujándolos hasta su esposo que la asió por las batatas y las atrajo más hacia sí asegurándolas, a cada lado de su cabeza, con un fuerte abrazo, quedando así espléndidamente expuesta y totalmente accesible al musculoso negro quien, dispuesto a cumplir con su buena acción del día, blandió con sus dos manos el macizo instrumento y le dio a saborear a los meollos de Iracema.
La ejecución fue lenta y pasmosamente cruel. Hasta los Gays apartaron la mirada con consternación cuando la descomunal cabeza desfloradora, sin formalidades previas, cruzó el umbral que marca la naturaleza y luego de dos timbalazos “El Negro” retiró la inserción para, frente a la cámara, examinarse y poder constatar sí se traía “algo” en la punta del ciclópeo glande, pero su maniobra era meramente exhibicionista. Los testigos se tornaron particularmente morbosos, queriendo ver con detalles, como si se tratase de un accidente de tránsito, sí había sangre, sí estaba muerta o agonizando y, estirando el cuello para ver mejor, hacían comentarios sórdidos y poco favorables de “como quedó”.
- ¡Eso es lo que yo llamo una cuca patí’a! Jodé. Comentó, para que todos escucharan, el amigo andaluz.
El carnicero volvió sobre sus pasos y le hundió de inmediato, sin la más mínima compasión, “medio palo” en un solo envión. Con los ojos de carnero degollado, Iracema boqueaba cual pez fuera del agua y, empalada en aquel monstruoso, atroz y descomunal asesino sin dientes, parecía una muñeca de trapo abandonada a los ímpetus de “El Negro”.
- “Consumatum est” Dijo solemnemente el marido, con el micrófono en la mano, como reportando una noticia, mientras, al fondo, se desarrollaba la acción. Agregando, con cinismo y a modo de comentario: “No es lo mismo, medio metro de encaje negro, a que ‘El Negro’ te encaje metro y medio.” Soltando una franca carcajada que no tuvo eco entre los presentes.
Asombrosamente, Iracema fue recuperando el aliento y se llevó las manos a la zona inguinal para constatar que estaba completa para luego acomodar los pies poniéndolos en los apoyos. Subió sus manos hasta las tetas y respiró ruidosamente entre los dientes, empezando a aliviarse del estrés provocado por todo lo anterior y empezando a sentir placer en la brutal y feroz cogida que le estaba propinando el voluminoso mastodonte.
“El Negro” sacaba bien para atrás el culo y agredía con tal brusquedad, que hasta la sólida mesa de exámenes se estremecía, arrastrándola cada vez más cerca de la pared, hasta que topó con ella. Iracema puso las palmas de las manos contra aquella pared empapelada con arabescos dorados para así contrarrestar el ataque. Recobrando su tensión muscular, levantó el trasero y lo meneó, lo sacudió y lo revolvió, con lujuriosa experticia, con potencia y en todas direcciones que, sorprendiendo a su verdugo, le causó una eyaculación súbita, cayendo de rodillas frente a ella mientras seguía lanzando descontrolados chorros de esperma.
El marido, más rápido que en la transportadora del USS Enterprise, llegó y apartó al acabado negro, quien rodó inerme por el piso y colocándose éste frente a su desposada, enfiló su armamento hacia la recién estrenada vagina y empujó y empujó... y su falo no entró. Y arremetió nuevamente con decisión y furor para frustrarse en otro nuevo intento. Encolerizado, se impulsó desde muy lejos, abalanzándose violentamente contra las entrepiernas de su mujer y se estrelló contra el músculo amatorio de Iracema el cual se había cerrado, sellando la entrada de la vagina.
Anarquía, desorden y confusión imperaba en el salón de fiestas y los de mi grupo de parranda recordaron la extraña apuesta que les hice mientras estábamos en las puertas de la Iglesia de que “su recurso ya ella tendría” y me pidieron, en medio de aquella alharaca de Babel, que les aclarase lo que estaba sucediendo.
- Saint-Simon, ¿qué es lo que sabes de Iracema que nosotros no? Me indagó con curiosa picardía Antonio Chevallier, apodado “Jack, the Triper” por preferir a las callejeras baratas y de baja categoría, pero que se había pasado por las armas a Iracema pocos días antes.
- Es verdad Saint-Simon, ¿porqué estabas tan seguro en tu apuesta de esta tarde? Agregó Paulo Chon, un astuto chino-brasilero hacedor de bebés, arrimando más hacia mi su silla, trayendo consigo una botella a medio tomar de buen güisqui escocés.
- ¡Cuéntale, cuéntale! Platícanos la verdad manito. Inquirió, Manuel “Macho” Morales, un mejicano arqueólogo y seductor profesional que tiene en su haber hasta, dicen, un Convento completo.
Ante tanta presión de la cual no podía escapar porqué hasta “Los Ibéricos” se habían acercado a nuestra mesa para intercambiar opiniones al respecto, les hice un gesto para que se acercasen todos al secreteo y les dije con circunspección: “Señores, un Caballero no cuenta ni hace alarde de sus fortunas con una Dama ¿cierto?”
- Si, claro, cierto.
- ¡Por supuesto!
- Eso es correcto.
- Así somos todos los Caballeros.
- Eu ás fodo e fico caladinho. (Yo las cojo y me quedo calladito).
Me levanté de mi asiento para poder mirarlos bien a todos y agregué: “Iracema y yo nos conocemos desde la niñez, de cuando jugábamos a ‘tocarnos la cosa de hacer pipí’, desde entonces y para conmigo ella no tiene ninguna clase de inhibiciones. Solo simpatía y cariño. Eso es todo lo que tienen que saber.” Concluí mientras hacía un movimiento táctico de retirada, excusándome con todos ya que Jazmín me estaba haciendo unos llamamientos sexuales para que me fuese a aparear con ella, y los dejé allí haciendo sus inferencias y sacando sus propias conclusiones.
IV
Ahora que ya han pasado tantos años desde aquel sui generis casamiento, cuando ya todos, o bien se han desperdigado por el mundo, o bien han abandonado este mundo, les voy a revelar lo que en realidad acontecía: Cuando, a nuestra muy corta edad, yo tomé su virginidad, nos dimos cuenta de que ella podía apretar fuertemente y a voluntad sus músculos que rodean a la vagina. Ella decidió que podía “fortalecer” esta cualidad y tomar ventaja de ello, y evitar sorpresivas incursiones varoniles y así fue. Iracema desarrolló sus músculos vaginales practicando conmigo como su entrenador. Ejercitamos como para ir a las Olimpíadas vaginales, hasta que un buen día (¿o noche?, Ya no recuerdo) los pudo cerrar totalmente, tan apretados que ni un alfiler podía pasar por ahí.
Yo me fui a hacer mi vida y ella hizo la suya, hasta que recibí una invitación para asistir a su matrimonio, cosa que me alegró y no me preocupé por nada. Pero de haber sabido antes que su cuca había desarrollado uno reflejos defensivos casi que con inteligencia propia hubiese advertido al cándido pretendiente. (Véase más en mi articulo científico: “El Noveno Hueco” acerca de las propiedades vaginales).
¿Lo de “El Negro”? Bueno, eso si que fue una sorpresa para todos, incluso para la propia Iracema que se puso, como ustedes ya saben, muy nerviosa al principio. Pero resulta ser que ella tiene una incontrolable debilidad por nosotros los negros y se afloja toda.
FIN
Por cierto, Jazmín frecuentemente me ofrenda un pañuelo.
Maravilloso!